Concepto de los derechos fundamentales en la

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Concepto de los derechos fundamentales en la Constitución española
Introducción histórica
a) La declaración de derechos como proyecto de acción legislativa
b) Los derechos constitucionales como reservas de ley
c) Los derechos fundamentales como garantías frente al legislador
d) Los derechos fundamentales como pretensiones procesales privilegiadas
SUMARIO
1. Panorámica general sobre la evolución del concepto de derechos fundamentales
2. El originario aspecto objetivo de los derechos fundamentales
3. La garantía de la reserva de ley como contenido de los derechos fundamentales
4. El principio de constitucionalidad como garantía de los derechos fundamentales
5. La garantía de los derechos fundamentales a través del recurso de amparo
6. STC 86/1985: los derechos fundamentales integran hoy diversos aspectos que se
han acumulado a lo largo del tiempo
7. STC 83/84: sentido actual de la reserva de ley.
1. Una exposición sintética del contenido de este apartado ha sido ya
formulada entre nosotros, en términos que seguramente no es inoportuno comenzar
repitiendo.
Antonio López Pina, Ignacio Gutiérrez Gutiérrez, Elementos de Derecho
público, Marcial Pons: Madrid/Barcelona, 2002, Capítulo IV, apartado 1.1: “La
doctrina constitucional de los derechos fundamentales. Evolución histórica” (págs.
99 a 103). Extracto
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
El art. 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de
1789 afirma, ya lo hemos visto, que “toda Sociedad en la que los derechos
fundamentales no están establecidos ni la separación de poderes garantizada carece
de Constitución”. Desde sus mismos orígenes, pues, los derechos fundamentales
forman parte de la noción de Constitución: una Constitución sin derechos no es tal.
Pero, a la vez, no hay derechos fundamentales sin Constitución, sólo son
fundamentales los derechos reconocidos por ella (Cruz Villalón); el ordenamiento
podrá reconocer cuantos derechos subjetivos estime oportuno, pero, de entre ellos,
sólo son fundamentales los que se recogen en la norma suprema del ordenamiento
jurídico.
En la misma Declaración de Derechos se añade que “la preservación de los
derechos naturales e imprescriptibles del hombre es el fin de toda asociación
política”; de acuerdo con el art. 4 de la Constitución de Cádiz, “la Nación está
obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad
y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”. Las tareas
públicas en el Estado constitucional vienen así al menos parcialmente determinadas
por la necesaria garantía de los derechos constitucionales, y la teoría de la
Constitución, la de los derechos fundamentales y la de las tareas públicas cobran
unidad en adelante irrevocable.
Ahora bien, ¿qué significa el reconocimiento constitucional de unos derechos
y en qué‚ consiste, consecuentemente, la preservación de los mismos? La respuesta
varía a lo largo de la Historia, al paso del desarrollo del tipo ideal Estado
constitucional.
En el momento revolucionario, la Constitución tuvo el alcance político
máximo de servir como ariete contra la estructura de poder del antiguo régimen. Las
declaraciones de derechos prefiguraban el orden constitucional en su conjunto, y los
valores encarnados en las mismas determinaban el programa político según el cual el
legislador había de configurar las relaciones sociales. Al Estado le corresponde así
una intervención inicial para consolidarlos también como derechos privados frente a
la maraña de privilegios, arbitrios y cargas que configuran la sociedad estamental. La
aprobación de los grandes códigos (civil, penal, mercantil) pertenece al programa de
tareas del primer Estado constitucional.
Sólo después de ese momento fundacional hubieron de dejarse las relaciones
sociales abandonadas a su libre desenvolvimiento. Las leyes naturales que rigen la
esfera de libertad espiritual, social y económica aseguran a la sociedad civil un orden
en el cual el Estado no debe interferir, porque, alterado su equilibrio, el propio
Estado pierde su justificación vicaria. El concepto liberal de los derechos se refleja
en la igualdad de oportunidades, cuya raíz mercantilista evoca la lucha darwiniana
para maximizar lucro: la igualdad de oportunidades es igualdad para competir
(Gómez Llorente). Pero la libre competición en el mercado presupone no sólo la
reducción de las libertades reales de los otros a mercancías, sino igualmente aceptar
que en último extremo dependan del resultado de una lucha competitiva el acceso a
los bienes imprescindibles para una existencia digna, muy en particular el derecho al
trabajo. El supuesto mérito de unos deja a otros a merced de una política meramente
asistencial, sin la autonomía imprescindible para vivir dignamente.
Se renuncia, en aquel momento inicial, al Estado-providencia benefactor; la
mínima incidencia del Estado como garante de la seguridad pública conlleva sólo
ciertas acciones coyunturales para restaurar el equilibrio eventualmente roto en las
relaciones sociales. Tal intervención en los derechos sólo puede ser autorizada por
sus propios titulares; en la práctica, por la representación soberana de la Nación en el
Parlamento. Por eso, tras aquel momento inicial, la eficacia jurídica de los derechos
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fundamentales se agota en la delimitación del ámbito material de la reserva de Ley;
esto es, simplemente acota la esfera privada en la cual la intervención administrativa
requiere autorización parlamentaria. Los derechos fundamentales, en esta versión
llamada clásica, lo hubieran podido ser verdaderamente sólo frente a la
Administración, que tendía a personalizar el Estado, y sólo cuando el legislador no
hubiera autorizado la intervención en ellos. Los derechos son fundamentales en
cuanto dotados de la garantía sustancial de participación de sus titulares, los
ciudadanos, en la determinación de sus límites.
El Estado liberal, más allá de la garantía general de la libertad y de la
propiedad que proporcionaban Derecho y jurisdicción civiles y penales, no renunció
tampoco a la propia gloire, por utilizar la clásica contraposición de Montesquieu; y al
efecto desarrolla políticas y tareas de diversa índole. Pero el principio monárquico y
la doctrina de las relaciones especiales de sujeción las mantiene al margen de la
eficacia de los derechos constitucionales.
La vigencia efectiva de unos derechos así concebidos resultaba por demás
limitada. Los propios fundamentos del régimen liberal postulan la superación de tales
límites trazados por la dogmática conservadora; la libertad corresponde sólo al
hombre real en su conexión con la totalidad de lo real. La crítica se dirige
especialmente frente a la inmaterialidad de los derechos formalmente reconocidos (el
Manifiesto Comunista es particularmente expresivo en la denuncia del formalismo
que supone el reconocimiento del derecho de propiedad a las masas de no
propietarios); o, en otros términos, frente a la radical vinculación de la teoría clásica
de los derechos fundamentales a sus supuestos materiales (la estructura de poder
económico). Pues se reconocían sólo los derechos que interesan a la burguesía y en
los términos que interesaban a la propia burguesía.
Esta perspectiva trasciende al plano político cuando se desarrolla el principio
democrático mediante la introducción del sufragio universal masculino (1867 para la
Inglaterra de Disraeli y la Prusia de Bismarck), que, al menos en principio, coloca a
los Parlamentos en condiciones de quebrar la dependencia de la superestructura
legal-representativa respecto de la infraestructura económico-social. Las decisiones
del Parlamento democrático no tienen por qué responder a los intereses de las clases
económicamente dominantes. Frente a los derechos de la burguesía, que en el mejor
de los casos valían como garantía formal frente a la Administración, los Parlamentos
democráticos podrán desde ahora fomentar el disfrute efectivo de los derechos por
parte de todos. Y es que, en el contexto democrático, el tradicional orden jurídico y
económico capitalista sólo resulta sostenible a partir de su transformación; con la
democratización de los regímenes políticos, la llamada parte orgánica de las
constituciones deja de suponer una garantía segura para él.
Los derechos dejan de ser entonces ante todo un freno para el poder del
Estado, y su efectividad se constituye en estímulo para el desarrollo legislativo que
transforma la realidad anterior. Se convierten, de derechos de defensa frente al
Ejecutivo, en normas de atribución de competencias al poder público y de
ordenación de las relaciones sociales: de nuevo asignan tareas. No estamos ante un
simple progreso en la garantía de los clásicos derechos fundamentales, sino ante una
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alteración de su sentido. Se produce así, de un lado, una transformación de las
relaciones jurídico-privadas, en particular mediante una diferenciada intervención
pública que relativiza el dogma de la autonomía de la voluntad y quiebra la unidad
del Derecho privado liberal. De otra parte, se incrementa la capacidad de acción del
Estado, impulsada como tutela activa de la libertad. La ciudadanía incorpora de ese
modo un contenido social. El poder público realiza positivamente valores sociales, y
con la eficacia de su acción se legitima a sí mismo. Frente a la idea económica de la
libertad cabe una idea igualitaria de la libertad que tenga en cuenta las necesidades
de los seres humanos; frente a la distribución ajustada al éxito en la lucha
competitiva se asume una política equilibradora de redistribución de recursos a partir
de la cooperación solidaria. Por ello los derechos suponen un poder público
regulador del mercado y redistribuidor de las rentas, un poder fiscal que sostenga
servicios universales de sanidad, educación o cultura, transporte público,
comunicación, seguridad social, vivienda o medio ambiente. La procura pública
universal de las iguales condiciones materiales de existencia, por encima del
principio de la libre competencia en el mercado, cohesiona un territorio y a una
sociedad: ciertos bienes tienen que ser garantizados a todos.
