FICHA U 3 Las fronteras del Universo Borgeano

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LAS FRONTERAS CIENTÍFICAS DEL UNIVERSO BORGEANO – Oscar Sbarra Mitre
El universo borgeano es inconmensurable. Tanto como el talento de su hacedor y exclusivo habitante. Pero ¿es
sólo de ficción? ¿Pertenece únicamente a la exuberante imaginación literaria de su autor? Interrogantes que
parecen de respuesta inmediata, en tanto se encasille al hacedor de “El Aleph” en lo unifacético, como
privilegiado literato atraído monopólicamente por el mundo de la pura fantasía.
Nada tan alejado de la personalidad y las inquietudes de Jorge Luis Borges. Casi podría sostenerse que su
ejercicio metafísico de la narración es lo que elevó su nombre a la consideración planetaria. Es más, creemos
que Borges es, básicamente, un pensador que utiliza la literatura como vehículo de sus profundas meditaciones.
Un intuitivo genial, antes que un científico sistemático.
Y vale la pena, previamente, evidenciar el preciso alcance de la intuición, injustamente relegada –en la
concepción general- al territorio de lo irracional “químicamente puro”, o, para expresarlo mejor, al campo de lo
no-racional. El verbo intuir (del latín intueri, mirar, y éste de intuiti-tionis: imagen, mirada) es rescatado por los
escolásticos como el conocimiento inmediato de un objeto, la comprensión penetrante, rápida y total de una
idea, la aprehensión instantánea de la verdad. Cabe definirla como sensible o emocional, ligada quizás, a la
captación de las verdades reveladas –de allí su utilización por el escolastismo- o empírica-volitiva-intelectual,
que puede emparentarse con los métodos científicos hasta convertirse en uno de ellos. No sólo Husserl en su
fenomenología, en el primer aspecto, o Bergson en el segundo, sino los matemáticos en general, la reconocen y
consagran como potente herramienta metodológica.
Bien, la obsesión por desentrañar intrigas existenciales, en lo que al Universo se refiere, es notoria en Borges,
así como sus reiteradas excursiones –no exclusivamente literarias-, en los orígenes y los misterios de
circunstancias tales como el tiempo, el azar y la infinitud. Desde Zenón de Elea, que no acertara a desentrañar el
enigma que contraponía la realidad a la teoría –como en el caso de Aquiles y la tortuga, o en el de la flecha que
se aproxima al blanco- por la simple razón de que los griegos no llegaron a dilucidar que una suma de infinitos
términos es capaz de expresar una cantidad finita (lo que retrasó en siglos el avance de las matemáticas), hasta
los problemas lógico-matemáticos que planteaba Bertrand Russel –leído y admirado por Borges- como el del
catálogo de todos los libros de una supuesta Biblioteca Universal, que debía contenerse a si mismo; todo
cautivaba el más que inquieto espíritu borgeano. La “Historia de la eternidad” con “La doctrina de los ciclos” y
“El tiempo circular”, constituye un buen ejemplo de ello.
Es posible hallar parangones en la historia de la ciencia. Quizás, el más adecuado sea el representado por
Gottfried Wilhelm Leibniz, el filósofo racionalista alemán que, casi al unísono con Isaac Newton arribó, sobre
fines del siglo XVII, al descubrimiento del calculo infinitesimal (las entonces llamadas “fluxiones”) por deducción
filosófica y no con instrumentos matemáticos como el insigne inglés. El hecho de que Leibniz fuera bibliotecario
en la corte de Hannover contribuye a unirlo, mágicamente, a Borges. Cabe, asimismo, mencionar a Blaise Pascal,
matemático, filósofo y moralista (apologista del Cristianismo) que, a los 16 años, reprodujo, también en el siglo
XVII, postulados y proposiciones de la geometría de Euclides sin haber tenido contacto con sus originales; o a su
coetáneo Pierre Fermat –precursor de Newton y de Leibniz en el cálculo infinitesimal, y de René Descartes, su
contemporáneo, en el análisis geométrico- que sentó, junto con Pascal, las bases del cálculo de probabilidades –
la forma matemática de lo estocástico o “geometría del azar”, como lo denominaba Pascal- siendo un hombre
de leyes (abogado y juez), lo que no le impidió formular importantes teoremas (anotados en los márgenes de
sus libros de lectura) de geometría analítica y de teoría de los números. O rendir homenaje al caballero de
Unidad III – Lectura – “Las fronteras científicas del universo borgeano” – Oscar Sbarra Mitre
Mère, empedernido jugador que dio origen a la investigación de Fermat con una carta que le dirigió, donde
aseguraba que su experiencia le sugería la existencia de una poderosa razón matemática a favor de la más
frecuente “salida” del siete en un juego con dos dados. Tenía razón. Esta misiva y el misterio que envuelve al
llamado “último teorema de Fermat”, acerca de las ternas pitagóricas, convierte a este notable francés en todo
un personaje borgeano.
