La pelirroja

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La Pelirroja
Alberto Martínez-Márquez
Apenas fueron cinco segundos de placer, cuando
sentí aquella espantosa mordida.
Alcancé a gritar
“¡Puñeta!,” como si me fuera a escuchar un cosmonauta
en las inmediaciones de Plutón. “La que te hubieras
hecho antes de entrar al cuarto,” replicó ella, la
Pelirroja. Me había mordido justo entre la cabeza y el
resto de mi florido miembro, al que daba casi por muerto.
Aunque la sangre no era profusa, estaba completamente
aterido por el dolor que reptaba por mis piernas e
inundaba mi vientre. Lo único que supe hacer fue
presionar con mis dedos para evitar el sangrado, que,
repito, no era mucho. Ella se roció la boca con spray de
binaca. A la sazón comenzó a recriminarme, a lanzarme
improperios de todo tipo, insinuaciones de diversa
estirpe; mientras yo, petrificado, me sentía como la
estatua de Colón en cualquier plaza del mundo, incapaz
de bajar el dedo índice por los siglos de los siglos. La
pelirroja era muy astuta. Había planificado todo al
detalle tan pronto supo lo que tuve con su hermana una
semana antes. Me enteré porque Luis estuvo presente
cuando el desliz de Jorge, a quien nunca debí confiarle.
Jorge siempre habla de más cuando está metido en
tragos. Sus verdades y las de otros siempre salen a flote,
por eso es el compañero predilecto de todo el mundo a la
hora de irse de juerga. La Pelirroja estaba también en el
bar con unas amigas y lo escuchó justo cuando se dirigía
hacia el servicio sanitario. Pero no fue Luis quien la vio,
sino Perfecto, quien se lo refirió a Luis de inmediato.
Pero Luis vino a decírmelo un día después de la mordida.
Yo le retiré la amistad a Luis y a Jorge. Perfecto nunca
fue mi amigo hasta hoy. Pero ya me parece un tipo en el
que se puede confiar. Volviendo al incidente… La
Pelirroja salió a toda prisa del apartamento después de la
infausta mordida. Tenía sus cosas empacadas y las había
ocultado detrás del sofá de la salita. Yo seguí parado,
mirándolo todo, como un niño retardado babeándose de
la incomprensión. Así estuve bastante tiempo después de
que ella cerrara la puerta. Las pelirrojas, aunque
aparentan ser sumisas, tienen el alma de los mil
demonios. Son coquetas con estilo, y te engatusan de una
forma que cuando te das cuenta terminan enjaulándote
como a un miserable pajarito. Mientras más pecas
tienen, peores son. Digo esto porque la hermana de la
Pelirroja, que también es pelirroja, tiene forrado el
firmamento de pecas en su piel. Es una mujer
extremadamente hermosa, con un caderamen bestial y
senos apeteciblemente balanceados, mucho más
portentosa que su hermana, ésa con quien he convivido
un par de años hasta ayer, cuando me la mordió. El
médico que me atendió en la sala de emergencia (llegué
allí dos horas después, cuando el dolor amainó un poco)
me dijo que no era nada y que sanaría en cuestión de tres
días. Me limpió con una solución que me hizo ver algo
más que las estrellas y me aplicó un antibiótico que
aplacó mis continuos insultos a la Pelirroja. Luego me
envío a que me pusieran una vacuna contra la rabia. Si
así lo hizo, fue porque le confesé, mientras me recetaba
el antibiótico, que me había mordido una pelirroja. Los
ojos del galeno giraron y de su boca brotó un hondísimo
suspiro.
Abrió la gaveta de su escritorio con una
inesperada premura y garabateó con violencia sobre el
papel. “Vaya de inmediato, amigo,” disparó. Fue una
orden marcial. Me dirigí hacia la enfermera, le presenté
el papel y en menos de un minuto me habían inyectado.
Ahora me dolía al frente y atrás. Como dije, mientras más
pecas tiene una pelirroja, peor resulta. Su malevolencia
no tiene límites. Será implacable y perversa. Nada la
detendrá en su camino.
He decidido no volver a
encontrarme con la hermana de la Pelirroja, que también
es pelirroja, pero que tiene tantas pecas como luceros
existen en el cielo nocturno. No vaya a ser que en una
rabieta suya me arranque de cuajo el único orgullo que
albergo en la vida.
Miércoles Santo, 5 de abril de 2007
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