Presupuesto Público y Prioridad en el Control y

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LOS PRINCIPIOS PRESUPUESTARIOS
TIENEN PERMANENTE vigencia
Por Adolfo Atchabahian
Señora contadora pública
Doña MARÍA INÉS LEONE de MICALE,
Presidenta de la Comisión Organizadora
del XXV° Congreso Nacional de Contadurías Generales
Señores contadores generales de la República
Señores funcionarios de reparticiones
nacionales, provinciales y municipales
Señoras, señores:
I.Juan Bautista Alberdi, prócer clarividente
Mucho me complace, señora contadora general de la Provincia de
Tucumán, agradeceros muy vivamente esta invitación para compartir con
ustedes convocatoria tan importante como ésta, que se lleva a cabo en el
Jardín de la República, precisamente a poco de rememorar el doscientos
aniversario del nacimiento de uno de sus hijos más célebres, como lo fuera
Juan Bautista Alberdi, prócer clarividente, que en esa inmarcesible fuente de
conocimiento, reunida en su Sistema económico y rentístico de la
Confederación Argentina según su Constitución de 1853, supo sabiamente
decir:
“El poder de crear, de manejar y de invertir el Tesoro público, es el
resumen de todos los poderes, la función más ardua de la soberanía
nacional. En la formación del Tesoro puede ser saqueado el país,
desconocida la propiedad privada y hollada la seguridad personal; en
la elección y cantidad de los gastos puede ser dilapidada la riqueza
pública, embrutecido, oprimido, degradado el país” 1.
Es admirable la pormenorización del análisis consiguiente que
emprende Alberdi, en esa parte de su obra, acerca de cómo administrar el
Tesoro público, para evitar cualesquiera excesos o abusos por parte del
JUAN BAUTISTA ALBERDI, “Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina según
su Constitución de 1853”, ed. Escuela de Educación Económica y Filosofía de la Libertad, Buenos Aires,
1979, Tercera Parte, capítulo V, págs. 306/309.
1
2
gobierno. A esos fines, coincide plenamente con la fórmula de la Constitución
de 1853 en el sentido de dividir la potestad de crear los ingresos y autorizar los
gastos públicos –atribuida sólo al Poder Legislativo–, frente a la potestad de
administrar esos ingresos y cumplir los mandatos legislativos para la
realización de tales gastos –asignada al Poder Ejecutivo–, amalgamadas en la
ley de presupuesto.
Sobre esas bases conceptuales, concluye Alberdi:
“Dada esa ley, el Poder Ejecutivo no puede percibir recurso, ni
efectuar gasto que no estén mencionados o autorizados en ella. Esta
sola consideración deja presumir la importancia inmensa que tiene
en la suerte del país la formación de la ley de presupuestos. Ella se
toca, por un lado, con la libertad y con la riqueza públicas, y por otro
con el orden general y la estabilidad del gobierno”.
Esos diáfanos conceptos adquieren, al mismo tiempo,
jerarquía
institucional y vigor operativo, en el pensamiento de Alberdi, al exponer sobre
los objetivos que ha de tener el gasto público según la Constitución de 1853, y
proclamar al respecto:
“El gasto público de la Confederación Argentina, según su
Constitución, se compone de todo lo que cuesta el “constituir la unión
nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la
defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los
beneficios de la libertad”; en una palabra, el gasto nacional argentino
se compone de todo lo que cuesta el conservar su Constitución, y
reducir a verdades de hecho los objetos que ha tenido en mira al
sancionarse, como lo declara su preámbulo”2.
Tales pronunciamientos de Alberdi ven completados su alcance
programático con la formulación de una severa advertencia sobre la conducta
que se debe observar en esa materia, al sostener:
“Todo dinero público gastado en otros objetos que no sean los que la
Constitución señala como objetos de la asociación política argentina,
es dinero malgastado y malversado”.
2
JUAN BAUTISTA ALBERDI, ob. cit. en nota 1, Tercera Parte, capítulo VII, primer párrafo, pág. 333.
3
Y concluir en un juicio lapidario de extraordinaria trascendencia
cívica:
“Encerrado en ese límite, el Tesoro nacional, como se ve, tiene un fin
santo y supremo; y quien lo distrae de él, comete un crimen, ya sea
el gobierno cuando lo invierte mal, ya sea el ciudadano cuando roba
o defrauda la contribución que le impone la ley del interés general.
Hay cobardía, a más de latrocinio, en toda defraudación ejercida
contra el Estado; ella es el egoísmo llevado hasta la bajeza, porque
no es el Estado, en último caso, el que soporta el robo, sino el amigo,
el compatriota del defraudador, que tienen que cubrir con su bolsillo
el déficit que deja la infidencia del defraudador”3.
En otro orden de ideas, siempre relativo al presupuesto, el ideario
alberdiano nos apoya para formular un esclarecimiento terminológico, no
exento de contenido conceptual: consiste en que no hemos de utilizar, en
momento alguno, la expresión que, desde mucho tiempo atrás suele ser
frecuente, sobre todo en la jerga parlamentaria argentina –aunque también por
parte de cierta doctrina nacional–, al decir que el presupuesto es “la ley de las
leyes”. No hemos de hacerlo, porque ni aun del punto de vista semántico es
correcta esa afirmación.