El siglo XX incorporó a la física el comienzo de resolución tanto del problema de la eternidad como del de la
infinitud. En verdad, reunió ambos en un mismo tema que imponía, entonces, abordarlos conjuntamente. El
nacimiento está marcado, tal vez, por la idea del Universo cuatridimensional, avizorado por el lituano Hermann
Minkowski –uno de los “exploradores” de las geometrías no euclidianas- que sirvió de base a Albert Einstein
para incorporar el tiempo como cuarta dimensión de un Universo homogeneizado –desde la teoría de la
relatividad en sus dos versiones: restringida y general- por una nueva entidad física: el espacio-tiempo.
Pero no sería ésta la única “revolución” de nuestra centuria, en lo que a la física se refiere. Vendrían otras dos
definitorias. La primera es la establecida por el “principio de indeterminación” del alemán Werner Karl
Heisenberg, en 1929, que señala la “imposibilidad de conocer simultáneamente, y con precisión, la posición y el
impulso (u otros pares de variables canónicas conjugadas) de una partícula”. Dos observaciones. Una, que la
“simultaneidad”, imposible de definir en el macro-cosmos, como lo demostró Einstein, es factible de considerar
en el microcosmos, es decir, en el mundo de las partículas subatómicas. Otra es que el “principio” se instala en
el marco de la física cuántica, al que adhería Heisenberg (disciplina que nunca convenció al sabio de la
relatividad, no en cuanto a la discontinuidad de ciertas variables, sí en lo referente al papel de la incertidumbre,
el que inauguró Heisenberg; “Dios no juega a los dados”, sostenía Einstein, que, ciertamente, era un
“newtoniano”, quizás el último “determinista” de la física), un camino inaugurado y continuado por genios de la
talla de Max Planch, Niels Bohr, Ernest Rutherford, Irene Joliot-Curie y Frederic Joliot, Louis de Broglie, Erwin
Schodinger y Paul Dirac, entre otros.
El “principio”, cuya versión simple es que al intentar ver la “trayectoria” de una partícula ésta es “golpeada” por
un fotón (“cuanto”) de luz que la desvía, por lo que el observador no puede determinar, al mismo tiempo, la
posición y la velocidad de la partícula en cuestión (es como si para conocer la velocidad y posición de un
automóvil en un momento dado, hubiera que “chocarlo” con otro que altera su marcha y lo desplaza), explicita,
en forma inapelable, la presencia, en el escenario universal, de un nuevo y trascendental protagonista: el azar.
No es que el Universo constituya un modelo aleatorio, sino que sin el azar no es explicable en globalidad. Esta
irrupción define, irremediablemente, la muerte del determinismo establecido por el gran Isaac Newton. Un símil
aproximado –y, sin duda, burdo, aunque explicativo- es la irracionalidad (lo emotivo) como parte insoslayable
del comportamiento humano.
En su maravilloso cuento de Ficciones, “La lotería de Babilonia”, Borges describe el imperio del azar –y la
irracionalidad que arrastra a su generalización- de manera inigualable, cubriendo así de belleza literaria la idea
de los “cuánticos”, y extendiéndola hacia uno de los temas cada vez más investigado por la psicología; tanto la
individual como la social.
