AntiWhite Justo Serna y Anaclet Pons (Texto extraído del capítulo

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AntiWhite
Justo Serna y Anaclet Pons
(Texto extraído del capítulo Quinto del libro Cómo se escribe la microhistoria en el que se examina
la polémica entre Carlo Ginzburg y Hayden White)
"¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas
cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y
que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de
las que se ha olvidado que lo son".
Friedrich Nietzsche
“Que el historiador haya perdido su inocencia, que se deje tomar como objeto, que él mismo se tome por objeto, ¿quién
habrá de lamentarlo? Se mantiene que si el discurso histórico no se atuviese, por cuantos intermediarios se quiera, a lo
que, a falta de algo mejor, hemos de llamar lo real, estaríamos siempre en el discurso, pero ese discurso dejaría de ser
histórico"
Pierre Vidal-Naquet
1. En el prefacio de El queso, Carlo Ginzburg hace profesión de fe en favor de la verdad.
Como se recordará, hay un pasaje vibrante en el que el historiador critica las formas contemporáneas
del escepticismo que, a su juicio, ejemplifica centralmente Foucault. Ese escepticismo implicaba una
suerte de silencio ante una fuente sesgada, mendaz, ante una fuente que no permite la restitución del
pasado porque el pasado mismo como idea es irrecuperable. Ginzburg se pronunciaba allí contra lo
que llamaba el neopirronismo, contra el irracionalismo estetizante y contra un populismo negro y
mudo que, invocando la voz de los excluidos, se negaría al análisis y a la interpretación. Frente a
ello, oponía la búsqueda paciente y modesta de la verdad, sin temor a ser denunciado como oficiante
de un desprestigiado positivismo, sin temor a ser acusado de violencia ideológica o racionalista. Esa
reconstrucción podría realizarse incluso a partir de testimonios dudosos, puesto que no por ello
serían menos significativos. El Pierre Rivière de Foucault no sería objeto de interpretación para no
violentarlo; en cambio, el Menocchio de Ginzburg sí que lo sería, sin ese miedo improductivo al que
conduciría el silencio de Foucault. Ese silencio estaría, en parte, justificado por las críticas recibidas
de Derrida, críticas dirigidas a su obra temprana, a la Historia de la locura. En opinión de Ginzburg,
habría un primer Foucault interesante, el autor de una obra "irritante pero genial" que se ocuparía de
estudiar la locura y las diferentes concepciones históricas de la exclusión. Pero, más adelante, y
como consecuencia de su nihilismo creciente, en parte próximo al de Derrida, habría derivado hacia
ese irracionalismo que denuncia y cuyos primeros vestigios podrían encontrarse en Las palabras y las
cosas y en La arqueología del saber. Es decir, lo que le atrae de Foucault es su condición de pionero
en el estudio de las clases populares, pero lo que rechaza es el tratamiento, un juicio en suma que
seguirá manteniendo a lo largo del tiempo. Así, en la entrevista que concediera a la revista Radical
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History en 1986, señalaba haber descubierto en la obra de Foucault una parte muy estimulante y a la
vez algo mucho más débil, incluso insostenible y en cualquier caso menos interesante. Es por eso,
pues, que reconocía la ambivalencia de sus tratos con Foucault, un sentimiento que le llevaba a situar
en el lado positivo el texto sobre la locura y en el negativo Las palabras y las cosas. Aun así, como ya
hemos anticipado, cuando estudia la locura, el filósofo francés se ocupa más del fenómeno de la
exclusión y de sus recursos que de los excluidos. Es por eso, pues, que la voz de los marginados está
ausente de la obra de Foucault tanto por razones de objeto como por esa imposibilidad de restitución
de la que es muestra el Pierre Rivière. Es por eso por lo que, en fin, aquel libro era ciertamente
genial, pero irritante.
De todos modos, no nos interesan en este momento tanto las relaciones de Ginzburg con
Foucault como los tratos que aquél tuvo y tiene con una cierta idea de verdad. En esa alusión aparece
un adjetivo ("estetizante") que acompaña a las formas de escepticismo y que Ginzburg parece
emplear para subrayarlas. ¿Qué significa aquí estetizante? En italiano, este término alude a la
actitud, a menudo exagerada, de aquel que atribuye a las cualidades estéticas un valor primario,
concibiendo la vida esencialmente como el culto del arte o de lo bello. En consecuencia, si éste es el
valor primario, la verdad queda desplazada, lo cual en el arte no sería un problema pero sí que lo
sería en una investigación que pretende restituir de algún modo una realidad del pasado. Ahora bien,
admitida esa declaración de Ginzburg, ¿habría contradicción entre el reproche al escepticismo
esteticista y lo que él hace?
Este problema es central no sólo en este historiador, sino más en general en los debates
contemporáneos sobre la historia, al menos desde los años setenta en adelante. En lo que a El queso
concierne, nuevamente podríamos calificar de ambigua su posición. Como hemos visto, hay pasajes
que son descripciones más o menos imaginarias cuya función en el relato es también provocar un
efecto estético. Sin embargo, esos momentos creativos no dominan sobre la obra, en el sentido de
que le den significado a la investigación, sino que son apoyaturas retóricas, licencias que se concede
y que le permiten conectar mejor con su lector. De ese modo, le da vida a una pesquisa y le da
humanidad a unos personajes que son algo más que inquisidor y encausado. Sin embargo, esa
ambigüedad es la que, entre otras cosas, ha facilitado que su obra haya sido objeto de polémica
también en este sentido. Más aún, sorprende que en una obra como ésta, y en especial en un prefacio
en el que hay una declaración de intenciones, su autor nada nos diga sobre la forma en que ha
construido su relato y por tanto sobre las descripciones y las presentaciones de ambientes y
personajes, y sobre la intriga con la que reviste su escritura. Ese silencio quizá no extrañaría en una
obra convencional, pero en su caso se hace evidente. De este modo, nos hallamos ante una paradoja
historiográfica: por un lado, El queso ha sido tenido como un ejemplo de innovación del relato
histórico; por otro, su autor no desvela en absoluto la retórica en la que se basó, los efectos de
depuración estética que buscó, ni, en fin, la organización o el suministro de su información.
¿Es que acaso este problema estaba ausente de las preocupaciones de los historiadores
en aquellas fechas? La posición de Ginzburg resulta nuevamente ambigua, porque por una
parte renueva el relato y por otra hará manifestación explícita de su reflexión y de su posición
muchos años después. En efecto, sólo en los años noventa se planteará abiertamente esta
cuestión, al menos con respecto a El queso. Y lo hará sobre todo en dos artículos aparecidos
en 1994. Por un lado, en "L'occhio dello straniero"; por otro, en un artículo de encargo para
una publicación alemana, en el que se le pedía una reflexión sobre su obra, un artículo que
lleva por título "Microhistoria: dos o tres cosas que sé de ella". Las breves referencias a El
queso se centran particularmente en los problemas de la narración. Como ocurriera en Mitos,
esas alusiones describen una especie de itinerario intelectual contextualizando con ello aquel
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libro dentro de un conjunto de cuestiones presentes en su obra. Así, el relato y, más aún, "la
figura del historiador-narrador" eran los asuntos que motivaban su atención y su
experimentación. Como en "Indicios", Ginzburg proponía también la lista de sus
predecesores: en este caso, y hablando de narración, no eran otros historiadores los que le
habrían influido, sino aquellos grandes escritores a los que como Proust, Woolf o Musil les
debemos la principal innovación del género narrativo. A esto mismo ya hicimos alusión
anteriormente para otros fines. A esta nómina de autores, narradores de prestigio y evidentes
revolucionarios de la novela contemporánea, Ginzburg añadía el Queneau de los Ejercicios
de estilo como estímulo adicional.
Las palabras que emplea el propio Ginzburg en "Microhistoria" con respecto a El
queso son bien significativas: existía una "estrategia narrativa" y, más aún, tenía una clara
"disponibilidad a la experimentación". Quizá llame la atención que si esto era tan evidente
como lo declara en los noventa, no aparezca explícita o manifiestamente en los setenta. La
novela, por ejemplo, grande o pequeña, no suele estar precedida por un prólogo del autor que
"aclare" las intenciones del escritor o los propósitos de la obra. No hay mensaje que se revele
ni tampoco suele ser común que el novelista confiese cuáles han sido sus recursos formales o
estilísticos. En principio, en efecto, es una convención de los géneros de ficción no aportar
dato contextual alguno acerca de los materiales de los que procede el escrito o acerca de la
anécdota personal o de la historia en la que se funda la trama. Y cuando se hace, cuando se
vulnera deliberadamente esta regla no escrita, las consecuencias suelen ser bastante chistosas
o dudosas, hasta el punto de que, incluso, ese peritexto, ese prólogo, puede llegar a tomarse
como un falso paratexto, como si fueran unas palabras que integran la narración propiamente
dicha. En ese caso, de darse tal confusión, un relato que es de ficción tiende a anular la
declaración de verdad en la que se basa el peritexto.
Ahora bien, con El queso, nos las vemos con un libro de historia y, por tanto, con una
obra cuyo registro de verdad es el precepto incontrovertible. En ese caso, un prólogo
aclaratorio no es improcedente. Más aún, suele ser convención comúnmente aceptada insertar
textos que descifren las claves de la investigación, el contexto de su producción, el objeto y el
propósito que guiaron a su autor. El prefacio de Ginzburg se extiende, como hemos visto, en
este sentido. Describe con mucho detalle el ambiente historiográfico y los referentes con los
que confrontar el texto, pero lo que no nos dice, sobre lo que no se extiende, es sobre el
relato, sus condiciones y recursos. ¿Cómo es posible que ocurra esto si, años después, el
propio Ginzburg subrayará la dimensión narrativa y experimental del volumen? El silencio de
los setenta y su contraste con la declaración explícita de los noventa puede hacernos pensar
en una operación de reacomodación de algo que no había; puede hacernos pensar que se trata
de una reconstrucción retrospectiva que intenta adaptar un viejo libro a un asunto nuevo, una
cuestión que ha devenido central en los últimos tiempos. No creemos que sólo sea un mero
ejercicio de razón ulterior. Creemos, por contra, que es a todas luces evidente la clave
narrativa y experimental (lo confiese o no Ginburg en los setenta) de El queso. Su lectura
contextual y actual revela esa preocupación y esa estrategia, revela implícitamente la
condición de relato que el historiador impone a su obra. De todos modos, sigue sin aclararse
el silencio acerca de este tema en aquel momento. Convendrá, pues, extenderse en los tratos
que el historiador italiano tenga con la narración (y, por añadidura, con las narraciones de
ficción), y convendrá observar también cómo traba relación entre aquélla y la verdad.
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2. Para cuando Ginzburg publica su obra, en 1976, el debate sobre el relato ya había
aparecido en la discusión contemporánea de los historiadores. Nombres tales como los de
Paul Veyne, Hayden White o Michael de Certeau habían planteado este problema, el de la
escritura de la historia, y lo habían hecho poniéndolo en relación con la verdad. Sin
embargo, como hemos visto, su única alusión en este plano era a Foucault. Ahora bien, el
problema de la verdad tratado en este filósofo no ponía el acento en el relato, sino en las
implicaciones de poder de la verdad construida históricamente. ¿Cuándo se planteará
Ginzburg de manera manifiesta esa cuestión? Habrá que esperar hasta los años ochenta,
momento a partir del cual se pronuncia reiteradamente, en términos críticos. Esos
pronunciamientos prolongan algunas de las ideas que vertiera Ginzburg contra Foucault en el
prefacio de El queso. Sin embargo, ya no es el mismo interlocutor el que es objeto de su
crítica. Ahora, por el contrario, el antagonista es uno de esos tres historiadores que desde
hacía tiempo venía interrogándose acerca de la escritura de la historia: Hayden White. No
obstante, una parte de sus ideas con respecto a White no son estrictamente originales, puesto
que provienen de uno de sus maestros: Arnaldo Momigliano. ¿Cuáles son estas ideas?
