La guerra de la independencia española:

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La guerra de la independencia española:
La MonarquÃ−a española de Carlos IV habÃ−a firmado la alianza con Francia en 1796. El Directorio ya se
habÃ−a interesado por las riquezas de las colonias españolas de América y por la lana que se producÃ−a
en la PenÃ−nsula. Napoleón consideraba que España era una pieza esencial para el dominio del
Mediterráneo, pero además, como muy bien ha señalado J. R. Aymes, se veÃ−a apremiado por la
petición de los pañeros franceses que deseaban que los ganaderos españoles le suministrasen toda su
producción de lana merina y sus agricultores las variedades de algodón que necesitaban. La destrucción de
la flota española que conjuntamente con la francesa, habÃ−a sido estrepitosamente derrotada en Trafalgar,
hizo perder a Napoleón el deseo de mantener una relación equilibrada con su socio español pues, sin
barcos, de nada podÃ−a servirle ya para hacer frente al poderÃ−o naval inglés. AsÃ− es que el emperador
fue cambiando sus propósitos con respecto a España para pasar a un plan de intervención primero,
después a uno de ocupación y por último a otro de sustitución de la MonarquÃ−a de los Borbones por
otra encabezada por un miembro de su propia familia. Napoleón pensó que la debilidad de la MonarquÃ−a
española, que estaba dando un espectáculo bochornoso con las disputas entre Carlos IV y su hijo, el futuro
Fernando VII, por el trono y que acabaron con la sustitución del primero por el segundo a raÃ−z del
MotÃ−n de Aranjuez, en marzo de 1808, le facilitarÃ−an sus planes. Pero Napoleón confundÃ−a la
debilidad de la MonarquÃ−a con la actitud del pueblo español que no estaba dispuesto a aceptar la presencia
francesa en su suelo. El emperador mostró un tremendo error de cálculo cuando declaró: "Si aquello fuera
a costarme 80.000 hombres, no lo harÃ−a, pero creo que no me harán falta más allá de 12.000". No
tardarÃ−a mucho en comprobar que no iba a poder conseguirlo ni con un ejército de 200.000 soldados. El
promotor de la alianza con la Francia revolucionaria habÃ−a sido el ministro español Godoy, cuya iniciativa
en la firma de la Paz de Basilea y el posterior Tratado de San Ildefonso, le habÃ−a valido el tÃ−tulo de
PrÃ−ncipe de la Paz. Pero Godoy era un ministro intrigante y venal que se vio cada vez más arrastrado por
la polÃ−tica expansionista de su todopoderoso aliado. Al darse cuenta de los planes de Napoleón, intentó
salvarse proponiéndole al emperador un reparto de Portugal en el que el mismo iba a atribuirse una de las
partes. Esa propuesta fue la base del Tratado de Fontainebleau (octubre de 1807) por el que un ejército
franco-español penetrarÃ−a en Portugal, eliminarÃ−a a un molesto aliado de Inglaterra y permitirÃ−a el
engrandecimiento territorial de España y, de paso, se establecerÃ−a en el sur un pequeño principado para
el propio Godoy. El tratado se puso en marcha con rapidez y un ejército francés al mando del general
Junot atravesó la PenÃ−nsula y ocupó Portugal sin grandes dificultades. La familia real de los Braganza se
vio obligada a huir a Brasil, donde fue transportada por una flota inglesa. La necesaria utilización de las rutas
españolas por parte del ejército napoleónico era una buena ocasión para convertir la intervención en
ocupación. Precisamente cuando acababa de producirse el destronamiento de Carlos IV en Aranjuez y el
nuevo monarca se disponÃ−a a entrar en Madrid, las tropas del general Murat, que habÃ−a sido puesto al
mando de las operaciones en España, dejaban cada vez más claras sus intenciones de ocupar el territorio
español. Napoleón aprovechó la confusión creada por el MotÃ−n de Aranjuez y llamó a Bayona a los
dos reyes con el pretexto de mediar en la resolución del conflicto que se habÃ−a producido entre el padre y
el hijo. En Bayona, Napoleón actuó con gran habilidad y consiguió que Fernando VII renunciase a la
Corona en favor de su padre sin saber que éste habÃ−a ya cedido sus derechos al propio emperador. De
esta forma, Napoleón quedaba dueño de los destinos de España y era libre para establecer un sistema que
le permitiese mantener el control sobre aquel paÃ−s. Con ese objeto obligó á su hermano José, rey de
Nápoles, a que aceptara la Corona española, a lo que éste se resistió en un principio. Y para darle la
mayor apariencia de legalidad a este cambio de dinastÃ−a en España, convocó para el 15 de junio en
