LA MELANCOLÍA: DE LA CIENCIA AL IMAGINARIO Por: Daniel Arasse* (Revista Médecine de France. Número 223, 1971. Editor Olivier Perrin. París. Páginas 25-39). Traducción: Santiago Gallego Franco** De un origen científico y médico, la melancolía se transformó en una noción esencialmente poética. De la poesía adquirió, a través de la historia del pensamiento occidental, la fuerza de sugestión pero también toda la imprecisión que le es natural. Fruto de una larga sedimentación, su complejidad es equiparable a la que tuvo el concepto de Naturaleza en el siglo XVIII. Puede afirmarse que la melancolía le ha sido útil y necesaria a Occidente durante más de dos mil años: por su riqueza incesante ha podido satisfacer las más diversas necesidades científicas, filosóficas e imaginarias. El libro memorable de Panofsky, Saxl y Klibansky, Saturno y la melancolía, permite andar este largo camino del pensamiento y desenredar la madeja increíblemente embrollada que se ha formado alrededor de tal noción. Al principio la melancolía es concebida como una parte concreta del cuerpo: es la famosa «bilis negra» que, junto a la sangre, la flema, y la bilis amarilla, constituye los cuatro humores corporales (esta concepción es formulada claramente en la Grecia del siglo IV A.C.). Hija como es de la medicina empírica, la bilis negra permitirá durante más de veinte siglos tener una explicación científica de los cuerpos y de la psicología humana. Sin embargo, para el desarrollo de la historia de la melancolía, la importancia de esta teoría «humoral» viene de que los griegos establecieran, con toda naturalidad, un vínculo entre los cuatro humores del hombre, las cuatro estaciones del año, y las cuatro cualidades de la materia. Así pues, como las cuatro estaciones son asociadas a las cuatro edades del hombre, la melancolía puede relacionarse con los caracteres humanos y convertirse en un tipo de disposición: la teoría de los cuatro humores deviene en teoría de los temperamentos humanos y la melancolía, parte concreta de un cuerpo, se transforma en una actitud, en un comportamiento psicológico. Hay dos elementos que intervienen en la transformación moral y social de la melancolía: la noción de locura presente en las tragedias griegas, y la de frenesí presente en Platón. Médicamente la locura, «obscurecimiento de la razón», es atribuida a las «substancias negras», nefastas, y de este modo la lengua corriente asoció con rapidez locura y melancolía. Pero los ejemplos grandiosos de «héroes locos» (Heracles, Ájax, Belerofonte) valoraron positivamente la locura que, convertida en «locura superior», podría alcanzar la posesión divina del hombre tal como la concebía Platón (quien, en cualquier caso, no hizo una asimilación entre locura y superioridad. En República, Libro IX, 573c, por ejemplo, la melancolía permanece en el lugar de lo nefasto y aparece de * Daniel Arasse (1944-2003). Historiador del arte e italianófilo. Estudió en la Sorbona donde presentó su tesis sobre el arte italiano del Renacimiento junto al reconocido historiador del arte André Chastel. Fue miembro de la École de Rome (1971-1973), director del Institut Français de Florence (1982-1989), y director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales desde 1993 hasta la fecha de su muerte. Autor, entre otras obras, de Histoires de peintures (2003), On n’y voit rien: descriptions (2000), Léonard de Vinci: le rythme du monde (1997), y Le sujet dans le tableau: essais d’iconographie analytique (1997). ** Estudiante de Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana. Actualmente elaborando su monografía de grado sobre la melancolía bajo la asesoría del profesor Tarsicio Valencia. manera especialmente negativa en la figura del tirano). Será la filosofía aristotélica quien establezca la relación entre la noción médica de la melancolía y la noción de frenesí superior, «poético»: todos los héroes trágicos, y todos los hombres fuera de lo común, son desde este punto de vista melancólicos. Esta asociación capital tendrá un porvenir notable en nuestra historia... No obstante, para comprender el desarrollo posterior del concepto debe considerarse desde ya otro componente muy importante: la mitología y la astrología, Cronos y Saturno. De los dioses griegos Cronos es el más ambivalente de todos: es padre de los hombres y de los dioses, padre de la agricultura, dios de la extinta edad de oro; pero también es el dios destronado, solitario y exiliado; a veces es visto como el dios de la muerte, es dador de la vida pero también es el infanticida que devora a sus hijos. Aunque Saturno, dios romano de la agricultura, es mucho más benévolo en su concepción, la