Pakistán cumple 60 años

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Pakistán cumple 60 años
Tariq Alí :: 19/10/2007
En algunas áreas la religión y el porno van de la mano: las mayores ventas de películas porno
son en Peshawar y Quetta, bastiones de los partidos religiosos
Es mejor evitar Pakistán en agosto, cuando llegan las lluvias y transforman las llanuras en una
gigantesca sauna. Cuando yo viví allí huíamos a las montañas, pero este año me quedé. Lo que te
mata de verdad es la humedad. El alivio llega al final en pequeñas eclosiones: una calma súbita
seguida del oscurecimiento del cielo, truenos como explosiones en la distancia y finalmente la
pesada lluvia. Los ríos y sus afluentes pronto se desbordan; rápidas inundaciones hacen
intransitables las ciudades. Las aguas residuales recorren tanto los barrios pobres como los de los
ricos. Incluso si te mueves directamente de una habitación con aire acondicionado a un coche con
aire acondicionado no puedes librarte del olor. En agosto de hace sesenta años, Pakistán fue
separado del subcontinente. Este verano, a medida que el poder parecía escapársele a Pervez
Musharraf, el cuarto dictador militar que ha tenido el país, fue instructivo observar el proceso desde
primera fila. La desilusión y el resentimiento son generalizados. Cultivar los sentimientos anti-indios
y anti-hindús, en un intento de fomentar la cohesión nacional, ha dejado de funcionar. Las
celebraciones del 14 de agosto conmemorativas del aniversario de la independencia son más
artificiales e irritantes que nunca. Una cacofonía de eslóganes sin sentido que a nadie impresionan,
incontables clichés en los suplementos de los periódicos que compiten con las rancias fotografías del
Fundador (Muhammad Ali Jinnah) y el Poeta (Iqbal). Debates banales son recuerdan lo que dijo o no
dijo Jinnah. El pérfido Lord Mountbatten y su “promiscua” esposa, Edwina, son acusados de haber
favorecido a India cuando fue el momento de repartir el botín. Es cierto, pero no podemos echarles
la culpa del posterior naufragio sufrido por Pakistán. Por supuesto, en privado hay mucha
recapacitación, y una sorprendente cantidad de gente cree hoy que el estado de debería haber sido
fundado nunca. Varios años después de la separación de 1971 de Bangaldesh escribí un libro para
Penguin llamado Can Pakistan Survive? (“¿Puede sobrevivir Pakistán?”). Fue públicamente difamado
y prohibido por el dictador de turno, el general Zia-ul-Haq, pero salieron varias ediciones pirata. Yo
había sostenido que si el estado seguía actuando de la misma forma que siempre, algunas de las
provincias con minorías que se estaban dejando atrás podían también desertar, dejando el Punjab
solo, pavoneándose como un gallo en lo alto de un estercolero. Muchos de los que en ese momento
me acusaron de traidor y renegado ahora se hacen la misma pregunta. Es demasiado tarde para
lamentos, les digo. El país está para quedarse. Y no es la religión o la mística “ideología de Pakistán”
lo que garantiza su supervivencia, sino su capacidad nuclear y Washington. En el 60 aniversario del
país (como en los 20 y 30 aniversarios), un régimen militar asediado lucha por su supervivencia. Hay
una guerra en su frontera occidental, mientras en casa es atormentado por yihadistas y jueces. Nada
de esto sin embargo pareció afectar mucho a los jóvenes montados en motocicletas que se lanzaron
a las calles de Lahore en su carrera suicida anual. Parece que la única cosa que vale la pena
celebrar es el derecho morir. Este año sólo había cinco participantes, bastantes menos que en las
últimas cinco ediciones. Tal vez esta sea una forma racional de señalar un conflicto en el que más de
un millón de personas se machacaron unos a otros hasta la muerte mientras el decadente Imperio
Británico se preparaba para escabullirse hacia casa. En la víspera de la partición una reunión de
gabinete en Londres trató sobre la creciente crisis en India. Las actas dicen: “El señor Jinnah fue
muy áspero y parecía muy decidido. Al secretario de estado le pareció como si fuese un hombre que
sabe que será asesinado y por ello insistía en suicidarse para evitarlo”. No fue el único. Y ahora otro
déspota uniformado era saludado en un desfile militar para conmemorar el día de la independencia
en Islamabad, soltando un mal discurso escrito por un burócrata aburrido, que resulta incapaz de
contener los bostezos del resto de la corte de aduladores. Incluso los F-16 orgullosamente en
formación no consiguieron entusiasmar a la audiencia. Había escolares ondeando banderas, una
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banda tocaba el himno nacional… todo el espectáculo se retransmitió en directo y luego se acabó.
