El sentido del deber En 1947 Wittgenstein tenía 58 años y enseñaba en Cambridge. Le disgustaban las mujeres académicas, especialmente las filósofas, pero para fines de ese año Elizabeth Anscombe, que más tarde tendría un rol preponderante en la filosofía analítica, ya se había convertido en uno de sus alumnos predilectos y amigos más cercanos Wittgenstein pasó a considerarla un varón más y la apodó cariñosamente “Viejo.” Anscombe estaba fascinada con Kafka, Wittgenstein no lo había leído y ella le prestó sus novelas. Según el excelente biógrafo Ray Monk, Wittgenstein le devolvió los libros y por todo comentario le dijo: “Este hombre se causa unos problemas tremendos por no escribir acerca de su verdadero problema.” Luego le recomendó que leyera Sexo y carácter, de Otto Weininger: un hombre que, más allá de todas sus fallas, realmente escribía acerca de su problema. Weininger había sido, como Wittgenstein, natural de Viena, judío y homosexual. Loado por Strindberg y Spengler, se volvió un personaje de culto a principios del siglo XX luego de pegarse un tiro en la casa donde había muerto Beethoven, pocos meses después de haber publicado su famoso libro en el que propone, entre otras cosas, que la esencia de la mujer es su absorción en el sexo. En lugar de poseer órganos sexuales como el hombre, ella es poseída por sus órganos sexuales y por lo tanto es naturalmente falsa y amoral. Afirmaba además que el judío está saturado de femineidad, cosa que lo lleva a tener un pobre sentido de la individualidad y un correspondiente y perverso instinto de preservación de la raza y a carecer, por defecto, de todo sentido del bien y del mal y de alma. Ray Monk comienza su libro Ludwig Wittgenstein mencionando que se han escrito numerosos poemas inspirados en el filósofo y en incluso memorias que lo tienen como centro, de mano de personas que apenas llegaron a conocerlo. Se han pintado cuadros, filmado películas y programas de televisión sobre él, y todo esto aparte de la producción incesante de comentarios acerca de su filosofía. El interés en Wittgenstein sufre una polaridad curiosa: están los que se ven cautivados por su vida y encuentran su trabajo incomprensible, y los que estudian su trabajo sin tener en cuenta la relación que éste tiene con su vida. Monk dice que el objetivo de su biografía es justamente el de trazar las conexiones entre ambos. Wittgenstein nace a fines de siglo XIX en una Viena en la que estaban siendo plantadas las semillas del Sionismo, del Nazismo y del Psicoanálisis. En casi cada campo del pensamiento y actividad humanos lo nuevo estaba emergiendo de lo viejo, tal vez a causa de que el Imperio llevaba varias décadas en transparente decadencia. El sistema atonal de Schoenberg surge de la convicción de que el antiguo sistema de composición ya no daba para más. El rechazo de ornamentación por parte de Adolf Loos brota de la creencia de que el barroquismo predominante en la arquitectura se había vuelto vacío y sin significado. Las fuerzas inconscientes a que Freud apelaba delataban que algo fundamental y muy real estaba siendo negado y reprimido tras la cortina de los pruritos y convenciones sociales. Wittgenstein, además, parece haber sido diseñado genéticamente y educado para negarse a sí mismo. Su padre se había convertido por iniciativa propia en el magnate número uno del hierro y el acero en el continente. Su madre era una mujer extremadamente musical y provenía de una línea que, igual que los Wittgenstein, llevaba generaciones tratando de ocultar su origen judío. El judaísmo no jugó ningún papel en la crianza de Wittgenstein y sus siete hermanos, que fueron bautizados en la iglesia católica. Tres de ellos fueron músicos sobresalientes y dos se suicidaron ante la presión de su padre para que se educaran en los rigores del comercio y pudieran continuar su negocio. Otro se mató cuando al final de la Primera Guerra Mundial las tropas que comandaba se negaron a obedecer sus órdenes. Ludwig era considerado el menos brillante. Aunque más tarde hablaría de lo infeliz que fue su infancia, su familia lo recuerda como un niño alegre y satisfecho. Ludwig se atribuiría responsabilidad por esta discrepancia perceptual. Decía y actuaba tal como se esperaba de él por miedo a la opinión de los demás. Hasta que, en edad liceal, sufre una pérdida de fe. Mejor dicho, se siente obligado a reconocer que en realidad no tiene ninguna, que no cree ninguna de las cosas que un cristiano debería creer. En ese momento nacerá la determinación que regirá su actitud por el resto de su vida: la de ser verdadero y no esconder quién es. Ante el repentino vacío existencial Wittgenstein se apoyará en Otto Weininger, quien será su mayor influencia. La identificación