LA GUERRA DEL PELOPONESO

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LA GUERRA DEL PELOPONESO.
EL SUICIDIO DE LA GRECIA CLASICA.
Dos polis como Atenas y Esparta, con modelos sociales y políticos tan distintos y
ambiciones compartidas de supremacía, estaban condenadas a enfrentarse más tarde o
más temprano. Sin embargo, la guerra del Peloponeso, el largo conflicto en que los
espartanos humillaron a la orgullosa Atenas, no fue beneficiosa para nadie. Devastados
los del Ática y confiados por su triunfo los lacedemonios, nadie pareció advertir que
llegaba el fin del esplendor heleno.
Pocos factores unen tanto a un pueblo como un enemigo externo. Sin
embargo, en el caso de la Grecia antigua, ni siquiera el peligro representado por
los persas logró cohesionar por completo a la multitud de las polis helenas.
Incluso en el transcurso de las guerras médicas, cuando se hallaban en pleno
enfrentamiento con el poderoso imperio aqueménida, surgieron discrepancias y
hasta deserciones en el seno de los aliados griegos.
A la cabeza de la coalición, y de las disputas intestinas, se encontraban
Atenas y Esparta. No se entendían. La primera era democrática, con una
sociedad abierta al mundo, de carácter comercial y amiga de las artes. La
segunda, monárquica y fuertemente militarizada, estaba cerrada en sí misma y
tenía su ocupación diaria en la agricultura. Para un espartano, un ateniense era
básicamente un ser frívolo. En cambio, desde la óptica ática, el lacedemonio
pecaba de una incomprensible severidad.
En las guerras médicas, los jefes de ambas ciudades sostenían agrias
discusiones antes de acometer cada maniobra conjunta. Y llegó un momento en
que ni el temor a Persia, atemperado por las victorias helenas, consiguió
mantener en el mismo bando a espartanos y atenienses. Las batallas de
Salamina (480 a.C.) y Platea (479 a.C.) permitieron a los lacedemonios asegurar
el Peloponeso y alrededores, o sea, su territorio. Así que, tras ellas, dejaron a los
áticos al frente de las incursiones por Jonia y la periferia griega.
Un mundo dividido
De hecho, un año después del triunfo en Platea se formó la Liga de
Delos. Uno de sus objetivos era proseguir los combates contra los aqueménidas
en el mar Egeo y Asia hasta recuperar la Grecia oriental. Sin embargo, Esparta
no participó en esta alianza. Prefería concentrarse en su zona de influencia
directa, representada por la Liga del Peloponeso, la unión que lideraba. Atenas,
pues, se constituyó en el motor de la nueva confederación délica.
La capital del Ática tendía al expansionismo. Necesitaba mercados para
funcionar a nivel económico. Pronto (sobre todo a partir del año 461 a.C.,
cuando llegó al poder un estadista del calibre de Pericles), la Liga de Delos se
convirtió en una simple herramienta del floreciente emporio controlado desde
la Acrópolis. Casi todas las localidades de las islas del Egeo y del arco
continental a su alrededor eran socias o colonias de Atenas, muchas a su pesar.
Esparta, mientras tanto, continuaba atrincherada en su región, de campos más
productivos, lo que en su caso convertía el comercio en un recurso secundario.
Hasta que los dirigentes lacedemonios comprendieron que la creciente
hegemonía ateniense amenazaba seriamente su papel en Grecia.
Las dos potencias, la ética, marítima, y la espartana, terrestre, acabaron
por enfrentarse en 460 a.C. Quince años después se dio por zanjada esta
contienda (calificada por algunos como la primera guerra del Peloponeso). Pero
el conflicto no resolvió la cuestión de fondo. En su tratado de paz, Esparta y
Atenas sencillamente se reconocieron su calidad de ejes de las coaliciones
respectivas: Atenas de la délica, Esparta de la peloponesia. En semejante
situación, la paz, establecida para treinta años, se quebró en la mitad de tiempo.
El detonante de la conflagración fue una simple excusa para lanzarse sobre la
rival.
Comienzan las operaciones
La isla de Corcira, actual Corfú, estaba en rebelión contra Corinto, su
metrópolis, Atenas intervino a favor de los insurrectos, ante lo cual Corinto
pidió ayuda a Esparta. Este incidente desencadenó una larga contienda
generalizada que el historiador Tucídides, su cronista más autorizado,
denominó la gran guerra del Peloponeso (431-404 a.C.) y que se desarrolló en
tres fases.