Los periódicos europeos y norteamericanos dan la impresión de que el problema principal, sino el
único, que afronta Pakistán es el creciente poder de los fanáticos barbudos que merodean por el
Hindu Kush, quienes tal cómo lo ven los periódicos están a punto de tomar todo el país. Desde esta
perspectiva, lo único que hay entre el botón nuclear y los dedos de los yihadistas es Musharraf. Pero
¡ay!, ahora parece que se ha sumido en un mar de problemas así que el siempre servicial
Departamento de Estado ha optado por apoyar una nueva y sobre-dimensionada plataforma centrada
en la figura de Benazir Bhutto. En realidad, la amenaza de que los yihadistas tomen Pakistán es
remota. No hay ninguna posibilidad de que los extremistas religiosos tomen el poder a no ser que el
ejército lo quiera, como en los ochenta, cuando el general Zia-ul-Haq entregó los Ministerios de
Educación e Información al Jamaat-e-Islami, con resultados nefastos. Hay importantes problemas en
Pakistán, pero éstos suelen ser ignorados en Washington, tanto por la administración como por las
instituciones financieras. La falta de una infraestructura social básica fomenta el abatimiento y al
desesperación, pero sólo una minúscula minoría opta por la yihad. En los períodos de gobiernos
militares en Pakistán se unen tres grupos distintos: líderes militares, una corrupta camarilla de
políticos prevaricadores y hombres de negocios que huelen contratos jugosos o acceso a las tierras
propiedad del estado. La elite que gobierna el país se ha pasado los últimos sesenta años
defendiendo unos privilegios y una riqueza conseguidos injustamente, y el Líder Supremo
(uniformado o no) resulta invariablemente intoxicado por su adulación. La corrupción envuelve a
Pakistán. Los pobres cargan principalmente con ello, pero la clase media también se ve afectada.
Abogados, médicos, profesores, pequeños empresarios y comerciantes son dañados por un sistema
dónde el clientelismo y el soborno son garantía de éxito. Algunos logran escapar – solamente en
EEUU hay 20.000 médicos pakistaníes trabajando – pero otros llegan a un acuerdo con el sistema,
aceptan un cierto compromiso que los lleva a ser extremadamente cínicos consigo mismos y con
quienes les rodean. El vacío moral resultante se llena con películas porno y religiosidad de
diferentes tipos. En algunas áreas la religión y el porno van de la mano: las mayores ventas de
películas porno son en Peshawar y Quetta, bastiones de los partidos religiosos. Los líderes talibanes
en Pakistán van a por las tiendas de porno, pero los vendedores sencillamente se pasan al mercado
negro. Y tampoco debe uno suponer que la mayoría del porno venga de occidente. Hay una
floreciente industria clandestina en Pakistán, con sus propias estrellas locales, tanto hombres como
mujeres. Mientras tanto los islamistas están ocupados reclutando apoyos. Los insistentes y
despiadados misioneros de Tablighi Jamaat (TJ) son especialmente eficientes. Pecadores de todos los
grupos sociales, desesperados por lograr la purificación, hacen cola para unírseles. El cuartel
general de los TJ en Pakistán está situado en una enorme misión en Raiwind. Lo que una vez fue una
minúscula aldea rodeada de trigales, campos de maíz o de semillas de mostaza, ahora es uno de los
suburbios de Lahore más de moda, donde los hermanos Sharif construyeron un palacio como los del
Golfo Pérsico cuando estuvieron en el poder durante los noventa. Los TJ fueron fundados en los años
veinte por Maulana Ilyas, una clérigo que se formó en los seminarios Sunni ortodoxos de Deoband,
en Uttar Pradesh. Al principio sus misioneros se concentraban en el norte de India, pero hoy en día
hay importantes grupos también en norte América y Europa occidental. Los TJ esperan obtener el
permiso para construir una mezquita en el East London al lado de las instalaciones olímpicas. Sería
la mayor mezquita de Europa. En Pakistán, la influencia de los TJ es generalizada. Penetrar en la
selección nacional de cricket ha sido su éxito más notorio: Inzamam-ul-Haq y Mohammed Yousuf son
activistas que defienden la causa en casa mientras Mushtaq Ahmet trabaja duro por sus intereses en
Gran Bretaña. Otro gran éxito fue el reclutar tras el 11S a Junaid Jamshed, el caristmático cantante
y líder del primer grupo pop que ha triunfado en Pakistán, Vital Signs, el cual renunció a su pasado y
ahora sólo canta composiciones piadosas – llamadas naats. Los Tablighis subrayan su no-violencia e
insisten en que están aquí para diseminar la verdadera fe y así ayudar a la gente a encontrar el buen
camino en su vida. Puede que sea así, pero es evidente que algunos hombres jóvenes recientemente
reclutados, aburridos de tantos dogmas, rituales y ceremonias, están más interesados en poner sus
zarpas sobre un Kalashnikov. Mucha gente cree que los campos de misioneros Tablighi son fértiles
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terrenos de entrenamiento para grupos armados que actúan en el Frente Occidental y en el Kashmir.
