Un amigo me contó que existe un auténtico paraíso muy cerca de Santa Cruz de La Sierra, a tan sólo 12 kilómetros y medio del corazón de la ciudad. Me pregunté cómo era posible encontrar un santuario natural donde aún existe el asfalto, tan cerca del mundanal ruido, porque siempre pensé que los paraísos están en lugares perdidos, de difícil acceso, allá donde no queda rastro de la actividad humana. Me decidí a conocer ese paraíso de 14 hectáreas del que con tanta vehemencia me habían hablado, y debo confesar que lo hice con cierta incredulidad. Así, en sólo 20 minutos, me trasladé en vehículo desde el centro de la ciudad hasta el PARQUE ECOLÓGICO YVAGA GUAZU, que en lengua guaraní significa “paraíso grande”. Tan sólo al ingresar, sentí el rumor de las hojas mecidas por el viento, sutiles aromas vegetales, vi mariposas acercándose a mi. El verdor y la exuberancia me envolvieron de repente, cuando sólo unos minutos antes veía asfalto, automóviles, edificios y casi nada más. Comencé a adentrarme en el lugar, encontrando a mi paso unos encantadores bonsáis hechos por manos bolivianas con experto conocimiento de la técnica. Pequeños toborochis o “palos borrachos” espinosos y enredados, acompañaban a un diminuto granado con frutos y a varios almos chinos de caprichosas formas, y así, otros muchos bonsáis que deleitaron mis ojos. Más adelante, en la avenida “El Bibosi Enamorado”, los bibosis abrazados a los motacuses me recordaron la leyenda oriental de los enamorados convertidos en árboles, y los impresionantes colores y elegantes formas de las distintas especies de parabas o guacamayos que a 7 metros de altura, en su enorme casa, me observaban caminar, llenaban de exuberancia el verdor del lugar. Los encantadores venados llamados localmente urinas, me observaban con curiosidad, el pecarí de collar o “chancho de monte” desayunaba confiado sin importarle mi presencia, y más allá un árbol de grey o pomelo me hacía desear ese delicioso jugo que tantas veces he saboreado en familia. Unos pequeños y graciosos monos silbadores jugueteaban a mi paso, acicalándose mutuamente y moviéndose con gracia, mientras cantaba el chopochoro, ave de increíbles resonancias cuyos espectaculares nidos adornan todo el parque. Vi algo espectacular junto al camino, era un árbol gomero de impresionante porte con gran cantidad de raíces aéreas, pero aún más impactante fue saber la juventud de éste, tan sólo 23 años, lo cual me llenó de admiración. Pasando la avenida Los Mangales, descubrí el Lugar de las Palmeras, con más de 40 especies de este tipo de plantas, provenientes de los más diversos lugares del mundo, y cómo no de Bolivia, como el rústico marayaú. Más allá encontré una gran colección de orquídeas nativas, que exaltan la belleza de esta tierra cruceña. Sus flores de gran complejidad y caprichosos diseños son motivo de admiración en todo el mundo....y más allá...dos impresionantes reptiles, una pareja de iguanas que para mi satisfacción estaban en época reproductiva, en pleno cortejo, con todas las manifestaciones físicas que esto conlleva como cambios de color y movimientos rituales de la cabeza. Realmente, digno de ver y de apreciar. Nunca creí ver guineos o plátanos enanos rosados y allá los encontré, rodeados de varios tipos de patujuses de atractivas flores. En el verdor que me envolvía, hallé unas cascadas de color lila, eran las flores de las pétreas, increíbles, poéticas. El bosque de araucarias me transportó mentalmente a otros lugares más fríos, y las “lenguas de suegra” o plantas caminantes de manglares nativas de Madagascar me admiraron por sus formas y me arrancaron una sonrisa con su denominación local, muy acertada debido a la longitud de sus hojas y a sus bordes y su nervio central aserrados. Increíblemente, más allá encontré un lugar donde la llovizna caía sin cesar, a pesar del brillante sol que reinaba aquel día. Era el Bosque Húmedo, lugar del que una caprichosa nube nunca quiere marcharse, según me dijeron. Y cerca de allá, un gran bambú amarillo rayado