Mas precisamente entonces surge, al mismo tiempo que el debate sobre el
Estado social, la controversia sobre la posibilidad, oportunidad y límites del principio
de constitucionalidad. En rigor, a las medidas legislativas orientadas a la procura de
condiciones materiales para el ejercicio de los derechos se opone el propósito de
limitar jurídicamente al legislador y someterle al control de los tribunales,
especialmente para vincularle a los institutos y derechos que habían permitido el
desarrollo del sistema económico; derechos e institutos que directa o indirectamente
se elevan a la categoría de principios constitucionales fuera del alcance del
legislador. También desde esta perspectiva, el resultado objetivo es que los derechos
ya no son sólo un límite para el ejecutivo, sino que constituyen Estado y Sociedad,
son orden fundamental para ambos; porque la Constitución pretende no sólo limitar
el poder público, sino también asegurar las posiciones subjetivas que fundan el orden
social. Los derechos fundamentales se sustantivan así frente al legislador, pues
precisamente se trata de impedir que mediante la Ley sustituya el orden social
fundado en los derechos.
En cuanto sistema de posiciones subjetivas sustantivas indisponibles por Ley,
la garantía fundamental de los derechos deja de ser la participación democrática de
los ciudadanos, para centrarse en la tutela judicial. Las garantías procesales
adquieren tal relevancia que conducen a la descomposición del sustrato político de
los propios derechos fundamentales, a desligarlos de la idea de libertad y de la
dignidad humana, y a confundirlos con los demás derechos subjetivos que cohabitan
con los derechos fundamentales en el ordenamiento jurídico. Ahora éstos últimos se
consideran atribuidos a cualquiera que esté procesalmente en condiciones de
invocarlos; por tanto, no sólo a los ciudadanos, sino a personas jurídicas privadas e
incluso públicas, a la propia Administración.
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2. Que los derechos fundamentales comenzaron sirviendo como proyectos de
acción legislativa, para que luego, una vez asentado el orden jurídico característico
de la sociedad burguesa, pudiera colocarse en primer plano su aspecto subjetivo, lo
ha descrito mejor que nadie Dieter Grimm, un muy reconocido especialista en
historia del Derecho público del que extractamos un texto recogido en una obra que
contiene además otros estudios fundamentales de dicho autor, especialmente sobre la
conexión histórica entre constitucionalismo y derechos fundamentales.
En efecto, en la época originaria en la que el Estado material de Derecho se
oponía al régimen feudal, resultaba decisivo conformar legalmente las relaciones
sociales de acuerdo con los principios objetivos de la libertad y la igualdad de los
ciudadanos. Estos derechos fundamentales, pues, no se daban por sobreentendidos en
el ámbito del Derecho positivo, dejando abierta a la ley la posibilidad de limitarlos;
más bien, la acción del legislador era reclamada justamente para lograr la proyección
de dichos derechos sobre el conjunto del ordenamiento jurídico.
Dieter Grimm, “¿Retorno a la comprensión liberal de los derechos
fundamentales?”, en D. Grimm, Constitucionalismo y derechos fundamentales,
Madrid: Trotta, 2006, págs. 155-173. Extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
II. ¿Es la defensa frente a la intervención la función clásica de los
derechos fundamentales?
En la forma moderna de entender el término, los derechos fundamentales son
obra de la revolución americana. Los colonos americanos reaccionaron oponiendo
estos derechos al característico déficit de los derechos de libertad ingleses, anclados
exclusivamente en el plano de la ley ordinaria y que, por tanto, no constituían
defensa alguna contra las limitaciones de la libertad decididas en el parlamento.
Estos tenían más bien la condición de autolimitaciones del titular de la libertad y no
podían dar lugar a infracción jurídica alguna. Los colonos americanos lamentaban la
carga impositiva antiigualitaria del parlamento británico, en el que no estaban
representados, y la intransigencia de aquél les forzó a romper con la metrópoli apelando al derecho natural y a constituir un poder estatal propio. En este contexto,
como consecuencia de las experiencias con el parlamento inglés, los derechos de
libertad ingleses vigentes en las colonias fueron elevados al rango constitucional, con
escasas modificaciones de contenido, y antepuestos al poder legislativo. Su
importancia jurídica se hallaba en que desde hacía mucho tiempo protegían un orden
social liberal contra abusos estatales como el que se experimentaba en ese momento,
y lo hacían concediendo al afectado un derecho a exigir la omisión judicialmente
imponible. De ahí que la historia del surgimiento de los derechos fundamentales en
su país de origen abogue, de hecho, por la defensa frente a la intervención como
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función originaria de los derechos fundamentales.
Mas cuando se dirige la mirada a Francia, el país europeo donde se originan
los derechos fundamentales, la imagen se modifica. La Revolución francesa se
asemeja a la americana en que eliminó el poder estatal hereditario de manera
revolucionaria y erigió uno nuevo, asimismo sobre la base de una constitución escrita
que definía las condiciones de legitimidad del poder político al tiempo que fundaba y
limitaba sus atribuciones. Pero ambas revoluciones se diferencian en el punto de
partida y en la meta: mientras las colonias americanas ya disfrutaban en el siglo
XVIII de un orden social considerablemente liberal, que sólo de forma muy
ocasional era perturbado por la metrópoli, el orden social en Francia no se
caracterizaba por la libertad ni por la igualdad sino por deberes y obligaciones,
límites estamentales y privilegios. De ahí que la revolución americana se agotara en
el cambio del poder político y en la adopción de precauciones frente a su abuso,
mientras que para la francesa el cambio del poder político no constituyó sino el
medio para la postergada reforma del orden social. La verdadera meta de la
Revolución se hallaba en la reorganización de aquél en torno a las máximas de
libertad e igualdad. Su realización, por tanto, exigía una renovación radical de los
derechos civil, penal, procesal, etc., mientras que nada sabemos de tales grandes
reformas tras la revolución americana.
A la vista de esta situación, sorprende que la Asamblea nacional francesa, con
considerable mayoría, se decidiese a comenzar su obra reformadora no con la
reorganización del derecho común, sino con la elaboración de un catálogo de
derechos fundamentales, mientras que el derecho feudal-estamental del Ancien
Régime, propio de un Estado-policía, sólo posteriormente sería sustituido por e!
liberal-burgués. Esta secuencia revela por sí sola que los derechos fundamentales no
pueden concebirse aquí como derechos subjetivos de protección; esta función habría
sido contraria a la meta de la Revolución, inmunizando precisamente contra la
transformación en sentido liberal al viejo orden jurídico considerado injusto. En tales
circunstancias, los derechos fundamentales hicieron más bien las veces de principios
supremos conductores del orden social, llamados a dar firmeza y continuidad a la
trabajosa y complicada reforma del derecho. Por consiguiente y ante todo, no
señalaban límites al Estado sino que se dirigían a él con un mandato de actuación.
Los derechos fundamentales eran, por definición, guías para que el legislador llevase
a cabo la reforma del derecho ordinario conforme a ellos: pero esto no es otra cosa
que la función jurídico-objetiva de tales derechos. Sólo después de haber concluido
la transformación del orden social en términos de libertad e igualdad pudieron
replegarse en Francia, como desde el principio había ocurrido en América, a su
función negativa.
En Alemania, donde a comienzos del siglo XIX surgieron en diversos estados
constituciones con catálogos de derechos fundamentales (no conseguidas por la vía
revolucionaria, sino otorgadas libremente por los monarcas [...], lo que hizo que
quedaran rezagadas con respecto a los derechos fundamentales americanos y
franceses en su contenido y alcance), aquellas tropezaron con un orden jurídico que
había comenzado su transformación desde los orígenes feudal-estamentales a los
liberal-burgueses, aunque sin completarla. En esta situación, a los derechos
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fundamentales les correspondió un doble papel: por una parte, se extendieron sobre
las conquistas alcanzadas para asegurarlas; por otra, prometieron la continuación de
las reformas. Puesto que estas últimas se demoraban en el clima restaurador posterior
a 1820, la doctrina del derecho público sostenida en el Premarzo1, de orientación
profundamente liberal, dio prioridad al carácter objetivo y de mandato de los
derechos fundamentales sobre su significado negativo y los interpretó como
principios objetivos a los cuales debía adaptarse el derecho ordinario. Materializar
los derechos fundamentales mediante la legislación de derecho privado, penal,
procesal y de policía fue también el tema prioritario de los parlamentos del Premazo.
Sólo en la segunda mitad del siglo, cuando la libertad prometida mediante los
derechos fundamentales se asentó ampliamente en el derecho ordinario, comenzó la
reducción de éstos a su función negativa, que hoy se hace pasar por clásica.
Ciertamente, este desarrollo estaba previsto en la lógica del liberalismo, de
cuya ideología brotaron los derechos fundamentales. Una vez establecidas
jurídicamente la libertad y la igualdad, ambas debían producir de forma automática la
prosperidad y la justicia mediante el mecanismo del mercado. En tales
circunstancias, cualquier intervención estatal en la sociedad que no sirviera a la
protección frente a cualquier clase de perturbación, sino que persiguiese ambiciones
de gobierno, no podía sino desfigurar el libre juego de las fuerzas y cuestionar el
acierto del sistema. Por ello, la función capital de los derechos fundamentales en la
sociedad burguesa ya materializada consistió en trazar una línea de separación entre
Estado y sociedad. Considerados desde el punto de vista del Estado, eran límites a su
actuación; desde el de la sociedad, derechos de protección. En este punto aparece el
componente jurídico-objetivo, como estadio de transición a la concepción liberalburguesa de los derechos fundamentales. Al final, solo el efecto negativo
sobreviviría; pero el significado jurídico-objetivo, lejos de desaparecer por ello,
permaneció latente. Persistió, por así decirlo, en posición de espera, presto a irrumpir
de nuevo cuando hubiera amenaza de desviaciones respecto al objetivo o el
automatismo fuera perturbado. Eso hace que sólo en muy escasa medida pueda
hablarse de la función negativa de los derechos fundamentales como de su función
clásica.