La clase dirigente ha sido muy lenta a la hora de cuestionar la interpretación del Islam que sostienen
grupos como los Tablighi. Musharraf aconsejó a la gente a que fuese a ver Khuda Kay Liye (‘En el
nombre de Dios’), una nueva película de Shoaib Mansoor (quién escribió y produjo algunas de las
canciones de Vital Signs de más éxito). Esto puede que no ayudase a la película o al Islam moderado
que promueve, ya que la popularidad de Musharraf en estos momentos es similar a la de Osama bin
Laden (según una reciente encuesta), pero yo fui a un primer pase en Lahore y el cine estaba a
rebosar de gente joven. La película tiene buenas intenciones, aunque también es larguísima y dura.
Sin embargo ha tenido algo de impacto. Pone de relieve algunas ideas, algo insólito en un país dónde
la industria cinematográfica no produce nada más que basura estilo Bollywood, incluso si esas ideas
se limitan a los estereotipos del buen musulmán y el mal musulmán. La violencia de la Yihad es
mala. La música es buena y no es algo anti-islámico. La violencia y las violaciones en los desiertos de
la frontera entre Pakistán y Afganistán se entremezcla con escenas de los EEUU de después del 11S,
donde los servicios secretas se llevan a un músico pakistaní inocente y lo torturan (estas escenas
duran de hecho demasiado). La moraleja es que cada bando retroalimenta al otro. Es una película
algo mojigata y la fila de jóvenes sentados detrás de mi querían claramente más acción en lo tocante
al sexo. Cuando una estudiante blanca de Chicago le da un regalo al músico pakistaní, uno de ellos
comentó: “le ha dado su número de teléfono”. Si los acomodadores no les hubiesen dicho a los
chavales que se callaran posiblemente me lo habría pasado mejor con la película. Una de las
principales amenazas a la autoridad de Musharraf es la judicatura del país. El 9 de marzo,
Musharraf cesó a Iftikhar Muhammad Chaudhry, el presidente del Tribunal Supremo, estando
pendiente una investigación. Las acusaciones contra él estaban en una carta de Naeem Bokhari, un
abogado del Tribunal Supremo. Curiosamente, la carta se hizo circular extensamente – yo mismo
recibí una copia por e-mail. Me pregunté si tal vez había algo tramándose, pero finalmente decidí
que no había nada más tras la carta. Y no fue así: era parte de un plan. Después de algunos
reproches a título personal, empezaba a leerse una retórica extravagante: “Su Señoría, la dignidad
de los abobados resulta repetidamente violada por usted. Se nos trata secamente, grosera y
bruscamente, o con crueldad. No se nos escucha. No se nos permite exponer nuestro caso. Hay muy
poco margen para el ejercicio de la abogacía. La expresión que se usa en el bar para el Juzgado nº 1
es ‘el matadero’. Se nos amenaza desde el Tribunal, presidido por usted. Todo lo que obtenemos de
usted es arrogancia, agresión y beligerancia.” El siguiente pasaje debería haberme alertado de lo
que se estaba cociendo: “Se me humilla en público en casos juzgados por Su Señoría en el Tribunal
Supremo sobre cuestiones de Derechos Fundamentales. Los casos expuestos al Tribunal Supremo se
pueden remitir conveniente y fácilmente a los Jueces de Distrito o de Sesión. Además también se me
humilla con la cobertura mediática sobre el Tribunal Supremo en una cuestión de restitución a una
mujer. En el bar, a esto ya se le llama un ‘circo mediático’.” El Presidente estaba empezando a