Momigliano era un historiador que, como él, también procedía de la comunidad
hebrea del norte de Italia. Además, pertenecía a la misma generación de la que había formado
parte Leone Ginzburg, una generación castigada por la guerra, perseguida por las leyes
raciales de 1938 y en parte sacrificada en el holocausto. Su formación intelectual reunía la
tradición judía confesional y la predisposición laica apreciable en la colonia hebrea radicada
en el Piamonte. Su estancia en Inglaterra, huyendo de la persecución, le permitió entrar en
contacto con los emigrados centroeuropeos, en particular con el Instituto Warburg,
ensanchando con ello sus intereses históricos. De toda su obra, centrada particularmente en la
antigüedad greco-romana y en la cultura hebraica, aquello que destaca especialmente es su
predisposición historiográfica. En efecto, de sus libros cobran especial relieve los ensayos
dedicados a analizar el concepto y la práctica de historia, en polémica entre otros con
Droysen. Para lo que ahora nos interesa, Momigliano mantuvo en los últimos años de su vida
una posición crítica con respecto a Hayden White.
Son varias las referencias que podrían rastrearse en su obra y que aluden al historiador
norteamericano. Por ejemplo, en 1974, y recién publicado el libro de White Metahistoria,
Momigliano lo abordaba en un ensayo titulado "El historicismo revisitado". Este libro de
White, aparecido un año antes, tenía por subtítulo La imaginación histórica en la Europa del
siglo XIX y, como se sabe, abordaba la poética de la historia, esto es, los recursos retóricos
que constituyen el discurso histórico. La conclusión más obvia de su análisis consistía en
argumentar que la verdad era una producción del texto y, por tanto, que lo real histórico sólo
tenía existencia lingüística. Establecido así, ficción y verdad eran ingredientes inextricables en
cualquier obra histórica. Sobre esta tesis polemizará Momigliano. Así, cuando Momigliano
hablaba de historicismo, lo hacía en principio sin aludir a la corriente filosófica o a la escuela
histórica alemanas del siglo XIX; lo hacía mencionando sin más la historicidad de la sociedad
humana, pero también de su observador, el historiador. Éste partiría de los hechos del pasado,
unos hechos seleccionados, explicados y evaluados de acuerdo con criterios o categorías
dependientes del investigador. De este modo, la disciplina histórica podría caer en un
"relativismo" en la medida en que la observación se subordinaría a los intereses del
observador. En efecto, esta disciplina, lejos de aportar un conocimiento objetivo, en el sentido
antiguo que le diera el positivismo, pone en juego la perspectiva del sujeto cognoscente. Este
es el punto justamente clave de la posición de Momigliano: la historia es una disciplina
extraordinariamente complicada "por la cambiante experiencia del agente clasificador --el
historiador-- que está él mismo en la historia". Ahora bien, la solución correcta para
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Momigliano no estaría en la respuesta dada por White. ¿Por qué razón? Porque a su juicio este
último hace depender equivocadamente los hechos de las figuras retóricas que los presentan.
"La retórica no plantea cuestiones de verdad, que es lo que preocupaba a Ranke y sus
sucesores y lo que todavía nos preocupa a nosotros. Sobre todo --añade--, la retórica no
incluye técnicas para la investigación de la verdad, que es lo que los historiadores ansían
inventar".
Momigliano amplió estos argumentos en un artículo aparecido originalmente en
inglés en 1981 y recogido después, en 1984, en su libro Sui fondamenti della storia antica. En
ese ensayo --"La retorica della Storia e la storia de la retorica: sui tropi di Hayden White"--, le
acusa amablemente de haber excluido la investigación de la verdad de las tareas del
historiador. Más aún, define la búsqueda de la verdad como su tarea fundamental. Por tanto,
eliminarla tiene graves consecuencias. Frente a esto, frente a la verdad, White se limitaría a
concebir a los historiadores como otros tantos narradores, como retóricos que podrían
caracterizarse, según los casos, por los distintos modos de discurso empleados. Con ello, la
historia no sería sino otra forma de literatura, donde la realidad, lejos de ser un dato externo,
es una construcción del propio discurso. En este texto y en otros, la clave del reproche es,
pues, la reducción de la historia a retórica. Como buen helenista, Momigliano recupera esa
relación de acuerdo con lo dicho en la antigüedad, y comprueba que el hallazgo de White es
menos novedoso de lo que parece. En efecto, ya los antiguos apreciaron la parte de retórica
que había en la investigación en tanto los hechos debían presentarse a un auditorio y, por
tanto, el historiador necesitaba ser un orador que pudiera seducir y convencer. Ahora bien,
como él mismo concluye, la retórica tenía una consecuencia ambivalente para los primeros
historiadores, la consecuencia de la bella mentira, de la supeditación de los hechos a su
presentación formal y a su efecto de convicción. Y esto, como dice Momigliano, amenaza la
integridad moral de esa búsqueda de la verdad que se impone el historiador.
Sin rechazar, pues, la parte de retórica que tenga el oficio de historiador, Momigliano
la entiende como una reducción intolerable de una tarea más amplia. Sobre este asunto se
extendió en un célebre texto recogido en su libro de 1985 Tra storia e storicismo. Allí subraya
que los historiadores, a la manera de los retóricos, de los sofistas, de los oradores, recurren a
licencias del lenguaje y a fórmulas del discurso. A su vez, esos mismos historiadores obrarían
al modo de los médicos, los cuales investigan, observan los síntomas y diagnostican con el
propósito de sanar. Es evidente que estas analogías no las inventa Momigliano, sino que las
documenta en ese tiempo greco-romano que tan bien conoce. Pero además le sirven para
describir las diferentes tareas que la investigación histórica se propondría. Los historiadores
persiguen la verdad como los médicos buscan la salud, pero el enfermo, además de
recobrarla, necesita ser convencido y confiar en que el galeno obra adecuadamente, En ese
sentido, la enfermedad es percibida, pero a la vez es un dato objetivo, que no depende sólo del
artificio y del poder de convicción. En términos análogos, la verdad de los historiadores es
también percibida y por tanto depende de artificios de presentación, pero al igual que aquélla
debe tomarse como un dato objetivo, que no se supedita exclusivamente a lo retórico y que se
resuelve en términos de correspondencia.
Buena parte de estos argumentos, e incluso las analogías que empleara Momigliano,
pasarán a la obra de Carlo Ginzburg. También pasará el principal antagonista con el que
enfrentarse a la hora de rebatir la idea de la historia como retórica: Hayden White. Que haya
esta afinidad puede obedecer a diversas razones y, en cualquier caso, el propio Ginzburg ha
dejado constancia en distintas ocasiones de su admiración por el trabajo de Momigliano. ¿Qué
es lo que le atraía? Según declaraba a la Radical History Review, se sentía próximo a la feliz
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combinación de dos elementos en una misma obra, en la obra de Momigliano: por un lado,
una cierta "kind of self-consciousness"; por otro, un "real empirical work", esto es, justamente
aquello que puede apreciarse en el propio trabajo de Ginzburg. De todos modos, el debate que
él mantendrá con White se tornará mucho más encarnizado de lo que lo había sido en el caso
de Momigliano. En este sentido, conviene detenerse en la posición de Ginzburg frente a
White por varias razones. En primer lugar, porque aclara, aunque sea retrospectivamente,
ciertas claves de El queso. En segundo término, porque manifiesta cuál es su postura explícita
sobre la relación entre la verdad y la estética y, por tanto, los tratos que puedan darse entre la
historia y la retórica. Finalmente, porque rechaza las consecuencias del escepticismo
epistemológico y del relativismo moral que habría en la perspectiva de White, lo cual por
extensión nos permite entender mejor la crítica acerba que le hiciera a Foucault. De todos
modos, nos hallamos ante un debate parcial, incompleto. ¿Por qué? Porque la polémica se
frustra, al menos en parte, al desentenderse de la confrontación uno de los contendientes, en
concreto Hayden White. ¿Qué controversia intelectual es ésta cuya principal característica es
el inmediato silencio de una de las partes? Quizá sea mejor decir que se trata de una
controversia historiográfica en la que ha sido Carlo Ginzburg quien se ha enfrentado con
Hayden White.
Ese y no otro es nuestro interés, es decir, cómo se mide el historiador italiano frente a
las tesis del norteamericano. ¿Es que, acaso, la obra de Ginzburg se elaborará desde entonces
o se definirá a partir de lo que sostiene White? No, por supuesto: su investigación sustantiva,
sus estudios sobre la brujería, sobre la cultura popular o sobre el sabbat, son independientes
de las indicaciones historiográficas de Hayden White. Pero, por alguna razón, una razón de
época --podríamos añadir--, Ginzburg se muestra crecientemente interesado en polemizar con
el norteamericano, al que percibe como epítome de una cierta manera de hacer y de concebir
la disciplina histórica. De hecho, cuando le acusa prolonga la diatriba contra el escepticismo
que ya era manifiesta en el prefacio de El queso. White sería ahora, después de Foucault, el
principal avalista de una nueva forma de historia que vendría a trastocar o a confirmar la
subversión de algunas certidumbres de la profesión a las que se tenía por indiscutibles desde
antiguo. La quiebra de esas evidencias, o mejor la masiva difusión --que no necesaria
aceptación-- de la postura defendida por White, es reciente entre los historiadores
occidentales, principalmente desde los años ochenta. Eso mismo justificaría que sólo en fecha
reciente Ginzburg se hubiera tomado en serio la hondura de su repercusión y, por tanto, que
se hubiera planteado la pertinencia y la urgencia de la crítica. Pero hay más. Sólo en los años
ochenta es cuando se apreciarían verdaderamente las consecuencias, como diría Momigliano,
de su aproximación a la historiografía, una aproximación que, al eliminar la búsqueda
tradicional de la verdad, pondría en riesgo el conocimiento y la moralidad. En efecto, sería en
esa década, en 1987, el año de la muerte de Momigliano, cuando Hayden White publicaría El
contenido de la forma, y allí se recogería un artículo publicado originalmente en 1982 con el
título de "La política de la interpretación histórica", texto que centraría buena parte de las
críticas de Ginzburg.
3. Lo primero que hay que tener en cuenta es que, como decíamos, nos hallamos ante
una polémica frustrada. ¿Frustrada, en qué sentido? En el sentido de que se aborta pronto,
frustrada en la medida en que uno de los contendientes, Hayden White, parece renunciar a
responder in extenso a la diatriba de la que supuestamente es objeto. De hecho, su último
libro, Figural Realism, que recoge textos de esos años, no contiene alusión alguna a Ginzburg
a pesar de que los temas abordados y los enfoques adoptados invitaban a ello. En todo caso,
esta controversia ha tenido cierto eco, porque trataba aspectos fundamentales y discutidos en
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relación con la historia. Por eso, no es extraño que otros la hayan continuado, yendo más allá
de lo dicho por White o por el propio Ginzburg, y que incluso existan balances de la
discusión.
En una larga y enjundiosa entrevista concedida por Hayden White en febrero de 1993
a Storia de la Storiografia, éste se refiere de manera explícita a quien se le enfrenta en la
polémica, es decir, al historiador italiano, diciendo:
"Ginzburg, for example, hates Metahistory. He thinks I am a fascist. He is also kind of
naive in many respects. He thinks that my conception of history is like that of Croce, that is
subjectivist, and that I think you can manipulate the facts for an aesthetic effect. I think that
one can do so, and although Ginzburg thinks you ought not do that, in my view, he himself
does it quite often".