es tal que Wittgenstein se sentirá inmediatamente avergonzado de no haber tenido el valor de matarse. Weininger es una figura vienesa por excelencia. Culto y aristocrático, atribuye la decadencia de los tiempos modernos al triunfo de la ciencia y los negocios sobre el arte y la música. Aparte de las teorías que Weininger esboza en Sexo y carácter para justificar su misoginia y su antisemitismo, lo que más resuena con los temas principales del pensamiento de Wittgenstein es su psicología del Hombre. A diferencia de la Mujer, el Hombre tiene una opción: puede, y debe, elegir entre lo masculino y lo femenino, entre la conciencia y la inconsciencia, la voluntad y el impulso, el amor y la sexualidad. Es el deber ético del hombre elegir lo primero de cada par, y el grado en que llegue a hacerlo será el grado en que se aproxime a la más elevada clase de hombre: el genio. El genio tiene la memoria mejor desarrollada, la mayor habilidad para formarse juicios claros y, por lo tanto, el sentido más refinado a la hora de distinguir entre verdadero y falso, bien y mal. La lógica y la ética son fundamentalmente lo mismo. "No son otra cosa que deber para con uno mismo. La genialidad es la más alta forma de moralidad y, por consiguiente, es el deber de todos." Wittgenstein convivió largos años con la tentación del suicidio. Creía que uno debía ser una criatura de impulso. Su impulso era el de la filosofía, pero tenía a la vez un excesivo sentido del deber que lo llenaba de dudas. Cuando conoció a Bertrand Russell en Cambridge y éste le confirmó que tenía un talento inusual para la filosofía, Wittgenstein se sintió aliviado de poder seguir sus impulsos sin culpa y más aún, se sintió con derecho a vivir. A partir de ese momento se siente un genio: adopta sospechosamente una conducta que se ajusta a su idea de genio y que tiene mucho de la idea popular de lo que un genio debería ser. Aparece, de aquí en más, como un tipo atribulado, radical en sus puntos de vista, dominante en la conversación, brillante, irritante y fascinante por partes iguales y con un claro sentido de misión. Su tránsito es el de un hombre consumido por la culpa y la ambición de pergeñar alguna gran contribución a la historia de la humanidad que lo justifique ante los ojos de Dios, a la vez que busca purgarse y despojarse de todo lo superfluo por medio de una actitud constante de renuncia. Participa como voluntario en la Primera Guerra Mundial para que la cercanía de la muerte lo ilumine. Rechaza su descomunal herencia monetaria y se recluye en la montaña tras conseguir un puesto de maestro rural para estar con la gente real, de mente sencilla, y darse a una vida de servicio. Sus relaciones amorosas están plagadas de trabas morales, aunque Monk elige no zambullirse muy en profundidad en este aspecto de su vida, imitando la conducta de su biografiado, para quien gran parte de la vida sexual y amorosa ocurría solamente en su imaginación. En el prólogo a su único libro publicado en vida, el legendario Tractatus Logico Philosophicus, Wittgenstein denuncia que la raíz de todos los problemas filosóficos es la mala comprensión de la lógica de nuestro lenguaje. Es decir, los problemas filosóficos son meramente lingüísticos. Un análisis del lenguaje hasta sus últimas consecuencias llevaría a la desaparición natural de los problemas filosóficos. Se trata de demarcar los límites del lenguaje y por ende los del conocimiento, de establecer qué se puede expresar y qué no. Wittgenstein descarta como inútil y carente de sentido cualquier enunciado que no pueda ser reducido a hechos discretos de la vida. La ética y la estética, la bondad y la belleza, pertenecen al ámbito de lo sobrenatural y hablar de ellas es imposible, es hacer metafísica. La aspiración de Wittgenstein es la de desterrar a la metafísica del ámbito de la filosofía y así reconvertir a la filosofía en una ciencia natural. Lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar, hay que callar. Lo inexpresable queda demostrado precisamente porque es aquello acerca de lo que uno, habiendo razonado todas estas cosas, calla. El Tractatus es el alegato de un místico que no ha visto a Dios, que descubre que puede palpar el contorno de lo divino con el pensamiento pero no penetrarlo. En su intento por probar que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo (Yo soy mi mundo), el filósofo acaba componiendo una imagen fría y desoladora de la vida. El lenguaje es individual. Es la voz solipsística de alguien que comenta para sí mismo los pensamientos y sensaciones que ocurren dentro de su cabeza. El pensamiento de Wittgenstein atravesará varias mutaciones de enfoque a lo largo de los años, pero soledad experimentada como condena y