3. Como señala Manuel García Pelayo (Derecho constitucional comparado,
Madrid: Alianza, 1984, págs. 55 s.), “una vez asentado y asegurado el régimen
liberal burgués, tal teoría ya no precisaba --como en los tiempos en que el nuevo
régimen pugnaba por afirmarse frente a los poderes históricos— ser un medio de
conocimiento al servicio de una transformación (...), sino simplemente un medio de
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Alude aquí Dieter Grimm a la revolución de marzo de 1848, que comienza el día 1 de dicho
mes en Baden. Durante la misma se reunió la primera Asamblea Nacional alemana en la
Iglesia de San Pablo (Paulskirche) de Frankfurt del Meno; allí se elaboró la Constitución del
Reich, aprobada y promulgada el 28 de Marzo de 1849, entre cuyos postulados está el
Gobierno liberal y popular, la libertad de prensa, la libertad para el desarrollo del foro
público, la extensión del derecho de sufragio, los procedimientos judiciales públicos y la
convocatoria de un Parlamento Nacional alemán. Sin embargo, el 23 de julio de 1949 se
cierra, de nuevo en Baden, el ciclo revolucionario.
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explicación de una realidad cuyo contenido aparecía como indiscutible y
definitivamente afirmado. Ahora bien, es claro que toda evidencia en el contenido
conduce, en principio, a un resaltamiento de la forma; toda evidencia en lo
sustancial, a una doctrina desustancializada”. Del Estado material de Derecho,
presidido por los principios objetivos de la libertad y la igualdad, se pasa al Estado
formal de Derecho, en el que la libertad y la propiedad han devenido meros derechos
subjetivos frente a la Administración, susceptibles de ser limitados por la Ley.
La conexión entre los derechos fundamentales y la reserva de ley o, por mejor
decir, la equivalencia funcional entre ambos principios, es también una creación
específica de la dogmática alemana del siglo XIX. De las múltiples exposiciones que
el tema ha merecido, optamos por reproducir aquí una de las que a nuestro juicio
pueden resultar más claras.
José María Baño León, Los límites constitucionales de la potestad
reglamentaria, Madrid: Civitas, 1991. Capítulo I, apartado IV (“La construcción
alemana del principio de reserva”), págs. 42 a 61. Extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
1. La fundamentación original del principio
(...) La construcción de O. Mayer, a quien se suele imputar la paternidad de la
reserva de ley, parte como es conocido del análisis de la situación en la Constitución
del Reich de 1871, Constitución que aunque no es tributaria del principio
monárquico, sí está muy influida por la tradición de las Constituciones de los Estados
alemanes del siglo XIX basadas en el principio monárquico. El Kaiser ostenta un
ámbito reservado de atribuciones que abarca justamente todas las esferas a las que la
ley no alcanza. O. Mayer, muy influido todavía por el dogma de la división de
poderes que la Constitución francesa de 1879 intentó en vano aplicar ortodoxamente
y, por tanto, por la idea de que la ley como expresión de la voluntad popular es el
único instrumento susceptible de afectar directamente a la libertad y a la propiedad
de los ciudadanos, y ante el hecho de que la Constitución no reconoce una cláusula
general de libertad y propiedad, utiliza las competencias que la Constitución concede
al Bundesrat, al órgano clave de la Federación —el Estado alemán en 1871 es, al
menos formalmente, un Estado federal— para hacerlas corresponder con las que
aseguran los bienes fundamentales de los ciudadanos (la libertad y la propiedad); la
reserva a la ley de esos ámbitos sirve entonces para garantizar la misma función que
en la Constitución francesa asegura la declaración de derechos.
La reserva de ley suple así la ausencia de una declaración de derechos, pues
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para que el poder público .pueda intervenir en la vida o en la hacienda de los
particulares necesita del instrumento de la ley. Es la famosa cláusula de la libertad y
propiedad (Freiheit und Eigentum). De ella hace la doctrina alemana piedra angular
de la construcción dogmática del Derecho público, y sus manifestaciones llegan
incluso a la Ley Fundamental de Bonn. Pero junto a esta función de garantía, la
reserva de ley tiene una repercusión político-organizativa manifiesta: sirve a la
distribución de competencia entre el poder ejecutivo (la Monarquía) y el poder
legislativo (los representantes del pueblo, o al menos de un sector del mismo). Las
Cámaras no tienen una competencia universal, sino limitada a las materias que la Ley
Fundamental les reserva. El resto corresponde originariamente al Monarca: un poder
residual pero no, desde luego, derivado.
Esta división fundamental del poder político, bien alejada de los postulados
que inspiran la Revolución francesa, es, obvio es subrayarlo, fruto de un compromiso
político entre la burguesía industrial y comercial y la monarquía, un pacto que
alcanza dimensiones distintas según los Estados alemanes y que vendrá a corroborar
la Constitución del Imperio alemán (Reichsverfassung). La construcción originaria
de la reserva de ley está, pues, condicionada por entero por el principio monárquico
(...)
2. Los elementos característicos de la reserva de ley en su formulación
clásica
(...)
a) La ley como proposición jurídica (Rechtssatz): el concepto material de ley
Lo que la reserva de ley sea depende muy estrechamente de lo que se
entienda por ley. Para que pueda considerarse que el legislador tiene asignado un
ámbito exclusivo es necesario que podamos acotar un concepto material de ley. La
teorización de Laband sobre la ley en sentido formal y material no es sólo el servicio
prestado por su genio jurídico a la polémica prusiana sobre la Ley de Presupuesto; es
también una construcción lógica que encaja en el resto del mecanismo institucional:
la ley es la única norma jurídica, aquélla que puede constituir derechos e imponer
obligaciones. De lo que se sigue: los particulares, los ciudadanos, no pueden ser
afectados en sus situaciones o posiciones jurídicas más que por la ley. La ley es la
única norma originaria. El resto de las normas, los reglamentos o las meras circulares
administrativas, o bien reciben su fuerza de obligar de la ley o afectan sólo al ámbito
interno del Estado.
De ello también se sigue el carácter no jurídico de las normas de
organización. Lo que pertenece al ámbito interno del Estado, lo que no afecta a los
ciudadanos en sus relaciones generales con los poderes públicos no es en puridad
jurídico y queda a la libre disposición del poder (...).
b) La influencia del concepto de ley en la determinación de las potestades
administrativas
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Como la ley tiene asignadas unas materias en la Constitución, la posición del
ejecutivo y de la Administración es necesariamente residual. Aquellos ámbitos que
no corresponden al legislador pueden ser abordados por la Administración. Por ello,
la Administración no necesita de la autorización de la ley para actuar sobre aquellas
materias no reservadas al legislador. No es extraño, por ello, la definición de la
Administración (de la función administrativa) por sustracción. Administración es lo
que no es función legislativa ni jurídica. También la configuración de un ámbito
discrecional de la Administración no fiscalizable resulta coherente con la idea de un
ámbito particular o privativo de la Administración. La doctrina de la vinculación
negativa de la Administración respecto al principio de legalidad es, en fin, una lógica
consecuencia de la concepción que el constitucionalismo alemán decimonónico tiene
de la división de poderes.
c) La reserva de ley no afecta a las relaciones especiales de sujeción
Tampoco es ajena a la concepción general de la reserva de ley la exclusión de
las relaciones especiales de sujeción de su ámbito. No es asimismo casual que el
primer gran sistematizador de la reserva de ley (Otto Mayer) sea quien formule la
teoría de las relaciones generales y especiales de sujeción, porque esta figura
dogmática deriva directamente de la reserva de ley. La reserva sólo afecta a las
relaciones generales de sujeción, a las que se entablan entre el Estado y los
ciudadanos en cuanto tales; lo que la reserva protege es el ámbito material de la propiedad y la libertad de los ciudadanos o aquellas medidas organizativas que son
instrumentales de esas garantías (el proceso judicial o la organización de los
Tribunales de justicia, por ejemplo). Pero cuando el ciudadano está en una relación
especial de sujeción o de deber con el Estado, cuando forma parte de su. aparato
organizativo (funcionario) o tiene especiales relaciones con él (reclusos, soldados,
escolares, etc.), entonces no opera la reserva de ley. En la relación especial de
sujeción o de poder (besondere Gewaltverhältniss) la Administración no requiere de
la previa autorización de la ley; no estamos ante el ámbito privado de un particular,
sino en el seno mismo del aparato estatal; en puridad, no hay derechos fundamentales
en la relación especial de sujeción y la protección jurídica está capitidisminuida o es
inexistente. La reserva de ley no opera en la relación especial de sujeción porque ésta
es una relación ad intra del propio Estado. La Administración actúa aquí con sus
instrumentos propios, se basta con el reglamento y las instrucciones o circulares.
Estamos ante normas que no tienen carácter jurídico ad extra (...).
Los rasgos fundamentales del panorama dogmático expuesto revelan
claramente una coherencia interna y una concepción global del papel del Estado (y
dentro de él, de los distintos poderes) y de la sociedad. Sin embargo, sería
probablemente una desconsideración con la verdad histórica entender que esa
situación se produjo así en la práctica. Lo que hemos expuesto es el balance de una
situación constitucional muy compleja visto con perspectiva histórica, no la
descripción de un acuerdo doctrinal. Por el contrario: la doctrina alemana del siglo
XIX sobre el Reglamento está dominada por concepciones antagónicas o al menos
dispares. Tal como ocurre en Francia, lo que está en juego, la distribución del poder,
es un asunto del suficiente interés como para justificar posiciones jurídicas y
constitucionales muy distantes.
