Allá, asomando entre las nubes por encima de un peñasco sombrío

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Esperanza y alegría
Si se hiciera una encuesta sobre el modo en que cada uno quisiera ver a la
gente que lo rodea el resultado muy seguramente sería: alegre, con caras
sonrientes, feliz, amable: 100%. Tal vez muchos no sabrían decir por qué, pero
todos lo queremos así. ¿Hay alguna razón buena para que así sea? Quizás es
que el mundo —o la vida, como se quiera— es distinto cuando la gente sonríe,
cuando los demás son de buen trato, cuando nos saludamos con placer, y
cuando…
Pero… aún queriéndolo y añorándolo no tenemos semejante maravilla: más
bien hay muchas, demasiadas caras largas, mucha amargura en los corazones,
cada vez menos amabilidad, mucha sombra en la vida de cada uno, mucho
dolor
acumulado,
mucho
malestar,
muchas
preocupaciones,
mucho
descontento interior… Quizás en la costa de nuestro país la “situación” sea
distinta, pero en el interior ¡qué gran ausencia de alegría!
Y es que no resulta fácil la alegría cuando la vida (los demás, el trabajo o la
falta de él, las relaciones familiares, el caos urbano, tanta cosa marchando mal
por todas partes, etc.) no parece ofrecer más que problemas, dolores,
dificultades, sinsabores. Y ni se diga cuando lo que ocurre es peor: cuando se
pasa por momentos de “crisis”, de gran tristeza o de gran dolor o de gran
dificultad. La “vida”, según cree el afectado en esos momentos, lo agarra por la
garganta y lo hace tambalear presionado, atosigado, como atrapado en sus
redes y sin saber qué se debe hacer para salir de esa especie de oscuridad en
que se está envuelto. De esa experiencia, lo peor parece ser esa ausencia de luz
allá adelante, esa angustia que produce el no encontrar la puerta de salida en
el túnel asfixiante en que uno se siente encerrado. El futuro, esa cosa
inexistente pero sin la cual no hay posibilidad de nada, parece a tal punto
desolador que la vida se presenta como algo desabrido, soso, insoportable: no
hay atractivo alguno que invite a seguir y, sobre todo, que dé como fuerza para
soportar los malestares del momento.
Cuando alguien vive así se puede decir sin temor a equivocarse que ha
perdido la esperanza (no digo irremediablemente), tanto la que podría llamarse
“inmediata” como la que podemos llamar “lejana”, tanto la que invita a
levantarse con ganas de la cama como la que invita a levantarse incluso
sabiendo que las cosas van a empeorar. ¿Cómo vivir alegre en esos momentos
de desolación, en estos momentos por los que pasamos? ¿En dónde puede
hallarse la esperanza que haga sonreír incluso cuando todo es (o parece)
oscuro?
Cuando se viven pasajes de la vida como los descritos muchos piensan en el
suicidio, y creo que aquellos que lo cometen son quienes no encuentran
ninguna mano amigable, los que padecen de la soledad más completa en medio
de su intranquilidad. Otros no piensan en el suicidio total, pero sí en entregarse
a la fuga, y por tanto a muertes diferidas, a las ausencias voluntarias que se
ofrecen a mano: el alcohol, la droga, el sexo vivido sin motivo amoroso, etc.
Pero la gran mayoría no se “entrega” o rinde de ese modo cuando pierde la
esperanza, si es que alguna vez tuvo algo que se pudiera llamarse así. Su
(¿nuestra?) tentación es más confusa, menos evidente, y por tanto más difícil
de vencer y más victoriosa en el engaño y en la conquista de los hombres; de
allí que la ausencia de la alegría, que es consecuencia de la desesperanza, sea
lo patente en millones y millones. Entre esos millones están los ladrones de
todo tipo, los mentirosos, los infieles, los lujuriosos, los deshonestos, los
borrachos, los tramposos, los desleales, los egoístas, los mezquinos, los
alborotados y ruidosos, los desordenados, etc., etc., etc. Habiendo perdido —o
no habiendo tenido nunca— una razón seria para confiar en el bien y para
ponerse de su lado, viven en la otra orilla, del lado del mal; creen o asumen o se
sienten como si no estuvieran en la pelea, pero de hecho son las primeras
víctimas de la guerra entre Dios y el maligno, y contribuyen en la obra de ese
Señor Oscuro. Ellos son los que han sucumbido a la desesperación o
desesperanza, pues no confían —y por tanto no lo buscan— en el verdadero
bien, ni el inmediato ni el eterno. Oscurecidos, ofuscados, sin norte arduo y
bello y verdadero, van tras bienes caducos, fáciles, mentirosos, disfrazados.
La ausencia de la esperanza “inmediata”, es decir, esa que hace “creer” que
uno conquistará más o menos prontamente un bien que persigue, y por lo cual
se levanta con ganas e incluso, a veces, con afán de ver amanecer, se debe
muchas veces a la presión de las dificultades, pues esas tornan en difíciles las
alegrías fáciles, las victorias más sencillas; y esas dificultades empiezan a
absorber toda la vida, no dejan resquicios para el juego, ni permiten la
tranquilidad para la lectura, arrebatan el sosiego para la relación amable con
los demás. Como consecuencia se pierde la alegría fácil, esa que brota en el
interior cuando se conquistan bienes menores sin dificultades especiales o
habiéndolas vencido, y que hace creer alcanzables más de esas alegrías y
placeres. Pero no se pierde de modo inevitable: creo que esa alegría amable y
agradable y constante se puede conquistar esperando más allá, haciendo un
esfuerzo interior por “alargar” la mirada y procurando darse cuenta de los
bienes que esperan en el futuro.