asimilación entre el dios Cronos y el planeta Saturno es lo decisivo pues, en la astrología, Saturno forma con Marte la pareja de planetas malignos en contraposición a los benignos Júpiter y Venus. La unión entre mitología y astrología (Cronos-Saturno, Dios-Planeta) establece una influencia estelar sobre los hombres; la «figura» del planeta coincide con la del hombre, el espíritu del dios coincide con la psicología del individuo, los comportamientos corren paralelos a las disposiciones celestes. Los «hijos de Saturno» son con frecuencia, de acuerdo con estos paralelismos, los más infelices de los mortales, pero son también los «elegidos», los seres dotados de dones excepcionales (herencia del aspecto benévolo de Cronos y del dios romano Saturno). Así, es posible observar cómo se constituye lentamente la ambivalencia fundamental que define al «saturnino», y aunque la relación con la melancolía no es inmediata, sí está implícita; será el neoplatonismo florentino quien la vuelva explícita de forma definitiva: a él se debe la gloria de una fusión que constituirá la noción moderna de melancolía (y que fue posible gracias a la rehabilitación del planeta Saturno hecha por Plotino y Proclo). Dentro de este sistema cosmológico, los planetas –símbolos de los principios que gobiernan «la gran cadena de los seres», intermediarios del intelecto divino y del mundo terrestre, sublunar- no pueden, por su misma esencia, tener una influencia maligna sobre los hombres. Cercanos a los dioses, los planetas participan de la divinidad; esta participación le viene especialmente bien a Saturno puesto que, padre de los dioses planetarios, tiene su lugar en «el cielo más elevado», esto es, el más cercano a la esfera del intelecto. En el neoplatonismo del siglo III Saturno adquiere una supremacía envidiable sobre los demás astros. La valoración conjunta de Saturno y de la melancolía que determina la concepción moderna se introduce en la Italia del Renacimiento, en relación con los nuevos ideales humanistas y con el nacimiento de la noción de «genio». El humanismo, ubicando al hombre en el centro del universo, le otorga la libertad; la apología de la «personalidad humana» por ella misma (y no ya en referencia exclusiva a Dios) implica que el hombre debe escoger entre sus propias posibilidades, implica que se convierte en maestro de su «destino». El hombre, conociéndose, deviene en «Hércules en la encrucijada» y la toma de conciencia de sí se realiza en la «vida contemplativa». El «homo literatus» es el ideal de Politien, de Lorenzo de Médicis, de Landino, de Pico de la Mirandola, de Marsilio Ficino; la meditación humanista reemplaza la «acedía» enfermiza del medioevo. No por azar elige Durero la «Melancolía» para figurar la contemplación; ni es un azar que Landino, exaltando la «vida contemplativa» y haciendo de Saturno su patrón, la asocie a la idea del sufrimiento como compañero eterno de la especulación. Y esto porque el hombre libre del Renacimiento, tomando conciencia de su naturaleza, toma conciencia al mismo tiempo de sus límites. La libertad se forja contra aquello que la limita y el homo literatus se balancea entre la afirmación y la duda de sí. La idea moderna de genio ha nacido, reencontrando la noción neoplatónica de Saturno y la idea aristotélica de los grandes hombres melancólicos. Es Ficino quien da su forma casi definitiva a la idea del «genio melancólico»; en él la concepción filosófica se apoya sobre una experiencia vivida al punto de parecer algunas veces sólo nacida en ella. Él mismo, hijo de Saturno y de carácter melancólico, considera que el planeta es nefasto pero sólo para aquellos que quieren escapar de él; para curarse de los males de la melancolía (que ataca los cuerpos y las facultades inferiores), el melancólico debe someterse a Saturno y entregarse entonces a la actividad que es propia del estado de la contemplación: el melancólico debe entregarse a la «contemplación creativa». Saturno, enemigo de toda vida terrestre, engendra la melancolía, pero tiene también la facultad de curarla, amigo como es de una existencia intelectual: «Saturno, en lugar de vida terrena, te separa de lo que fue separado, restituyendo lo sagrado y sempiterno» (De vita triplici, II, 15). Es esta ambivalencia fundamental de Saturno la que explica el éxito ulterior de la melancolía. Ella se convierte en el privilegio doloroso de una cierta élite espiritual de la cual podemos decir, como Balzac de Daniel d’Arthez: «sobre su frente brilla la estrella de un genio superior». Del dominio del esoterismo filosófico, el Saturnismo y la Melancolía pasarán al dominio del comportamiento psicológico pero esta vez