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4. Se nos permitirá que para describir el surgimiento de los derechos
fundamentales como garantías frente al legislador volvamos a remitirnos a la primera
de las obras citadas en este mismo texto. Sin embargo, no podemos dejar de citar
igualmente el texto que en España se considera canónico en la materia, el artículo de
Pedro Cruz Villalón “Formación y evolución de los derechos fundamentales”, REDC
25, págs. 35 a 62, disponible ahora en internet.
Antonio López Pina, Ignacio Gutiérrez Gutiérrez, Elementos de Derecho
público, Marcial Pons: Madrid/Barcelona, 2002, Apartado 1.4 (“La sujeción del
legislador a los tribunales”) del Capítulo III (“Creación y aplicación del Derecho”),
págs. 81-86. Extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
Para comprender las modificaciones de sentido que han afectado en los
últimos dos siglos al principio de constitucionalidad es preciso remontarse a la
Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. En su art. 16 afirma
que “toda sociedad en la que los derechos fundamentales no están establecidos ni la
separación de poderes garantizada carece de Constitución”. La llamada precisamente
Monarquía constitucional redujo en el siglo XIX la operatividad de ambos principios
a la reserva de Ley: la intervención del poder ejecutivo en los derechos
fundamentales debe ser autorizada por el Parlamento mediante una Ley previa. El
legislador de la época, por cierto, podía autorizar la intervención administrativa en
los derechos con entera libertad; en cuanto representante de los ciudadanos titulares
de los derechos, disponía sobre ellos como sobre cosa propia. Ello, que excluye
naturalmente todo control sobre la Ley, concordaba con el art. 6 de la propia
Declaración, que proclama la Ley como expresión de la voluntad general, pero algo
menos con los arts. 4 y 5, que imponen ciertos límites a la Ley misma justo en el
momento de reconocer el principio de legalidad.
El principio de constitucionalidad en sentido estricto, que permite el control
de la Ley con la Constitución como parámetro, desarrolla el Estado de Derecho. En
efecto, si éste postula la limitación del poder a través del Derecho, se llega ahora
hasta el extremo de limitar jurídicamente al legislador e imponerle el control de los
Tribunales, especialmente para que aquél respete también los derechos
fundamentales. Ahora bien, para ello es preciso asumir que la Constitución recoge la
voluntad de un poder superior al del legislador parlamentario, y se imputa su
creación al mismo pueblo. Por eso la teoría de la jurisdicción constitucional va
indisolublemente ligada a la doctrina democrática del poder constituyente, que
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costosamente se perfila al hilo de las convulsiones del parlamentarismo liberal. Y
también por ello la tarea de reformar la Constitución queda diferenciada de la que es
propia del legislador: la Constitución, que debe ser rígida, sólo puede ser actualizada
por el propio pueblo. Todo ello era inconcebible en el momento en que dominan las
teorías de la soberanía compartida del doctrinarismo o, más aún, el principio
monárquico.
Para articular el principio de constitucionalidad convergen la bisecular
experiencia americana con las que se originan en Austria en 1920 y en Italia y
Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. Pero las tres deben ser diferenciadas.
En los Estados Unidos, la superioridad de la Constitución se desprende de un
razonamiento jurídico-práctico al que es forzado el aplicador del Derecho, encargado
de construir en cada caso la coherencia del ordenamiento jurídico. El presupuesto
básico consiste en considerar la Constitución no como una mera ordenación de los
actores del proceso político estatal, sino como una norma jurídica susceptible de ser
aplicada, al igual que cualquier otra Ley. En caso de contradicción entre la
Constitución y otra norma cualquiera, incluidas las Leyes aprobadas por el Congreso,
el juez Marshall entiende, ya en 1803, que la Constitución debe primar como norma
superior, por ser su creación imputada al pueblo. Mediante el sistema de recursos
(...), tal inaplicación singular puede convertirse en jurisprudencia sentada de manera
estable por el Tribunal Supremo. En cualquier caso, el solo hecho de que la
esclavitud fuera abolida tardíamente, y no ciertamente a través de una decisión del
Tribunal Supremo, sino de una guerra civil, muestra hasta qué extremo están alejados
los criterios de normatividad que entonces operaban y de legitimidad que ahora se
atribuyen a aquella experiencia. Debe observarse también que, en la práctica, el
control del Tribunal Supremo sobre el legislador no adquirió verdadero relieve hasta
que se exacerbó frente a la política reformista del New Deal, impulsada como
respuesta a la crisis de 1929 en una dirección próxima a lo que hoy conocemos como
Estado social; se utiliza entonces el principio de constitucionalidad como freno de las
reformas políticas y sociales. Hay que esperar a las Administraciones demócratas de
los años sesenta, y con un amplio movimiento popular a sus espaldas, para registrar
cierto activismo judicial a favor de los derechos civiles.
La segunda tradición relevante parte de un problema de teoría del Derecho, el
que plantea la determinación de la validez de las normas jurídicas. Según la
construcción kelseniana, cada norma funda su validez en el hecho de haber sido
aprobada por el órgano declarado competente por una norma de rango superior y de
acuerdo con los procedimientos previstos en ella. El problema teórico fundamental se
plantea, ciertamente, al suspender la cadena en un punto, que Kelsen sitúa en la
Constitución, por encima de la cual es preciso postular la célebre norma hipotética
fundamental. Pero será necesario también que un Tribunal pueda comprobar si la Ley
ha sido verdaderamente aprobada de acuerdo con el régimen de competencias y los
procedimientos constitucionalmente previstos. Tal tarea no es la de aplicar el
Derecho al caso concreto; el Tribunal Constitucional es más bien un legislador
negativo que, en su caso, desaprueba la Ley (...) La noción de Constitución como
límite procedimental de la Ley lleva, por ejemplo, a entender las violaciones de los
derechos contenidos en la Constitución como inadecuaciones del procedimiento; esto
12
es, se anula la Ley simplemente porque no ha seguido el procedimiento adecuado
para suprimir los derechos, que sería el de reforma de la Constitución (...).
La tercera raíz del principio de constitucionalidad prende en Italia y Alemania
tras la Segunda Guerra Mundial, y se extiende a Portugal, España o Grecia tras el
ocaso de los respectivos regímenes dictatoriales. Nace de un problema político de
primera magnitud. En efecto, son sociedades que, por razones históricas complejas,
no han sabido destilar la cultura política necesaria para que funcionen
adecuadamente los principios políticos del Estado constitucional, para que la tensión
entre legislador y derechos fundamentales se resuelva en una garantía efectiva de
estos derechos, de la democracia y de la división de poderes. Ello se pone de
manifiesto de modo dramático, primero en Roma y a continuación bajo la
Constitución de Weimar; tras Auschwitz, la tradicional desconfianza hacia el poder,
incluso hacia el democráticamente legitimado en su origen, cobra dimensiones
radicalmente distintas a las conocidas, y del mismo modo se piensa en nuevos modos
de limitarlo. La incapacidad de estas sociedades para sustentar el Estado democrático
de Derecho es suplida mediante la juridificación de los procesos políticos; la
Constitución normativa aparece como sucedáneo de los principios políticos del
Estado constitucional, sustituidos por el principio jurídico de constitucionalidad.
Su articulación práctica, con algunas variantes, es la del modelo kelseniano,
pero las diferencias sustantivas son evidentes. Se trata, ciertamente, de garantizar la
supremacía de la Constitución sobre la Ley, el principio de constitucionalidad. Pero,
en primer lugar, también se incorpora la noción americana de Constitución, que
supera su mera identificación como límite de la Ley y la impone como norma
directamente aplicable, en particular en cuanto reconoce a los ciudadanos ciertos
derechos. Ello fuerza un modo de concebir la relación entre Constitución y Ley
radicalmente distinto, marcado por el valor de la jurisprudencia que emana del
Tribunal Constitucional como intérprete supremo de la Constitución; esta
jurisprudencia forma con la Constitución un cuerpo único, algo que tendrá enorme
transcendencia en la vida efectiva del ordenamiento jurídico. Y, sobre todo, la
Constitución quiere garantizar frente al legislador no la integridad de unos
procedimientos, sino unos contenidos valorativos que se identifican precisamente
con los derechos fundamentales, y que se proyectan sobre todo el ordenamiento
jurídico. Al efecto, es relevante que en España como en Alemania se haya instaurado
un recurso específico para la tutela de los derechos que amplía el ámbito de la
jurisdicción constitucional más allá del control de las Leyes.
5. Por último, resumiremos, de nuevo mediante breves extractos de sendos
textos doctrinales, el sentido específico del recurso de amparo constitucional en el
actual momento de evolución histórica de los derechos fundamentales. Dos textos
que resultan especialmente significativos porque abrieron en la doctrina española un
importante debate sobre un tema concreto (la llamada “objetivación” del recurso de
amparo) que, en cualquier caso, no procede aquí desarrollar, pero que se apoyan al
efecto en una diferente valoración de la trascendencia que debe otorgarse a la
13
garantía que incorpora el recurso de amparo a la hora de caracterizar los derechos
fundamentales.
Pedro Cruz Villalón, “El recurso de amparo constitucional”, en VV.AA.,
Los procesos constitucionales, Madrid: CEC, 1992, págs. 117-122, extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
1. En relación con la situación presente del recurso de amparo constitucional
(en adelante, RAC) la divisa habría de ser: «Menos amparo frente al juez, más
amparo frente al legislador.»
I
2. La regla: En un Estado de Derecho, el amparo constitucional es,
prácticamente por definición, amparo frente al juez. Pues el RAC no sustituye a la
protección judicial, sino que la presupone (subsidiariedad) (...).
3. El RAC no es un elemento típico de la justicia constitucional, sino más
bien una singularidad de determinados ordenamientos (Alemania, Austria, Suiza).