El azar es, pues, una de las fronteras. No tanto del Universo sino de nuestra posibilidad de conocerlo en
totalidad, hasta su último rincón. Por este lado, el del microcosmos, hay un “refugio”, un “borde” inexpugnable.
Su indagación es un notable esfuerzo de Jorge Luis Borges, que ha deparado excelsas páginas de la literatura
mundial; una muestra incontrastable del genio borgeano, y del enorme pensador que él engendra.
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¿Y el otro “extremo”? Desde la aristotélica “esfera de las estrellas fijas”, la evolución del pensamiento humano –
no sin trágicos tropiezos; basta pensar en la autocensura que se imponía Nicolás Copérnico, o en el drama de
Galileo Galilei- había traspasado “barreras” permanentemente. El sendero científico que va del esquema
heliocéntrico –ya vislumbrado por Aristarco de Samos, en el siglo III a.C.; denostado por los aristotélicos y
eclipsado luego por Ptolomeo de Alejandría, cuyo “Almagesto”, en la segunda centuria de nuestra era, retomó la
“autoridad” del “estagirita” –hasta la persuasión generada por el inexorable protagonismo de los “universosislas” y del espacio extragaláctico.
Cinco años antes de que Heisenberg diera a luz el “principio de incertidumbre”, en 1924, Edwin Hubble, en los
Estados Unidos, preocupado por medir las distancias a las que se hallan remotas estrellas de galaxias exteriores
a la “Vía Láctea”, encontró que éstas “huían” de nosotros a velocidades mayores cuando más lejos estaban: su
“escape” aumentaba con el distanciamiento. Lo asombroso de este descubrimiento –obtenido aplicando un
espectrógrafo (aparato que separa los componentes de una radiación, sea corpuscular u ondulatoria) a la luz
emitida, y registrando el “corrimiento al rojo”, más pronunciado en función de la mayor distancia; es decir una
suerte de “efecto Doppler”, determinado no por el sonido sino por la radiación lumínica – es que todo parecía el
resultado de una gigantesca explosión original, que George Gamow bautizó como “big bang”. Extrapolando
hacia atrás no sólo resultaba posible detectar la edad del Universo, sino fijar “el principio del tiempo”. Éste,
como el espacio, se “creó” con el “big-bang”. Por eso la observación de Hubble podría ser hecha desde cualquier
punto del Universo con similar resultado. La gran explosión no tiene centro; su “centro” está en todas partes –o
en cualquiera- por la sencilla razón de que el espacio se “originó” en el “big-bang”. Como las pasas de uva en una
torta –cuando se expande en el horno-, o los puntos pintados en un globo –cuando éste se infla-, todos los sitios
del Universo se alejan entre sí, no siendo posible encontrar el centro de este movimiento. Nada hay “antes” o
“afuera” del Universo; mejor dicho no existen el “antes” y el “afuera”; es inútil referirse a ellos. Uno podría decir
que Dios es el “antes” y el “afuera”, pero esto entraría en el ámbito de la fe y no en el de la cosmología
(nosotros tenemos esa fe, pero no la hacemos valer como argumento científico).
EL “fluir constante” con que la física de Newton Identificaba el tiempo, también había perecido. Porque el
Universo, al continuar su expansión, sigue “creando” tiempo y espacio. Resultan necesarias, también aquí, dos
acotaciones. En primer lugar la sencilla de darnos cuenta de que al mirar el cielo en una noche estrellada
estamos observando tanto el espacio como el tiempo; sin saber, verbi gratia, si el astro que emitió la luz que
llega a nuestros ojos existe aún. En segundo término, que depende de la masa contenida –la que se está
midiendo con el telescopio espacial que lleva el nombre del descubridor del “Universo en expansión”,
fundamentalmente determinando la cantidad de “materia oscura”-, si la expansión seguirá indefinidamente o si,
dentro de algunas decenas de miles de millones de años, se revertirá en un “big-crunch” (el “gran crujido”) y el
Universo se replegará sobre sí mismo hasta un punto sin dimensión alguna y de temperatura y presión infinitas:
un último y gigantesco “agujero negro”. El “big-bang”, la “gran explosión”: ¿habrá sido un “agujero blanco”?