El hecho de que el presupuesto público, visto en su contenido
normativo, constituya el instrumento por intermedio del cual se ordenan los
carriles por donde han de discurrir, durante determinado lapso, los actos del
Estado conducentes al manejo de su acontecer financiero, esto es, de la
hacienda pública, de ninguna manera lo convierte en “la ley de las leyes”.
En cambio, como dejamos dicho, alentados en esta inconmovible
convicción por el insigne pensamiento de Juan Bautista Alberdi, sostenemos
que en un genuino gobierno inspirado por preceptos republicanos, la única e
insustituible ley de las leyes, la ubicada en la cúspide de la pirámide jurídica, es
la Constitución, que rige la vida del Estado en todo lo relacionado con su
funcionamiento, y con imperio de sus normas respecto de quienes constituyen
los habitantes de su territorio.
3
JUAN BAUTISTA ALBERDI, ob. cit. en nota 1, Tercera Parte, capítulo VII, tercer párrafo, pág. 334.
4
Nuestra invocación de Alberdi está basada sobre la concluyente
reflexión expuesta en aquella obra que antes mencionamos, cuando al
anatematizar a las que él califica como “leyes de rebelión y de desorden”, dice
que ellas “son violencias disfrazadas con el nombre de leyes, porque es indigno
de este nombre santo todo acto encaminado a destruir la Constitución, es decir,
la ley de las leyes, aunque emane del faccioso disfrazado de legislador” 4.
En rigor de verdad, pues, de todas las leyes que reglamentan cuanto
se halla previsto por las disposiciones constitucionales, cada ley de
presupuesto es una más de las que pasan a formar parte del ordenamiento
jurídico vigente en cada país.
II. Génesis e importancia de los principios presupuestarios
He creído menester preceder con aquellos sapientísimos conceptos
de Alberdi la dilucidación la dilucidación de la trascendencia que revisten los
principios presupuestarios, especialmente desde el punto de vista de su
prioridad a los fines del control y de la transparencia en el manejo de la cosa
pública.
Es conocida la contemporaneidad entre el surgimiento vigoroso del
constitucionalismo en Occidente y la consolidación de las prácticas
presupuestarias ya desde los comienzos del siglo XIX: sobre ese particular,
existe una noción doctrinaria generalizada, en cuya virtud el presupuesto es
considerado “una de las manifestaciones más puras” del Estado constitucional,
cual es “poner un límite a la acción estatal en beneficio de la libertad de los
ciudadanos” 5.
De tal suerte, al cobijo del pensamiento liberal en lo político y del
ideario clásico en lo económico, con decisiva influencia en todos los órdenes de
la vida del Estado –pensamiento evidentemente dominante en aquel tiempo–,
se pergeñaron paulatinamente, a través de los años, los diferentes principios
presupuestarios, para ser tenidos muy en cuenta tanto por el Poder Legislativo
como por el Poder Ejecutivo.
4
JUAN BAUTISTA ALBERDI, ob. cit. en nota 1, Tercera Parte, capítulo V, párrafo final, pág. 313.
JOSÉ MARÍA LOZANO IRUESTE, “Introducción a la teoría del presupuesto”, Instituto de Estudios Fiscales,
Madrid, 1983, pág. 19.
5
5
Aun cuando esos principios resulten susceptibles de ser objeto de
análisis en forma separada, y cada uno de ellos abordado desde diferentes
ángulos, lo determinante es que todos ellos, de consuno, deben converger en
forma coincidente a la hora de formular cada presupuesto, pues de ningún
modo resulta lícito prestar atención solamente a uno u otro de esos principios, y
pretender que los demás sean desechados. Cualquier omisión en ese sentido
va, seguramente, en daño tanto del control como de la transparencia acerca de
todo lo vinculado con el presupuesto público6.
Debe quedar firmemente asentado, pues, que, en su mayor parte,
estos principios presupuestarios se encuentran relacionados entre sí. Diríase
que, por ese motivo, no parece viable intentar la creación de un ranking rígido
por el cual, en su valoración, adquiera primacía alguno de estos principios en
particular, con detrimento de los demás: se trata, evidentemente, de un proceso
conceptual donde se ha de respetar la estrecha concomitancia de las partes
con el todo 7.
Sin embargo de ser así, ello no excluye que los principios políticos
del presupuesto presiden, a todas luces, con su primacía incuestionable, la
naturaleza misma con la cual está investido el presupuesto del Estado, como
instrumento de raigambre política en una democracia representativa, y en virtud
del cual corresponde al pueblo, por intermedio de sus representantes, autorizar
al Poder Ejecutivo para que sea éste quien lleve a cabo la realización de los
gastos públicos, en estricto cumplimiento de las pautas definidas por el Poder
Legislativo, al otorgar esa autorización, tanto en lo cualitativo como en lo
cuantitativo, en términos acordes con el principio de la especificación, al cual
nos referimos más adelante 8.
En nuestra obra, “Régimen jurídico de la gestión y del control en la hacienda pública” (ed. La Ley,
Buenos Aires, 2008, págs. 169/215), estos principios merecen circunstanciada atención, con acopio de
numerosos antecedentes que, en cada caso, se han observado en la historia financiera nacional.
6
HÉCTOR B. VILLEGAS (“Manual de finanzas públicas”, ed. Depalma, Buenos Aires, 2000, capítulo
XIV, Teoría general del presupuesto, § 9. Los principios presupuestarios, pág. 381) señala que, “desde
su origen, en torno del presupuesto se han elaborado ciertos principios o reglas respecto a la confección
y contenido de aquél, que, íntimamente relacionados entre sí, tienen como objeto primordial establecer
una disposición metódica u ordenada de las finanzas del Estado” (lo subrayado es nuestro).