4. El sentido o justificación del RAC es, sobre todo, histórico, inaugural de
un determinado ordenamiento constitucional, con dos vertientes:
a) Orgánica (institucional o subjetiva): Desconfianza hacia la identificación
constitucional de un Poder Judicial «preconstitucional».
b) Funcional (u objetiva): Ausencia de una doctrina, de una jurisprudencia
sobre la norma constitucional, muy en particular de su parte dogmática
(especialmente importante a la vista de las notas distintivas de la Constitución como
norma).
5. Conforme el argumento histórico se debilita, tanto en una como en otra
vertiente, se debilita la posición del propio RAC. Se traca de salvar la vertiente
objetiva, la defensa objetiva del ordenamiento, pero para ello la estructura misma del
amparo es un obstáculo: Pues sólo permite reaccionar frente a los jueces por defecto,
no por exceso (...).
6. A la pérdida de sentido se suma su propia crisis funcional: La
multiplicación del número de RAC incide muy negativamente sobre tres elementos:
14
a) El propio RAC, cuya tramitación se dilata hasta hacerlo irreconocible (...).
b) Los restantes procesos constitucionales, que constituyen la razón de ser de
la justicia constitucional, comienzan a sufrir un retraso de seis años.
c) La propia justicia «ordinaria», en cuyas «dilaciones indebidas» colabora
paradójicamente el RAC.
(...)
II
14. La excepción: En el ordenamiento constitucional español el único amparo
constitucional frente a vulneraciones no imputables —activa o pasivamente— al juez
es el amparo frente a vulneraciones que el juez no se encuentra en situación de
corregir. Estas no son sino las vulneraciones imputadas directamente al legislador. Y
precisamente éste es el único supuesto en el que el RAC hasta ahora no cabe.
15. Esta restricción o excepción no es característica de los sistemas de justicia
constitucional que introducen el recurso de amparo. Por el contrario, la regla podría
formularse: Allí donde hay amparo hay amparo frente a leyes.
16. Bien es cierto que el sistema español no carece totalmente de mecanismos
que permitan intentar la defensa, por parte de los ciudadanos, frente a una ley
contraria a la Constitución. De hecho, existen tres tipos de sustitutos:
a) La protección indirecta y objetivamente limitada, con ocasión de los actos
de aplicación de leyes (implícita en el art. 55.2 LOTC).
b) La protección indirecta, general y mediatizada de la cuestión de
inconstitucionalidad (art. 163 CE).
c) La legitimación del Defensor del Pueblo (art. 162.1.a CE).
17. Los citados mecanismos, sin infravalorar sus posibilidades (...), no
alcanzan a cubrir una laguna que, en cuanto no derivada directamente de la
Constitución, puede resultar «contra constitutionem» ex art. 24 CE. En efecto:
a) El RAC sólo cubre —y ello indirectamente— los derechos fundamentales
de la Sección primera. A esta insuficiencia objetiva se suma el problema de las leyes
que se imponen al ciudadano sin mediación alguna («autoaplicativas»).
b) La cuestión de inconstitucionalidad se configura como un acto (o una
omisión) libre y discrecional del juez, no revisable, en cuanto al fondo, por ningún
otro órgano. Sobre todo, el mismo deber de fundamentar esta iniciativa judicial (o su
omisión) no aparece claramente perfilado.
c) La mediación del Defensor del Pueblo, por último, puede ser descartada, a
15
efectos de tutela judicial, por el propio carácter del órgano.
(...)
22. Sin perjuicio de los problemas que conlleva el RAC, lo que sí habría que
decir es que, en la medida en que hay RAC debe haber amparo frente a leyes (...).
23. Ahora bien, el RAC frente a la ley constitucional debe venir completado,
de forma genérica, por las posibilidades de reacción del ciudadano frente a la misma,
cualquiera que sea su ámbito objetivo. Pero el juez no puede, por sí solo, tutelar
frente a la ley inconstitucional, pues se lo prohíbe expresamente el artículo 163 CE.
Sin embargo, con independencia de ello, el juez es el único que posibilita que dicha
tutela tenga lugar, mediante la cuestión de inconstitucionalidad. En virtud del artículo
163 y de los preceptos concordantes de la LOTC, el juez se erige en instrumento
ineludible del control de las leyes y, por tanto, de la tutela frente a las leyes
inconstitucionales: Basta que tengan tres meses. El auto correspondiente ex art. 35.2
CE no sólo debe ser fundado sino que debe estar sometido a la regla de congruencia.
Sólo así podríamos decir que el ciudadano ha obtenido aunque sea un sucedáneo de
resolución fundada en derecho, en caso de juicio positivo de la ley. No parece que
ésta sea todavía exactamente la doctrina del Tribunal Constitucional (STC 166/86, FJ
4; JC 16, 563-564). Segunda conclusión, pues, en la medida en que el amparo
genérico frente a leyes puede agotarse en el incidente de constitucionalidad del
artículo 35.2 LOTC parece inexcusable un reforzamiento de sus garantías procesales.
Luis María Díez-Picazo Giménez, “Dificultades prácticas y significado
constitucional del recurso de amparo”, REDC 40, págs. 9-37, extracto
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
Cabe afirmar que el recurso de amparo resulta ser un elemento, si no típico en
una perspectiva comparada, sí básico dentro del sistema español de justicia
constitucional. Cuatro órdenes de razones abonan esta aseveración.
Ante todo, el recurso de amparo, al igual que sus equivalentes en otros
ordenamientos, es el mecanismo que en el modelo concentrado de justicia
constitucional permite que el carácter normativo de la Constitución se traduzca en la
existencia de genuinos derechos subjetivos accionables por los particulares sin
necesidad de intermediación alguna. Ello no es necesario en el modelo difuso de
justicia constitucional, ya que, a efectos de su justiciabilidad, la Constitución no
presenta diferencias con respecto a los demás tipos de normas. Es invocable, como
fuente de derechos subjetivos, en cualquier proceso y puede y debe ser aplicada por
todos los Tribunales. La supremacía constitucional, de este modo, consiste en la mera
superioridad jerárquica y la consiguiente prioridad aplicativa de la Constitución. En
el modelo concentrado de justicia constitucional puro o típico, en cambio, la
16
Constitución sólo es justiciable en cuanto canon de validez de las normas con fuerza
de ley, para lo que existen cauces procesales específicos (recurso de
inconstitucionalidad, cuestión de inconstitucionalidad). La supremacía constitucional
no se manifiesta como prioridad aplicativa de la Constitución en cualesquiera
procesos, sino como límite frente al legislador que ciertos órganos del Estado pueden
hacer valer ante el Tribunal Constitucional. De aquí, que los derechos fundamentales,
entendidos como derechos proclamados en el texto constitucional, vean disminuida o
neutralizada su condición de derechos subjetivos, para transformarse en valores
objetivos que circunscriben las posibles opciones legislativas. Incluso admitiendo
que, en la lógica de dicho modelo puro o típico, quepa hacer derivar ciertos derechos
directamente de la Constitución, su justiciabilidad última —excepto en los raros
supuestos en que un derecho fundamental no se haya visto afectado por desarrollo
legislativo alguno— no depende de la sola voluntad de sus titulares, sino de una
iniciativa judicial. Esta es precisamente la insuficiencia que viene a subsanar el
recurso de amparo: respetando el criterio de procesos específicos para la
justiciabilidad de la Constitución propio del modelo concentrado de justicia
constitucional, otorga un agere licere autónomo a los ciudadanos para impetrar la
tutela de los derechos que la propia Constitución les ha reconocido.
(...) Por último, la razón más importante por la que el recurso de amparo es un
elemento básico del sistema español de justicia constitucional tal vez radique en que
el modelo concentrado de justicia constitucional puro o típico ha dejado de ser
consistente con las características estructurales de los ordenamientos
contemporáneos. En efecto, el esquema austríaco-kelseniano, en virtud del cual el
control de la constitucionalidad se ejerce exclusivamente sobre las normas con fuerza
de ley, era consistente con un tipo de ordenamiento en que la ley ocupaba una
posición central e incontestada; máxime cuando las normas legales eran
relativamente escasas, estables y bien sistematizadas. El modelo concentrado de
justicia constitucional puro o típico, en otros términos, representaba probablemente
el modo más adecuado de dotar de supremacía normativa a la Constitución en la
Europa surgida de la codificación. Pero, en una época de descodificación y, más aun,
de deslegalización de los ordenamientos jurídicos, así como de creciente relevancia
práctica de la creación judicial de Derecho, simplemente no es realista intentar
proteger la supremacía normativa de la Constitución tan sólo a través del control de
constitucionalidad de las normas con fuerza de ley.
Baste un dato a este respecto. A veces, se oye decir que en Italia la cuestión
de inconstitucionalidad hace frente, en la práctica, a los mismos problemas que el
recurso de amparo en España; pero se omite siempre cualquier reflexión sobre el
papel real que desempeña el legislador en cada uno de ambos ordenamientos. En
1992, las disposiciones estatales con rango de ley aprobadas en Italia fueron 431,
mientras las de naturaleza reglamentaria fueron 147; durante el mismo año, en
España, las instituciones centrales del Estado aprobaron 50 disposiciones con fuerza
de ley y 400 decretos (...). Ello pone de manifiesto algo que era sabido: indiferente a
algunas rigurosas construcciones jurisprudenciales y dogmáticas, el ámbito real y
efectivo de la reserva de ley en España es más bien restringido y la actividad
normativa llevada a cabo por las Administraciones públicas de ningún modo
responde a los criterios del constitucionalismo clásico. Como es obvio, la actividad
17
creadora de los Jueces es mucho más difícil de cuantificar.