El gran problema, la gran dificultad, me parece que radica en que ese bien
futuro, lejano, no se “ve” de ninguna manera, y por eso la víctima se queda
pegada en la búsqueda de lo que parece inmediato y posible, sea lo que sea con
tal que produzca algo de satisfacción. La gran mayoría ha sucumbido a esa
ceguera, y el fruto de ese estado —que consiste en no confiar en que algún bien
intenso, verdadero y poderoso sea real, alcanzable— se llama desesperación o
desesperanza, y muchos estamos en la posibilidad de perderla (nos ronda la
tentación de la desesperación).
La fe en Dios, la aceptación de lo que Él es y de todo cuanto nos dice, y que
da razón, o soporte, o fundamento a la esperanza, debe ser algo vivo y
esplendoroso y regocijante si ha de llegar a ser una realidad que convenza
plenamente a quien la tiene de que después de todo lo que ahora se padece
vendrá la luz de un amanecer feliz y duradero. Sin esa fe, sin creer en todo
cuanto el Creador nos ha enseñado de Sí mismo, ¿cómo se podría esperar
confiadamente en Aquel que tiende sus brazos a sus hijos que aún estamos en
este valle de lágrimas, o estar convencidos del premio final para quien
persevere hasta el fin en vivir lo que nos ha mandado? Y es que esta fe, y
solamente ésta, es la que puede dotar el corazón humano de una profunda
alegría, confiada y abandonada incluso en los momentos en que todo parece
perdido, insípido, odiosamente oscuro. Esta fe (según creemos los católicos que
aún intentamos conservarla) es dada por Dios, y crece en cada uno a medida
que crece la gracia en el interior de cada uno, es decir, al ritmo de la
correspondencia al amor de Dios.
Si se observa desapasionada y detenidamente el panorama cualquiera puede
corroborar que solo aquellos que saben con el corazón —y actúan en
consecuencia— que tras de todo se esconde un bien, que Dios gobierna el
mundo, que todo el mal será derrotado y transformado de algún modo, y que
ellos serán parte del bien final, de la gran celebración del triunfo, solo ellos,
digo, viven bajo el signo confiado de la esperanza, y por tanto tienen y
manifiestan la verdadera alegría, esa que produce dos cosas sumamente
amables de las que ofrezco ejemplos: la risa verdadera y la tranquilidad
sosegada que permite dormir en paz.
Para los ejemplos me valdré de tres pasajes del único libro que conozco en
que se puede encontrar el perfecto paralelo de nuestra situación presente: El
Señor de los Anillos. Gandalf ríe en dos momentos de un modo en que yo
quisiera reír siempre y en que quisiera ver reír a todos. El primero es anterior a
las batallas finales, cuando en todos los corazones pesa la sombra de una
inminente derrota y cuando acaba de tener, junto a Pippin, un encuentro tenso
y humillante con Denethor. Pippin le pregunta, viéndolo silencioso, si está
enfadado con él, pues ante el orgulloso senescal el hobbit hizo lo mejor que
pudo.
“—¡Lo hiciste, sin duda! —respondió Gandalf con una súbita carcajada; y acercándose
a Pippin se detuvo junto a él y rodeó con un brazo los hombros del hobbit, mientras se
asomaba por la ventana. Pippin echó una mirada perpleja al rostro ahora tan próximo
al suyo, pues la risa del mago había sido suelta y jovial. Sin embargo, al principio sólo
vio en el rostro de Gandalf arrugas de preocupación y tristeza: no obstante, al mirar
con más atención advirtió que detrás había una gran alegría: un manantial de alegría
que si empezaba a brotar bastaría para que todo un reino estallara en carcajadas
(Libro V, Cap. I).
Luego de la victoria final (para el lector una anticipación deliciosa del
verdadero final), cuando Sam le pregunta al mago —mensajero de los dioses—
qué ha pasado con el mundo, éste responde lo que tantos esperamos:
—Una gran Sombra ha desaparecido —dijo Gandalf, y rompió a reír, y aquella risa
sonaba como una música, o como agua que corre por una tierra reseca: y al escucharla
Sam se dio cuenta de que hacía muchos días que no oía una risa verdadera, el puro
sonido de la alegría (Libro VI, Cap. IV).
Por último. En medio de la oscuridad terrible del país de las sombras,
cuando todo pintaba mal y todo era cansancio y dolor y fatiga, el mismo Sam, a
quien todavía le faltaban sudores sin cuento y momentos de angustia, y quien
al final gozaría con la risa de Gandalf, se prepara para una noche odiosa en
medio de la desolación.
Allá, asomando entre las nubes por encima de un peñasco sombrío en lo alto de los
montes, Sam vio de pronto una estrella blanca que titilaba. Tanta belleza, contemplada
desde aquella tierra desolada e inhóspita, llegó al corazón, y la esperanza renació en él.
Porque frío y nítido como una saeta lo traspasó el pensamiento de que la Sombra era al
fin y al cabo una cosa pequeña y transitoria, y que había algo que ella nunca
alcanzaría: la luz, y una belleza muy alta. Más que una esperanza, la canción que
había improvisado en la torre era un reto, pues en aquel momento pensaba en sí
mismo. Ahora, por un momento, su propio destino, y aun el de su amo, lo tuvieron sin
cuidado. Se escabulló otra vez entre las zarzas y se acostó junto a Frodo, y olvidando
todos los temores se entregó a un sueño profundo y apacible (Libro VI, Cap. II).
Alejandro Bayer Tamayo
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