Antes del estallido, sin embargo, otras crisis habían puesto de manifiesto
la división helena. Así pues, bastaba una insignificancia, como por ejemplo el
altercado de Corcira, para que los estados griegos reformularan por las armas
su espacio de poder. Tucídides explicaría esta situación con claridad: “Los
atenienses, al acrecentar su poderío y provocar miedo a los lacedemonios, les obligaron a
entrar en guerra”.
Tebas, que era proespartana, fue la primera polis en movilizarse. Atacó
una frontera ateniense, la ciudad de Platea. No obstante, la acción posterior fue
aún más contundente. El rey lacedemonio Arquidamos invadió el Ática. Había
comenzado la guerra del Peloponeso.
Diez años devastadores
Ante la entrada de los espartanos en su territorio, Atenas esgrimió una
estrategia defensiva. Pericles, su líder, eludió todo enfrentamiento en campo
abierto. Sabía perfectamente que los lacedemonios eran especialistas en este
tipo de combate. Mientras el Ática fue abandonada al adversario y sus
pobladores corrían a refugiarse en la amurallada capital, la flota ateniense
aguijoneaba los puertos peloponesios, su vía de suministros. Este doble juego,
en el que el conflicto arreciaba sólo por temporadas, estableció un cierto
equilibrio entre los contendientes. De todas formas, Atenas llevaba la peor
parte, porque la guerra se libraba fundamentalmente en su casa, con los males
que ello conllevaba. Para colmo, una epidemia de peste y la muerte de Pericles
vinieron a sumarse a la desgracia bélica.
Pese a todo, dos victorias atenienses, en Pilos y Esfacteria, derivaron en
intentos de paz por parte de Esparta. Pero los nuevos dirigentes áticos, con el
demagogo Cleón a la cabeza, rechazaron las embajadas. Fue un grave error. Las
fuerzas peloponesias, comandadas por Brasidas, no tardaron en devolver el
golpe. Tomaron Anfípolis, una localidad clave para el control del norte egeo:
Atenas perdió el sur de Tracia. No obstante, el agotamiento de las dos facciones
y la muerte de Cleón en la última campaña (en la que también pereció Brasidas)
abrieron una posibilidad de tregua. En 421 a.C. se rubricó la Paz de Nicias, que
recibió su nombre del delegado firmante por Atenas, un jefe moderado. El
tratado debía durar medio siglo. Quedó en tres años.
Un fracaso crucial
Corinto, la importante aliada peloponesia, no quería la paz. Tampoco la
deseaban otras polis de ambos bandos. En Atenas se iba haciendo con las
riendas del gobierno un hombre muy singular, Alcibíades, que buscaba
reanudar las hostilidades. Cuando Esparta ocupó Mantinea en 418, el conflicto,
evidentemente, volvió a dispararse.
La empresa más relevante de esta etapa bélica adquirió forma de
expedición. De acuerdo con un audaz plan concebido por Alcibíades, y al que
se opuso el prudente Nicias, una importante escuadra ateniense zarpó con
rumbo al oeste. El destino fue Sicilia. El objetivo consistía en adueñarse de
Siracusa, la ciudad helena más destacada de la región. En caso de someterla
Atenas podía convertirse en superpotencia mediterránea.
Pero el promotor de la campaña era, además de brillante, un hombre sin
escrúpulos. Alcibíades, nada más atracar en Sicilia, fue llamado de nuevo a
Atenas por su presunta relación con un escandaloso sacrilegio. Y en el camino
de regresó, simplemente desapareció. Se había pasado al lado espartano para
evitar una más que probable condena a muerte.
Con Alcibíades ayudando al enemigo, la aventura siciliana resultó un
fracaso estrepitoso. Al término de la expedición la armada ateniense decoraba el
paisaje submarino: se hundió la mayor parte de la flota. No corrieron mejor
suerte los miles de tripulantes y hoplitas (soldados de infantería, pertrechados
con armas pesadas). Cayeron en combate o fueron vendidos como esclavos
mientras los siracusanos ajusticiaban a sus generales. El episodio marcó un
antes y un después en la guerra del Peloponeso. Atenas jamás se repondría por
completo del desastre.