Si la observación que se acaba de hacer es correcta, la conclusión es clara:
hoy día, la batalla por la supremacía constitucional se juega también en sede
reglamentaria y judicial. El principio de constitucionalidad ya no se agota en el
control de la interpositio legislatoris. Frente al clásico Derecho constitucional de la
ley, se alza en la actualidad el reto de un Derecho constitucional de los derechos
fundamentales; y frente a la tradicional lucha por la observancia objetiva de la
Constitución y la pureza del sistema normativo, se presenta el desafío de dotar a los
ciudadanos de remedios efectivos contra las violaciones de sus derechos
fundamentales. El recurso de amparo es el proceso constitucional adecuado a esta
nueva tarea.
En cierta ocasión, Oliver Wendell Holmes dijo que la Constitución de los
Estados Unidos, tal como había sido hasta entonces entendida, podría sobrevivir sin
la facultad del Tribunal Supremo de declarar la invalidez de leyes federales, mas no
sin la de declarar la invalidez de leyes y disposiciones de los Estados. Análogamente,
yo creo que la Constitución española, tal como ha sido aplicada hasta ahora, sería
reconocible sin el recurso o la cuestión de inconstitucionalidad; pero no sería la
misma sin el recurso de amparo.
6. Esta evolución histórica, como es evidente, no actúa por sustitución, sino
por acumulación. Esto es, la comprensión de los derechos fundamentales como
reservas de ley no anula la función promocional ínsita en el aspecto objetivo de los
derechos fundamentales; y la protección frente al legislador no suprime la reserva de
ley, aunque pueda modificar su función. De todo ello hablaremos en los apartados
siguientes, pero quizá quepa anticipar un par de textos ilustrativos extraídos de la
jurisprudencia constitucional española.
En primer lugar, la STC 86/1985 del Tribunal Constitucional, que trae causa
del recurso de amparo interpuesto por el Ministerio Fiscal contra la Sentencia de la
Sala Tercera del Tribunal Supremo de 24 de enero de 1985, que estimó en parte los
recursos contencioso-administrativos interpuestos contra tres Ordenes del Ministerio
de Educación y Ciencia de 16 de mayo de 1984, sobre régimen de subvenciones a
Centros docentes.
STC 86/1985, extracto
http://www.boe.es/aeboe/consultas/bases_datos/doc.php?coleccion=tc&id=SENTENCIA1985-0086
II. Fundamentos jurídicos
1. Antes de entrar en el fondo del presente recurso es necesario resolver dos cuestiones
previas suscitadas por las partes demandadas en el acto de la vista y relativas, de un lado, a la
comparecencia en el proceso de la Confederación Española de Padres de Alumnos (CEAPA),
18
y, de otro, a la legitimación hecha valer por el Ministerio Fiscal al promover la demanda de
amparo.
(...) La segunda de las cuestiones previas antes aludidas concierne a la legitimación
que cabe reconocer para promover este recurso al Ministerio Fiscal y se concreta en una
petición de inadmisión del mismo formulada por los demandados, en la que se aduce que,
ejerciendo esta acción, el Ministerio Público no habría interpuesto, en rigor, un recurso de
amparo, sino una acción «en interés de ley», en la que no se concreta la identidad de los
supuestos agraviados en sus derechos fundamentales a causa de la Sentencia impugnada y en
la que, por otra parte, se viene a desconocer el carácter de este recurso cuando lo promueve el
Ministerio Fiscal, supuesto éste en el que no se puede pretender, como aquí se hace, la
anulación de una Sentencia que, justamente, amparó a quienes comparecen hoy como
demandados en sus derechos fundamentales.
La legitimación para recurrir en amparo que la Constitución atribuye al Ministerio
Fiscal en el apartado 1 b) de su art. 162 y que aparece igualmente recogida en el punto 1 b),
del art. 46 de la LOTC, se configura como un ius agendi reconocido a este órgano en mérito a
su específica posición institucional, funcionalmente delimitada en el art. 124.1 de la norma
fundamental. Promoviendo el amparo constitucional, el Ministerio Fiscal, defiende,
ciertamente, derechos fundamentales, pero lo hace, y en esto reside la peculiar naturaleza de
su acción, no porque ostente su titularidad, sino como portador del interés público en la
integridad y efectividad de tales derechos. Esta legitimación, según se desprende del tenor
literal del citado apartado 46.1 b) de la LOTC, y como corresponde también a su carácter
institucional, no queda condicionada a la exigencia de haber actuado como parte el Ministerio
Público en el proceso judicial antecedente, exigencia ésta que privaría de sentido a la propia
previsión constitucional y legal de la legitimación que se considera, aunque sí ha de decirse
que ésta no puede desplegarse, en virtud del carácter subsidiario del recurso de amparo, sino
una vez que haya recaído, en la vía jurisdiccional ordinaria, resolución firme.
Los reproches dirigidos por los demandados a la legitimación procesal, en este caso
del Ministerio Fiscal, no pueden así compartirse, ni acogerse, por lo mismo, su petición de
inadmisión del recurso a causa de tales supuestos defectos (...) De otra parte, la no
identificación individualizada en la demanda de los sujetos singularmente agraviados en sus
derechos fundamentales por la resolución judicial impugnada (...) [no] bastaría, por sí sola,
para concluir, anticipadamente, en la inexistencia de las lesiones de derechos argüidas,
porque, sin perjuicio del examen de fondo de la pretensión, aquella determinación subjetiva
puede no ser posible en ciertos supuestos, según se admite claramente en el art. 46.2 de
nuestra Ley Orgánica.
Tampoco puede compartirse la tesis adelantada por la defensa de los demandados en
orden a cómo, al recurrirse por el Ministerio Fiscal una Sentencia estimatoria que basó su
fallo en los derechos fundamentales de aquéllos, se habría desnaturalizado el cauce del
amparo constitucional. De tal premisa, y como consideración sólo preliminar, no cabe derivar
dicha conclusión porque, como es obvio, el reconocimiento de derechos fundamentales en una
resolución judicial ordinaria no es obstáculo para la consideración, si así se pide, de las
hipotéticas lesiones de los derechos y libertades de otros que tal acto haya podido deparar,
posibilidad ésta que no es descartable, de principio, cuando la decisión judicial hizo
19
aplicación, como en este caso, del principio de igualdad.
2. Despejadas estas cuestiones preliminares es hora ya de entrar en el análisis de los
fundamentos que apoyan la pretensión de amparo y de los que, correlativamente y para
oponerse a ella, han sido aducidos por los codemandados.
(...) En el presente caso, (...) la Sala sentenciadora procedió a contrastar directamente
con la Constitución las Ordenes ministeriales que ante ella se recurrían, de manera que su
decisión se proyecta directamente sobre éstas, sin la mediación del legislador (...).
Es cierto que, en toda su actuación y más especialmente en aquellos casos en los que,
en conexión con los derechos fundamentales que ella garantiza, la Constitución contiene una
específica reserva de ley, los Tribunales del orden contencioso-administrativo han de
anteponer el examen de legalidad al de constitucionalidad, pues si falta la norma habilitante o
el tenor de la reglamentación la contradice, no procede ya, sólo por eso, el contraste directo de
este última con la Constitución y si, por el contrario, el precepto reglamentario que se
considera lesivo de un derecho fundamental es concorde con la ley (sea cual fuere el motivo
de la concordancia) será la ley misma el origen de la lesión y habrá de cuestionarse ante
nosotros su constitucionalidad (...). Los codemandados han argüido que las mencionadas
Órdenes ministeriales se habían producido sin la necesaria cobertura legal y, por tanto,
implícitamente, en violación de la reserva de ley que impone el art. 27.9 de la C.E. Tal
argumento, de ser cierto, ofrecería una base para la impugnación de esas órdenes por
infracción del principio de legalidad y, en cuanto se entendiese que el mencionado precepto
consagra un derecho fundamental, también ante nosotros en esta vía de amparo. Esa
impugnación no se ha producido, sin embargo, ni ante el Tribunal Supremo ni ahora ante este
Tribunal, pues el recurrente no pretende la invalidación de las Órdenes ministeriales, sino, por
el contrario, su íntegra preservación.
3. En la demanda de amparo y en el acto de la vista se ha sostenido la infracción por la
Sentencia recurrida de los derechos fundamentales declarados en los arts. 14 y 27.1 de la
Constitución, en lo relativo, este último precepto, al reconocimiento del derecho de todos a la
educación (...). El rasgo común, con todo, a uno y otro de estos motivos de la queja
constitucional, viene dado por el argumento que sirve de base a todo el recurso, esto es, el de
que la Sentencia impugnada incurrió en conculcación de los citados derechos fundamentales
al invalidar algunas de las condiciones y criterios para la adjudicación de subvenciones que,
en las Ordenes ministeriales entonces enjuiciadas, venían a distinguir a determinados Centros;
los mismos que, una vez anulados aquellos requisitos y criterios, verían hoy mermadas sus
posibilidades de acceso a las subvenciones y a la consecución de éstas en la medida
suficiente.
La pretendida vulneración del principio de igualdad de que en este punto nos
ocupamos se conecta así con una concreta reglamentación del sistema subvencional a la
educación y, por consiguiente, su análisis requiere algunas precisiones sobre la relación que
media sobre los distintos preceptos incluidos en el art. 27 de nuestra Ley fundamental, pues
mientras algunos de ellos consagran derechos de libertad (así, por ejemplo, apartados 1, 3 y
6), otros imponen deberes (así, por ejemplo, obligatoriedad de la enseñanza básica, apartado
4), garantizan instituciones (apartado 10), o derechos de prestación (así, por ejemplo, la
gratuidad de la enseñanza básica, apartado 3) o atribuyen, en relación con ello, competencias
20
a los poderes públicos (así, por ejemplo, apartado 8), o imponen mandatos al legislador. La
estrecha conexión de todos estos preceptos, derivada de la unidad de su objeto, autoriza a
hablar, sin duda, en términos genéricos, como denotación conjunta de todos ellos, del derecho
a la educación, o incluso del derecho de todos a la educación, utilizando como expresión
omnicompresiva la que el mencionado artículo emplea como fórmula liminar. Este modo de
hablar no permite olvidar, sin embargo, la distinta naturaleza jurídica de los preceptos
indicados.