La alusión, aunque breve, es directa y, por tanto, conviene que subrayemos su
importancia. Como puede comprobarse fehacientemente, White afirma ser víctima de un
violento ataque por parte de Ginzburg. En primer lugar, la que es su obra principal,
Metahistoria, sería objeto de devaluación, hasta el punto de ser un libro literalmente odioso
para el investigador italiano. En segundo lugar, su persona sería ultrajada por lo que sin duda
parece una injuria: si hemos de creerle, Ginzburg piensa que White es un fascista,
pensamiento que el primero habría divulgado en sus intervenciones públicas. En tercer
término, la aportación del norteamericano tendría poca novedad, en tanto sólo nos las
veríamos con un croceano, es decir, con alguien que, a la manera de Benedetto Croce,
sostendría una concepción subjetivista de la historia, alguien que se permitiría y permitiría la
manipulación de los hechos con el fin de lograr un efecto estético.
¿Hemos de creer a White o no? De entrada, no nos indica dónde Ginzburg ha afirmado
tales cosas, ni en qué contexto lo habría hecho. Pero, de ser cierto que odia Metahistoria, nos
sorprendería la manifestación de un sentimiento tan fuerte y profundo, de clara
animadversión, por lo que es, sin más, un texto escrupulosa y meramente académico. Mayor
sorpresa causaría, desde nuestro punto de vista, el hecho de que Ginzburg tildara o, mejor,
denunciara a White como un fascista latente o manifiesto, cuando por las informaciones
disponibles no parece que el norteamericano experimente simpatía política alguna por el
totalitarismo derechista o por la violencia ultra. Y qué decir de White si éste sólo fuera un
croceano más bien vulgar, reiterativo, avalista y legitimador de las manipulaciones históricas.
De creer esto así, sin matices, Ginzburg amputaría los referentes intelectuales en los que
White se reconoce, que no se reducen a un sólo interlocutor. En fin, si hemos de creer a White
en lo que a Ginzburg concierne, alguno de los dos deforma al adversario hasta hacerlo
irreconocible: o bien White miente, simplifica o mistifica, al sentirse agredido con o sin
razón; o bien Ginzburg es un tipo de genio destemplado, bronco, tosco, colérico, atrabiliario,
en suma, alguien que haría públicos sus odios, que denostaría con ruido y furia, y que
atribuiría insidiosamente a otros lo que él mismo perpetra, esto es, la manipulación.
Son varias las ocasiones en las que el investigador italiano se ha referido
explícitamente a Hayden White, aunque nunca lo haya convertido en el motivo exclusivo o
dominante de una intervención escrita. Las alusiones al norteamericano, que no pueden
considerarse meramente accidentales, marginales o intrascendentes, son, sin embargo,
referencias sacadas a colación como ejemplo de posiciones más o menos comunes y
difundidas, y ante las que Ginzburg se mide o se define. Es decir, cuando habla de White lo
hace como uno de los casos posibles a destacar a propósito de asuntos más generales que
rebasan la biografía del norteamericano, o, como antes decíamos, como epítome de una
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perspectiva historiográfica cuya difusión es reciente.
¿Qué se extrae de esas referencias? Dichas intervenciones permiten adivinar un retrato
intelectual de White, retrato en el que Ginzburg condensaría aquellos rasgos que considera
propios y sobresalientes de la corriente intelectual que convendremos en llamar escepticismo
epistemológico. Ahora bien, ese retrato no queda impresionado de una vez para siempre en
una instantánea definitiva. Parece, por el contrario, haber sido trazado tentativa, intermitente,
fragmentaria, reiterativa e, incluso, contradictoriamente: sería, pues, testimonio del propio
acercamiento de Ginzburg a White, una aproximación que no es ni exhaustiva ni sistemática.
Es decir, hay exceso y hay defecto, y, por tanto, la exégesis requiere por nuestra parte un
esfuerzo suplementario, el esfuerzo que dé un cierto orden a lo que, sin duda, es un desorden
argumental y descriptivo, fruto de distintas intervenciones y de diferentes énfasis. Tendremos
White y AntiWhite, pero lo que no podremos hallar en Ginzburg es algo así como un
AntiWhite perfectamente acabado de un solo trazo y que, a la vez, sea completamente
coherente.
Una tentación, por nuestra parte, sería la de dar apariencia de orden a lo que no lo tiene
y a lo que nos ha traído tantos quebraderos de cabeza. Con ello, podríamos limar salientes,
podríamos amalgamar imágenes que no siempre son coincidentes y podríamos solapar perfiles
desiguales. Hacer eso significaría negar a Ginzburg su propio itinerario de lectura, como si
ésta se hubiera hecho de una vez para siempre. La lectura de Ginzburg es, por el contrario, un
trabajo en progresión, con tanteos, hallazgos y desvíos. Al fin y al cabo, no es nuestro objeto
la reconstrucción de la imagen completa, acabada, sistemática y coherente del
norteamericano; nos interesa más, por el contrario, proceder a la exhumación de aquellos
rasgos que el propio Ginzburg subraya de su referente, aquellos perfiles que aprueba o que le
disgustan, a partir de los cuales se mide, se distancia, se irrita o se enfrenta.
Las alusiones explícitas y significativas que Ginzburg realiza de White se contienen en
distintos textos. Para lo que ahora nos interesa, para la reconstrucción de ese retrato que el
historiador italiano emprende, el negativo del suyo propio, serán en principio cuatro los
trabajos que tomaremos como objeto de análisis; principalmente porque cada uno de ellos va
añadiendo elementos, rasgos o atributos que completan la imagen de su oponente. Los textos
a los que nos referimos han aparecido entre finales de los años ochenta y la primera mitad de
los noventa. En concreto, las referencias a White se reparten en los artículos "Montrer et
citer. La vérité de l'histoire", "Unus testis. Lo sterminio degli ebrei e il principio di realtà", y
"Aristotele, la storia, la prova", publicados el primero en Le Débat y los dos restantes en
Quaderni Storici, respectivamente. Asimismo, incluimos el volumen titulado El juez y el
historiador, aparecido en 1991.
El primero de ellos, que está dedicado a la memoria de Arnaldo Momigliano, se
publicó inicialmente en alemán en 1988, y un año después en su versión francesa, la más
difundida. El segundo, cuya dedicatoria se brinda a Primo Levi, es la traducción italiana de
una ponencia titulada "Just One Witness" y presentada a un congreso internacional sobre el
holocausto, celebrado en la Universidad de California-Los Angeles en abril de 1990 y
publicado en 1992 con el título de Probing the Limits of Representation. Por su parte, el
tercero de los artículos mencionados, que encabeza un número monográfico de Quaderni
Storici (1994) dedicado a "La prova", constituye una reelaboración con retoques del
argumento desarrollado para una introducción, en concreto la que dedicara a La donation de
Constantin, de Lorenzo Valla, publicado en París en 1993. Finalmente, el libro que hemos
mencionado lleva por oportuno e informativo subtítulo: Consideraciones al margen del
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proceso Sofri, en alusión a la figura de Adriano Sofri, "uno de mis amigos más queridos",
injustamente inculpado y condenado, según Ginzburg, como inductor de un homicidio
político. Los tres primeros trabajos pueden considerarse, de entrada al menos, como
intervenciones de naturaleza historiográfica en tanto su autor nos habla de la realidad del
pasado, de su expresión en las fuentes y de su conversión en escritura histórica. Por contra, el
volumen mencionado es un livre de circonstances, un texto nacido como respuesta a un
problema judicial, político y, en fin, personal. Conviene, pues, preguntarse en qué términos
alude Carlo Ginzburg a su colega norteamericano.
Tomemos, por ejemplo, "Montrer et citer", del año 1989. Parte Ginzburg de una
desazón que le es propia y que, según manifiesta, es resultado de un divorcio entre disciplinas:
aquel que separa habitualmente la reflexión teórica sobre la historia, por un lado, y la práctica
concreta de la investigación, por otro. La primera tarea es asumida por los filósofos, algo
evidente, por ejemplo, en las páginas de revistas como History and Theory, que no suele
reclutar a sus colaboradores de entre los historiadores, al menos en los primeros tiempos de su
publicación. Estos últimos, en efecto, apenas se ocuparían de explorar las implicaciones
teóricas de su oficio, y, como mucho, producirían reflexiones metodológicas ingenuas,
confusas o poco interesantes a juicio de "un esprit nourri de philosophie", según apostillaba
irónicamente Ginzburg.
Otro aspecto que confirmaría ese hiato al que aludimos es la materia acerca de la que se
reflexiona: mientras los teóricos se centran de manera exclusiva en los productos finales, en
los productos resultantes, es decir, en los libros, en las monografías publicadas, los
historiadores que debaten acerca de su disciplina pretenden sobre todo hacerlo sobre las
condiciones de elaboración de su trabajo, sobre las implicaciones de la investigación empírica
que desarrollan. Una prueba fehaciente de esta separación es, por ejemplo, la que puede
hallarse en la repercusión que tuvo la polémica seguida entre los filósofos analíticos desde
que en 1942 Hempel publicara "La función de las leyes generales en historia". Mientras entre
los filósofos profesionales, la controversia dictó lo relevante, entre los historiadores, aquella
polémica sólo provocó escaso interés.
En una posición ciertamente original, entre filósofos e historiadores, pareció situarse la
obra de Hayden White, al menos desde que en 1966 diera a la luz su ensayo titulado "The
Burden of History", texto después incluido en Tropics of Discourse y que el propio autor
reconoce inevitablemente poshempeliano. De entrada, fue la suya una postura a
contracorriente y, desde luego, añade Ginzburg, hay que reconocerle haber provocado y
estimulado un nuevo debate en medio de un clima intelectual diferente. ¿Qué es lo que en
sustancia defendía en aquel trabajo primerizo? Ginzburg no parece estar demasiado
preocupado en dar cuenta exhaustiva del contenido de aquel texto, en informarnos de los
pormenores precisos de cuál sea el desarrollo de sus argumentos. Por eso mismo, abrevia sus
reflexiones subrayando lo que, para él, es lo esencial de aquella intervención.
En ese sentido, señala, la base que da consistencia a la tesis sostenida por White es el
reconocimiento del constructivismo en la definición epistemológica contemporánea de los
saberes. Y añade para explicitarlo: frente a un positivismo rezagado, frente a postulados
positivistas aún en curso, el norteamericano ponía de relieve la naturaleza inevitablemente
constructivista de la enunciación histórica, en sintonía con el constructivismo del que
participarían también los enunciados artísticos y científicos, tal y como vendría
manteniéndose en época reciente. En suma, el arte, la ciencia y la historia, más allá de sus
diferencias ostensibles, compartirían la condición de ser manifestaciones culturales que, se
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admita o no, acaban configurando,su propio objeto a partir del acto de enunciación. Apuntado
esto, Ginzburg enmudece. Sin embargo, su alusión es insuficiente para entender
completamente su propio argumento en relación con otros que más tarde defenderá. Por tanto,
añadamos información que aclare lo que sostenía Ginzburg a propósito de aquel ensayo.
White iniciaba su ensayo mencionando la "táctica" frecuente y afortunada de la que se
servirían los historiadores frente a sus críticos: frente a aquellos que le reprochan a la historia
la falta de un status de ciencia pura, sus oficiantes responderían aduciendo que es el suyo un
conocimiento fundado más sobre la intuición que sobre métodos analíticos, y, por tanto,
próximo al arte o, mejor, presentándose como una clase especial de arte; por contra, ante
aquellos que le imputan su incapacidad para ahondar en las esferas más recónditas de la
conciencia humana, a la manera en que lo harían, por ejemplo, los literatos, los historiadores
se defenderían argumentando la naturaleza de semiciencia que la disciplina tendría, estando
privados, pues, del derecho a la manipulación "libre" de los datos históricos.