avergonzar al régimen. Había fallado contra el gobierno en varias cuestiones clave, incluida la
rápida privatización de la compañía Pakistan Steel Mills de Karachi, un proyecto personal del Primer
Ministro Shaukat (“El Atajo”) Aziz. El caso recordaba a la Rusia de Yeltsin. Los economistas habían
estimado que la empresa valía unos 5 mil millones de dólares. El 75% de las acciones se vendieron
por 362 millones de dólares durante una subasta que duró 30 minutos, adjudicándose a un consorcio
amigo compuesto por Arif Habib Securities (Pakistán), al-Tuwairqi (Arabia Saudí) y Magnitogorsk
Iron & Steel Works Open JSC (Rusia). La privatización no hizo quedar bien a los militares, y el
presidente saliente, Haq Nawaz Akhtar, se quejó de que “la planta podría haber dado más dinero si
se hubiese vendido como chatarra”. La percepción general fue que el Presidente y el Primer
Ministro habían sencillamente echado una mano a sus amigos. Un habitual de la Bolsa me comentó
en Karachi que Arif Habib Securities (que es propietario del 20%) se constituyó para ser una
empresa pantalla de Shaukat Aziz. El gigante del acero saudí (que tiene el 40%), se sabe
perfectamente que se lleva muy bien con Musharraf, quién resulta que abrió una fábrica de acero
construida por el grupo en 220 acres de tierra alquilados a la colindante Pakistan Steel Mills. Ahora
ya son propietarios de toda ella. Después de que el Tribunal Supremo insistió en juzgar los casos de
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activistas políticos “desaparecidos” y se negó a desestimar demandas por violaciones, aparecieron
dudas en Islamabad sobre si el máximo tribunal podría incluso declarar la presidencia militar
inconstitucional. Y se instaló la paranoia. Había que tomar medidas. El general y su gabinete
decidieron intimidar a Chaudhry con su cese. El Presidente del Supremo fue confinado en
aislamiento durante varias horas, custodiado por oficiales de los servicios de inteligencia, y difamado
en la televisión estatal. Pero en lugar de derrumbarse, renunciar a su puesto y aceptar un generoso
retiro, el juez insistió en su defensa, poniendo en marcha un movimiento remarcable a favor de la
independencia de la judicatura. Esto es sorprendente. Los jueces pakistaníes son considerablemente
conservadores y han legitimado cada golpe de estado con un falaz “la doctrina de la necesidad
manda” (aunque algunas se negaron de hecho a realizar un juramento de lealtad a Musharraf).
Cuando visité Pakistán en abril las protestas crecían día a día. Si al principio se limitaba a los 80.000
abogados del país y a algunas docenas de jueces, el descontento se extendió rápidamente, lo que era
raro en país cuya gente ha ido quedando cada vez más alienada del gobierno de las elites. Pero los
juristas se movilizaban para defender la separación constitucional de poderes. Había algo de
maravillosamente anticuado en esta contienda: no implicaba ni dinero ni religión, sino principios.
Los arribistas de la oposición (algunos de los cuales habían organizado duros asaltos al Tribunal
Supremo cuando estuvieron en el poder) intentaron apropiarse de esta causa. “No creas que todos
esos han cambiado así por las buenas”, me dijo Abid Hasan Manto, uno de los juristas más
respetados del país. “En cambio, cuando llega el momento casi cualquier cosa puede ser la chispa
necesaria”. Entre la burocracia de Islamabad pronto quedó claro el calibre de su metedura de pata.