7
Sostiene FERNANDO SÁINZ de BUJANDA (“Hacienda y derecho”, Instituto de Estudios Políticos,
Madrid, 1962, tomo I, pág. 321): “La “significación política” del presupuesto salta a la vista con sólo
tener en cuenta el contenido de este documento”, como también agrega: “…es evidente que al atribuir a
8
6
De ahí que consideremos desvirtuada, en grande medida, tal
característica esencial e insoslayable del presupuesto público, ante normas
como las de la ley 26.124 –que sustituyó el art. 37 de la ley 24.156, de
administración financiera y control del sector público en el Estado federal
argentino–, en cuanto desatienden el significado profundo e integral de toda ley
de presupuesto surgida del Parlamento, como órgano del Estado llamado a
disponer, de modo exclusivo, cuál ha de ser el destino de los gastos públicos,
de modo especial en lo concerniente al monto relativo de los gastos corrientes
frente a los de capital que haya decidido el Congreso nacional, o cada
Legislatura provincial.
Por intermedio de esa norma de la ley 26.124, el jefe de gabinete de
ministros –que no es el Poder Ejecutivo– queda relevado de respetar esa
relación, contrariamente a lo que preveía la parte final del segundo párrafo en
el originario artículo 37 de la ley 24.156, como decisiones cuya adopción
quedaba reservada al Congreso nacional. Por consiguiente, hallamos que está
fundada en buena doctrina la nueva redacción propuesta para el citado art. 37
de la ley 24.156 por el proyecto aprobado por la Cámara de Diputados de la
Nación en sesión del 23 de junio de 2010, por cuanto con él recupera el
Congreso nacional sus atribuciones en la materia, de acuerdo con la
Constitución.
Establecida la preeminencia excluyente de la esencia política del
presupuesto, consideramos que, para darle plena vigencia en los hechos de la
realidad, para que él constituya una de las más auténticas manifestaciones de
la representación popular, es preciso que, desde el momento de su
concepción, se conozca su contenido. Ello requiere, nada más ni nada menos,
que mantener fidelidad al principio de publicidad, inherente a todos los actos
de gobierno, como una de las notas distintivas de la forma republicana de
gobierno. No resistimos a la tentación de recordar que Juan Bautista Alberdi
destaca en especial “la inmensa garantía de la publicidad que acompaña a la
uno u otro órgano del Estado la competencia para “aprobarlo” se está resolviendo, al propio tiempo,
una cuestión de supremacía política”.
Para JOSÉ MARÍA NAHARRO, el derecho presupuestario constitucional surgió “como un valladar
frente a la arbitrariedad gubernamental, paralelo a todo el sistema de frenos característico del Estado
representativo” (Evolución y problemas del derecho presupuestario”, en Anales de la Universidad de
Valencia, año XXV, curso 1951-52; la mención es de FERNANDO SÁINZ de BUJANDA, en la obra
citada en el párrafo anterior, pág. 322).
7
discusión y sanción de la ley que fija la carga o sacrificio anual del bolsillo del
pueblo y los objetos y destinos con que lo hace 9.
Queremos de este modo dejar constancia de nuestra percepción en
el sentido de que el principio de publicidad, aplicado al proyecto y a la ley de
presupuesto público, no reviste carácter accesorio, como si fuese mero detalle
cuya aplicación pudiera resultar eventual. Muy por el contrario: la publicidad
que se dé a todos los pasos por los cuales debe atravesar el presupuesto
público, desde su preparación hasta su sanción, desde su ejecución hasta la
aprobación de la cuenta de inversión, lejos está de trasuntar un requerimiento
secundario. Se debe tener particularmente en cuenta, además, que la vigencia
irrestricta de este principio de publicidad guarda muy estrecha relación con el
principio de responsabilidad de los funcionarios públicos por sus actos 10.
En el estudio de los principios
presupuestarios procede recordar
esencialmente la que suele ser identificada como regla de la generalidad, que
resulta acogida en nuestro país por el precepto del art. 2°, inc. a), de la ley
nacional 25.152, de solvencia fiscal. Esta regla comprende los principios de la
integridad o universalidad, por un lado, y de la unidad, por el otro, instituidos
para ser atendidos de manera simultánea.
Es finalidad importante del presupuesto justificar ante la comunidad
la exigencia coactiva de una parte de la riqueza privada, para cubrir las
necesidades públicas, y como consecuencia de ello los gastos públicos han de
ser cubiertos con el esfuerzo de los habitantes. Es indispensable que el
presupuesto incluya todos los gastos a realizar –confrontados con la totalidad
de los recursos calculados para financiarlos–, pero sin compensación alguna
entre los gastos y los recursos, ni afectación de uno o más recursos con vistas
a cubrir determinados gastos, como tampoco la formación de cuentas o de
9
JUAN BAUTISTA ALBERDI, ob. cit. en nota 1, Tercera parte, capítulo V, pág. 309.
FRITZ NEUMARK –ilustre tratadista alemán– (“Teoría y práctica de la técnica presupuestraria”,
capítulo 3 del apartado II, “La economía del presupuesto público”, en el “Tratado de finanzas”, de
WILHELM GERLOFF y FRITZ NEUMARK, ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1961, tomo I, págs.