el propósito primordial de arrasar de una vez por todas con los problemas de la filosofía y liberarla de su tormento, perdurarán hasta el final. En El libro marrón, escribe: “la claridad a la que apuntamos es de la hecho la claridad completa. Pero esto simplemente signfica que los problemas filosóficos deberán desaparecer por completo. El verdadero descubrimiento es el que me hace capaz de parar de hacer filosofía cuando yo quiera. El que le da paz a la filosofía, para que así ya no sea atromentada por preguntas que la ponen a sí misma en cuestión.” En su libro Investigaciones Filosóficas, publicado póstumamente, Wittgenstein da un giro aparente. Cuando antes el lenguaje era puramente personal, ahora el filósofo admite que el significado de las palabras está en su uso y que ese uso está determinado por ciertas reglas, y acatarlas es una cuestión puramente social. Del mismo modo que no puede haber pensamiento sin lenguaje, el lenguaje sólo puede ocurrir dentro de las prácticas sociales. Es decir, el pensamiento privado, desconectado de lo externo, se revela como imposible: para cada pensamiento privado va a existir una realidad pública correspondiente. Con esto, Wittgenstein parece haber dado muerte no sólo a una etapa de su pensamiento sino al solipsismo como doctrina o metáfora para la soledad, pero la diferencia entre la visión del Tractatus y de las Investigaciones es una cuestión de grados nada más. Puede que la última sea una visión más cálida, pero si antes estábamos confinados en nuestros pensamientos exclusivos, ahora estamos confinados, junto con otra gente, en la institución del lenguaje. Y aunque ya no estemos tan solos, sigue habiendo fuera del lenguaje todo un universo de referentes que jamás podremos conocer y al que jamás nos podremos unir. Hacia el final de sus días, mientras escribía los textos que hoy componen el libro De la Certeza, anota: "Hago filosofía ahora como una mujer que siempre está dejando alguna cosa en un lugar que no es el suyo y tiene que volver a buscarlo: ahora sus lentes, ahora sus llaves." Pero concluye que el trabajo al que se está dedicando será de interés. "Creo que le puede interesar a un filósofo, a alguien que piensa por sí mismo, leer mis notas. Porque aún si he dado en el blanco sólo raramente, él reconocería a qué blanco le he estado apuntando sin cesar." Thomas Bernhard (1931-1989), especialmente en su novela Corrección, es quien mejor ha captado el espíritu de Wittgenstein. Se trata de un libro extremo. Casi no tiene párrafos y está lleno de frases larguísimas, con repeticiones que parecen querer afirmar un sentido siempre esquivo a martillazos, que están continuamente corrigiendo lo que han empezado diciendo, continuamente buscando la purificación de lo expresado aunque eso acabe significando la propia aniquilación de lo dicho. Roithamer, el personaje principal, comparte algunos rasgos biográficos con Wittgenstein. Lleva una vida académica en Londres y proviene de una familia austríaca de dinero. Tiene un gran conflicto con las mujeres y construye una casa para su hermana que debe ser idéntica a ella misma, aunque en unas condiciones un tanto más bizarras que las que Wittgenstein manejó en la vida real. Odia a su patria y a su época, y sólo encuentra solaz en el contacto con los campesinos y en las obras de los grandes genios (Hegel, Goethe, Schopenhauer) a quienes considera la cúspide de las posibilidades humanas y se dedica, con un foco que bordea la locura, a desarrollarse como pensador. "Esos caracteres, seres, lo que sean, como Roithamer (y como yo)" -dice el narrador- "realmente siempre desamparados, no son capaces de dormir, se duermen y se despiertan, durante toda su vida, pero no duermen nunca. Ininterrumpidamente tienen algo en la cabeza y en los nervios que no los deja dormir. Buscan durante toda su vida un remedio contra ese estado insoportable, pero no encuentran ese remedio, porque no hay ningún remedio contra esa enfermedad, que realmente no es otra cosa que una enfermedad mental." Roithamer acaba suicidándose. El narrador de la novela es un amigo personal que tiene el encargo de poner orden a sus papeles. Toma posesión de la buhardilla donde Roithamer mejor podía dedicarse a su trabajo y es como si hubiese entrado a la cabeza de Roithamer, a su refugio, y escribe Corrección desde el espacio mental de Roithamer, desde esa especie de asilo, en un estilo febril que no puede ser de otro que el del muerto. La exactitud con la que se expresa es violenta, lo tortuoso de su pensamiento es fatigoso y admirable, y lo lapidario de sus convicciones y acusaciones construyen de inmediato un mundo de una solidez tan hipnótica y original que tenemos la impresión de estar entrando en contacto