El último duelo
Esparta, envalentonada, avanzó en el Ática e instaló en la localidad de
Decelia una enorme base militar. La operación puso en jaque a la ciudad de la
Acrópolis. Sus efectivos no podían desplazarse. Con este capítulo humillante
concluyó la segunda fase de la guerra. Atenas estaba sumida en una debacle
política, económica y diplomática, pues la catástrofe de Sicilia supuso la
emancipación de muchos aliados que lo habían sido contra su voluntad.
A tal punto llegó la inestabilidad ateniense, que en 411 a.C. la polis
volvió a tener un gobierno oligárquico en un retroceso secular (gobierno de los
30 tiranos). El régimen, de todos modos, fue efímero. Duró de mayo a
septiembre de ese año. Restaurada la democracia, los áticos se prepararon de
nuevo para el combate. Su orgullo estaba herido, de lo que sacaron partido
demagogos como el belicista Cleofón. La situación material, además, pronto
sería insostenible si Atenas no recuperaba al menos parte de los tributos
evaporados con las deserciones de sus socios y súbditos. Y Persia, que había
entrado en negociaciones con Esparta, estaba obligando a los jonios a pagar
impuestos, como si las liberadoras guerras médicas nunca hubieran tenido
lugar.
Puede que no fuese el momento más oportuno para que los atenienses
reemprendieran un conflico armado, pero las circunstancias apremiaban. Sólo
faltaba el hombre adecuado para dirigir la complicada empresa. No pudo ser
más providencial la reaparición en escena del intrigante Alcibíades, dispuesto a
reconciliarse con su patria para salvar el cuello, puesto que a esas alturas ya se
había ganado también el odio de la cúpula espartana.
Olvidado su todavía fresco transfugismo, fue elegido estratego (el
principal magistrado de Atenas) del ejército y la flota, y demostró una vez más
su inmensa capacidad diplomática y militar. Consiguió el apoyo de Persia y
venció varias veces a los lacedemonios en las aguas de Asia Menor, el último
teatro de operaciones de la guerra del Peloponeso. Sin embargo, su aplastante
victoria en Cízico no le valió para mantenerse en el poder en la trituradora
anarquía ateniense. Fue depuesto tras la derrota de Notión en 407 a.C., y con él
acababa toda esperanza para los suyos. Porque, pese a que los áticos lograron
otro triunfo en las islas Arginusas, Lisandro, habilísimo general espartano,
terminó por capturar la escuadra enemiga en Tracia, cerca de Egospótamos.
Corría el verano de 405 a.C.
Atenas postrada
Un año después, tras ser sitiada largamente por Lisandro y sus tropas,
Atenas no pudo resistir y se hincó de rodillas (incluso tuvo que soportar el
agravio histórico que supuso ver como el general espartano hizo demoler las
murallas de la capital del Ática entre música de flautas). Por influencia de
personajes como Cleofón, la polis había rechazado las propuestas de paz que
Esparta le ofreció. En esta ocasión tuvo que capitular en condiciones
vergonzosas (sufriendo incluso la humillación de la destrucción de sus
murallas, los Muros Largos).
Se vio forzada a readmitir a sus exiliados políticos. El adversario se
apropió de toda su flota, a excepción de una triste docena de naves. Además, se
la obligaba a secundar a sus exterminadores, los lacedemonios, ante cualquier
eventualidad. Por supuesto, su glorioso imperio, aquel que había soñado
extender al Mediterráneo entero, quedó minimizado a las escuetas fronteras
originales, la modesta región del Ática.
Así de funesta fue la guerra del Peloponeso para Atenas. Pero tampoco
Esparta resultó indemne. Su protagonismo en la órbita helena, avalado por la
victoria técnica, relajó las severas tradiciones a que se aferraba su sociedad.
Ninguna polis se favoreció con la contienda. Duró demasiado, fue un cuarto de
siglo de lucha fratricida y de recursos desviados de la agricultura y el comercio
en aras de una destrucción gratuita.
Paradójicamente, los únicos que salieron bien parados de todo ello
fueron los aqueménidas. Persia consiguió, mediante la financiación del último
tramo del conflicto ajeno, el dominio del Egeo oriental, ese que no había sabido
ganar en el campo de batalla cuando se desarrollaron las guerras médicas. La
del Peloponeso, en definitiva, constituyó una conflagración no sólo estéril, sino
también contraproducente. Como si la Grecia clásica, llegada a su máximo
esplendor, hubiera decidido suicidarse.
Tucícides, con su Historia de la Guerra del Peloponeso, fue el autor que
mejor ha sabido contar los acontecimientos de esta contienda.
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