Pero como suelo ocurrir en medio de una crisis, en lugar de reconocerlo y actuar para corregirlo, sus
autores materiales decidieron hacer una exhibición de fuerza. Las primeras víctimas fueron las
cadenas de televisión independientes. En Karachi y en otras ciudades del sur tres canales quedaron
mudos de repente tras haber estado informando sobre las manifestaciones. Hubo indignación
generalizada. El 5 de mayo Chaudhry estuvo conduciendo desde Islamabad hasta Lahore para dar un
discurso, parando en cada pueblo que encontraba para reunirse con sus simpatizantes; le tomó 26
horas llevar a cabo un viaje que suele durar 4 o 5. En Islamabad planeaban su contra-golpe. El juez
debía visitar Karachi, la mayor ciudad del país, el 12 de mayo. Ahí el poder político está en manos
del MQM (Muttahida Qaumi Movement/United National Movement), una desagradable estructura
creada durante una dictadura anterior y famosa por involucrarse en cobros por protección y otras
actividades violentas. Ha apoyado a Musharraf con absoluta lealtad durante cada crisis. Su líder,
Altaf Hussain, guía al movimiento desde una posición segura en Londres, temeroso de posibles
represalias de sus enemigos si decidiese volver. En un video destinado a sus seguidores en Karachi
dijo: “si se urden conspiraciones para acabar con el actual gobierno elegido democráticamente
entonces todos y cada uno de los trabajadores del MQM… se mantendrán firmes y defenderán al
gobierno democrático”. Era típico de él. Siguiendo instrucciones de Islamabad, los líderes del MQM
decidieron evitar que el juez pronunciase su discurso en Karachi. No se le permitió salir del
aeropuerto. Sus seguidores en distintas partes de la ciudad fueron atacados. Casi 50 personas
fueron muertas. Después de que el alcance de la violencia se mostró en Aaj TV, la emisora fue
asaltada por voluntarios del MQM armados, quienes dispararon al edificio durante 6 horas y
prendieron fuego a los coches en el aparcamiento. La dirección de la emisora de televisión no
consiguió, misteriosamente, ponerse en contacto con los altos cargos de la policía, el primer ministro
o el gobernador. La gente entendió el porqué, de modo que hubo a continuación una huelga general
que aisló aún más al régimen. Un informe devastador, Carnage in Karachi (Matanza en Karachi),
publicado en agosto por la Human Rights Commission of Pakistan (Comisión para los Derechos
Humanos en Pakistán), confirmó con todo detalle lo que todo el mundo ya sabía: se había dado
órdenes a la policía y al ejército de mantenerse al margen mientras miembros armados del MQM
arrasaban la ciudad. Musharraf, tratando desesperadamente de mantener el control sobre el país, no
tuvo otra alternativa que reconocer la derrota. La apelación de Chaudhry contra su propia
suspensión fue finalmente admitida y discutida en el Tribunal Supremo. El 20 de julio y por
unanimidad se decidió que debía ser restituido, mientras los avergonzados abogados del gobierno
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salían a toda prisa del recinto. Un revigorizado tribunal volvía al trabajo. Hafiz Abdul Basit era un
prisionero acusado de terrorismo y “desaparecido”. El presidente del Supremo llamó a declarar a
Tariq Pervez, el director general de la Agencia Federal de Investigación de Pakistán, y le preguntó
educadamente dónde se retenía al prisionero. Pervez contestó que no tenía ni idea y que nunca
había oído hablar de Basit. El presidente dio instrucciones al jefe de la policía para que trajese a
Basit ante el tribunal en un plazo de 48 horas: “O me trae al detenido o prepárese para ir a la
cárcel”. Dos días después se trajo a Basit y luego se le liberó, después de que la policía no lograse
presentar en su contra ningún tipo de evidencia. Washington y Londres no estaban contentos.
