El bastón - Racing Club

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El bastón
Estaba viejito Don Juan. Hacía cinco años que sobrevivía en una jaula de
ancianos donde las visitas se hacen cada vez más esporádicas y donde la
soledad se trata de disimular con radio, diarios o algún que otro geronte que
ande pasando el invierno de su vida por ahí.
Don Juan era un futbolero nato. Sabía de antemano los días de partido. Pedía el
diario a la mañana y se dirigía a la sección de Deportes de una. Se calzaba los
anteojos para leer y focalizaba día y horario del encuentro. Igual, por las dudas,
le pedía a Pancho, el único enfermero hincha de la ‘acadé’, que le recordara
cuándo jugaba Racing.
Cuando llegaba el día del partido, un par de horas antes se preparaba, generaba
su propia adrenalina. Guardaba la radio en el bolsillo de la camisa, besaba su
escudo albiceleste que pendía de una vieja cadena que le había regalado su
esposa en otros tiempos, tomaba su bastón y comenzaba a dirigirse hacia el
banco que estaba debajo del inmenso árbol, en medio del patio.
Allí pasaba un rato prolongado imaginando la gente en la tribuna y recordando el
verde césped del Cilindro.
No olvidaba tampoco el número de su camiseta: el cinco. Tampoco esa manera
de distribuir juego a diestra y siniestra para los volantes y delanteros tanto como
de hachar al rival habilidoso o meterle marca pegajosa para que no la tocara,
pero siempre de buena leche, de frente y como corresponde a un cinco que se
precie de tal.
Recorría en voz alta, una y otra vez dentro de su cabeza estos momentos.
Pasaba de los juegos en el fondo de su casa de pibe, al club y luego el salto a la
cancha de once. La prueba en Racing fue su cúspide deportiva y luego el pasaje
fugaz en la primera división. Fue el regalo más grande que recibió en su vida:
vestir la casaca blanca con franjas celestes verticales y el cinco negro en la
espalda.
Todo esto se lo contaba a Pancho una y otra vez cada día que la Academia le
regalaba un partido. Y Pancho, un tipo con mucha paciencia, lo escuchaba
mientras le cebaba uno y otro mate.
Don Juan decía que esto lo hacía para que no se le perdiera ni un detalle de sus
recuerdos. Tenía miedo que el tiempo se los borrara de un plumazo. Algún día
sucedería pero no quería que llegara. Tenía la secreta esperanza de morirse
antes.
-¿Sabés Pancho? Si no lo hago, tengo miedo algún día de no tener más a mano
mis recuerdos... y vos los tenés que conocer...
El sol le molestaba los ojos azulados y se cubría con su arrugada y manchada
mano derecha que temblaba levemente. La izquierda le servía para sostener el
antiguo bastón marrón, aquél que había pertenecido a su abuelo en los albores
del siglo anterior.
Tenía la madera bien lustrada con algunas rayaduras propias de los años y el
uso que recibió. Contaba con una base de goma que impedía el resbalón en los
mosaicos encerados y una empuñadura finalizada en una cabeza de halcón que
él trataba de cubrir dejando sólo el pico del bicho hacia afuera. Hasta aquí no
pasa de un bastón casi normal, pero no lo era.
Don Juan amaba ese bastón, apoyo adicional e incondicional, de una manera
particular.
Pancho, una tarde y antes del inicio del encuentro, le preguntó sobre la historia
de su bastón.
Y el viejo se despachó:
-En mis años de adolescencia, cuando veía caminar despaciosamente a mi
abuelo, me sorprendía cómo esquivaba uno y otro bache de la vereda y, lo más
curioso, cómo se animaba a ir a la cancha y sentarse en su platea de madera
del sector "B”.
Cada domingo por medio, con bastante tiempo de antelación, salíamos de aquel
barrio de Lanús rumbo al estadio. Siempre íbamos los dos solos. Él fue el
encargado de inyectarme el virus del fútbol y, sobretodo, de su Racing querido.
Tomábamos el 32 ‘P’ hasta la estación y allí el 51 que nos dejaba en las orillas
de la estación de Avellaneda.
El querido viejo, refunfuñón y calentón, siempre repetía la misma rutina. Nos
sentábamos en el último asiento. Hasta nuestro destino, se iba colmando, poco
a poco, de la gente que iba al partido. Cuando ya casi llegábamos, se paraba
dificultosamente, se tomaba del pasamano y entre las cabezas apretaba el
timbre de la puerta trasera con el palo. Cuando se detenía el mastodonte y se
abría el portón, el sonido volvía a hacerse escuchar y sin pausa. Me miraba y me
renegaba:
-Decile al infeliz del chofer que me arrime a la vereda si no, no saco el bastón
del botón....
Por supuesto, su vozarrón era escuchado por éste y por toda la multitud que
viajaba en el bondi colorado.
-Dale nene, arrimá el bicho éste si no se arma acá adentro... el abuelo no puede
bajar... decía la multitud.
-¡¡Abuelo las pelotas!! Bramaba. Y, como siempre, salía yo a pedir disculpas a
todo el mundo, pero era inútil pedir que se callara.
Una vez debajo, caminábamos por Díaz Vélez y luego entrábamos. Los
controles lo conocían de memoria pero, sólo para molestarlo, le preguntaban:
-Oiga viejo, ¿usted es hincha o sólo acompaña al pibe?
Y la respuesta era siempre así:
-Dale boludito, vos no habías nacido y yo ya lo había visto siete veces campeón,
a esta cancha la vi nacer, es mi segunda casa... dejame pasar que te clavo esto
en la rodilla...
Entre risas se corrían y el tipo, apoyándose sobre la pared, trepaba la escalera
hasta asomarse en el sector de vitalicios. Eso sí, sin largar el bendito bastón.
Sus ojos celestes se iluminaban y tornaban a verde cuando enfocaban al medio
de la cancha.
Sufría, puteaba o era feliz según la consecuencia del partido. Pero una vez que
el silbato marcaba el final, salían de regreso a casa riéndose de lo ridículo de la
velocidad de salida y de cómo iban a treparse al colectivo que los depositase
nuevamente cerca de sus hogares entre tanta gente.
Don Juan se emocionó cuando terminó el relato.
-¿Otro matecito Don Juan?
-Meta... todavía es de día...
-¿Le puedo preguntar un detalle? ¿Qué es lo que oculta con la palma de la
mano sobre la empuñadura del bastón?
Y el viejo, tan viejo como zorro, corrió su mano, elevó la madera a la altura de
los ojos de Pancho y le dijo:
-Tomá. Bajalo despacito y fijate.
Pancho hizo lo que le ordenaron. Ante sus ojos apareció, sobre la curvatura
leve, el escudo grabado del Racing Club y una leyenda: “Siempre con vos”.
Lo miró extrañado al anciano.
Don Juan le dijo:
-Éste fue un regalo de mi abuela en aquellos tiempos. Ella dijo que la frase
reflejaría el amor, la eternidad y la paciencia de una mujer a un hombre y qué
mejor que grabarlas donde él sintiera seguridad, además, te dejaba marcada la
palma de la mano con dos amores, instantáneamente.
Poca cosa en estos tiempos, ¿no?
Pancho apoyó el bastón en el mosaico gris, apretó fuerte, abrió la mano y se la
miró unos segundos. Luego sorbió el último mate emocionado, lo miró con
ternura y le dijo:
-Cargo el termo, cambio la yerba y vuelvo.
Antes de ingresar en la cocina, se dio media vuelta y miró al anciano. Lo
descubrió acariciando la parte superior del bastón una y otra vez...
Rubén Damore
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