de verde, que pareciera estar pintado por la mano del hombre, hacía llegar a mis oídos un rumor de puerta vieja, un sonido quejumbroso que resultaba tétrico y misterioso. Quise continuar descubriendo, y hallé un lugar abierto, un vergel plagado de frutos: naranjas, mandarinas, árboles de carambola, y un bello adorno acompañándolos, el patujú bandera, flor nacional del oriente boliviano, considerada así por sus colores rojo, amarillo y verde. Encontré en mi apacible caminar un gran lugar abierto, cubierto de césped. Una cancha vigilada por un espectacular árbol de toco u “oreja de mono”, cuyos frutos de extraordinaria similitud con la oreja de un primate, se derramaban sobre el verdor . Una rústica pascana, o casita, me sirvió de descanso. Allá pude tomar algo frío y recabar fuerzas para continuar mis descubrimientos. A lo lejos vi volar un tojo, con su llamativa cola amarilla destacando sobre el negro del resto de su plumaje. Adentrándome más en el paraíso tras mi pequeño descanso, descubrí un pasillo de gran estética, un corredor natural flanqueado por arecas negras, unas bellas palmeras colocadas con gran linealidad y simetría. Más allá el símbolo cruceño, el toborochi, que en este caso exhibía un gran hueco de más de 2 metros de altura en el interior de su tronco, en el que no pude resistir introducirme, sintiéndome abrazada y protegida por la Naturaleza. El algodón de sus frutos abiertos, por el suelo, parecía espuma. Continuando mi recorrido, me encontré inmersa en una reserva natural de 3 hectáreas, donde sólo un pequeño sendero delataba la presencia humana. Las hojas caídas, las lianas o bejucos enredando el paisaje, los monos saltando de rama en rama, los cantos de las aves y el vuelo de la mariposa Morpho, con su azul de brillo metálico, me acompañaron. Casi al final de mi caminar, espié a los murciélagos durmiendo bajo las hojas de las palmeras y el pequeño”curichi” o laguna, adornada con elegantes papiros, fue el final de mi aventura. ¿Quién dijo que los paraísos son lugares perdidos?, ¿quién nos engañó afirmando que no están a nuestro alcance?. Aquel día descubrí una gran verdad sobre Santa Cruz de La Sierra, la bella del oriente, tierra prometida para muchos bolivianos de otras zonas del país y para aventureros de otros lugares…No es sólo una pujante ciudad, no es sólo mezcla de tradición y modernidad sobre el asfalto. Santa Cruz tiene un paraíso natural junto a sus calles. Un alto en el camino, un remanso de paz, un lugar de esos que uno no cree poder encontrar “tan cerca”. El PARQUE ECOLÓGICO YVAGA GUAZU es un trabajo de más de 25 años de constancia y amor por la Naturaleza, ideado y llevado a cabo por la paisajista Rebeca Rozenman de Hubsch y su esposo, el Ingeniero Agrónomo Francisco Hubsch, junto a su equipo de fieles colaboradores. Una gran obra que, desde septiembre del año 2003 abrió sus puertas a todos los amantes de la Naturaleza. En sus 14 hectáreas de extensión presenta más de 600 especies vegetales tanto nativas como exóticas, así como variedad de fauna en cautividad y sobre todo en libertad. Su excelente gestión ambiental ha llevado a YVAGA GUAZU a estar a un paso de la obtención de la Certificación Internacional GREEN GLOBE 21. Cuando esto ocurra, se convertirá en el primer parque en Sudamérica en obtener dicha distinción. Los recorridos por este paraíso cruceño son guiados por especialistas en la interpretación de la Naturaleza, siendo éste uno de los puntos fuertes del Parque, por la preparación, profesionalidad y grata atención de los guías hacia los visitantes. El excelente restaurant de YVAGA GUAZU, donde pueden degustarse tanto platos típicos bolivianos como comida internacional, complementa la excelente oferta de este Parque Ecológico. Sólo quisiera añadir algo que aprendí en el Parque, y es su lema: “LA NATURALEZA PUEDE VIVIR SIN EL HOMBRE, PERO EL HOMBRE NO PUEDE VIVIR SIN LA NATURALEZA”. ¡Cuán cierto es!. ¡Qué importante ser consciente de que sin la naturaleza, no somos nada!. María Cerro Constantino BIÓLOGA