319/321), en su estudio acerca del indicado principio de la publicidad, asevera que éste “se desarrolla
paralelamente con la democracia política; mientras que para el absolutismo de pasados tiempos y para
los sistemas dictatoriales modernos, es característico ver en las finanzas un “secret d’Etat”, considerar
la integridad y la publicidad del presupuesto como “inventos de la insensatez del liberalismo” y calificar
la investigación crítica del presupuesto como “absoluta traición al pueblo”. El autor concluye su
análisis con una categórica afirmación: “No podrá negarse que la publicidad auténtica del presupuesto es
una de las garantías más eficaces para su ejecución políticamente limpia y económicamente racional”.
10
8
fondos especiales: he ahí configurado el requisito de la universalidad en la
formulación del presupuesto público.
Para que el presupuesto “cumpla su cometido de previsión y
racionalización –explica Fritz Neumark, ilustre tratadista alemán11– no debe
excluirse de él parte alguna de los gastos y recursos públicos”, porque “para los
presupuestos del Estado sólo un plan global puede tener éxito total”. A ello se
añade que toda violación del principio de integridad hace imposible a la
representación popular formarse idea total sobre la actividad que el Estado se
propone; “un presupuesto incompleto no permite, pues, el cumplimiento de un
compromiso político que refleje la verdadera situación de las fuerzas y
propósitos, puesto que tiene la consecuencia de que el Parlamento, a
diferencia de la administración, no actúe con conocimiento de causa”.
Dada la crucial importancia de estos conceptos, no está de más
insistir en ellos, para destacar que el requisito de la universalidad se refiere a
la comprensión total que ha de tener el presupuesto como plan preventivo
financiero del Estado. Para que el presupuesto cumpla debidamente sus
funciones de control preventivo de la actividad de índole económica en la
hacienda pública, no debe haber gastos susceptibles de ser ejecutados
separadamente de aquél, y que el Poder Ejecutivo pueda disponer sin
autorización legislativa ad hoc, y sin obligación de rendir cuenta de la inversión.
Así, el presupuesto público ha de abarcar todas las erogaciones
previstas como indispensables para mantener, durante el ejercicio financiero, la
prestación de los servicios públicos que, con el aval del voto parlamentario,
son puestos a cargo del Estado.
En suma, como bien lo dijera Federico Flora, un maestro de las
finanzas públicas en su expresión más clásica, hacia los comienzos del siglo
XX: “La sustancia jurídica del presupuesto no es la cuenta, sino la autorización
dada al Poder Ejecutivo para exigir los ingresos y realizar los gastos según las
11
FRITZ NEUMARK (ob. cit. en nota 10, págs. 298/302).
La doctrina de los autores argentinos también dedica especial atención a este principio.. Ya en su
tiempo, JOSÉ A. TERRY, en los capítulos II, III y IV, pássim, sobre Presupuesto, en su obra “Finanzas”
(Imprenta de M. Biedma e Hijo, Buenos Aires, 1898, págs. 66 a 142), exteriorizó sus preocupaciones en
esta materia. Posteriormente lo hicieron: SALVADOR ORÍA, en “Finanzas” (ed. Guillermo Kraft Ltda..,
Buenos Aires, 1948, tomo III, págs. 322/330; DINO JARACH (“Finanzas públicas y derecho
tributario”, ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, págs. 84/86); HÉCTOR B. VILLEGAS (ob. cit. en
nota 6, págs. 390/392); RICARDO FENOCHIETTO en “Economía del sector público. Análisis integral
de las finanzas públicas y sus efectos” (ed. La Ley, Buenos Aires, 2006, págs. 121/123).
9
normas y las prescripciones contenidas en el presupuesto y por el periodo a
que se refiere”. Al conceder los fondos y aprobar el presupuesto, el Parlamento
legitima los servicios públicos propuestos por el Poder Ejecutivo.
De ahí se deriva –agrega Flora– que al negar los fondos, al suprimir
los
respectivos
capítulos
del
presupuesto,
“el
Parlamento
prohíbe
absolutamente la creación de nuevos servicios y la continuación de los ya
establecidos, porque hayan disminuido o modificado su utilidad, oportunidad y
conveniencia, y deroga, por tanto, indirectamente las leyes que les
conciernen”12.
El requisito de la unidad del presupuesto público consiste en que
todos los gastos públicos estén volcados en un solo documento que los
comprenda, de manera que no se dé lugar a presupuestos extraordinarios, o
especiales, o de capital, o de emergencia. Además, como los gastos públicos,
por su naturaleza, deben estar dirigidos a satisfacer necesidades colectivas,
pues no se justifica, en modo ni en medida alguna, la erogación fiscal en
beneficio particular.
Muy bien señala Neumark: “La dualidad o pluralidad de presupuestos
del Estado implica el peligro de que se pierda la visión del conjunto de
operaciones presupuestarias, lo que forzosamente perjudicará la función
económica como la específicamente política del presupuesto. Se sobreentiende
que un presupuesto por partes obedece, frecuentemente, al propósito de
disimular la verdadera situación financiera o de dificultar el control
parlamentario” 13.