Además de una táctica defensiva, sostener lo anterior sería sobre todo una forma de
definir epistemológicamente el saber histórico, erigido sobre el terreno neutro del arte y de la
ciencia. Si de tácticas hablamos, si designamos esa equidistancia en términos metafóricos
tomados de la guerra, añade White, es porque hay una liza, es porque la historia estaría
implicada en una suerte de conflicto. De hecho, existe una opinión difusa según la cual, frente
a la mediación afortunada entre arte y ciencia que la historia dice o parece asumir, "the
historian is the irredeemable enemy of both", lo que expresado en otros términos quiere decir
que habría una evidente hostilidad hacia la historia. ¿Cuáles serían las razones de esa crítica
más o menos acerba hacia esta disciplina?
La primera de ellas tendría que ver con la propia naturaleza de la profesión histórica.
Según sostiene White, "history is perhaps the conservative discipline par excellence",
conservadora en el sentido de asumir y defender una voluntaria ingenuidad metodológica
frente a lo que proponían el idealismo filosófico y el positivismo sociológico. Este
conservadurismo, en fin, ha tenido distintas manifestaciones, pero, sin duda, una de las más
importantes ha sido la resistencia a cualquier clase de autoanálisis. La segunda de las razones
que fundamentaría la crítica de la historia se apoyaría en un descubrimiento reciente: "the
discovery of the common constructivist character of both artistic and scientific statements".
Conviene dar el suficiente relieve a este asunto en tanto que es el argumento básico en el se
detiene Ginzburg con el fin de identificar la tesis de White.
El constructivismo, señalado por White y recordado por Ginzburg al abordar el
contenido de "The Burden of History", es un descubrimiento reciente. Su impacto no puede
ignorarse, entre otras cosas porque pondría seriamente en crisis algunas de las certidumbres
más firmes de la conciencia histórica heredada del siglo XIX. El constructivismo, en efecto,
subrayaría la dependencia histórica de esas mismas creencias, su accidentalidad, al admitirse
al final que la propia noción de historia sería "a product of a specific historical situation".
Con ello, perdería su apreciado status como forma de pensamiento autónomo y
autoconfirmatorio, y, además, añade White, haría irrelevante ese supuesto terreno neutro en el
que los historiadores creerían hallarse. Y ello porque no estaría nada claro, al menos de
entrada, que el arte y la ciencia fueran dos formas esencialmente diferentes de comprender el
mundo o que el historiador estuviera especialmente dotado para ejercer ese papel de mediador
que se atribuye desde el ochocientos.
De lo anterior se sigue, pues, que "the burden of the historian in our time is to
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reestablish the dignity of historical studies on a basis that will make them consonant with the
aims and purposes of the intellectual community at large". ¿Y cómo se llevaría a cabo esa
tarea que, a juicio de White, le compete al investigador actual? "The contemporary historian
--señala-- has to establish the value of the study of the past, not as an end in itself, but as a
way of providing perspectives on the present that contribute to the solution of problems
peculiar to our own time". Y, en esa labor, su propósito no puede distanciarse de las
"techniques of analysis and representation " con las que "modern science and modern art have
offered for understanding the operations of consciousness and social process".
Pero, como añade White, esa tarea implica no sólo aproximarse a los "latest technical
and methodological developments in the social sciences", que es lo que, en efecto, ha ocurrido
con la renovación historiográfica; supone también apropiarse o hacer uso de las "modern
artistic techniques in any significant way", como serían las yuxtaposiciones, las involuciones,
las reducciones y las distorsiones, a la manera de lo emprendido por James, Woolf, Joyce o
Faulkner, prácticas que habrían despertado un muy escaso interés entre los historiadores, al
menos a la altura del año 1966. A su juicio, pues, ésa es la manera actual en que la historia
puede asumirse como combinación entre ciencia y arte: por un lado, haciendo uso de
procedimientos científicos experimentados con éxito y, a la vez, empleando "impressionistic,
expressionistic, surrealistic, and (perhaps) even actionist modes of representation for
dramatizing the significance of data".
¿Cuáles son las implicaciones de lo que nos propone White en 1966? O, dicho en otros
términos, ¿qué se deriva del constructivismo intrínseco e inevitable que atribuye a los
enunciados históricos? La "prudencia" manifestada por el norteamericano o, mejor, la
posición moderada por la que parece inclinarse --ciencia y arte--, no son objeto de especial
mención por parte del historiador italiano, a pesar de que en algún sentido El queso, por
ejemplo, pueda verse como un híbrido entre ciencia y arte. Ahora bien, si Ginzburg no lo
aborda explícitamente, no es porque esta discusión sea irrelevante, sino quizá porque para él
el significado de dicha idea no está dado de antemano, y puede variar de acuerdo con quien la
enuncie. Por tanto, conviene en este caso situarla dentro del itinerario de White: al fin y al
cabo, se expresa en un ensayo no muy extenso, y menos analítico que tentativo.
Por eso mismo, si Ginzburg no se extiende sobre esta cuestión es, en parte, porque a su
juicio las consecuencias de lo defendido por White en 1966 sólo se hacen patentes, sólo
adquieren un significado biográfico, en la progresión intelectual que el norteamericano
experimenta y que, en este caso, le lleva a la publicación de su obra más relevante y más
atrevida. En efecto, añade el italiano, años después de la publicación de "The Burden of
History", en 1973 en concreto, White prolongaría y consumaría el giro dado al análisis del
objeto y de la disciplina histórica desarrollando su perspectiva resueltamente "antipositiviste"
con la publicación de Metahistoria.
Sin lugar a dudas, nos recuerda Carlo Ginzburg, nos hallamos ante el texto capital del
norteamericano, ampliamente reconocido y por el que merece ser juzgado, más allá de
intervenciones breves, circunstanciales o menores que jalonan su biografía y que en todo caso
son parasitarias de aquel trabajo. ¿Qué es lo que White sostiene? Lo que se propone es
averiguar qué clase de conocimiento produce la historia. De entrada, fue éste un saber
reconocido, privilegiado, admirado, sobre todo en el pasado, sobre todo en el reciente siglo
XIX, época de publicación de las grandes obras de la historiografía europea. Llegado, sin
embargo, un determinado momento, una doble corriente de opinión comenzó a censurar los
usos y la naturaleza de la historia. ¿Y ello por qué? Según nos advierte White, la reacción de
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hostilidad frente a la historia se debía a que se le imputó una incapacidad manifiesta para
devenir ciencia rigurosa o auténtico arte, que son, en definitiva, los pivotes en torno a los
cuales ha girado la propia conciencia histórica a la hora de definirse epistemológicamente.
Recupera, pues, con dicho argumento la tesis básica de "The Burden of History".
Se trata, en efecto, de una rebelión contemporánea contra la propia historia que ha
tenido múltiples derivaciones. En el momento de escribir Metahistoria, esta corriente hostil se
encarnaba en las figuras de Claude Lévi-Strauss y de Michel Foucault, para quienes la historia
merecería impugnarse por ser una suerte de autoengaño específicamente occidental, es decir,
ideología justificativa que serviría, en palabras de White, para "fundamentar en forma
retroactiva la presunta superioridad de la sociedad industrial moderna". ¿Se propone ahondar
en ese tratamiento derogatorio dado a la historia por parte de algunos de los máximos
representantes del pensamiento francés de los años sesenta? Aunque su perspectiva no sea
completamente ajena a esos mismos autores, --de hecho, afirma haberse "beneficiado con la
lectura de los críticos estructuralistas franceses"-- no es ésa la tarea que ahora se impone:
aquello que puede definirse como la meta de su largo ensayo es "aportar un punto de vista
nuevo sobre el actual debate acerca de la naturaleza y la función del conocimiento histórico".
Con ello, se podrá averiguar no sólo cuál es la epistemología en la que los historiadores dicen
fundamentar su saber, sino también apreciar la justeza, las razones y la genealogía de esa
rebelión reciente contra la historia.
A partir, pues, de ese objeto, su análisis se delimita en torno a la gran producción
historiografía del siglo XIX, momento clave de institucionalización, de asentamiento y de
desarrollo de la disciplina. Más en concreto, estudiará la obra de algunos de los maestros
reconocidos de la historia decimonónica (Michelet, Ranke, Tocqueville, Burckhardt), así
como la producción y las ideas de los principales filósofos de la historia, entre ellos, Hegel,
Marx, Nietzsche y Croce. ¿Era el suyo un planteamiento clásico de historia de las ideas? No
exactamente: más bien, se trataba de aplicar una perspectiva formalista sobre aquellos que
designaríamos como clásicos y, por tanto, sobre los diferentes modelos reconocidos de
concebir la producción y la escritura históricas. Es decir, una aproximación que Ginzburg
admite y reconoce relevante cuando se aplica a otros productos culturales: los mitos, los
cuentos, etcétera. Ahora bien, en el caso de White, el fin es revelar los componentes
estructurales que hacen posible cada uno de los relatos de la historia.
Admitido esto, aquello que intenta el norteamericano, y por lo que es significativo para
el itinerario intelectual que Ginzburg nos propone, es la defensa de tres argumentos básicos
acerca de la escritura de la historia. El primero de ellos haría referencia a la naturaleza interna
de toda obra histórica. Esta consistiría, según leemos al inicio del libro, en "una estructura
verbal en forma de discurso en prosa narrativa", o, como añade algunas páginas después, una
estructura verbal que "dice ser un modelo, o imagen, de estructuras y procesos pasados con el
fin de explicar lo que fueron representándolos". En efecto, este producto resultante,
manifestado en las monografías, combinaría "cierta cantidad de `datos´, conceptos teóricos
para `explicar´ esos datos, y una estructura narrativa para presentarlos como la representación
de conjuntos de acontecimientos que supuestamente ocurrieron en tiempos pasados", según
leemos a partir de la paráfrasis irónica de Ranke.
La alusión que Ginzburg hace en "Montrer" de este conocido e importante argumento
quiere ser fiel, incluso, en lo que a literalidad se refiere. De hecho, reproduce la primera parte
de su enunciado: "toute oeuvre historique est --y cita al pie de la letra-- ``une structure verbale
sous la forme d'un discours narratif en prose''. Sin embargo, como en el caso de "The Burden
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of History", la alusión es informativamente breve, y el lector puede quedarse sin averiguar
cuál es la base intelectual en la que White se fundamenta o dice fundarse. Ginzburg no nos
dice nada acerca de cuáles sean los interlocutores con los que White dialoga o de los que hace
partir su análisis para llegar al argumento que el propio historiador italiano evitaba. Pues bien,
la mención que ahora podamos hacer, lejos de impugnar la presentación de Ginzburg,
prolonga el hilo conductor del que tanto el italiano como el norteamericano se valen.
En ese sentido --y reproducimos la cita que Ginzburg hace de White--, concebir la obra
histórica como "une structure verbale sous la forme d'un discourse narratif en prose" es fruto
de una indagación intelectual acerca del problema del realismo. De hecho, añade White, éste
"es el problema para la historiografía moderna", como también lo es para Ginzburg. Aunque
enunciarlo no implica ni plantearlo igual ni, por supuesto, responder desde posiciones
similares. En buena medida, éstas dependerán de los referentes de los que se sirven y de cómo
son empleados, pues puede haber coincidencias en los nombres y diferencias en sus usos,
como de hecho así sucede.