Bayona a una serie de notables para que, a modo de unas Cortes, refrendasen su decisión. A la ciudad
fronteriza acudieron sólo unos cuantos de los 150 convocados, que no tuvieron más remedio que aprobar
una Constitución redactada, al parecer, con la intervención directa de Napoleón. La Constitución de
Bayona establecÃ−a un nuevo sistema polÃ−tico en España, a cuya cabeza figuraba el que a partir de
entonces serÃ−a llamado José I.Pero Napoleón no habÃ−a contado con el pueblo español. El 2 de mayo
en Madrid, el pueblo, que se sintió traicionado por los presuntos aliados al darse cuenta de que sus
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intenciones eran las de ocupar por la fuerza la capital y toda la PenÃ−nsula se levantó en armas contra las
tropas francesas. La historiografÃ−a, que no ha discutido la actitud abrumadoramente mayoritaria de los
españoles contra la ocupación francesa, se ha planteado la hipótesis de que el levantamiento no hubiese
sido tan espontáneo como se ha dicho con frecuencia. En efecto, tanto C. Corona como más recientemente
J. R. Aymes, han apuntado la posibilidad de que lo que se puso en marcha el 2 de mayo fuese un aparato
conspiratorio preparado para el derrocamiento de Godoy y que, al no haber sido necesario, quedó intacto
para esta ocasión. Fuera espontáneo o preparado, lo cierto es que aquella jornada fue sólo el comienzo de
una larga guerra de resistencia que proporcionarÃ−a a Napoleón las suficientes preocupaciones como para
dedicar una buena parte de su atención y de sus fuerzas a la campaña de España. En un principio,
creyendo que serÃ−a suficiente, Napoleón situó en España 92.000 hombres repartidos en cuatro cuerpos
de ejército, pero la derrota que sufrió en Bailén el general Dupont en el mes de julio, cuando se
disponÃ−a a ocupar AndalucÃ−a al frente del I Cuerpo de Ejército, asÃ− como las dificultades con las que
tropezó en Zaragoza, Valencia y en Cataluña, le obligaron a tomarse más en serio los asuntos de la
PenÃ−nsula. El emperador decidió ocuparse personalmente de las operaciones, y concentró en España
unos 300.000 soldados, muchos de ellos veteranos de las campañas en Europa, y los mejores mariscales del
Imperio, Soult, Victor, Ney, Morder y Lefèbvre. En noviembre se presentó en Bayona y desde allÃ−
marchó hasta Vitoria, donde estableció su cuartel general. El 5 de diciembre obtenÃ−a la entrega de la
capital. Cuando se dirigÃ−a a Galicia en persecución de un ejército auxiliar inglés al mando de John
Moore, que habÃ−a penetrado por la frontera de Portugal para atacar por la retaguardia, Napoleón recibió
noticias inquietantes de ParÃ−s sobre los preparativos bélicos de Austria y sobre algunas intrigas
cortesanas. El 4 de enero decidió volver a Francia y dejó a Soult que terminase la campaña. A comienzos
de 1809 la situación en España era la siguiente: la mayor parte de la mitad norte se hallaba bajo el control
de las armas francesas y el ejército regular español habÃ−a sido prácticamente destruido. ParecÃ−a que
los principales obstáculos para la ocupación del territorio español habÃ−an desaparecido y que el avance
hacia el sur no tendrÃ−a ya dificultades, con lo que la MonarquÃ−a de José Bonaparte podrÃ−a ya
asentarse definitivamente. Pero fue justamente entonces cuando hizo su aparición la "guerrilla", esa forma
tan peculiar de hacer la guerra que los españoles arbitraron para poder hacer frente al formidable ejército
napoleónico contra el que no tenÃ−an ninguna posibilidad de actuar por los medios convencionales. La
guerrilla es un fenómeno de participación popular en la Guerra de la Independencia española que refleja
la actitud decidida de toda una nación en armas para liberar al paÃ−s de la ocupación extranjera. Su origen
es diverso, pues los elementos que componen cada "partida", o grupo de hombres armados, son a veces
soldados del ejército regular que han quedado desenganchados de sus unidades, campesinos, o incluso
contrabandistas y bandoleros que no tienen inconveniente en sumarse a esta "petite guerre" contra los
franceses. Requisito indispensable: la existencia de un cabecilla que dirija y organice, aunque en la mayor
parte de las ocasiones sea un hombre con poca o ninguna experiencia en las artes militares, pero sÃ−
conocedor del terreno y con dotes de mando. Juan MartÃ−n El Empecinado, Espoz y Mina, el Cura Merino, y
tantos otros dirigentes de la guerrilla se convirtieron en auténticos héroes de la guerra de la