definitivamente valorizado: en adelante la melancolía es apenas una enfermedad y sí, mayormente, un sufrimiento, aquel de los «seres superiores»; se convierte en el estado del hombre consciente de los límites que aspira rebasar la «miseria de un gran señor» que se siente más allá de lo que es, de lo que hace. Es muy revelador ver la asociación «melancolía-conciencia de sí», apareciendo de manera explícita en un poeta francés de principios del siglo XV: «En la medida en que viene el conocimiento, la inquietud crece, y el hombre se entristece más y más según el conocimiento más perfecto y verdadero que de sí tiene». El melancólico es aquel que se conoce y que, conociéndose, está insatisfecho. La afirmación de la subjetividad es esencial a la melancolía moderna: es la afirmación de una interioridad que se sabe incapaz de serenarse en la exterioridad, es la afirmación de una esencia subjetiva que no puede ni quiere reconocerse en su existencia objetiva. Estas fórmulas muy generales recobran contenidos psicológicos muy diferentes y es necesario indicar las posibles articulaciones entre ellos. La melancolía puede ser filosófica. Teniendo el sentimiento de su «infinita subjetividad», el hombre se ve enfrentado a su finitud objetiva; la espiritualidad se enfrenta con su límite, su condición material: «¿Es mi culpa si encuentro límites por doquier, si aquello que es finito no tiene para mí ningún valor?» (Chateaubriand. René). La melancolía nace entonces, para citar a Madame de Staël, en aquellas «almas exaltadas, cansadas de todo lo que se mide, de todo lo pasajero, de un término final a cualquier distancia que uno lo ponga». En la melancolía se aprecia el sentimiento de un «abandono» absoluto del espíritu, arrojado y perdido en una materia feroz e irreductiblemente extraña a su naturaleza espiritual: «Cuando el cielo bajo y fuerte pese como una tapa sobre el espíritu gimiente, víctima de largos tedios...». El spleen de Baudelaire no está muy alejado del «tedio» de Pascal, este mal interior que adquiere todo espíritu meditando sobre sí mismo. Según Bernardin de Saint-Pierre, son «el sentimiento de nuestra miseria y de nuestra excelencia» los que engendran la melancolía (XII. Estudio de la naturaleza): los términos pascalianos indican una dimensión trágica ausente en las palabras de Saint-Pierre. Por otra parte, no es de asombrar que en varios autores se termine sucumbiendo a la tentación y ensoñación suicida, como en estos cantos melancólicos: «Yo contemplo la tierra como una sombra errante: el sol de los vivos no calienta más a los muertos». En El Aislamiento, este llamado a la muerte se sublima en un llamado a Dios; pero en René «los espacios de otra vida» no son cristianos y el más allá metafísico no es más que la transferencia hacia cualquier «otra parte» de un más allá interior. La vaguedad de esta insatisfacción filosófica se precisa a menudo. El límite con el que la aspiración a la plenitud se enfrenta es el Tiempo. La inserción en el mundo material es vivida por la melancolía como una inserción temporal: el deseo de eternidad es confrontado con la evidente temporalidad de la existencia. Aunque por el abuso de su empleo los románticos casi agotaron el tema, es sin duda la «poética de las ruinas», tal como la formuló Diderot en 1767, la expresión más rica e interesante al respecto pues en ella se asocia explícitamente la afirmación de la subjetividad y la evidencia contraria de la objetividad, el deseo (insensato) de eternidad en el hombre con la profunda toma de conciencia sobre el devenir universal: «El efecto de estas composiciones, buenas o malas, es el de confinarnos a una dulce melancolía. Posamos nuestras miradas sobre las ruinas de un arco del triunfo, de un pórtico, de una pirámide, de un templo, de un palacio, para volver luego nuestra vista hacia nosotros mismos... Las ideas que las ruinas revelan en mí son grandes. Todo se aniquila, todo perece, todo pasa, nada hay en el mundo que permanezca, nada hay en el tiempo que dure. ¡Es viejo este mundo! Marcho entre dos eternidades... y no quiero morir». La riqueza de este texto de 1767 está en una dimensión del sentimiento melancólico ofrecido por Diderot y que no debe pasarse por alto: el placer. La melancolía que siente el caminante en medio de las ruinas es dulce; una voluptuosidad triste, cara al siglo XVIII. Diderot casi revela la razón del placer «sublime» de las ruinas: en medio de este derroche universal de tiempo, el hombre que toma conciencia permanece (por un acto libre de su reflexión), transforma el tiempo en eternidad: «nada hay en el tiempo que dure». La fórmula misma implica una victoria de la conciencia