Estaban convencidos de que Basit era un terrorista que debería haber sido encarcelado
indefinidamente, como habría ocurrido con toda seguridad si hubiese estado en Gran Bretaña o en
los EEUU. El Tribunal Supremo está en estos momentos tomando en consideración otras seis
peticiones que desafían la decisión de Musharraf de presentarse a la presidencia del país sin
renunciar a su mando sobre el ejército. Hay mucho nerviosismo en Islamabad. Los seguidores del
presidente temen que haya consecuencias desastrosas si la corte falla en su contra. Pero para
declarar el estado de emergencia habría que contar con el apoyo del ejército, y me han dicho que
algunos sondeas informales ponen de manifiesto que los generales son más bien reacios a una
intervención. Sus excusas formales fueron que estaban demasiado ocupados con la “guerra al
terror” para ser capaces de dedicarse a preservar la ley y el orden en las ciudades. Pero tan pronto
como la crisis judicial parece por el momento haber amainado, otra mucho más sombría se está
entretejiendo. La mayoría de los actuales grupos yihadistas son la descendencia mestiza de las
agencias de inteligencia pakistaníes y occidentales, nacidos durante los ochenta cuando el general
Zia estaba en el poder y secundaba alegremente la guerra de Occidente contra los desalmados
rusos, que en esos momentos ocupaban Afganistán. Ahí fue cuando empezó el patrocinio estatal de
los grupos islamistas. Uno de los clérigos que se benefició fue Maulana Abdullah, al que se le dio
unos terrenos para construir una madrassa en el corazón de Islamabad, no muy lejos de los edificios
gubernamentales. En poco tiempo esa área creció tanto que se pudo construir dos edificios
separados (para hombres o mujeres estudiantes), junto con una Lal Masjid (o Mezquita Roja)
ampliada. Se dispuso de fondos estatales para todo ello, y el gobierno es técnicamente el propietario
de las instalaciones. Durante los ochenta y los noventa este complejo se convirtió en un campo de
entrenamiento para jóvenes yihadistas que irían a luchar en Afganistán y, más tarde, en el Kashmir.
Abdullah no escondía sus creencias. Estaba de acuerdo con la interpretación Saudí-Wahhabi del
Islam y durante la guerra entre Irak e Irán estaba encantado de instigar el asesinato de los “herejes”
Shia en Pakistán. Fue su patrocinio de los grupos terroristas ultra-sectarios y anti-Shia lo que llevó a
que lo asesinaran en octubre de 1998. Miembros de una facción Musulmana rival acabaron con él
justo después de que terminase la plegaria en su propia mezquita. Sus hijos, Abdul Rashid Ghazi y
Abdul Aziz, tomaron el control de la mezquita y las escuelas religiosas. El gobierno aceptó que Aziz
iba a liderar la congregación de los viernes y dar el sermón semanal después de las plegarias del
viernes. Sus sermones solían ser en apoyo a al-Qaida, aunque se volvió más cauteloso con su
lenguaje después del 11S. Altos cargos del funcionariado y oficiales militares suelen atender las
plegarias de los viernes. Rashid, más educado y de lenguaje más suave, con su expresión enjuta y
demacrada y su barba andrajosa, quedó con las funciones de “spin-doctor”. Se suponía que debía
encandilar a los peridositas extranjeros o locales, y cumplía con creces. Pero después de noviembre
del 2004 cuando el ejército, bajo gran presión de los EEUU, lanzó una ofensiva sobre las zonas
tribales de la frontera con Afganistán, las relaciones entre los hermanos y el gobierno se tensaron.
Aziz en particular estaba furioso. Puede que no hubiese hecho nada al respecto pero, según Rashid,
“un coronel retirado del Ejército Pakistaní se dirigió a nosotros con una petición por escrito pidiendo
una fatwa que clarificase la perspectiva de la Sharia respecto a la acción del ejército lanzando una
guerra contra la población tribal”. Aziz no perdió el tiempo. Proclamó una fatwa declarando que el
asesinato por parte de un ejército musulmán de su propia gente es haram (“prohibido”), que “a
ningún oficial del ejército muerto durante esa operación debería dársele un funeral musulmán” y
que “los milicianos que murieron luchando contra el Ejército Pakistaní son mártires”. Pocos días tras
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su publicación la fatwa ya había sido apoyada públicamente por casi 500 “académicos religiosos”. Y
a pesar de las fuertes presiones por parte de los dueños de la mezquita del ISI, la inteligencia militar
de Pakistán, los hermanos no quisieron retirar la fatwa. La respuesta del gobierno fue
sorprendentemente débil. Se puso fin al estatus oficial de Aziz como imán de la mezquita y se
proclamó una orden de arresto contra él, pero nunca se llevó a cabo y se permitió a los hermanos
seguir como de costumbre. Tal vez el ISI pensó que aún podían resultarles útiles. Con anterioridad
ese mismo año el gobierno declaró que se había destapado un plan terrorista para atentar contra
instalaciones militares el 14 de agosto, incluyendo el GHQ y otros edificios estatales. Se hallaron
ametralladoras y explosivos en el coche de Abdul Rashid Ghazi. Se dictaron nuevas órdenes de
captura contra los hermanos y fueron arrestados. En ese momento el ministro de asuntos religiosos,
Ijaz-ul-Haq, el hijo del general Zia, persuadió a sus colegas para que perdonasen a los clérigos a
cambio de una disculpa por escrito dónde prometiesen que no se involucrarían en la lucha armada.