Independencia en España.A la eficacia de esta forma de hacer la guerra, con la que se sembraba una
constante intranquilidad y desasosiego entre las unidades francesas que no sabÃ−an cómo acabar con un
enemigo que actuaba con una extraordinaria movilidad y rapidez, tenÃ−a que añadir Napoleón la
preocupación creciente que le causaba la presencia en la PenÃ−nsula de tropas inglesas. Sir Arthur
Wellesley, el futuro duque de Wellington, habÃ−a desembarcado en Portugal y desde 1809 estuvo hostigando
a los ejércitos franceses desde Galicia hasta Extremadura. Por otra parte, las operaciones marÃ−timas de la
escuadra inglesa en aguas españolas obligaron a fijar 32.000 soldados franceses para la vigilancia de las
costas, amén de mantener abierta constantemente la comunicación con Cádiz, la única ciudad
española que se habÃ−a visto libre de la ocupación francesa aunque se hallaba sitiada por tierra. En 1812,
Napoleón se vio obligado a sacar tropas de España para formar la Grande Armée que habÃ−a de
emprender la campaña de Rusia. La disminución de la presencia militar francesa, que quedó reducida a
200.000 soldados, inclinó definitivamente la guerra en favor de los españoles. Wellington pasó a la
ofensiva para recobrar Ciudad Rodrigo y Badajoz a comienzos de ese año. Las victorias de Salamanca
(14-28 de junio), Arapiles (22 de julio), y al año siguiente en Vitoria (21 de junio) y San Marcial (agosto),
jalonaron el repliegue francés hasta la frontera de los Pirineos. AsÃ− terminaban seis años de guerra en
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España que, sin duda, contribuyeron de una manera decisiva a quebrantar la fortaleza del Imperio
napoleónico. En qué medida contribuyeron a ello la firme actitud de los españoles que se lanzaron a una
lucha sin cuartel contra el enemigo invasor, los ingleses con su constante ayuda en ejércitos y dinero, o las
propias dificultades que Napoleón estaba encontrando en el frente oriental a partir de 1812, es una cuestión
en la que la historiografÃ−a de los distintos paÃ−ses no ha conseguido todavÃ−a ponerse de acuerdo. Lo que
sÃ− parece que está claro es que la Guerra de la Independencia española fue la primera de las guerras de
liberación nacionales en que el gran Imperio napoleónico fue vencido y que esa victoria tuvo una enorme
resonancia en el resto Europa.
Las cortes de Cádiz:
La guerra y al mismo tiempo la Revolución. Este es el otro plano, y sin duda el de mayor trascendencia por
su proyección en los años posteriores, que resulta necesario analizar en este periodo que transcurre entre
las abdicaciones de Bayona y la vuelta de Fernando VII en 1814. Parece obvio señalar que sin guerra no
hubiese habido revolución, o al menos ésta hubiese tomado una forma diferente. Las condiciones
excepcionales que propició un conflicto tan intenso como generalizado, favorecieron el proceso
revolucionario que culminó con la reunión de las Cortes de Cádiz.
El vacÃ−o de poder que se originó como consecuencia de la salida del rey legÃ−timo de España
desencadenó un proceso mediante el cual terminarÃ−an por asumir el poder unas instituciones inéditas,
surgidas de abajo a arriba, capaces de satisfacer las aspiraciones populares que se habÃ−an visto defraudadas
por la actitud contemporizadora de las autoridades del régimen con respecto a los franceses. El proceso
comenzó con el nombramiento de una Junta de Gobierno por parte de Fernando VII cuando éste tuvo que
acudir a Bayona para atender a la convocatoria de Napoleón. Dicha Junta estaba presidida por su tÃ−o, el
infante don Antonio e integrada por cuatro ministros de su gobierno. En ella quedaba depositada la
soberanÃ−a, que no serÃ−a capaz de ejercer en los momentos crÃ−ticos del dos de mayo.
El Consejo de Castilla, el máximo organismo existente entonces en España, sufrió una paralela pérdida
de prestigio, al no saber tampoco atender las expectativas de la mayor parte de los españoles que
demandaban una actitud firme frente a los invasores, e incluso una incitación a la lucha armada, sino que por
el contrario trataban de transmitir recomendaciones pacifistas. Tampoco las autoridades provinciales se
mostraron decididas a encabezar el levantamiento contra las tropas de ocupación y asÃ−, de esa forma, se
fue produciendo un deslizamiento de la soberanÃ−a desde las instancias superiores hasta el propio pueblo que
asumió su responsabilidad mediante la creación de una serie de Juntas, cuya única legitimidad -como
afirma Artola- es la voluntad del pueblo que las elige.