Desde esa perspectiva, White nos habla de sus interlocutores teóricos. En primer lugar,
subraya la importancia que para él tuvieron René Wellek, Erich Auerbach, E.H. Gombrich,
Northrop Frye y Kenneth Burke, vale decir, aquellos que se habían planteado centralmente el
problema del realismo, y de cuya producción destaca Mimesis. La representación de la
realidad en la literatura occidental, de Auerbach, y Arte e ilusión, de Gombrich. En segundo
lugar, y aunque sin el relieve de los anteriores, también afirmaba haberse beneficiado de la
lectura del Michelet de Roland Barthes, de Las palabras y las cosas de Michel Foucault, así
como de Lucien Goldmann y de Jacques Derrida, autores a los que, en 1973, identificaba
como el grupo de los "críticos estructuralistas franceses", ocupados, por tanto, de la
exhumación de las estructuras culturales y de sus componentes. En último y tercer lugar,
subraya la influencia de cierta filosofía anglosajona, en concreto aquella que se habría
ocupado del problema de la narración desde la perspectiva analítica, mencionando a W.B.
Gallie, Arthur C. Danto y Louis O. Mink, sobre todo por los análisis del elemento "ficticio"
en el relato histórico.
Si White insiste, a partir de su opción formalista, en la historia como estructura verbal,
el segundo argumento evocado por Ginzburg constituiría el desarrollo consiguiente de aquel
punto de partida y sobre el que una parte de la literatura mencionada ya se había pronunciado.
Nos referimos, claro, a cómo esa estructura verbal, ese discurso en prosa, dice representar la
realidad extratextual. Según lo recordado por Ginzburg, aquello que White sostiene es la
correlación que habría existido entre "modes littéraires spécifiques" y "les oeuvres historiques
de Michelet, Ranke, Marx, Tocqueville ou Burckhardt". Es decir, aquello que el
norteamericano mantendría abiertamente sería la dependencia de lo que él denomina la
"imaginación" histórica con respecto a la propia historia concebida como producto literario,
como discurso en prosa.
Si el realismo novelístico era un producto de los dispositivos internos de la obra, el
realismo que reclamaría la monografía histórica tendría una misma naturaleza. De hecho,
como insistentemente nos recuerda White a lo largo de Metahistoria, el realismo fue la piedra
de toque, la palabra de orden, de "la cultura europea del siglo XIX". Es más, el realismo
histórico de esa centuria sería algo así como "la matriz de (...) las distintas escuelas de
pensamiento" a las que convertiría precisamente en "habitantes de un mismo universo de
discurso". Más aún, "ser `realista´ significaba ver las cosas en forma clara, como realmente
eran, y también extraer de esa comprensión clara de la realidad las conclusiones apropiadas
para vivir una vida posible con base en ellas. Vistas así --añadía White--, las afirmaciones de
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`realismo´ esencial eran a la vez epistemológicas y éticas". La operación de Hayden White
sería, pues, en este asunto hacer depender el realismo que se predicaba, no del principio de
realidad al que pretenderían ser fieles nuestros colegas del pasado, sino de la estructura
profunda, de la moda literaria específica, que informaría la propia obra histórica.
Finalmente, el tercer argumento evocado por Ginzburg constituye la conclusión, la
apostilla de los dos primeros, y es con toda seguridad el aserto más polémico y, a la vez, el
más importante. Según lo dicho, White subrayaría la condición de sistemas cerrados que
tendrían las obras de los grandes historiadores mencionados y de aquellos otros que
participarían de ese mismo universo de discurso. Como sistemas cerrados, contendrían
"modelos de representación o conceptualización histórica" cuyo valor no procedería de las
teorías aplicadas, de los "datos" empleados, de las fuentes utilizadas o de la realidad
extratextual en la que dicen fundarse. Su valor, por contra, dependería "más bien de la
consistencia, la coherencia y la fuerza esclarecedora de sus respectivas visiones del campo
histórico". En este sentido, resulta curioso que El queso, que parece depender de los datos y
de las interpretaciones de esos datos, nunca haya sido objeto de revisión por parte de
Ginzburg. Pasa el tiempo, se multiplican las traducciones, se suceden las reimpresiones,
aumentan los conocimientos sobre ese período y, sin embargo, El queso se mantiene
efectivamente como una obra cerrada en la que ni siquiera se añade otro prólogo o un epílogo
que contextualizara su elaboración o que actualizara su posición ante las críticas recibidas o
ante las nuevas informaciones si las hubiera. Desde este punto de vista, y como ya hemos
señalado, Ginzburg o la concibió o la admitió finalmente como una obra inconmensurable, en
el sentido empleado por White y que al historiador italiano le repugnaría.
En efecto, si volvemos a la parte final de Metahistoria, puede leerse que, para White,
"cada uno de los grandes historiadores y filósofos de la historia que he estudiado despliega un
talento para la narración histórica o una consistencia de visión que hace de su obra un sistema
de pensamiento efectivamente cerrado, que es imposible de medir con los otros que aparecen
como sus competidores"; o, dicho en términos diferentes, por los distintos modos de la
escritura histórica y por su fuerte coherencia interna, estructural, los textos de los grandes
historiadores del siglo XIX no consentirían su respectiva comparación, convirtiéndose, pues,
en mutuamente inconmensurables. "Por esto --concluye White-- no es posible `refutarlos´, ni
`impugnar´ sus generalizaciones, ni apelando a nuevos datos que puedan aparecer en
posteriores investigaciones ni mediante la elaboración de una nueva teoría para interpretar los
conjuntos de acontecimientos que constituyen el objeto de su investigación y análisis".
¿Por qué decimos que este último argumento es el más importante y, a la vez, el más
polémico? Lo sostenemos porque, al considerar las obras históricas sólo como estructuras
verbales formales, White no se extiende sobre la relación que pueda darse entre el texto y la
realidad externa en la que dicen fundarse los historiadores, sobre el tipo de referencialidad que
pueda haber entre el discurso histórico y el pasado expresado en informaciones documentales,
e incluso sobre la referencialidad misma que caracterice los vestigios con respecto a la
sociedad que los alumbró. O, dicho en otros términos. Por un lado, dedica un largo ensayo, un
extenso y enjundioso volumen, al análisis de los dispositivos internos de producción de la
realidad textual de las diferentes obras históricas. Ahora bien, ese análisis no tiene por meta
revelarnos la existencia de un criterio ajeno a la estructura verbal en prosa, un criterio
extratextual, en fin, que permita su respectiva evaluación según la calidad de sus teorías
explicativas, de la información incorporada, o de la realidad externa de la que dicen hablar.
Admitido lo anterior, la comparación y la refutación no son, en efecto, tareas sobre las que
White pueda o deba decir algo. Y ésta es una conclusión cuyas consecuencias y envergadura
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conviene retener especialmente, no porque sea importante en el discurso de White --que lo
es--, sino porque constituye uno de los momentos capitales de la descripción emprendida por
Ginzburg y a partir de la cual se medirá y con la que se enfrentará.
[…]
5. […] en El juez y el historiador, Ginzburg recupera los paralelismos entre ambos
autores [Hayden White y Michel de Certeau ] y, más allá de cuestiones de detalle, los hace
partícipes de una misma aventura intelectual: aquella que identifica con el escepticismo
epistemológico en la historiografía. Con ello, nuestro autor reitera alguno de sus argumentos
ya sabidos y los encarna.
En El juez, las referencias a White no tienen la entidad ni la extensión que habían
alcanzado anteriormente. Es decir, son más circunstanciales y además están subordinadas por
entero al argumento que desarrolla, las pruebas judiciales y la inculpación. La alusión
explícita se produce en nota y su fin es de entrada meramente informativo: aquello que
pretende el autor es ejemplificar y personificar una tendencia histórica reciente que no es otra
que la del escepticismo gnoseológico. Según leemos, Michael de Certeau en Francia y
Hayden White en Estados Unidos serían los exponentes máximos de dicha orientación y
compartirían una noción de representación a la hora de describir las fuentes del historiador.
De acuerdo con esto, el documento, lejos de ser el pasado, es sólo una representación a la que
acceden y con la que trabajan los historiadores. Dicha representación estaría construida según
un código determinado, que sería la mediación, filtro o barrera imposible de franquear, dado
que "alcanzar la realidad histórica (o la realidad) directamente es por definición imposible",
como apostilla la paráfrasis de Ginzburg. La peculiaridad de este escepticismo estriba en que
la idea de representación les sirve no para depurar las vías de acceso a lo real, sino para
declarar "la incognoscibilidad de la realidad", para declarar, dicho de otro modo, que la
realidad sólo tiene una existencia lingüística o textual.
Fuera de esta alusión literal, White pierde protagonismo. Ahora bien, la propia
brevedad es altamente significativa en tanto Ginzburg parece entender que, dadas las
referencias, no se requiere mayor esfuerzo erudito. ¿Cuál sería, pues, ese significado? La nota
bibliográfica incluida en El juez en la que Ginzburg recuerda a White tiene una doble
mención que añade algo nuevo a lo visto hasta ahora: se trata de la remisión del autor a otros
análisis de la obra de White para evitar extenderse así en más pormenores. Por un lado,
Ginzburg cita el estudio de Momigliano que se publicara en 1981 y sobre el que ya nos hemos
extendido. Por otro, envía a su propia producción, en concreto a "Montrer" y a la versión
inglesa de "Unus testis".
Eso mismo, o algo parecido, es lo que Ginzburg hace cuando en abril de 1994 publica
"Aristotele, la storia, la prova". Es decir, insiste en parecidos argumentos y en idénticas
referencias, ampliando con ello tesis ya conocidas o modificando ligeramente puntos de vista
ya sostenidos. Muy pronto, en la primera página del artículo y en la tercera nota bibliográfica,
nos tropezamos otra vez con Hayden White, con el cual parece medirse nuevamente, al menos
en lo que al argumento básico se refiere. Ahora bien, esta vez, la biografía de White deja de
ser el pretexto más o menos razonable que justificaría un excursus. Es como si Ginzburg
diera, en efecto, por sabido el itinerario del norteamericano, dado que el lector o el seguidor
del historiador italiano estarían ya al tanto de la breve incursión biográfica que aquél realizó.
Por contra, lo que ahora nos propone en unas líneas rotundas, claras y sintéticas es enunciar
una tesis e identificar a sus defensores.
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En ese sentido, el nombre de Hayden White reaparece como uno de los portavoces o
principales responsables de la difusión del argumento que va a sostener. Pero el
norteamericano tampoco esta vez aparece sólo. En este caso, el par que Ginzburg le adjudica
ya no es Michel de Certeau, el Michel de Certeau de La escritura de la historia, según
pudimos leer en "Unus testis" o en El juez. Y no lo es a pesar de que el objeto por el que
convoca a White es el mismo por el que mencionaba al historiador francés en sus trabajos
anteriores. Es, por contra, uno de los referentes que Ginzburg le había adjudicado en su propio
itinerario intelectual, en concreto aquel cuya lectura más se había demorado y que, por tanto,
más tardíamente había producido sus rendimientos: nos referimos, claro, a Roland Barthes, al
que convierte en su igual y al que hace copartícipe de una misma operación cognoscitiva. De
todos modos, Ginzburg no ofrece referencia alguna en relación con Barthes, no cita ninguna
de sus obras.
¿Cuál sería la tesis que la fundamentaría? En sustancia, el argumento principal
sostenido por Hayden White y por Roland Barthes sería el de la "riduzione della storiografia
alla retorica", como operación antipositivista y finalmente escéptica. ¿De dónde procedería
esa tesis o, dicho en otros términos, cuál sería el referente privilegiado de dónde arrancaría?
