El valor y la tormenta José Agustín Blanco Redondo Primer Premio

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El valor y la tormenta
José Agustín Blanco Redondo
Primer Premio en el VII Certamen de relato corto “Fundación Villa de Pedraza”
2013, octubre de 2013,
“Sucedió así. No habría podido suceder de otro modo”
Ray Bradbury
La pieza de cerámica era oscura, oscura como esas nubes de pizarra que desde muy
temprano se apostaban sobre los tejados. Y gracias a ese cielo ensuciado de nubes bajas
que amenazaba con quebrarse, estaba yo aquí, en los adentros del Museo de Segovia,
merodeando por entre bifaces, teselas de mosaico, falcatas, esculturas de quijadas
agresivas y piezas de orfebrería. El fragmento cerámico – galbo de cuenco, según la
impresión de la etiqueta identificativa- pertenecía a un yacimiento ubicado en una cueva
del término de Pedraza y estaba datado a principios de la Edad del Bronce, hacia el año
2000 antes de Cristo. Me entretuve contemplándolo, despacio, imaginando la pericia del
artífice, del artesano que pergeñó aquel recipiente sin más ayuda que la sensibilidad de
sus manos y, quizá, de algún útil de hueso, o de piedra, o de cobre, o de asta de ciervo.
Un recipiente que ahora no podía sino intuir a partir de su único testimonio, a partir de
aquel humilde pedazo de barro cocido. La superficie bruñida de la pieza pareció entonces
destellar con brillos de azabache, y pude sentir cómo mis pupilas se amalgamaban con
aquel cintilar súbito, y cómo mi conciencia se velaba de un tupido manto de tinieblas, de
un sopor extraño, avasallador, ineludible.
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No tardaría en nevar. Tampoco en hacerse de noche. Hinojo ordenó al perro que
apretara el paso del rebaño, pero el silbido le salió flojo, como una corriente de aire
desvaída entre el umbral de sus labios. Tenía que practicar más, los chicos del poblado
se reirían de él si llegaran a escuchar aquel sonido esmirriado, falto de la contundencia de
los silbidos de los hombres. Para ser su primer trabajo a cargo de un rebaño de ovejas, la
jornada no se le había dado mal. Los animales habían pastado en la ribera oeste del río
Cega, al sur de la confluencia de los arroyos Valdecuadra y de las Vegas, los últimos
rodales de hierba que aún permanecían ajenos a la avidez de la escarcha. Pronto
regresaría a casa, a ese poblado que se encastraba en un cerro de caliza, al mediodía del
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engarce del arroyo Vadillo con el río Cega. El río nacía entre un estrépito de cascadas,
torrenteras y merodeos de nutrias, casi tres jornadas al sur, en la vertiente septentrional
de la Sierra del Guadarrama, y el arroyo Vadillo era alumbrado sin estridencias, con
rumores de agua, susurros de fresnos y arrimos de águilas, en la misma sierra, apenas
dos jornadas al sureste. Hinojo pensó en su madre, en cómo le recibiría por la noche tras
ordeñar al ganado, vamos, hijo, ven a calentarte a la lumbre, tendrás frío, y hambre, y
sueño, y él se dejaría abrazar, aunque no demasiado, porque entre las virtudes y las
tradiciones de los hombres, de los guerreros de su pueblo, estaba la de no sentir debilidad
por los arrumacos y las querencias de las mujeres. Su padre se quedaría en silencio al
verle entrar, la mirada espesa, sentado sobre una estera de esparto, masticando tasajo de
ciervo, queso curado de oveja o, quizá, entrando en calor con un guiso de cangrejos de
río, o con unas truchas del Cega asadas con leña de encina, o con unas gachas de harina
de almortas, o de cebada, o de trigo. Y, tal vez, sólo tal vez, al terminar, se le escaparía
un gruñido de aprobación ante el buen término de su faena, de su primera
responsabilidad como miembro activo de la tribu.