El derecho de todos a la educación, sobre el que en buena parte giran las
consideraciones de la resolución judicial recurrida y las de quienes hoy la impugnan,
incorpora así, sin duda, junto a su contenido primario de derecho de libertad, una dimensión
prestacional, en cuya virtud los poderes públicos habrán de procurar la efectividad de tal
derecho y hacerlo, para los niveles básicos de la enseñanza, en las condiciones de
obligatoriedad y gratuidad que demanda el apartado 4.° de este art. 27 de la norma
fundamental. Al servicio de tal acción prestacional de los poderes públicos se hallan los
instrumentos de planificación y promoción mencionados en el núm. 5 del mismo precepto, así
como el mandato, en su apartado 9.° de las correspondientes ayudas públicas a los Centros
docentes que reúnan los requisitos que la Ley establezca.
El citado art. 27.9, en su condición de mandato al legislador, no encierra, sin embargo,
un derecho subjetivo a la prestación pública. Esta, materializada en la técnica subvencional o,
de otro modo, habrá de ser dispuesta por la Ley -exigencia que, como antes decimos,
invocada en la vista por la defensa de los demandados, no fue argüida en el recurso
contencioso-administrativo ni tomada en cuenta por el Tribunal a quo-, Ley de la que nacerá,
con los requisitos y condiciones que en la misma se establezcan, la posibilidad de instar
dichas ayudas y el correlativo deber de las administraciones públicas de dispensarlas, según la
previsión normativa.
El que en el art. 27.9 no se enuncie como tal un derecho fundamental a la prestación
pública y el que, consiguientemente, haya de ser sólo en la Ley en donde se articulen sus
condiciones y límites, no significa, obviamente, que el legislador sea enteramente libre para
habilitar de cualquier modo este necesario marco normativo. La Ley que reclama el art. 27.9
no podrá, en particular, contrariar los derechos y libertades educativas presentes en el mismo
artículo y deberá, asimismo, configurar el régimen de ayudas en el respeto al principio de
igualdad. Como vinculación positiva, también, el legislador habrá de atenerse en este punto a
las pautas constitucionales orientadoras del gasto público, porque la acción prestacional de los
poderes públicos ha de encaminarse a la procuración de los objetivos de igualdad y
efectividad en el disfrute de los derechos que ha consagrado nuestra Constitución (arts. 1.1,
9.2, y 31.2, principalmente). Desde esta última advertencia, por lo tanto, no puede, en modo
alguno, reputarse inconstitucional el que el legislador, del modo que considere más oportuno
en uso de su libertad de configuración, atienda, entre otras posibles circunstancias, a las
condiciones sociales y económicas de los destinatarios finales de la educación a la hora de
señalar a la Administración las pautas y criterios con arreglo a los cuales habrán de
dispensarse las ayudas en cuestión. No hay, pues, en conclusión, y como dijimos en el
fundamento undécimo de nuestra Sentencia de 27 de junio, un deber de ayudar a todos y cada
uno de los Centros docentes, sólo por el hecho de serlo, pues la Ley puede y debe condicionar
tal ayuda, de conformidad con la Constitución, en la que se enuncia, según se recordó en el
mismo fundamento jurídico, la tarea que corresponde a los poderes públicos para promover
21
las condiciones necesarias, a fin de que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas.
Pero, justamente porque el derecho a la subvención no nace para los Centros de la
Constitución, sino de la Ley, la Sentencia impugnada, al modificar las condiciones y criterios
para la subvención, no ha incurrido, sólo por ello, y sea cual sea la corrección constitucional
de su juicio (...), en vulneración alguna de derecho fundamental, inexistente en nuestro
ordenamiento como pretensión subjetiva a la prestación pública en favor de los Centros
docentes privados (...).
4. Se alegó también en el acto de la vista, como derecho igualmente vulnerado, el que
ostentan todos a la educación, de acuerdo con el art. 27.1 de la norma fundamental. Este
derecho sólo podría considerarse violado, o bien integrando en su contenido un hipotético
derecho a la subvención, o bien tras de apreciar que, por los cambios en los criterios y
condiciones subvencionales deparados por la Sentencia que juzgamos, se habría provocado la
privación actual y efectiva del derecho de algunos a la educación gratuita. Del primero de
estos supuestos nada hay que añadir ahora a lo expuesto en el fundamento que antecede,
siendo del todo claro que el derecho a la educación -a la educación gratuita en la enseñanza
básica- no comprende el derecho a la gratuidad educativa en cualesquiera Centros privados,
porque los recursos públicos no han de acudir, incondicionadamente, allá donde vayan las
preferencias individuales. Tampoco, desde otro punto de vista, es determinable ahora
jurídicamente una privación de aquel derecho a la educación, a resultas de los cambios
introducidos por la Sentencia en la normativa reguladora de la adjudicación administrativa de
subvenciones. Una tal hipotética lesión sólo sería apreciable al término del procedimiento
administrativo que se considera y no sería constitucionalmente relevante, de otro lado, sino
por referencia al eventual desconocimiento por la Administración de los principios
constitucionales que, como se ha dicho en el fundamento anterior, orientan y limitan la
asignación del gasto público. En tal supuesto, distinto al del que hoy conocemos, quedarían
abiertos a los interesados los remedios jurisdiccionales aptos para el control del actuar
administrativo y, en su caso, esta misma vía del amparo constitucional.
En el contexto de su respuesta al caso planteado, pues, el Tribunal alude a tres
cuestiones que aquí, desde el punto de vista de esta introducción histórica, nos
pueden resultar de particular interés:
a) De un lado, al tratar de la legitimación del Ministerio Fiscal, queda claro
que, en materia de derechos fundamentales, no cabe disociar radicalmente la
preservación de los derechos subjetivos individuales, que presupone la concreción de
sus titulares y el perjuicio efectivo en su derecho, y el interés público que mira a “la
integridad y efectividad de tales derechos”; una perspectiva ésta que, sin duda,
parece guiada por una concepción de los derechos que los percibe como elementos
centrales del ordenamiento jurídico, en conexión con la función que se les atribuía
originariamente de orientar el desarrollo del ordenamiento jurídico en su conjunto.
b) En segundo lugar, y en conexión con ello, la sentencia señala que el art. 27
de la Constitución contiene distintos preceptos, algunos de los cuales consagran
derechos de libertad, mientras que otros garantizan instituciones o derechos de
prestación, atribuyen competencias a los poderes públicos o imponen mandatos al
legislador. La distinta naturaleza jurídica de los preceptos indicados hace del derecho
22
a la educación un complejo que incorpora, “junto a su contenido primario de derecho
de libertad, una dimensión prestacional, en cuya virtud los poderes públicos habrán
de procurar la efectividad de tal derecho y hacerlo, para los niveles básicos de la
enseñanza, en las condiciones de obligatoriedad y gratuidad que demanda el apartado
4.° de este art. 27 de la norma fundamental. Al servicio de tal acción prestacional de
los poderes públicos se hallan los instrumentos de planificación y promoción
mencionados en el núm. 5 del mismo precepto, así como el mandato, en su apartado
9.° de las correspondientes ayudas públicas a los Centros docentes que reúnan los
requisitos que la Ley establezca”. Estamos, pues, ante un mandato de configuración
legislativa que va más allá de la simple función de los derechos fundamentales como
garantías subjetivas frente a la intromisión desproporcionada del poder público. Y
ello es así especialmente porque “el mandato al legislador, no encierra, sin embargo,
un derecho subjetivo a la prestación pública. Esta, materializada en la técnica
subvencional o, de otro modo, habrá de ser dispuesta por la Ley (...), Ley de la que
nacerá, con los requisitos y condiciones que en la misma se establezcan, la
posibilidad de instar dichas ayudas y el correlativo deber de las administraciones
públicas de dispensarlas, según la previsión normativa”. En ello se aprecia la escisión
entre contenido subjetivo del derecho constitucional y mandato al legislador.
c) En tercer lugar, y por último, aparece en la sentencia la reserva de ley,
conforme a la cual el poder ejecutivo sólo previa mediación legislativa puede incidir
en los derechos fundamentales, en este caso a través de un reglamento. Si se infringe
la reserva de ley, la regulación del ejecutivo es por ello sólo contraria a la
Constitución, que en primer lugar garantiza que las intervenciones en el ejercicio de
los derechos fundamentales tengan amparo legal. Una intervención que, recogida en
una ley, podría encontrar justificación constitucional, es sin embargo contraria a la
Constitución si está recogida en una disposición o en un acto administrativo privado
de respaldo legal suficiente. Este examen formal “de legalidad” se antepone
naturalmente al juicio material de constitucionalidad, que contrasta la medida
limitadora concreta con el contenido del derecho constitucionalmente garantizado.