Quizá el lector familiarizado con las alusiones de White hechas por Ginzburg respondería sin
dudarlo: Giovanni Gentile. Pues bien, el historiador italiano nos desconcierta nuevamente con
sus atribuciones eruditas y frente a la figura de Gentile, a la que tanto relieve se le dio en el
origen de las concepciones epistemológicas de White, nos propone ahora a Nietzsche como
precedente más o menos remoto de los postulados del norteamericano. ¿Cuál es la razón de
este cambio? En primer lugar, el nombre de Nietzsche puede resultar obvio si hablamos de la
historia como retórica y, en ese sentido, es lógico que la introducción de su último libro
(History, Rhetoric and Proof) acabe concediendo a este filósofo la relevancia que merece en
una genealogóa del escepticismo. Por tanto, la pregunta en este caso debería invertirse y sería,
pues, por qué no había aparecido hasta ahora. En segundo lugar, en cambio, quizá resulte de
mayor interés averiguar por qué desaparece Gentile como referente si tanto relieve se le dio
con anterioridad. Probablemente, aunque de manera explícita Ginzburg no lo señale, la razón
haya que atribuirla ahora al hecho de hacer copartícipes a White y a Barthes: en "Unus testis",
Ginzburg admitía la falta de conocimiento directo de la obra de Gentile en el caso de Roland
Barthes; por tanto, la figura de Gentile se desvanece y queda reemplazada por el referente más
obvio y más conocido, es decir, por Nietzsche.
En cualquier caso, este filósofo alemán ya había aparecido como adversario un año
antes, en 1993, cuando Ginzburg publicara el prefacio a La donation de Constantin, de
Lorenzo Valla. Como se sabe, este texto toma por objeto el problema clásico de la
falsificación documental, y las reflexiones que Ginzburg añade tienen que ver precisamente
con la naturaleza de las fuentes, con su uso y, en último término, con la verdad. Desde este
punto de vista, la alusión a Nietzsche está en relación con el escepticismo epistemológico y
con los riesgos de concebir la historia como mera retórica. Ginzburg remite la actualidad de
este problema y, por ende, la de este filósofo a los años sesenta, justamente cuando Barthes
publicara sus textos sobre el discurso de la historia y sobre el efecto de realidad que provoca.
¿Dónde está White o qué papel desempeña en esta moda intelectual? Como suele ser habitual,
al menos en este asunto, Ginzburg nos desconcierta nuevamente modificando los
protagonistas. Guarda silencio sobre el norteamericano, no lo menciona en absoluto, a pesar
de que el objeto implícito siempre es el mismo.
En este prefacio, Ginzburg aborda el problema de la retórica y anticipa lo que tratará
16
más ampliamente en "Aristotele". Nos habla de una genealogía, la que relacionaría a
Nietzsche con los sofistas, en la que el escepticismo liquida la idea de verdad y, por tanto,
subordina el conocimiento a la retórica. Ahora bien, en ambos textos el argumento central se
refiere a las diferentes formas y concepciones sobre la retórica que los clásicos grecoromanos nos han legado. A su juicio, el referente clásico por excelencia es el de Aristóteles.
Como se sabe, en la Poética se distingue entre la historia y la poesía, la primera ocupada de lo
particular y la segunda de lo general. De ahí que ésta última sea para el griego "más filosófica
y noble que la historia". Sin embargo, Ginzburg no cree que éste sea el pasaje aristotélico más
relevante acerca de este asunto y nos remite a la Retórica. Su intención es poner de relieve
que el núcleo racional de la retórica aristotélica reside en la noción de prueba y que tal
concepción contradice la propugnada por White o Barthes. Por eso, se pregunta cómo ha sido
posible que se haya dado una mutación tal de ese concepto clásico que ha llevado a
contraponer retórica y prueba. En White y en Barthes, la prueba es un recurso de la retórica
con el fin de persuadir; en cambio, según lo que nos dice Ginzburg, la prueba de la retórica
aristotélica es el instrumento que nos permite acceder a la verdad. Pues bien, esta nueva
concepción se derivaría del De oratore de Cicerón. La autoridad del senador romano habría
determinado esta versión de la retórica como técnica meramente persuasiva, emotiva, en la
que el examen de la prueba ocuparía un lugar muy marginal. En cambio, la visión de
Ginzburg sería aquella que se condensaría en la tradición que, partiendo de Aristóteles y
pasando por Quintiliano, desembocaría tempranamente en Valla y, más tarde, en Mabillon.
Por contra, si la historia es retórica en el sentido ciceroniano, su propósito, como el de ésta,
sería únicamente persuasivo, es decir, tendría como única meta convencer a un auditorio, a un
destinatario. En ese sentido, la persuasión es fruto de la eficacia lograda por los argumentos
empleados y no necesariamente de la verdad que contengan.
Después de lo visto, ¿qué queda de Hayden White? Como hemos podido apreciar, el
retrato que traza Ginzburg, los perfiles que a su juicio lo dibujan, es recurrente y evanescente.
Por un lado, lo toma como adversario con el que medirse, pero, a la vez, no nos da de él una
imagen acabada. Además, los rasgos tentativamente elaborados en diferentes textos no son
totalmente complementarios ni sucesivos, es decir, no añaden una información que sea
siempre coherente con lo que ya ha ofrecido. Por último, los nutrientes intelectuales de White,
sus interlocutores, varían en cada caso, de modo que el énfasis es desigual y lo que en
principio era un gran descubrimiento (Croce-Gentile) cede después en favor de otra tradición
(Nietzsche o Cicerón). En cada una de sus contribuciones, el lector cree hallarse ante el paso
definitivo, ante el rasgo verdaderamente característico de White y del escepticismo, pero la
erudición de Ginzburg siempre nos sorprende con nuevos itinerarios y nuevas
identificaciones. Así, el retrato siempre es provisional y sus perfiles siempre se desvanecen.
Sin embargo, aquello que se mantiene en todos los casos como objeto implícito es la
crítica a un concepto de historia, el de White, entendido como un sistema enunciativo,
cerrado y coherente, con dispositivos diversos a partir de los cuales se crea, se construye, lo
que, por convención, se admite que es la realidad histórica. ¿Realidad interna, textual, o
externa y, por tanto, extratextual? ¿verdad como correspondencia o verdad como coherencia?
La realidad externa es incognoscible, dado que no está en acto y sólo alcanza a ser
representada, jamás copiada, como denuncia Ginzburg. Para el norteamericano, la única
entidad ontológicamente observable es interna, autorreferencial, pero, a la vez, gracias a
determinados mecanismos retóricos, es decir, persuasivos, se le atribuyen rasgos
extratextuales. Por tanto, la historia es sobre todo escritura. Más aún, es un estructura verbal
que se expresa bajo la forma de un discurso narrativo en prosa, no muy distinto, es cierto, del
que caracteriza a la novela, a la ficción.
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Según Ginzburg, sostener lo anterior es defender una concepción epistemológica
antirrealista, subjetivista y finalmente escéptica, y tal concepción le disgusta profundamente.
¿Por qué? Si repasamos su itinerario intelectual, resulta evidente que Ginzburg, al tiempo que
crea sus predecesores, también se da sus oponentes. Como hemos visto, el primero de ellos es
Foucault, pero también Derrida. Este último aparecía en el prefacio de El queso como el
representante más radical del escepticismo y volverá a reaparecer cuando se le interrogue años
después, a mediados de los ochenta, a propósito de la verdad y de la realidad históricas. Ahora
bien, habrá que esperar al fin de esa década para que encuentre en White su siguiente
adversario. A pesar de ello, como hemos visto, la fuerte andanada que le va a dirigir no se
materializa en ningún texto definitivo. Varias pueden ser las razones de esta actitud. En
primer lugar, aunque Metahistoria se publica en 1973, su difusión entre los historiadores es
reciente. Así, los pronunciamientos de Ginzburg se manifestarán cuando las repercusiones de
la obra de White se hagan evidentes dentro de esa comunidad académica. En efecto, cuando la
disciplina histórica recoja las discusiones acerca de la posmodernidad será el momento en el
que la presencia de White domine en los debates históricos. Un sólo ejemplo bastará. En el
reciente The Postmodern History Reader, editado por Keith Jenkins, la obra del historiador
norteamericano es el referente dominante, tanto para quienes defienden el giro posmoderno de
la disciplina como para los que lo rechazan. Además, sobre todo en el ámbito anglosajón, el
denominado giro lingüístico ha acentuado esa presencia en la medida en que los problemas de
representación han acabado por ser el asunto básico de la investigación y de los debates.
Precisamente esto último es lo que más parece molestar a Ginzburg. A fuerza de
conceder tanta importancia a la noción misma de representación, se devalúa la relación que
pueda establecerse entre la realidad externa y el texto. Así lo decía en El juez y lo repite en
un capítulo de Occhiacci di legno, concretamente en el que lleva por título "Rappresentazione.
La parola, l'idea, la cosa", texto previamente publicado en 1991 en Annales. De hecho, en este
texto arremete nuevamente contra "i critici del positivismo, i postmodernisti scettici, i cultori
della metafisica dell'assenza", justamente porque éstos se habrían apropiado de esta noción
subrayando la idea de ausencia. Para ellos, lo representado es una realidad efectivamente
ausente, una distancia irrecuperable. Sin embargo, en este uso torcido de la idea se deja fuera
la contraparte: la realidad representada está efectivamente evocada, está presente, y es lo que
motiva la representación misma. Ahora bien, como siempre, toda la erudición de la que
nuevamente Ginzburg se sirve no le conduce a una crítica sistemática, explícita y nominal de
los argumentos escépticos.
Sin embargo, aunque ésta sea la cuestión de fondo, la irritación de Ginzburg contra
los escépticos puede también obedecer a otro elemento mucho más concreto. El historiador
italiano arremete con fuerza contra White cuando la negación de la realidad extratextual se
pone en relación con el holocausto. No se trata de que White adopte una postura revisionista,
lo cual lo excluiría de la comunidad normal de los historiadores. De lo que se trata es de la
solución que el norteamericano da al problema de la verdad. Y esto ocurre en uno de los
ensayos que se recogen en El contenido de la forma, aquel que hacía alusión a la
"disciplinización" de la historia. Allí, White rechazaba la jerarquía de los relatos históricos en
función de una realidad externa puesto que no habría una verdad como correspondencia, y
sólo la eficacia de las narraciones, la capacidad persuasiva y fundamentadora de la acción
pública de cada uno de los discursos, es lo que permitiría discriminar entre textos o
interpretaciones inconmensurables. Es de suponer que un argumento de este género resulte
intolerable para Ginzburg por su propia condición de judío. Recordemos que incluso
Momigliano, mucho más amable con White e igualmente judío, ya había expresado su
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preocupación por las consecuencias que podrían derivarse de la concepción del
norteamericano. Es decir, la consecuencia perniciosa es que ahora la idea de eficacia, tan
inquietante, se ponga de relieve para poder subrayar la superioridad de la versión hebraica del
holocausto frente a la revisionista. Es decir, la verdad de esa versión, en palabras de White,
"como interpretación histórica, está precisamente en su efectividad para justificar una amplia
gama de políticas israelíes actuales". Es por eso por lo que la verdad de, por ejemplo, la
historia palestina estaría arruinada por la falta de "una respuesta políticamente efectiva a las
políticas israelíes" y por la falta de "una ideología similarmente efectiva, unida a una
interpretación de su historia capaz de dotarla de un sentido".