El mismo autor atribuye esa importancia a la unidad presupuestaria,
“sobre todo porque satisface simultáneamente –dice– las exigencias del
principio de la claridad”. Para Neumark, este último principio aboga por una
“estructuración metódica, efectuada según puntos de vista uniformes de los
FEDERICO FLORA (“Manual de ciencia de la hacienda”, Librería General de Victoriano Suárez,
Madrid, 1918, tomo primero), en nota 2 de página 145, recuerda antecedentes por demás interesantes y
llamativos: “En 1905, la Cámara francesa, sin ley especial, abolió la embajada en el Vaticano con la
simple supresión del crédito correspondiente en el presupuesto de Negocios Extranjeros; y un año
después (28 de julio de 1906), por el mismo procedimiento, es decir, con la supresión del gasto para el
verdugo y sus ayudantes, suspendió temporalmente la pena de muerte, aunque siguiera escrita en el
código penal”.
12
13
FRITZ NEUMARK, ob. cit. en nota 10, pág. 302.
10
recursos y gastos presupuestarios, así como por una designación de los
diferentes ítems del presupuesto que permita el reconocimiento unívoco de su
procedencia y finalidad”.
En esta conceptuación subyace la idea de que, para concretar esa
claridad en el presupuesto, es menester que éste sea acorde con la regla de la
uniformidad en la presentación de los cuadros y estados presupuestarios en el
transcurso de los años, porque si la estructura de ellos se modifica a menudo,
se hacen imposibles, o muy difíciles, las comparaciones con presupuestos de
años anteriores. Toda vez que esas comparaciones están referidas a estados
numéricos, se requiere que éstos se presenten con homogeneidad.
Que ello coadyuva para hacer más eficaz y sencilla la tarea de
control, no cabe duda alguna, como tampoco cabe dudar que los presupuestos
carentes de claridad son imputables “a mala voluntad o a incapacidad del
Poder Ejecutivo”, concluye Neumark 14.
Consecuentemente, es fácil imaginar la existencia de riesgos de todo
orden –tanto en la faz preventiva del presupuesto como en las fases de su
ejecución–, que pueden resultar de la falta de claridad en la estructura
presupuestaria, al extremo de dar lugar a transacciones antieconómicas y, más
aún, a decisiones “que pueden contrariar el compromiso político que el
presupuesto comporta”15.
Junto con la claridad y la uniformidad, como notas inherentes a la
estructura presupuestaria –en aras de servir a los objetivos del control y la
transparencia con relación al presupuesto público–, la doctrina exige que esa
estructura respete la regla de la especificación de los gastos comprendidos en
las autorizaciones presupuestarias, sobre la base de la adecuada clasificación
y correcta designación de las partidas que las integran.
A los fines de lograr el objetivo del control y de la transparencia, a
cuya búsqueda está dirigido todo cuanto hemos explicado anteriormente, este
principio asume singular relevancia, en tanto y en cuanto lo invocamos en sus
14
15
FRITZ NEUMARK, ob. cit. en nota 10, pág. 306.
FRITZ NEU MARK, ob. cit. en nota 10, pág. 305.
DINO JARACH considera que el principio de la claridad está implícito en el de la publicidad, en el
sentido de que “el conocimiento del presupuesto se malogra si las previsiones presupuestarias no son
claras” (ob. cit. en nota 11, pág. 83).
11
dos dimensiones, la cualitativa y la cuantitativa, referidas a las autorizaciones
para los gastos públicos 16.
Neumark lo denomina principio de la especialización, y explica que
“el aspecto material de la especialización presupuestaria” está conformado por
las dos dimensiones indicadas en el párrafo anterior, e inmediatamente
después acota:
“Si dependiera del arbitrio de las autoridades encargadas de la
ejecución del presupuesto, utilizar las autorizaciones también para
fines
diferentes
a
los
previstos
en
el
presupuesto,
éste
evidentemente dejaría de ser norma obligatoria y ordenadora de su
ejecución”.
Por esa razón, como medio de ejercicio del control preventivo, a
disposición del órgano volitivo de la hacienda pública, sobre los órganos
directivos y ejecutivos, es de rigor que en el presupuesto financiero los gastos
dirigidos a atender cada uno de los fines del Estado y los distintos servicios
públicos, estén convenientemente divididos y discriminados por conceptos.
La regla de la especificación supone cumplir dos preceptos técnicos:
1) los créditos deben tener designación clara y categórica, que impida imputar
gastos de naturaleza diversa, o ajenos a la materia propia del crédito; 2) la
división de los créditos no debe llegar a la atomización conceptual, pues ello
puede originar dificultades en la gestión administrativa de los servicios.
Este principio constituye, pues, un justo medio en el proceso analítico
de los gastos públicos, operado mediante la autorización legislativa de los
créditos en el presupuesto público; se deben especificar los conceptos de los
gastos en la denominación de cada partida, pero no se debe llevar la
especificación a un grado de pormenorización inconveniente.
Este principio se opone a la inclusión de partidas globales en el
presupuesto, esto es, de cantidades sin discriminación de conceptos. Si el
Poder Legislativo lo hace, en realidad resigna en el Poder Ejecutivo su facultad
de fijar los gastos, pues esta fijación no ha de referirse sólo al monto máximos
16
FRITZ NEUMARK (ob. cit. en nota 10, págs. 312/319) añade una dimensión de carácter temporal,
pero por nuestra parte entendemos que ello adquiere significación sólo desde el punto de vista de la
técnica vinculada, en cada caso, con la operación de los sistemas de competencia o de caja, en el manejo
de las cuentas del ejercicio, según las normas del ordenamiento financiero vigente dentro de cada país.
