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Por los mares del discernimiento
Un cuento para ir entrando en la experiencia del discernimiento
espiritual
Érase un navegante que quería llegar al lejano puerto de la
Felicidad, a donde el Señor lo había invitado.
– Si te he invitado es porque puedes encontrar la ruta— le había
asegurado el Señor en una vieja y olvidada carta, en respuesta a sus
muchos cuestionamientos.
La verdad era que el navegante ignoraba dónde quedaba el
puerto de la Felicidad. Había oído decir que la Felicidad quedaba
hacia el norte, pero otros sostenían con igual seguridad del sur, y no
faltaba quien asegurase con voz fuerte: -- la verdadera felicidad
consiste en no buscarla, en quedarse quieto, cerca de la costa,
pescando, comiendo y bebiendo.
El barquito de nuestro navegante, si se puede llamar barquito a
aquél conjunto de tablas mal pegadadas, era un bote frágil, de una
sola vela, con una cabina llena de goteras, y un motor asmático y
quejoso. Si hubiera sido caminante, ¡este bote fuera rengo! Por algún
motivo, Iñigo, que así se llamaba el navegante, sólo podía navegar de
noche, donde lo único que parecía servir en aquel bote eran los
instrumentos lumínicos que iban indicando el norte, la fuerza del viento y
la velocidad del barquito.
Iñigo era un piloto poco experimentado. Se sentía perdido, los
instrumentos le mostraban que su bote apenas avanzaba. No sabía
orientarse. Le tenía miedo a la oscuridad. Prefería pasar las horas,
absorto y perplejo, encorvado sobre los resplandecientes instrumentos,
como si estuviese rezándoles. Luego le dejaban tan oscuras como la
noche que envolvía su barco y su vida. A veces sentía ganas de
confiarle su barco a un piloto más experimentado, uno de esos marinos
intrépidos de los grandes cruceros que iluminaban la noche. Parecían
ciudades flotantes: llenos de luces, majestuosos, con sus chimeneas
echando humo, surcando los mares, como dueños y señores. Sentía
ganas de cambiar su ruta hacia la Felicidad por otra más fácil:
contentarse con navegar en las aguas lisas que dejaban tras de sí los
soberbios y pesados cruceros.
En la noche oscura, todas las estrellas lucían iguales. Pero una
noche que estaba en cubierta, afrontando la oscuridad, se atrevió a
cerrar los ojos, y empezó a sentir una nueva alegría en su corazón.
Pronto cayó en la cuenta de que mientras navegaba guiándose por
una alta y brillante estrella, su corazón se alegraba ; y cuando tomaba
el rumbo opuesto, su corazón se entristecía y se le encogía. Llamó a la
estrella, la estrella polar, la guía hacia la Felicidad. Y se encariñó tanto
con ella que al cabo del tiempo, empezó a creer que no era él quien
había descubierto la estrella, sino ¡la estrella, a él!
Fue así como se percató de que los instrumentos lumínicos estaban
completamente equivocados: ¡en realidad su norte era el sur, de
acuerdo a la estrella! También pudo determinar cómo muchos de los
cruceros majestuosos, repletos de pasajeros, con mucha bulla, luces,
música y bebedera, no iban a ninguna parte y navegaban en círculos
placenteros, sin que los pasajeros se diesen cuenta, y a pesar de que sus
capitanes voceasen a cada hora por sus altavoces: --¡Ya llegamos! ¡Ya
llegamos!
A Iñigo, ya no le entraban ganas de navegar en las tranquilas
estelas de los grandes barcos, sino que se atrevía a caminar según su
estrella. Eso de “su estrella” lo había discutido mucho, pues no sabía qué
le gustaba más, si gritar en la noche que aquella era la estrella de Iñigo,
o simplemente vivir la felicidad inmensa que le daba el reconocerse a sí
mismo “el Iñigo de la estrella”.
Si todo se nublaba y no podía ver la estrella, si le atacaba una
tormenta con vientos contrarios, no cambiaba el rumbo, sino que
permanecía en la ruta emprendida. Musitaba por lo bajito:-- la estrella
está ahí, aunque yo no la vea. La estrella tiene su tiempo, ¡ya
aparecerá!
Si venía de popa un viento fuerte, recogía la vela, apagaba el
motor y se sentaba tranquilo, mientras sentenciaba: -- También el
mucho viento me puede desajustar las viejas tablas de este botecito.
Su noche siguió siendo tan oscura como antes de identificar a la
estrella polar, pero sus ojos estaban más claros para interpretar las
estrellas, y hasta se alegraba de la negrura de la noche: --Mientras más
negra la noche, más brillan las estrellas--.
La ruta seguía siendo difícil, erizada de arrecifes y tormentas.
Cuando había calma, le cruzaban cerca los orgullosos cruceros
navegando en rumbo contrario. No les hacía caso. La ruta a seguir la
iban trazando juntos, la estrella y él.
Los instrumentos, tan luminosos como equivocados, los arrumbó en
un rincón de la cabina, pues servían – lo afirmaba con pícara sonrisa, -para trazar la ruta contraria--. Ahora los llamaba “los mentirosos
lumínicos”.
A veces se sorprendía de cómo una estrella, tan alta en el horizonte,
se había convertido en su amiga inseparable. Seguía navegando en
pos de la Felicidad, pero se sentía tan dichoso que a veces exclamaba
en su soledad: --Todavía estoy lejos, pero yo siento que hay algo de mi
bote que ya llegó. Algo de la Felicidad anda en mi bote.--. La brillante
estrella no le cambió ni el mar encrespado, ni la noche. Nunca tocó el
timón, pero le tocó los ojos y el corazón.
Manuel Maza, sj.
después de oír las charlas de Jorge Cela, David Pantaleón y Pablo
Mella, S.J.
en el 5to encuentro de Laicos/as y Jesuitas. Manresa Loyola,
11 al 13 de mayo, 2001. Santo Domingo, República Dominicana.
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