La posición de Ginzburg se va manifestando a partir de ese texto y en un tono
ciertamente muy crítico, una posición que aclara su noción de realidad y el papel que le cabe
al historiador como lector e intérprete de fuentes. En ese sentido, el historiador italiano centra
en Metahistoria la principal diatriba porque entiende que esta obra es el origen embrionario
del escepticismo reciente en la disciplina histórica. En ningún momento afirma que White sea
un fascista sedicente o vergonzante y si toma el ejemplo del holocausto es porque el
norteamericano lo aduce en su argumentación posterior. Finalmente, Ginzburg no ignora el
papel que desempeña el investigador a la hora de enfrentarse a los documentos, no ignora que
éste establece tanto unos hechos como las interpretaciones que les convienen, las mejores
interpretaciones. Para argumentar mejor, ofrece analogías que permitan describir la actividad
práctica del historiador. El investigador se asemeja a un juez que sabe que ciertos hechos han
ocurrido más allá de la versión o de la representación que de los mismos queden. En una
investigación de la verdad (y aquí compartirían tareas el historiador, el juez y el detective), el
instrumento fundamental es la prueba, la prueba aristotélica. ¿En qué sentido? Según leemos
en El juez, probar es, "según determinadas reglas, que x ha hecho y" y en ese caso "x puede
designar tanto al protagonista, aunque sea anónimo, de un acontecimiento histórico, como al
sujeto de un procedimiento penal; e y, una acción cualquiera". El juez que interroga y que
obtiene declaraciones y deposiciones de acusados y testigos se comporta como un historiador
y sus informantes como documentos que "no hablan por sí solos", por lo que "es preciso
interrogarlos planteándoles preguntas adecuadas". Ahora bien, más allá de la analogía, hay
diferencias que separan al juez y al historiador o al derecho y a la historia. La principal de
ellas es el modo en que el juez puede condenar: mientras que el historiador puede basarse en
pruebas circunstanciales, en el contexto, para proponer interpretaciones que rellenen los
vacíos documentales, el magistrado necesita aquellas que demuestren de manera
incontrovertible la autoría de un delito o, de lo contrario, atenerse al principio del in dubio pro
reo. En cualquier caso, esa distinción entre el juez y el historiador que Ginzburg subraya a
partir del uso de pruebas circunstanciales había sido ya destacada por Marc Bloch. En su
Introducción a la historia, este historiador empleaba palabras prácticamente idénticas a las que
mucho después utilizaría el historiador italiano para fundamentar esa analogía y para acentuar
las diferencias.
Para Ginzburg, los historiadores trabajan con dos formas de argumentación diferentes.
Por un lado, aquella que concluye con una verdad verificada, una verdad en este caso no muy
diferente de la condena documentada por parte de un juez; por otro, aquella que se establece
como posibilidad. O dicho en términos aristotélicos: por una parte, la prueba necesaria y por
otra la probabilidad, lo verosímil. Este último aspecto es fundamental en Ginzburg y en El
queso. Las fuentes históricas tienen lagunas, esos vacíos o espacios indeterminados a los que
aludíamos parafraseando a Eco, que el historiador rellena con condicionales, con adverbios
como "quizá" o "probablemente" y que no son sino conjeturas. La verdad verificada describe,
pues, hechos comprobados; la verdad conjeturada se refiere, en cambio, a posibilidades. El
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juez no trabaja con estas últimas, pero el historiador sí.
Las analogías que ha empleado Ginzburg a lo largo de su trayectoria intelectual para
describir la disciplina histórica (juez, detective, médico, cazador, etcétera) tienen en común la
práctica de investigación y excluyen la parte retórica que incorporan en tanto relatos de
hechos. Justamente este es el reproche principal que le hace a White. Por eso la
reconstrucción biográfica emprendida por Ginzburg, que se hace tentativamente y añadiendo
referentes diversos, acaba volviendo al punto de partida: la crítica a la reducción de la historia
a retórica (ciceroniana) y esa reducción que él condena la ve reflejada en mayor o menor
medida en los autores de los que se serviría Hayden White. Ahora bien, que se resista a
aceptar la historia como retórica no quiere decir aquí que acepte una idea de realidad
restituible sin mediación a través de las fuentes. Esto es, sabe que los documentos son
representaciones y que, por eso mismo, lo externo, lo ocurrido, lo desaparecido, es por
principio irrecuperable, pero no es incognoscible, porque esos vestigios, incluso un solo
vestigio, nos permitirán a la manera del investigador, a la manera del detective, aludir a ese
mundo extratextual, a esa presencia que los escépticos negarían. Si aceptamos la
argumentación y la defensa de Ginzburg podrá apreciarse que lo esencial de las mismas está
ya en Momigliano y de hecho esa constatación la asume él mismo cuando al final de
"Aristotele" nos remite a este historiador. Por tanto, si los argumentos están dados, su tarea ha
sido de mero complemento, añadiendo más analogías, multiplicando la erudición y
contextualizando el escepticismo que combate.
6. Si esto es así, ¿qué sentido tendría la reconstrucción biográfica de White que
emprende Ginzburg y que nosotros hemos documentado? En principio, no se trata sólo de una
investigación erudita sobre un autor central en la discusión reciente sobre la historia; no se
trata sólo de presentar las fuentes y los materiales de la historia entendida como retórica. Se
trata, por el contrario, de mostrar cuál sea la posición implícita de Ginzburg ante el problema
de la verdad histórica y su relación con la retórica, no sólo porque sea un problema capital de
la historiografía, sino porque además es uno de los elementos fundamentales y no explícitos
de El queso y una de las razones que justifican su éxito. En ese sentido, y dado que él no
parece detenerse especialmente en un análisis de cómo ha construido su relato, de cómo ha
narrado la historia del molinero, una vía indirecta para esclarecer su posición es nuestra
reconstrucción de la diatriba contra White. Lo sorprendente es que todo el ejercicio erudito no
modifica sustancialmente el punto de partida, esto es, la crítica ya esbozada por Momigliano.
Pero hay más, cada uno de los argumentos que aparecen en los trabajos citados, incluyendo
analogías e incluso ejemplos, estaban ya dados de antemano. En efecto, existe un artículo
marginal, aparecido en 1984 con el significativo y aristotélico título de "Prove e possibilità",
en el que podemos encontrar el conjunto de elementos que uno tras otro se van a ir
desplegando desde finales de los ochenta hasta mediados de los noventa. Este artículo es
parasitario de la edición italiana de El regreso de Martin Guerre de Natalie Zemon Davis. En
principio, trata de subrayar las características fundamentales de esa investigación mostrando
lo que, a su juicio, es el rasgo básico: la conjunción entre el conocimiento basado en pruebas y
las reconstrucciones hechas en forma de posibilidad. Mientras el primero describe la verdad
verificada a la que antes aludíamos, la verdad documentada de los hechos, las segundas se
conciben como ensayos contextuales, como interpretaciones conjeturales, como esa pruebas
circunstanciales en las que no podría basarse el juez para condenar. Mientras el primero va en
indicativo, esto es, declara el estado del mundo y afirma datos, las segundas operan con
condicionales y van precedidas de expresiones tales como "quizá", "se puede presumir",
etcétera. Es decir, lo mismo que apreciábamos en El queso y algo muy similar a lo que hacía y
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se proponía Freud en el Moisés.
Ahora bien, al igual que ocurriera con sus críticas a White, lo que ahora nos dice
Ginzburg puede ser entendido a su vez como un análisis de la obra de N.Z. Davis y como una
reflexión indirecta sobre la suya. En este caso, el historiador italiano introduce dos conceptos
clave: el de posibilidad y el de imaginación. El primero se aplica a lo que puede ocurrir o
haber ocurrido y, por eso mismo, va unido al segundo, al de imaginación, que él deslinda
claramente del de invención. Y eso a pesar de que esta noción es empleada por Davis, a la
que, en el fondo, Ginzburg disculpa puesto que se trataría de un término provocador y poco
claro. Así, el concepto alternativo que propone, el de imaginación, y que describiría mejor el
trabajo de la norteamericana, refuerza el protagonismo del historiador, pero no porque
invente, sino porque construye un relato dentro del abanico de posibilidades que imagina. De
hecho, la invención, tomada así, no sería diferente del ingenio que produce fantasías y que
deploraba Poe en Los crímenes de la Rue Morgue. Por contra, la tarea del investigador, la de
Dupin y, en fin, la de Holmes es analítica, es imaginativa, pero en el "verdadero" sentido que
le atribuye el narrador norteamericano en dicha obra. Cierto es que aquella construcción y
aquel abanico tienen un límite, cierto es que esa imaginación debe estar contenida: han de
remitirse a lo real, que, en este caso, es el del conocimiento que se tiene del contexto, de las
circunstancias documentadas que rodearon los hechos para los que no se tienen fuente. De
todos modos, esa argumentación no es suficiente y, por eso, ha de plantearse inmediata y
directamente el problema de la narración. La reflexión que emprende es pro domo sua, es
decir, trata sólo aquello que confirma implícitamente los usos del relato que él mismo hiciera
en El queso. Es en ese momento cuando aparecen, entre otros, los nombres de Hayden White,
de Paul Ricoeur, de Lawrence Stone y de François Hartog, al que presenta como seguidor de
Michel de Certeau. Pues bien, descarta un tratamiento teórico e historiográfico sobre la
relación entre el relato histórico y las otras narraciones y emprende un breve recorrido por la
evolución de la novela.
¿Y qué es lo que descubre? El hallazgo principal es la materia que los novelistas
tomaron como objeto de relato: la vida privada, las costumbres, la intimidad, etcétera. En
principio, y a partir del siglo XVII sobre todo, los novelistas necesitan aproximarse a la
"history" como fuente de legitimación para el género literario que cultivan, un género todavía
socialmente desprestigiado. Por eso, Defoe presenta su obra más famosa como "a just history
of facts" sin ninguna apariencia de ficción; por eso, Fielding compara su obra al de un trabajo
de archivo, reivindicando la verdad histórica que contiene más allá de los elementos ficticios
que se consiente. Más adelante, con el transcurso del tiempo, cuando este género triunfe, el
novelista abandona esa posición de inferioridad y reclama como propio el terreno que los
historiadores han dejado inexplorado: el de la vida privada (Balzac, Stendhal, Manzoni,
Tolstoi, etcétera). Ha sido necesario un siglo, señala Ginzburg, para que los historiadores
hayan recogido el desafío lanzado por los grandes novelistas del siglo XIX y hayan abordado
campos de investigación, antes olvidados, con la ayuda de modelos explicativos más sutiles y
complejos que los tradicionales. Esto es, tal y como Ginzburg lo presenta, el relato aparece
como una forma de conocimiento, de acceso a la realidad por vías diversas. Sin embargo,
hasta fecha reciente, esa forma no habría interesado a los historiadores por cuanto la suponían
felizmente superada con la explicación científica. La consecuencia inmediata a la que llega es
la de que no hay discurso histórico que no sea al tiempo discurso narrativo, pero no en el
sentido de Stone, no el sentido de que vuelva una historia que cuenta frente a otra que explica.
Ahora bien, esa consecuencia no debe entenderse a la manera de White, es decir, el error del
norteamericano consistiría en situar la convergencia de esos dos tipos de discursos en el plano
del arte, cuando en realidad debería haberse planteado en el de la ciencia, en el de la verdad.
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Es decir, debería haberse planteado, siguiendo a Momigliano, en el terreno de la discusión
sobre problemas concretos ligados a las fuentes, a las técnicas de investigación, al trabajo del
historiador. De lo contrario, la historiografía se configura, a juicio de Ginzburg, como un
puro y simple documento ideológico. Para evitar esa deriva, el historiador italiano nos
propone distinguir claramente entre ficción e historia, entre narración fantástica y narración
con pretensiones de verdad. De este modo, la consciencia actual de la dimensión narrativa que
tiene el relato histórico no atenúa sus posibilidades cognoscitivas sino que las intensifica.