Rashid dijo que toda la historia se había fraguado para contentar a occidente, y en un artículo de
periódico pidió al ministro de asuntos religiosos que diese pruebas de que él hubiese aceptado el
compromiso que supuestamente había pedido el ministro. No hubo respuesta alguna. En enero de
este año, los hermanos decidieron cambiar sus prioridades de la política internacional a la doméstica
y exigieron una implementación inmediata de la Sharia. Hasta el momento se habían contentado con
denunciar la política de los EEUU en el mundo musulmán y criticar al peón nacional de América que
es Musharraf por ayudar a desmantelar el gobierno talibán en Afganistán. Públicamente no habían
apoyado los tres intentos previos de atentar contra la vida de Musharraf, pero no era un secreto que
lamentase que saliese ileso. La proclama que anunciaron en enero era una clara provocación hacia
el régimen. Aziz anunció su programa: “nosotros nunca vamos a permitir el baile y la música en
Pakistán. Todos aquellos que estén interesados en ese tipo de actividades deberían irse a India.
Estamos hartos de esperar. O es la Sharia o el martirio”. Se sintieron atacados por la demolición
ordenada por el gobierno de dos mezquitas que habían sido construidas ilegalmente en suelo
público. Cuando se enteraron de que se iban a demoler partes de la Mezquita Roja y del seminario
de las mujeres los hermanos enviaron a docenas de mujeres estudiantes vistiendo burqas negros
para que ocupasen una biblioteca infantil cercana al seminario. Las agencias de inteligencia
parecían desconcertadas, pero rápidamente se negoció el final de la ocupación. Los hermanos
siguieron poniendo a prueba a las autoridades. Se llevó a cabo la Sharia y hubo una quema pública
de libros, CDs y DVDs. Después las mujeres de la madrassa dirigieron su fuego contra los caros
burdeles de Islamabad e yendo a por Aunty Shamim, una conocida madame que procuraba chicas
“decentes” para actividades indecentes, y entre cuyos clientes se contaban los “grandes” y “buenos”
del lugar (algunos de ellos líderes religiosos moderados). Aunty regía el burdel como si se tratase de
una oficina: tenía una horario de oficina y cerraba los viernes al mediodía para que los clientes
pudiesen ir a la mezquita más cercana, que resulta que era la Lal Masjid. Las brigadas de la
moralidad arrasaron el burdel y “liberaron” a las mujeres. La mayoría de las chicas eran personas
educadas, algunas madres solteras, otras viudas, pero todas iban desesperadamente mal de
ingresos. El horario de oficina les convenía. Aunty Shamim huyó del lugar, y sus trabajadoras
buscaron empleos parecidos en cualquier otro sitio, mientras las chicas de la madrassa celebraban
una fácil victoria. Envalentonadas por su triunfo, decidieron ir a por las salas de masaje de los
barrios ricos de Islamabad, de los cuales no todos ofrecían servicios sexuales y algunos eran
regentados por ciudadanos chinos. Seis mujeres chinas fueron raptadas a finales de junio y llevadas
a la mezquita. Al embajador chino no es que le gustase. Informó al presidente Hu Jintao, al que le
hizo aún menos gracia, y Beijing dejó claro que quería a sus ciudadanos libres inmediatamente. Los
miembros del gobierno que iban a solucionar el asunto llegaron a la mezquita alegando la
importancia estratégica de las relaciones sino-pakistaníes, y se liberó a las mujeres. El sector del
masaje prometió que a partir de ahora sólo habría hombres masajeando a otros hombres. El honor
estaba satisfecho, incluso aunque el trato contradijese directamente el mensaje del Corán. La prensa
liberal pintó la campaña anti-vicio como la talibanización de Pakistán, lo que molestó a los clérigos
de Lal Masjid. “Rudy Giuliani, cuando se convirtió en alcalde de Nueva York, cerró los burdeles”,