sobre el determinismo al cual está sometida, y el placer que de allí resulta es aquel de la élite que se sabe, espiritualmente, superior a su finitud: «Aunque el universo lo aplastara, el hombre seguiría siendo más noble que su verdugo, porque sabría que muere y que el universo lo aventaja; de esto el universo nada sabe». Pascal propondría ya esta revancha, sublime y vana, sobre los límites impuestos al espíritu encarnado. Lo «trágico» puede entonces resolverse en «sublime». Pero la melancolía puede devenir también en «ternura»: «Vienes y a ti me entrego, tierna melancolía» escribe Delille. El placer no es tan sutil y «superior» como en Diderot, que permanece como una excepción del siglo XVIII en cuanto a la profundización en este sentimiento. No puede hacerse un uso profuso de la noción sin llevar a su debilitamiento y desazón; muy utilizada, la noción termina por desgastarse. Así es como desde el siglo XVII Tristán el Hermita ya podía hablar de un «ruiseñor melancólico» (El paseo de los amantes). Dicho desgaste aparece tempranamente. Uno puede extrañarse de ello pero, si se quiere comprender cómo fue posible, habrá que referirse a las circunstancias en las cuales el término se hizo de uso corriente: sin más preámbulos, la transición se llevó a cabo en la Italia del Renacimiento. En Ficino el término todavía conserva una aureola de magia, pero la atmósfera cultural neoplatónica la vulgarizó y, en los escritos sobre arte, puede constatarse la asociación inmediata que se hizo entre las palabras «artista» y «melancólico». Se sabe que Miguel Ángel fue efectivamente un melancólico en el sentido filosófico del término, ¿pero Rafael? Y, con todo, Pauluzzi dijo de él en 1519: «Se inclina a le melancolía como todos los hombres dotados de dones tan excepcionales». De este modo se recoge el encuentro inevitable de dos corrientes: la melancolía, condición filosófica del visionario, del creador «hijo de Saturno», y la melancolía, temperamento psicológico y comportamiento del hombre excepcional, del artista. Se forja entonces una idea que tendrá una larga posteridad: el artista visionario, el genio, está más allá de su obra, más allá de la «forma del trabajo rebelde» (Gautier, El arte). Gautier afirma, no obstante, la posibilidad de materializar la visión, de actualizarla en el objeto: «Esculpe, lima, cincela. Que tu sueño flotante se selle en el bloque resistente». Esta invitación es un acto de fe; es también un manifiesto y una reacción antirromántica que se niega a creer en la posibilidad de que el genio pueda renunciar a producir porque sabe que la obra material traicionará la visión espiritual. Los románticos reactivaron y simplificaron una actitud artística considerada en el siglo XVI: el genio es melancólico porque se sabe superior a su obra. El mito del genio heredó su éxito en parte al hecho de representar placer: la melancolía transforma el drama del fracaso en voluptuosidad de un alma superior. Pero, a partir de allí, el placer de la melancolía se pudo vulgarizar, ser menos elevado y más banal; la voluptuosidad podía ser, simultáneamente, la del filósofo, pero también la de la dama abandonada superior a su desdicha, a la traición sufrida. Del héroe al hombre ordinario, del mito a la cotidianidad, del dolor a la languidez: este tránsito fue inevitable y natural... Ello implica una consecuencia importante que permite ver la última dimensión imaginaria de la melancolía, la última utilización que se le pudo dar. Tormento y voluptuosidad de una subjetividad superior a su destino, la melancolía devino, casi mágicamente, en el indicio exterior que garantizaba la superioridad interior. El comportamiento melancólico se convirtió en la justificación de todos los reveses. El melancólico escapa al veredicto del mundo: los saturninos no pueden ser juzgados bajo los criterios de Júpiter. De allí el uso excesivo del término para todos los sinsabores, amorosos y de otros tipo... de allí, sobre todo, el uso del término y del comportamiento para excusar y glorificar el revés social. Del melancólico más allá de su condición humana, más allá de su creación artística, pasamos al melancólico más allá de su sociedad. Aquí se trae a colación la cuestión del comportamiento asocial del «genio melancólico». R. y M. Wittkover mostraron en Nacidos bajo el signo de Saturno que los comportamientos asociales han existido desde la Antigüedad, pero el tema del «genio asocial» parece no haber sido formulado conceptualmente sino hasta el siglo XVIII. Diderot particularmente, en 1767, opuso a la moral ordinaria «una moral de los artistas o del arte»: «Esta moral bien podría ser el reverso de la moral usual... es sabido