Dicho de otra manera, subrayar la condición narrativa de la obra histórica no implica para
Ginzburg hacerla recaer en la ficción, puesto que la narración es una forma de conocimiento y
no sólo el registro ficticio del mundo.
Como hemos visto, son estos mismos argumentos los que se repiten en sus trabajos
posteriores, aunque acompañados de una torrencial erudición sobre White, al entender que
éste encarna mejor que nadie la posición que Ginzburg critica. Ahora bien, lo esencial de esa
crítica estaba ya en Momigliano, como él reconoce reiteradamente, y lo que cambia son las
calificaciones. Así, por ejemplo, allá donde Ginzburg, en 1984, habla de documento
ideológico o de arte, después hablará de retórica o, mejor, de la intolerable reducción de la
historia a la retórica. Más aún, allá donde Ginzburg hablaba de retórica, hablará luego de
retórica ciceroniana. De igual modo, el protagonismo de White es desigual: unas veces se le
tiene por representante máximo del escepticismo y otras se le toma por uno más de esa
cohorte de relativistas que el historiador italiano combate.
Efectivamente, lo que le interesa a Ginzburg no es la figura de White en sí misma,
sino lo que representa. Dicho de otro modo, es un adversario coyuntural a través del cual
acceder a las fuentes originarias del escepticismo contemporáneo. En esa reconstrucción
genealógica que hemos hecho, los pares intelectuales que le descubre son variados, pero
finalmente acaba siendo Nietzsche la fuente doctrinal incontestable. De hecho, en sus dos
últimos libros, en Occhiacci di legno y en History, Rhetoric and Proof, su objeto es combatir
el escepticismo, pero Hayden White ha perdido totalmente el protagonismo. ¿Quiénes han
ocupado ahora su lugar? En el primero de esos textos, su oponente es Paul Feyerabend; en el
segundo, Paul de Man. Ambos autores, como es bien sabido, tuvieron una relación expresa o
estrecha con el nazismo o el antisemitismo. El primero fue oficial del ejército del Reich, el
segundo un colaboracionista en las páginas del periódico belga Le Soir, una publicación
antisemita. ¿Les reprocha Ginzburg ese pasado? Lo que denuncia en su actitud no es el error o
el desvarío juveniles, sino la negación, el ocultamiento o la indiferencia maduras. Lo que les
recrimina es, además, que esas posiciones se expresen desde el escepticismo epistemológico.
Es decir, si se sostiene que el pasado es incognoscible, si se sostiene que la verdad y la
mentira son inextricables desde el punto de vista histórico, en ese caso la falsedad o el
ocultamiento de sus vidas acaban intoxicando el escepticismo cognitivo o el relativismo
epistemológico.
Admitamos con Ginzburg ese argumento, admitamos, pues, contra White, Feyerabend
o Paul de Man, que la narración pueda ser una forma de conocimiento de lo real y de lo que es
externo. Ahora bien, el relato tiene una dimensión retórica --ciceroniana, nietzscheana o
estética-- sobre la que Ginzburg no se pronuncia abiertamente. De ese modo, nos quedamos
sin una explicación acerca del papel que cumplen los recursos retóricos en la persuasión del
lector y acerca de los recursos creativos que permiten organizar la trama en forma de intriga
dosificando datos e informaciones. Y, como hemos visto, ambos son elementos
fundamentales en El queso y sobre los que nada nos dice. Sin embargo, son las elaboraciones
imaginarias, pero también las conjeturas más o menos fundadas, las descripciones verosímiles
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(esto es, "posibles", en el sentido que le atribuye a N. Z. Davis) sobre los estados de ánimo de
Menocchio o de sus inquisidores, lo que constituye uno de sus principales atractivos. Más
aún, podríamos decir que la organización retórica de la información, el modo en que el
historiador italiano presenta sus datos, es también un hallazgo feliz. Ginzburg narra, es
consciente de la importancia del relato, protesta en favor de la verdad como correspondencia y
enmudece sobre aquello que es la dimensión retórica de sus narraciones y sobre las
elaboraciones imaginarias que se consiente. Con ello se blinda, se escuda en la historia como
saber y hace depender el relato de esa verdad, con lo que, como añade, cualquier conjetura
que realice, del tipo que sea, está dentro de los límites de lo real, dentro de los límites de lo
contextualmente "posible", puesto que la historia no es ficción. ¿Y sus usos retóricos
(ciceronianos)? ¿Y sus efectos poéticos? ¿Y la imaginación histórica?
Según se defendía White en la entrevista de 1993, Ginzburg pecaría de la misma falta
con la que le censura: manipularía los hechos en favor del efecto estético. A nuestro juicio,
esa conclusión es incompleta en la medida en que le resta peso a la verdad como horizonte
último de su investigación, que es, como él reitera, la idea reguladora de su trabajo. Ahora
bien, hemos de conceder frente a Ginzburg que la verdad no es el único eje de esa operación
cognoscitiva, dado que el efecto estético es uno de los resultantes voluntarios o involuntarios
de su textos y de la organización de las informaciones. Por otro lado, buena parte de los
predecesores que Ginzburg se dará a la hora de describir su trabajo y el del historiadornarrador coinciden con la vanguardia novelística del siglo XX y, en general, con el papel
otorgado por White a los narradores de ficción. En última instancia, quizá podríamos decir
que uno de sus hallazgos más celebrados, el paradigma indiciario, está elaborado a partir de
un referente estrictamente literario que condiciona la técnica de investigación de la verdad que
incorpora. Esto es, esa técnica es indisociable de una determinada forma de presentar el
relato: los indicios, la intriga, los descartes, la solución final, etcétera. Si inquietante es
aceptar que los datos puedan subordinarse a una adecuada dramatización para que de ese
modo alcancen significado en la representación, ¿qué otra cosa diferente hacía el propio
Ginzburg en El queso al ordenar la información, su suministro y sus explicaciones?
En definitiva, si hemos de creer lo que nos dice Giovanni Levi en una entrevista
publicada en 1990, Carlo Ginzburg sostendría la necesidad de escribir historia pensando en
tener un millón de lectores, y éstos no se consiguen sin atender a la parte retórica que
dramatiza los hechos y que le da intriga al relato. Recuperando una antigua tradición grecolatina, Ginzburg llamaba a este efecto de convicción enargeia o evidentia in narratione. Tal y
como se puede leer en "Montrer et citer", este recurso se logra al proponerle al lector un relato
lleno de vida, un relato que hace palpable, claro o visible lo que es invisible. Si Menocchio
cobra fuerza en el relato es al margen de que sea verdadero o no lo sea; si cobra fuerza es
porque ha sido sometido al proceso de la demonstratio (otro sinónimo de enargeia), aquel que
permite mostrar con exactitud un objeto inexistente. Frente a Ginzburg, añadiríamos en todo
caso que esa cualidad o esa capacidad convierten al molinero en un objeto verosímil, y no
necesariamente verdadero.
Este elemento y los otros que hemos mencionado prueban nuevamente la importancia
que Ginzburg le da a la escritura histórica, pero también la ambivalencia con la que la trata.
Por un lado, parece ser muy consciente de sus recursos, pero, por otro, no los hace totalmente
explícitos. Algo similar puede decirse de la crítica que él hace a quienes han defendido la
narratividad del discurso histórico. Es evidente que él narra, narra con todas sus
consecuencias, con el placer evidente y antiguo que obtiene quien relata, pero a la vez rechaza
tanto el modelo analítico de aquellos que intentan explicar las formas de narración histórica
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como las consecuencias que se derivan. No es sólo que se oponga al escepticismo, es que,
además, desconfía de la novedad de la escritura como hallazgo metodológico. En efecto,
añade Ginzburg, que el historiador escriba no es ningún descubrimiento, e incluso es una
certidumbre rastreable en obras y en autores que no se caracterizaron por su vanguardismo. A
este propósito, Ginzburg cita expresamente en "Unus testis" a E.H. Carr y en particular ¿Qué
es la historia?, un célebre ensayo metodológico, que a su entender no es particularmente
audaz y que él mismo tradujo al italiano en los años sesenta. La referencia a Carr se aduce con
fines polémicos y, en concreto, como prueba de la escasa novedad del hallazgo de White y De
Certeau. Sin embargo, si se repasa ese texto de Carr, si releemos su obra, la afirmación de
Ginzburg es aventurada, discutible, y parece fundarse en un recuerdo creador, el recuerdo de
quien fue su traductor, muchos años atrás.
Carr no aborda expresamente en ningún momento la relación que pueda establecerse
entre historia y narración y, cuando habla de la escritura histórica, sólo alude al hecho simple,
al hecho empírico de que escritura y lectura de las fuentes son dos procesos simultáneos y no
sucesivos. Por otra parte, el volumen se edita originalmente en inglés en 1961 y por la fecha
en que se publicó hubiera sido verdaderamente extraño que introdujera este asunto de una
manera explícita. No es, pues, una carencia de Carr ni de su ensayo, sino que más bien se
corresponde al marco contextual de su época y a las preguntas que los historiadores se
planteaban por entonces acerca de su trabajo. Por tanto, que Ginzburg compare a Carr con De
Certeau, y de forma indirecta con White, puede servir instrumentalmente para rebajar la
novedad que estos últimos representan, pero no aclara la duda que él mismo introduce. En
todo caso, esa "presunta" novedad sí que sería tal en el dominio de los historiadores, pero no
en el de los filósofos de la historia, puesto que, como el propio Ginzburg admite, Croce, pero
también Raymond Aron, se habría planteado este problema al preguntarse por la
epistemología de la historia. Si Ginzburg quería encontrar un referente antiguo, anterior a De
Certeau y a White, en ese caso debería haber recurrido a Henri-Irenée Marrou, a un
historiador coetáneo de Carr. En efecto, en el último capítulo de El conocimiento histórico
abordaba de una manera expresa y breve cómo se escribe la obra histórica. En ese contexto,
no es extraño que alguna de sus fuentes principales fueran precisamente Croce o Aron. Ahora
bien, ¿por qué no alude Ginzburg a Marrou? Muy probablemente porque del propio Marrou y
de Aron arranca una corriente epistemológica asumida por algunos historiadores, encarnada
por Paul Veyne, muy próxima a De Certeau, que desmentiría radicalmente el argumento de
Ginzburg.
Sin embargo, el inmenso número de lectores que ha conseguido El queso tampoco
puede atribuirse exclusivamente a este factor, tampoco puede reducirse al relato, a la verdad o
a la retórica que incorpore y sobre la que nos hemos extendido. Esta característica de El
queso, así como todas las que hemos ido enumerando anteriormente, forman un conjunto de
razones necesarias pero aún insuficientes para explicar su extraordinario éxito. Falta algo más.
Tal vez falte todavía la identificación de esta obra con alguna corriente historiográfica en
particular. Todos los grandes libros de historia, aquellos que han adquirido la condición de
clásicos y que han sido leídos por varias generaciones, han gozado del favor del público
gracias a que se les ha tomado como ejemplos o modelos de escuela. No sólo es que estén
bien escritos o que aborden objetos nuevos o que propongan enfoques diferentes, es que
además plantean las preguntas básicas que a otros historiadores próximos también les
inquietan, convirtiéndose así en referentes de una época. ¿Ocurre esto también con El queso y
los gusanos? Si es así, la razón ya no sería propiamente textual, ya no dependería tampoco de
ese artefacto material que es el libro, sino que el éxito obedecería a circunstancias externas,
historiográficas si se quiere.
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