Hinojo no tuvo tiempo de pensar nada más. El lobo de los ojos grises, grises como la
corteza de los chopos jóvenes, como el limo que dejan las charcas al secarse, se
abalanzó sobre el animal más rezagado, una hembra preñada a la que no le quedarían
más de tres madrugadas para parir. El lobo de los ojos grises desgarró la garganta de la
oveja, alumbrando un estridente caudal de sangre escarlata que salpicó las fauces y el
pecho de la bestia, que ahogó, terror entreverado de muerte, el balido último de su
víctima. El perro pastor, rayo violento bajo un cielo de tormenta, cerró sus mandíbulas en
el corvejón del lobo, provocando que éste se revolviera aullando de dolor. El gris irascible
de sus ojos se enfrentó entonces a la mirada valiente del agresor, sólo un instante antes
de que sus mandíbulas cercenaran el pescuezo del noble animal. Sangre de oveja,
sangre de perro pastor, sus quijadas goteaban sangre y sus ojos grises destilaban poder,
todo el poder que la muerte puede otorgar a un depredador del invierno. Hinojo, bajo
aquel crepúsculo ensuciado de nubes de pizarra, resguardado tras una gran roca caliza,
disparó la primera flecha. El metal aguzado se enterró en el ijar del lobo, de la bestia que
ya arrostraba a aquel insignificante vástago de sus mayores enemigos, la manada de
seres humanos que se resguardaba al otro lado del río, en su alto cubil de mampostería,
adobes y carrizo. La segunda flecha, al hincarse por entre las costillas, interrumpió el salto
de la alimaña sobre el cuello del muchacho, propiciando que su cuerpo girara de forma
extraña y fuese a caer sobre unas matas de retama. Cuando Hinojo se acercó al animal,
bajo el incipiente resplandor de una noche de luna llena, aún pudo vislumbrar en sus ojos
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limosos un leve destello, quizá la última huella de un instinto que se sabía acabado y que
aún pugnaba por abismarse en los entresijos más salvajes de la Sierra de Guadarrama.
El regreso al poblado se demoró por culpa del cansancio y por esa angustia que abrasa
el paladar y la garganta cuando el miedo se encabrita en las entrañas. Hinojo sabía que,
por la mañana, los buitres negros marcarían en el cielo los círculos precisos para ubicar el
cadáver y por eso lo había desollado para conservar su piel, quizá como trofeo, tal vez
como una advertencia para que el orgullo no se le aposentara en la conciencia. La
humildad, el saberse mortal y asumir que su destino se encontraba en manos de los
dioses, era la manera más eficaz de mantenerse vivo. Cruzaron el río Cega por un vado
sombreado de álamos para toparse con el paraje de Las Torcas. Torcieron hacia el norte
al llegar a las vertientes del cerro Morro Pelado, bordearon la ladera este del cerro de
Hoya Espesa, continuaron hacia el naciente, hasta el paraje de El Culebral y, ya sobre los
cañones calizos del arroyo Vadillo, bajo la luz anémica de una luna que despertaba, como
pálidas y fantasmagóricas criaturas susurrantes, las siluetas agitadas por el viento de los
fresnos, las mimbreras y los álamos, allá abajo, al fondo de los cantiles que escoltaban el
cauce, pudo al fin vislumbrar el poblado, su poblado, encaramado a un cerro espesado en
roca de cal.
El pellejo del lobo se curtió con corteza de roble y pasó a caldear el suelo de tierra
apisonada de la cabaña de su familia. Nadie en el poblado se atrevería ya a reírse de sus
silbidos castrados, ni de su escasa estatura, ni de la estrechez de su pecho, ni de su
limitada pericia ordeñando ovejas. Aquella noche, como todas las noches de luna llena del
resto de su vida, junto a la cueva del cerro de Las Cuestas, al sur del casamiento del
Cega con el Vadillo, bajo las ramas de la gran sabina sagrada, del árbol centenario que
protegía los destinos del poblado, y en agradecimiento a los dioses de la Tierra, y de los
Ríos, y del Inframundo, y de las Tormentas, y del Firmamento, Hinojo quemó unas hojas
de enebro, de roble albar, de piorno y de brezo, aspirando con fruición el humo
desprendido. Lo hizo en el interior de un cuenco oscuro que introdujo como ofrenda a los
dioses en los adentros de aquella cueva casi inaccesible, quizá en el mismo cuenco de
cerámica bruñida que ahora, transmutado en un humilde fragmento de barro cocido y tras
este velo espeso de tinieblas, tras este sopor extraño e ineludible que ha trasminado mi
conciencia durante sabe Dios cuánto tiempo, reposa frente a mí, en la vitrina de un
museo, bajo un cielo de nubes de pizarra, bajo un cielo de tormenta que se aplasta desde
muy temprano contra los tejados de la ciudad. Sí, creo que no tardará en nevar.
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