En tal sentido señala la sentencia que, “en toda su actuación y más especialmente en
aquellos casos en los que, en conexión con los derechos fundamentales que ella
garantiza, la Constitución contiene una específica reserva de ley, los Tribunales del
orden contencioso-administrativo han de anteponer el examen de legalidad al de
constitucionalidad, pues si falta la norma habilitante o el tenor de la reglamentación
la contradice, no procede ya, sólo por eso, el contraste directo de este última con la
Constitución y si, por el contrario, el precepto reglamentario que se considera lesivo
de un derecho fundamental es concorde con la ley (sea cual fuere el motivo de la
concordancia) será la ley misma el origen de la lesión y habrá de cuestionarse ante
nosotros su constitucionalidad (...). Los codemandados han argüido que las
mencionadas Órdenes ministeriales se habían producido sin la necesaria cobertura
legal y, por tanto, implícitamente, en violación de la reserva de ley que impone el art.
27.9 de la C.E. Tal argumento, de ser cierto, ofrecería una base para la impugnación
de esas órdenes por infracción del principio de legalidad y, en cuanto se entendiese
que el mencionado precepto consagra un derecho fundamental, también ante nosotros
en esta vía de amparo”.
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7. Pasemos ahora a una nueva STC, la 83/1984, en la que se plantean muy
diversas cuestiones relevantes, pero de la que sólo extractaremos algunos párrafos
dedicados a explicar el sentido que puede conservar hoy la reserva de ley, a la que
nos acabamos de referir al final del apartado anterior.
STC 83/1984, extracto
http://www.boe.es/aeboe/consultas/bases_datos/doc.php?coleccion=tc&id=SENTENCIA1984-0083
II. Fundamentos jurídicos
2. La cuestión que nos ocupa se refiere a una norma legal preconstitucional,
cuya posible contradicción con el ordenamiento constitucional posterior pudo ser examinada
y resuelta por el Tribunal ordinario proponente, aunque éste ha optado por deferir la cuestión
a esta jurisdicción constitucional.
Las dudas que el Tribunal proponente alberga nacen de la cuestionable
compatibilidad que, a su entender, se da entre lo que se dispone en los artículos 14, 35.1 y 38
de la Constitución (en uno de los considerandos del Auto de 28 de diciembre de 1982 se hace
referencia también al art. 36 de la C.E.), de una parte, y de la otra, la Base XVI, párrafo 9.° de
la Ley de 25 de noviembre de 1944. Como la lectura del citado Auto permite colegir sin lugar
a dudas y se hace explícito en el mismo considerando a que antes nos referíamos (que alude,
no a la norma cuestionada, sino al «bloque normativo») las dudas que conducen al
planteamiento de la cuestión no surgen sin embargo del simple contraste entre las normas
constitucionales y la norma legal cuestionada, sino más bien de la comparación entre aquéllas
y las normas reglamentarias dictadas en desarrollo de ésta, normas cuyo rango infralegal
expresamente se reconoce en el primer considerando del mencionado Auto.
Aceptando, desde luego, esta última valoración, cuya consecuencia ineluctable es la
de considerar fuera de nuestra competencia en esta vía el examen de
constitucionalidad de dichas disposiciones infralegales que deben ser controladas por la
jurisdicción contencioso-administrativa, y ciñéndonos en exclusiva al estudio del precepto
legal impugnado, la decisión sobre la cuestión que se nos propone exige, en primer término, el
análisis de los siguientes extremos:
(...)
b) Si los derechos proclamados en los arts. 35.1 y 38 de la Constitución son
susceptibles de ser limitados o regulados y, en caso afirmativo, cuál debe ser el rango de la
norma que opera la limitación o regulación.
c) Si la regulación legal a que se refiere el art. 36 de la C.E. puede entrañar
una limitación al ejercicio de las profesiones tituladas (...).
3. (...) En segundo término, suscitábamos en el fundamento anterior la cuestión de la
posibilidad de limitar o regular el ejercicio de los derechos que consagran los arts. 35.1 y 38
de la C.E., y en caso afirmativo, cuál debe ser el rango de la norma limitativa o reguladora.
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(...) El derecho constitucionalmente garantizado en el art. 35.1 no es el derecho a
desarrollar cualquier actividad, sino el de elegir libremente profesión u oficio, ni en el art. 38
se reconoce el derecho a acometer cualquier empresa, sino sólo el de iniciar y sostener en
libertad la actividad empresarial, cuyo ejercicio está disciplinado por normas de muy distinto
orden. La regulación de las distintas profesiones, oficios o actividades empresariales en
concreto, no es, por tanto, una regulación del ejercicio de los derechos constitucionalmente
garantizados en los arts. 35.1 ó 38. No significa ello, en modo alguno, que las regulaciones
limitativas queden entregadas al arbitrio de los reglamentos, pues el principio general de
libertad que la Constitución (artículo 1.1) consagra autoriza a los ciudadanos a llevar a cabo
todas aquellas actividades que la Ley no prohíba, o cuyo ejercicio no subordine a requisitos o
condiciones determinadas y el principio de legalidad (arts. 9.3 y 103.1) impide que la
Administración dicte normas sin la suficiente habilitación legal. En unos casos, bastarán para
ello las cláusulas generales; en otros, en cambio, las normas reguladoras o limitativas deberán
tener, en cuanto tales, rango legal, pero ello no por exigencia de los arts. 35.1 y 38 de la
Constitución, sino en razón de otros artículos de la Constitución, que configuran reservas
específicas de Ley.
Este es el caso, y con ello pasamos al último de los puntos antes señalados, del
ejercicio de las profesiones tituladas, a las que se refiere el art. 36 de la C.E., y cuya simple
existencia (esto es, el condicionamiento de determinadas actividades a la posesión de
concretos títulos académicos, protegido incluso penalmente contra el intrusismo) es
impensable sin la existencia de una Ley que las discipline y regule su ejercicio. Es claro que
la regulación de estas profesiones, en virtud de ese mandato legal, está expresamente
reservada a la Ley. También es claro, sin embargo, que dada la naturaleza del precepto, esta
reserva específica es bien distinta de la general que respecto de los derechos y libertades se
contiene en el art. 53.1 de la C.E. y que, en consecuencia, no puede oponerse aquí al
legislador la necesidad de preservar ningún contenido esencial de derechos y libertades que en
ese precepto no se proclaman, y que la regulación del ejercicio profesional, en cuanto no
choque con otros preceptos constitucionales, puede ser hecha por el legislador en los términos
que tenga por conveniente.
4. Alcanzada la anterior conclusión, estaríamos en condiciones de dar respuesta a la
cuestión planteada si ésta tuviese su origen en la simple afirmación legal del principio de
limitación o en limitaciones concretas que la norma cuestionada impusiera al establecimiento
de oficinas de farmacia. No es ello, sin embargo, así, pues las dudas del Tribunal cuestionante
arrancan de la consideración de un conjunto de restricciones a la libertad de establecimiento aquéllas que se refieren al número de habitantes a que han de atender las oficinas de farmacia
y a la distancia entre las mismas- que se formulan en una serie de normas reglamentarias,
algunas dictadas con posterioridad a la Constitución, pero no detalladas en el precepto legal
cuestionado ni expresamente previstas o exigidas por él, cuyo contenido se reduce a una
previsión abstracta de que el establecimiento de tales oficinas será regulado y limitado en el
futuro. De esta manera, dicho precepto, además de sentar el principio de la regulación y la
limitación, configura una habilitación genérica al Gobierno para reglamentar la materia, pues
en conexión con lo que dispone el artículo único de la misma Ley, lo faculta para establecer
con entera libertad la regulación y las limitaciones.
El problema que con ello surge, en cierto modo nuevo, es así el de determinar si una
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habilitación semejante conlleva o no un vaciamiento de la reserva de Ley que, como veíamos,
se contiene en el art. 36 de la C.E., de modo que la invalidez de la norma legal cuestionada
haya de afirmarse por su contradicción con dicho precepto.
Este principio de reserva de Ley entraña, en efecto, una garantía esencial de nuestro
Estado de Derecho, y como tal ha de ser preservado. Su significado último es el de asegurar
que la regulación de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos dependa
exclusivamente de la voluntad de sus representantes, por lo que tales ámbitos han de quedar
exentos de la acción del ejecutivo y, en consecuencia, de sus productos normativos propios,
que son los reglamentos. El principio no excluye, ciertamente, la posibilidad de que las Leyes
contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales remisiones hagan posible una
regulación independiente y no claramente subordinada a la Ley, lo que supondría una
degradación de la reserva formulada por la Constitución en favor del legislador.
Esto se traduce en ciertas exigencias en cuanto al alcance de las remisiones o
habilitaciones legales a la potestad reglamentaria, que pueden resumirse en el criterio de que
las mismas sean tales que restrinjan efectivamente el ejercicio de esa potestad a un
complemento de la regulación legal que sea indispensable por motivos técnicos o para
optimizar el cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por la propia
Ley. Y este criterio aparece contradicho con evidencia mediante cláusulas legales, del tipo de
la que ahora se cuestiona, en virtud de las que se produce una verdadera deslegalización de la
materia reservada, esto es, una total abdicación por parte del legislador de su facultad para
establecer reglas limitativas, transfiriendo esta facultad al titular de la potestad reglamentaria,
sin fijar ni siquiera cuáles son los fines u objetivos que la reglamentación ha de perseguir.
5. En razón de lo ya dicho, cabe afirmar, sin lugar a dudas, que una norma de
habilitación como la cuestionada, en cuanto tiene de habilitación genérica, equivale a una
deslegalización, y por tanto viola la reserva de Ley constitucionalmente establecida y es
contraria a la Constitución.
Se produce así una situación compleja en la que el precepto, constitucionalmente
legítimo en cuanto afirma el principio de limitación y regulación para el establecimiento de
oficinas de farmacia, es sin embargo constitucionalmente inválido en cuanto tiene de
habilitación genérica al Gobierno para dictar, sin restricción alguna, una normativa reservada
en principio a la Ley (...).
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