12
de cada una de las erogaciones, sino también a los conceptos particulares en
que se han de invertir los fondos del tesoro.
Por otro lado, para cumplir con el principio de la universalidad, el
presupuesto no debe incurrir en el vicio de compensar entre las autorizaciones
para gastar y los recursos para cubrirlas, pues con ello se cometería otra
transgresión, cual sería vulnerar el requerimiento de la veracidad que debe
inspirar la formulación de dicho instrumento de control preventivo en la
hacienda pública, pues él debe satisfacer también la regla de la exactitud.
La norma de que los presupuestos sean veraces tiene suficiente
importancia como para conformar una regla en cuya virtud las partidas
presupuestarias deben ser dadas con la mayor exactitud que fuere factible. No
se debe caer en la deliberada actitud de aumentar el cálculo de los recursos,
cuando a priori se conociese que el rendimiento de ellos ha de ser en la
realidad menor que lo calculado; ni tampoco se debe disminuir la magnitud de
los gastos, cuando fuese obvio que, en el curso del ejercicio, las cantidades
autorizadas serán insuficientes para satisfacer las necesidades públicas de que
se trate.
Ciertamente,
esas
consideraciones
no
van
referidas
a
los
indispensables ajustes planteados por las alteraciones que, durante el ejercicio,
se produzcan en cuanto al poder adquisitivo del signo monetario, ni tampoco a
otras emergencias o circunstancias sobrevinientes al momento de ser
sancionada la ley de presupuesto, que influyeren para reducir los ingresos
públicos, o para incrementar los guarismos preventivamente autorizados para
los gastos públicos; en esos casos, podría estar justificado acudir a medidas de
índole excepcional.
En cambio, lo que no se justifica –al decir de Jarach17– es “la astucia
o la mala fe de los hombres de gobierno, tanto del Poder Legislativo como del
17
DINO JARACH, ob. cit. en nota 11, pág. 84.
No podemos pasar por alto las hondas reflexiones de JOSÉ A. TERRY (ob. cit. en nota 11, págs.
102/103), que conmueven por la fuerza de su contenido, cuando dice: “Un buen cálculo de gastos y
recursos garante la solvencia del gobierno”, y concluye que ello exige aceptar tres reglas que son: “1°,
verdad; 2°, verdad; y 3°, verdad”, por cuanto –afirma– “el ministro de Hacienda debe proceder con toda
honradez y con patriotismo, sin olvidar que se trata del honor y del crédito de su país. El engaño en esta
materia es un crimen, cuyas consecuencias funestar no pueden ser previstas”. Así lo expresa un hombre
en la cátedra universitaria, después de haber experimentado ya, entre los años 1892 y 1895, el ejercicio
de la función pública como ministro de Hacienda.
13
Ejecutivo, que pretendan burlar la opinión pública con previsiones de gastos o
recursos abultadas o disminuidas intencionalmente”.
Para Neumark están relacionados el principio de la universalidad y la
regla de la exactitud presupuestarias, a tal extremo que la falta intencionada
sobre la previsión de los gastos y el cálculo de los recursos significa, a un
mismo tiempo, violar ambos objetivos. Asimismo, como ocurre con la
vulneración del principio de la claridad, agrega Neumark, los presupuestos
inexactos son imputables a mala voluntad o a incapacidad del Poder Ejecutivo.
La
doctrina
también
ubica
en
el
rango
de
los
principios
presupuestarios el de la anticipación, de modo que el presupuesto sea
sancionado antes del comienzo del ejercicio durante el cual habrá de regir.
También se lo conoce como regla de la precedencia.
Resulta obvio que la autorización preventiva de los gastos a realizar
durante el ejercicio financiero entraña, además de una atribución, un acto
obligatorio para el Poder Legislativo, pues no puede desentenderse de la
necesidad de dar sanción a la ley periódica de presupuesto: lo contrario
significaría provocar la paralización de los servicios públicos, o llevar al Poder
Ejecutivo a la situación de disponer pagos ilegalmente. La actividad del Estado
no puede detenerse por motivo alguno: es imperioso que el presupuesto sea
votado por el Poder Legislativo y, además, que esta votación se dé en tiempo
oportuno, antes de tener inicio el ejercicio del presupuesto. En este sentido, la
normativa que ha estado en vigor, dentro del derecho positivo nacional,
siempre ha contemplado en su texto que el envío del proyecto de presupuesto
por el Poder Ejecutivo al Congreso debía ser realizado con la necesaria
anticipación; no obstante, en no pocas ocasiones ha sido el Poder Legislativo
quien no lo sancionó anticipadamente.
La regla de la anualidad, esto es, la extensión del periodo con
respecto al cual sea sancionado el presupuesto asume también, sin duda,
relevancia política, por ser de la esencia de este instrumento de control
preventivo. Esto es: el presupuesto debe tener vigencia limitada a un periodo
anual. Se trata de una regla que, con relación a los gastos, es de aplicación
directa, pues las autorizaciones para gastar votadas por el Poder Legislativo
caducan con el vencimiento del ejercicio financiero para el cual se fijaron, sin
distinción entre los créditos insertos en la propia ley de presupuesto y los
14
abiertos mediante leyes especiales de gastos, sancionadas con posterioridad a
la aprobación de esa ley.