que la naturaleza condena a la desgracia a aquellos que ha dotado de genio y belleza; esto es, a los seres poéticos. Recordando la multitud de hombres grandes y de bellas mujeres a los que la cualidad que los distinguía de los demás los hacía al mismo tiempo desgraciados, me preguntaba ¿por qué, no obstante, ninguna de estas personas desea perder su sensibilidad y volverse mediocre? ¡Qué diferencia hay entre el genio y el hombre común, entre el hombre tranquilo y el hombre apasionado!». El comportamiento asocial y el temperamento se reúnen en el romanticismo, donde el arte creador comienza a separarse del arte social, donde el fracaso social del artista puede ser imputado a la mediocridad de su sociedad y constituirse en el signo de una excelencia espiritual. La melancolía por insatisfacción social es, así, un componente del comportamiento artístico (Vigny ofrece una ilustración ejemplar de ello). Esta «melancolía social» tiene, como las otras, un doble rostro: es castigo del mundo pero también recompensa del espíritu. Rehúsa a insertarse en el entramado de eficiencia que une y cimienta al grupo humano del cual hace parte y que, por su parte, no puede más que condenar este rechazo: esto puede ilustrarse cuando René es juzgado severamente por el padre Souël, en la obra de Chateaubriand: «un hombre joven con la cabeza llena de quimeras, al que todo desagrada, que se sustrajo a las cargas de la sociedad para abandonarse a inútiles ensoñaciones». Y Chateaubriand vuelve a las «almas melancólicas» en el Genio del Cristianismo: «Asqueadas por su siglo.... ellas se quedaron en el mundo sin entregarse a él: se convirtieron entonces en la presa de miles de quimeras; así vimos nacer una melancolía culpable...». Esta melancolía, «culpable» a los ojos de la sociedad, es castigada con la desgracia. Pero, a los ojos del melancólico, es una garantía de su propia superioridad y, por una inversión de orden mágico, ¡ella hasta le proporciona un lugar dentro de esta sociedad imperfecta! El don saturnino de la visión, en que la melancolía es el precio glorioso y doloroso, confiere al artista una función social: «¡Pueblos! ¡Escuchen al poeta! ¡Escuchen al soñador sagrado! En vuestra noche sólo él tiene la frente alumbrada» (Víctor Hugo, Función del poeta). El tono místico de los versos de Hugo es inequívoco: los saturninos deben guiar a los jupiterianos, la «vida contemplativa» debe orientar a la «vida activa». Tal es la justificación del rechazo social hecha por el romanticismo. El peligro reside, no obstante, en que esta melancolía superior no sea más que una máscara cubriendo una incapacidad social, un vacío interior real; este es en cualquier caso la opinión del «burgués», encarnado por ejemplo en Beckford, el hombre eficaz que rechaza la poesía inútil. La incursión de los románticos en la vida política mostró que aquellos habían sobrepasado un «saturnismo» provisional; pero el caso de Vigny muestra cómo quiso emprender la lucha como un saturnino, un visionario melancólico que se sabía, de antemano, más allá de su grupo social, más allá de la incomprensión y de los reveses que en tal lucha encontraría, «fatalmente»: «Josué avanzaba pensativo y palideciendo, porque había sido el elegido del Todopoderoso». La elección dolorosa de Moisés es una proyección imaginaria y una glorificación del destino saturnino del poeta que Vigny quiso representar como la encarnación melancólica a los ojos de su sociedad y de la historia. La melancolía, como actitud asocial, se convierte entonces en un comportamiento psicológico aunque conserva siempre las dimensiones filosóficas, religiosas, psicológicas y mágicas que han podido enriquecerla poco a poco. Al término de este rápido recorrido, una cosa aparece claramente: la facultad de adaptación excepcional propia a esta noción. Como se ha dicho desde el principio, cada época ha podido hacer el uso que ha querido con el término: aquí se ha indicado cómo se articulan los diferentes sentidos del mismo. Un sentimiento parece central y anima todas las actitudes melancólicas descritas: la conciencia aguda de un límite. Bien se trate de una melancolía filosófica, artística o social, ella nace siempre del sentimiento que el individuo tiene de ser irreducible a lo que vive: en la melancolía la subjetividad se sienta y afirma más allá de su propia objetividad, el espíritu prevalece más allá de su carne. Así, la melancolía podría definirse a la vez como enfermedad del ser y como un remedio del imaginario. Enfermedad del ser en cuanto es la esencia de su existencia; remedio del imaginario porque es el privilegio del espíritu que mágicamente se libera de sus límites materiales.