con una verdad fundamental nunca antes formulada y de que se ha tocado un límite, que estamos leyendo el último libro sobre la faz de la tierra. Bernhard mete el dedo en la llaga y habla, a través de la literatura, de las causas por las que Wittgenstein trascendió el ámbito de la filosofía y se convirtió en figura emblemática del siglo XX. Tiene relación directa con lo que, ya tarde en su vida, el filósofo opinara de Kafka, otro icono del siglo pasado, cuya fama extraliteraria tiene mucho más en común con la de Wittgenstein que lo que Wittgenstein hubiese deseado. Sus palabras acerca de Kafka - aquello de que el escritor se generaba unos problemas tremendos por no escribir acerca de su verdadero problema- no suenan tan disparatadas. Es posible salir de las novelas de Kafka con la sensación de que hay un núcleo que permanece oculto y que el autor hace todo lo posible por evitar. Es posible salir de sus novelas con la imagen de un hombre que patina en círculos alrededor de un área de hielo muy fino, poniendo especial cuidado en mantenerse lo más cerca posible de la capa delgada de hielo, en describirla sin tocarla nunca. Puede que esa sea su destreza y que ahí resida una de las claves de su misterio. También puede que a Wittgenstein le haya ocurrido lo que al protagonista de La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, al presenciar un recital de violín. Zeno experimenta un dolor lacerante por la belleza de la música y la naturalidad con que el otro la hace brotar de su instrumento, dolor acentuado hasta lo insoportable porque a Zeno le consta que el músico es un hombre mezquino. Se siente estafado, como si hubiese una injusticia en el hecho de que un mal tipo fuese capaz de producir algo así de puro, o como si estuviese despertando al hecho de que la Belleza es una inmoral que se va con cualquiera. Tal vez a Wittgenstein le ocurriera un poco de esto y su respuesta expresara indignación ante la idea de que el talento absuelve al artista de cualquier cosa, hasta de ser un perfecto cobarde. Wittgenstein pretende reprocharle a Kafka que no vaya al hueso del asunto. Es decir, que no sea filósofo; en otras palabras, que no sea como él. Pero la vida del filósofo debe ser ejemplo para la humanidad entera y la vida del escritor sólo puede ser ejemplo de cómo debe vivir un escritor para producir un texto que lo reemplace en el tejido de la historia. Sócrates y Jesús dejaron que otros escribieran por ellos y son sus vidas las que llegan ejemplarmente a través de los milenios en forma de relato. Homero y Shakespeare, gemelos oscuros de nuestros filósofos fundamentales, han escondido su personalidad a la perfección detrás de su poesía. De Kafka, por otra parte, sabemos mucho debido a la publicación de sus diarios y cartas y de algún modo se ha erigido en paradigma de su estirpe, la estirpe del escritor que sólo encuentra refugio y plenitud en la actividad de escribir, se consagra a ella por encima de todas las cosas y acaba vaciando todo lo demás de sentido. O, según Wittgenstein, la estirpe del escritor que en lugar de escribir acerca de su verdadero problema, escribe sobre otra cosa y se genera una depresión tremenda. Es inevitable que al hablar de lo que sea uno siempre acabe aludiendo a sí mismo. Al decir que Kafka no escribía acerca de su verdadero problema y así se llenaba, en una actitud claramente antifilosófica, de una multitud de problemas nuevos, Wittgenstein no sólo trazaba la frontera entre el filósofo (el que se atreve a mirar la verdad de frente) y el gentil. También ponía en palabras el sentimiento -que pocas veces lo abandonará- de estar viviendo cobardemente, de haber sepultado bajo una miríada de pecadillos su pecado original hasta el punto de haberlo olvidado. Y diagnostica, tal vez sin saberlo, su propio parentesco con Kafka o con el artista para el que lo primero no es vivir sino hacer su arte. El artista para quien el arte, al decir de Hemingway, se ha vuelto su "vicio principal y el mayor placer y sólo la muerte puede ponerle fin." Wittgenstein, igual que esta clase de artista, teje una relación de exclusividad y dependencia tales con su disciplina que acaba sintiendo que la filosofía lo necesita a él para curarse, para revitalizarse, para no morir. Igual que ellos, parece infectado por la necesidad demoníaca de dejar huella y por la vocación de crear una obra que acabe con todas las obras de su especie, y sueña con dejar de hacer filosofía como el escritor enfermo de literatura sueña con dejar de escribir, al sospechar que esta actividad desaforada es una estrategia para evitar ocuparse de lo que realmente debería estar ocupándose y que no le traerá paz mientras viva. (Publicado originalmente en El País Cultural)