La razón institucional motivadora de la regla de la anualidad consiste
en que el ejercicio de las facultades de control preventivo y ulterior, por parte
del Poder Legislativo, se debe llevar a cabo de la manera más frecuente
posible. Si la aprobación del presupuesto del Estado se efectuara cada dos o
tres años, es evidente que el Congreso tendría menos oportunidades para
controlar la ejecución de los gastos, en las fases preventiva y ulterior.
Es cierto que no han faltado corrientes doctrinarias, como también
decisiones legislativas, favorables a la idea de adoptar la modalidad de los
presupuestos plurianuales, so pretexto de facilitar así la práctica de políticas
financieras de largo plazo.
Entre los años 1951 y 1955, nuestro país adoptó la práctica de
aprobar presupuestos bienales –lo autorizaba expresamente la Constitución
nacional entonces vigente–; esa experiencia reveló todos los inconvenientes
del sistema, pues las previsiones fueron siempre insuficientes, de modo que el
Poder Ejecutivo cubría las deficiencias de los créditos mediante el ejercicio de
facultades discrecionales que la legislación financiera había puesto en sus
manos.
La ya citada ley 25.152, de solvencia fiscal, por sus artículos 2°,
inciso e), y 6° ordena al Poder Ejecutivo elaborar un presupuesto plurianual de
al menos tres (3) años”, el cual debe acompañar al proyecto de presupuesto
que, para cada año, sea sometido a la consideración del Congreso nacional;
ese artículo 6° exige que el proyecto de presupuesto contenga, como mínimo,
entre otras, diversas informaciones relativas a recursos, gastos, inversiones,
operaciones de crédito, y a resultados económicos y financieros previstos.
Como consecuencia, y en cumplimiento de esas normas legales, año
a año, el ministerio del ramo –antes el de Economía y Producción, y hoy el de
Economía y Finanzas Públicas–, al fijar el cronograma para elaborar el
proyecto de ley de presupuesto de la administración nacional, prepara también
el presupuesto plurianual por dos años; así viene ocurriendo, por ejemplo, con
las resoluciones 176/2007, 180/2008, 145/2009 y 151/2010, que contienen,
respectivamente, los presupuestos plurianuales para 2008/2010, 2009/2011,
2010/2011 y 2011/2013.
De todas maneras, ello no excluye –como
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expresamos– la anualidad del ejercicio presupuestario, o sea, el carácter anual
de la ejecución del presupuesto.
Por nuestra parte, sobre esta materia no creemos en las ventajas de los
presupuestos plurianuales, en cuanto con ellos se intente desplazar el
requerimiento de la anualidad de las leyes de presupuesto –que es el mandato
establecido por el artículo 75, inciso 8°, de la Constitución nacional–,
destinadas a disponer la autorización para realizar los gastos públicos, por
entender que tal anualidad no es óbice a los fines de emprender políticas
fiscales de estabilización de la economía, ni para adoptar presupuestos
cíclicos, que tiendan a lograr el equilibrio financiero dentro del ciclo y no
solamente en cada año.
Un distinguido economista estadounidense, Gerhard Colm, hace ya
varias décadas, tampoco se mostraba partidario de adoptar presupuestos
plurianuales destinados a sustituir la práctica de que los presupuestos sean
considerados y sancionados año a año por la autoridad competente, el Poder
Legislativo18.
En cuanto concierne, finalmente, al principio del equilibrio, procede,
ante todo, poner de relieve que él nació enraizado junto con los postulados del
ya mencionado pensamiento liberal en lo político y clásico en lo económico,
que, desde comienzos del siglo XIX, condujo a erigirlo como dogma del
presupuesto público, receptado en ese carácter por la ciencia de las finanzas
públicas, desarrollada en décadas posteriores.
De tal suerte, se tradujo en requisito sustancial del presupuesto del
Estado el del equilibrio entre los ingresos y los egresos públicos: ambos rubros
debían estar igualados, tanto en el presupuesto preventivo como en la cuenta
de inversión. En puridad de verdad, para las ideas de la época la aversión
mayor estaba dada contra la posibilidad del déficit presupuestario.
Este principio del equilibrio ha sido intensamente debatido entre los
autores, y su sentido y alcances han variado profundamente desde los
tradicionales presupuestos del Estado gendarme hasta los modernos
GERHARD COLM explica claramente su punto de vista en el trabajo “La economia del presupuesto
público”, incluido como punto 1, “Proyección del presupuesto, el presupuesto del Estado, el plan
financiero y el presupuesto de la economía nacional”, en el “Tratado de finanzas”, ob. cit. en la nota 10,
pág. 247 in fine.
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presupuestos financieros, frecuentemente constituidos en instrumentos de la
política económica global, en tanto ésta asume proyección coyuntural, aunque
también, en cierta medida, con vistas al desarrollo económico.
En su consecuencia, ha sido muy amplia la evolución experimentada
por el concepto del equilibrio entre ingresos y egresos del presupuesto.
Mientras el Estado fue factor neutro en la economía nacional, la hacienda
pública sólo buscó reunir los recursos con los cuales cubrir sus necesidades y
organizar los servicios públicos indivisibles más elementales.
Por lo tanto, al advenir concepciones político-económicas como las
paulatinamente irrumpidas desde la segunda década del siglo XX, el Estado
pasó a ejercer mayores funciones y creció la importancia relativa del sector
público frente a la economía nacional, con el efecto de transformarlo en eje
influyente en el curso de las alteraciones económicas.