¿Procederemos de algún “otro universo” donde las leyes de la física prescinden de las categorías de tiempo y
espacio, sin las cuales nuestra forma biológica de vida es imposible?
Nunca lo sabremos. Como el universo es “entrópico” y cumple, rigurosamente, con la segunda ley de la
termodinámico –va del orden al desorden y eso permite que exista, su existencia es ese “tránsito” como lo es la
nuestra entre el perfecto orden biológico del nacimiento y el absoluto desorden de la muerte –la “muerte
térmica” acaecerá miles de millones de años antes del “big-crunch”. Pero tampoco podremos, jamás,
contemplar nuestro origen. Podría suponerse que “viendo” en el espacio y en el tiempo, sería posible, con
aparatos más potentes y perfeccionados que el telescopio espacial “Hubble”, “examinar” el “big-bang”. Algo así
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como sacar una fotografía de nuestro primigenio embrión, o, más aún, del momento proceso de la concepción.
Absolutamente imposible. Sólo entre unos 100.000 y 300.000 años posteriores a la “gran explosión” se produjo
el desacoplamiento térmico entre la materia y la radiación, cuando la temperatura media bajó a 1.000.000 de
grados (hoy, según el descubrimiento hecho por A. Penzias y R. Wilson, en 1965, de la llamada “radiación de
fondo”, alcanza-esa temperatura media del Universo-, a 3º K o grados Kelvin, es decir -270º; los -273º marcan el
“cero absoluto”, la inmovilidad de los electrones y demás partículas). La “ruptura” entre matera y radiación, y su
separación, es lo que permitió –y permite- “ver”. Hay una frontera llamada “el Universo observable”, el
“horizonte”, también de nuestras posibilidades: detrás de él la oscuridad; eterna e inapelable.
Es el “límite” del macrocosmos. En sus teorías del tiempo –ya mencionadas- Borges lo plantea. Es más, recuerda
al humilde obispo de Hipona, San Agustín, que 1.500 años antes de Hubble escribió: Non in tempore sed cum,
tempore incepit creatio (“No creó –Dios- el mundo en el tiempo sino con el tiempo”). ¿Genial “intuición” que no
tuvieron ni Copérnico, ni Galileo, ni Kepler, ni Newton, ni muchos otros, hasta que lo comprobó Hubble, un
milenio y medio después? En 1988, más de medio siglo con posteridad a Borges, el genial y paradigmático
Stephen Hawking, heredero de la cátedra Newton –y de Dirac- en Cambridge, homenajea al docto cristiano
(como precursor de la moderna cosmología al determinar el “inicio del tiempo”) en su ya célebre “Historia del
tiempo”.
Las fronteras del mundo borgeano son el tiempo y el azar. Alguna vez dijimos que el azar es el humor de Dios y
el tiempo su justicia. En Borges se sintetizaban en su literatura y en su pensamiento. Tal vez la ficción y la
realidad se unen en él a través de la Biblioteca que imagina como el Universo, donde el azar pasa por el
ordenamiento de los libros, o como el Paraíso (“Algo que ciertamente no se nombra/con la palabra azar rige
estas cosas”) o en la historia del edificio legendario de la calle México, en el cual ejerció la dirección de la
Biblioteca Nacional, instalada en la casa que la plausible obstinación de Paul Groussac arrancó a la decisión del
Presidente Julio A. Roca, ya que originalmente estaba destinada a ser sede de…. La lotería.
Aquella expresión helénica –aggiornada para el empirismo político por el tres veces presidente de nuestra país,
el General Juan D. Perón- que afirma que “la única verdad es la realidad”, convertida al maravilloso mundo de
Borges, establecería que “en realidad la verdad no existe; y en verdad, la realidad tampoco”. Algo que los
cuánticos suscribirían sin dudarlo.
Unidad III – Lectura – “Las fronteras científicas del universo borgeano” – Oscar Sbarra Mitre
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