Por todas partes proliferaron las Juntas, cuya formación y composición se presentan de forma muy variada.
La de Aragón se formó a instancias del general José de Palafox, a su vez nombrado gobernador por el
pueblo de Zaragoza. En Valencia también el pueblo nombró a un comandante supremo, Vicente
González Moreno, quien a su vez creó una Junta Suprema. En Sevilla, cuando llegaron las noticias de las
abdicaciones de Bayona, a finales de mayo, se constituyó una Junta que, bajo la dirección de Francisco
Arias de Saavedra, antiguo ministro con Carlos IV, se autodenominó Junta Suprema de España e Indias, y
pidió una movilización inmediata de todos los hombres en edad de combatir. En Soria fue el Ayuntamiento
el que creó la Junta, y asÃ− en la mayor parte de las poblaciones más grandes o más pequeñas, se
fueron creando estas nuevas entidades hasta formar un cuadro variopinto y heterogéneo en su
composición, con el que resultaba difÃ−cil armonizar esfuerzos contra las tropas invasoras. Se impuso, por
ello, la necesidad de coordinar a las Juntas locales y a las Juntas provinciales, mediante la creación de una
Junta Central para que aunase el esfuerzo bélico y al mismo tiempo mantuviese viva la conciencia de
unidad nacional. La Junta Suprema Central Gubernativa de España e Indias se instaló en Aranjuez el 25 de
septiembre de 1808 cuando, después de Bailén, los franceses trataban de organizar la contraofensiva y
era necesario prepararse para hacerles frente.
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ComponÃ−an la Junta Central 35 miembros iguales en representación. Su presidente era el conde de
Floridablanca, que contaba en aquellos momentos con 85 años y presentaba una postura muy conservadora.
Pero sin duda su elemento más destacado era Gaspar Melchor de Jovellanos, polÃ−tico y escritor, de un
talante reformista moderado, que era partidario de llevar a cabo algunos cambios en España en el terreno
polÃ−tico, social y económico. Su propuesta era la de crear un sistema de MonarquÃ−a parlamentaria de
dos Cámaras, en el que la nobleza jugase un papel de amortiguadora entre el rey y el pueblo. Excepto estos
dos miembros y Valdés, que habÃ−a sido ministro de Marina con Carlos IV, el resto de los componentes de
la Junta carecÃ−a de experiencia en las tareas de gobierno. La mayorÃ−a de ellos pertenecÃ−a a la nobleza;
habÃ−a varios juristas y también algunos eclesiásticos. Aunque no puede establecerse entre ellos ninguna
división ideológica, en su mayor parte eran partidarios de las reformas para regenerar el paÃ−s. Esta actitud
les granjeó no pocos ataques por parte de las oligarquÃ−as más conservadoras y de las viejas instituciones
del Antiguo Régimen. Jovellanos se vio obligado a salir en su defensa mediante la publicación de una
Memoria en defensa de la Junta Central.
Para resolver el problema de la coexistencia de esta Junta con las provinciales, se decretó la reducción de
los componentes de estas últimas y el cambio de su denominación de Juntas Supremas por el de Juntas
Provinciales de Observación y Defensa. Asimismo se ordenó su subordinación a la Junta Central, lo que
provocó no pocas protestas por parte de estos organismos locales. En cuanto a las relaciones con las colonias
de América y Filipinas, que mostraron un apoyo entusiasta a la causa de la independencia española frente
al dominio napoleónico, la Junta emitió un decreto el 22 de enero de 1809, mediante el cual se invitaba a
aquellos territorios a integrarse en ella mediante los correspondientes diputados. Aunque este gesto no
podrÃ−a materializarse debido a las dificultades de la distancia, sÃ− favoreció el hecho de que muchos
criollos enviasen ayuda en dinero para la causa española.
Gran Bretaña, a pesar de la rivalidad que habÃ−a mantenido con España por el dominio del océano,
mostró también una favorable disposición para ayudarla frente al dominio de Napoleón, mediante el
envÃ−o inmediato de hombres y dinero. Las relaciones diplomáticas entre los dos paÃ−ses se reforzaron por
la firma, el 14 de enero de 1809, de un tratado entre el Secretario del Foreign Office, Canning, y el embajador
español en la corte de San Jaime, Juan Ruiz de Apodaca. En su virtud, Gran Bretaña se comprometÃ−a a
no reconocer otro soberano legÃ−timo del trono español que Fernando VII o sus sucesores.
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