Transformada así la relación ingreso-consumo del Estado en
instrumento de política económica, la igualdad de esa relación en el ejercicio –
sostenido por el clásico principio del equilibrio–, no pudo ser mantenida en todo
momento, pues algunos ejercicios cierran con déficit, mientras otros lo hacen
con superávit. Por aquel tiempo, al concepto tradicional de equilibrio en el año
financiero se opuso el enfoque del equilibrio en el ciclo económico, respecto de
cuyos efectos, en las variables más importantes, Keynes sostuvo –en su
conocida “Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero”– que no se
podía desentender el Estado.
No obstante, la experiencia no permitió poner en práctica la
propuesta del equilibrio presupuestario en el ciclo, ante la predominante
realidad de los presupuestos continuamente deficitarios, aun en épocas de
auge económico, sin distinción de países, cualquiera fuera su grado de
desarrollo. Es conocida la preocupación por preservar la vigencia de este
principio en el seno de los países de la Unión Europea, como también en los
Estados Unidos de América, donde se halla en debate –ya desde el año 1975–
la adopción de una enmienda constitucional tendiente a instituir la
obligatoriedad del equilibrio en el presupuesto federal, aunque los intentos a
ese respecto no han prosperado.
Hemos citado anteriormente la sabia ley 25.152, promulgada en
septiembre de 1999, entre cuyos objetivos más relevantes está el de lograr el
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equilibrio presupuestario para la administración pública nacional, sin perjuicio
de que su artículo 10 invite a los gobiernos provinciales y al gobierno autónomo
de la Ciudad de Buenos Aires al dictado de normas legales en concordancia
con lo dispuesto en esa ley nacional.
El artículo 2°, inciso b), de esa ley, según texto que le dio el art. 86
de la ley 25.401, de presupuesto de la administración nacional para el año
2001, propone: En el año 2005 deberá asegurarse un resultado financiero
equilibrado.
A favor de las buenas intenciones de la ley 25.152, conducentes al
orden en el manejo de las finanzas públicas, corresponde mencionar la
decisión de su art. 9°, con la cual se creó el Fondo Anticíclico Fiscal –con obvia
reminiscencia keynesiana– susceptible de ser integrado por distintos recursos
contemplados en la propia norma. Lamentablemente, desde entonces, año a
año, distintas medidas –análogas al art. 27 de la ley 26.546, de presupuesto
para 2010– dejaron sin efecto esa integración y, por lo tanto, restaron
virtualidad funcional a dicho Fondo Anticíclico.
III. Epílogo
Somos enteramente conscientes que en el desarrollo de las ideas
expuestas hemos tomado en cuenta, de manera preferente, las identificables
como ideas ortodoxas en lo atinente a los principios rectores del presupuesto
público. Lo hicimos con el deliberado propósito de acatar, de modo decisivo,
aquello en lo cual se apoya todo saber científico, en tanto se sobreentiende que
sirve al propósito de lograr los mejores resultados en el ámbito librado a su
conocimiento.
Pero nada de cuanto así dejamos dicho significa soslayar los
dictados de la realidad, que en el devenir histórico ha señalado impedimentos
del más diverso orden –político, social, económico, cultural–en la medida de la
fuerza con la cual esos impedimentos estén en condiciones de actuar e
interferir, en los hechos, la vigencia de aquella ortodoxia. Claro está, sin
embargo, que no siempre son auténticos esos dictados de la realidad, y
entonces resulta legítimo hurgar alrededor de la justificación que ellos puedan
tener, especialmente en términos de ofrecer fundados argumentos para
determinar si la sustitución pretendida es superior a lo vigente.
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Quizá el escenario sobre el cual más han pesado los intentos por
eludir los principios presupuestarios estudiados, en el decurso de los tiempos
recientes, haya derivado de la ondulante política seguida por los estados en
punto a la creación de reparticiones técnicas descentralizadas o al ejercicio de
actividades económicas por el Estado, en términos más o menos paralelos con
el sector privado. Nos referimos, obviamente, al proceso que llevó, en una
instancia, a la estatización de empresas privadas, para instituir las del Estado;
o a la privatización, en otra instancia, de esas empresas públicas.
Ante ese fenómeno –bien conocido en la realidad argentina– nos
inclinamos a compartir la mirada de Jarach, para quien no es “justificado el
argumento de que las empresas del Estado, por su asimilación a las privadas,
puedan sustraerse al plan presupuestario y al control respectivo”19 .
A todo evento, lo que nos importa enfatizar con la mayor vehemencia
es observar si, en definitiva, los remedios sustitutivos aludidos ponen en riesgo,
o no, la finalidad esencial de esa ortodoxia de los principios presupuestarios,
precisamente basados sobre las ideas de que el control y la transparencia en el
manejo de la cosa pública se mantengan inalterables.
Estas afirmaciones están fundadas en la certidumbre inconmovible
de que, en última instancia, al hallarnos inmersos en el campo del presupuesto
público, debemos advertir que, directa o indirectamente, está en juego la
trascendente formulación aristotélico-tomista del bien común. Porque el control
y la transparencia, en cuanto al quehacer de los mandatarios, es un derecho y
un deber irrenunciable de los mandantes, de la ciudadanía toda, cuyo derecho
al bienestar no puede verse comprometido en manera alguna.
San Miguel de Tucumán, 15 de septiembre de 2010.
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DINO JARACH, ob. cit. en nota 11, pág. 86.
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