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dijo Rashid. “¿Eso también fue talibanización?” Furioso y avergonzado por el secuestro de las
mujeres chinas, Musharraf exigía una solución al problema. El embajador saudí en Pakistán, Ali
Saeed al-Awad Asseri, llegó a la mezquita y pasó noventa minutos con los hermanos. Fue bienvenido
pero le dijeron que lo único que querían era la aplicación de las leyes saudíes en Pakistán. ¿Él
estaría de acuerdo, no? El embajador rechazó hablar con la prensa tras la reunión, así que no
tenemos registrada su respuesta. Al fallar su mediación, se puso en marcha el plan B. El 3 de julio,
las tropas de asalto paramilitares empezaron a plantar alambre de espino al final de la calle que hay
frente a la mezquita. Algunos estudiantes de la madrassa abrieron fuego, mataron a un soldado, y
paso prendieron fuego al Ministerio de Medioambiente que estaba al lado. Las fuerzas de seguridad
respondieron esa misma noche con gas lacrimógeno y ametralladoras. A la mañana siguiente el
gobierno declaró el toque de queda en esa zona y empezó el asedio a la mezquita que duraría una
semana, con las cadenas de televisión mandando imágenes a todo el mundo. A Rashid debe haberle
gustado. Los hermanos pensaron que retener a mujeres y niños como rehenes en el interior podría
salvarles. Pero se liberó a algunos de ellos y Aziz fue arrestado cuando trataba de huir bajo un
burqa. El 10 de julio, los paracaidistas finalmente barrieron el complejo. Abdul Rashid Ghazi y al
menos cien personas más murieron durante el choque. Once soldados fueron también muertos y más
de cuarenta resultaron heridos. Varias comisarías de policía fueron atacadas y hubo quejas en las
zonas tribales que no presagian nada bueno. Maulana Faqir Mohammed, una líder del movimiento
de apoyo a los Talibanes, decía a los miles de milicianos armados de las tribus: “Pedimos a Alá que
destruya a Musharraf y buscaremos venganza por las atrocidades de Lal Masjid”. Esta postura fue
repetida por Osama bin Laden, que declaró a Musharraf un “infiel” y dijo que “eliminarle es ahora
un imperativo”. Yo estaba en Karachi durante la última semana de agosto, cuando las bombas
suicidas volaban objetivos militares, entre ellos un autobús que llevaba a empleados del ISI, para
vengar la muerte de Rashid. En el resto del país la reacción fue débil. Los líderes del MMA, una
coalición de partidos religiosos que gobierna en la provincia de la frontera y comparte el poder en
Baluchistan, hizo algunas feas declaraciones pero no tomó iniciativa alguna. Solamente unas mil
personas marcharon durante la manifestación que se organizó el Peshawar el día después de las
muertes. Esta fue la mayor de las manifestaciones, e incluso en este caso el ambiente era apagado.
No hubo una glorificación estridente de los mártires. El contraste con la campaña para que se
readmitiese al Presidente del Supremo no podía ser más claro. Tres semanas más tarde, más de
100.000 personas se juntaron en la ciudad de Punjabi llamada Kasur para asistir al 250 aniversario
de la muerte del gran poeta del siglo XVII Bulleh Shah, miembro de una distinguida línea de poetas
sufí que denunciaban a la religión organizada y la ortodoxia. Para él un mullah podía compararse
con un perro ladrando o un pollo pavoneándose. El hecho pues es que los yihadistas no son
populares en la mayor parte de Pakistán, pero tampoco lo es el gobierno. El episodio de la Mezquita
Roja dejó demasiadas preguntas sin responder. ¿Por qué el gobierno no actuó en enero? ¿Cómo
consiguieron los clérigos acumular tal cantidad de armas con el desconocimiento del gobierno? ¿El
ISI estaba al corriente de que había un arsenal oculto dentro de la mezquita? Y en ese caso, ¿por qué
se mantuvieron en silencio? ¿Cuál era la relación entre los clérigos y las agencias del gobierno? ¿Por
qué se liberó a Aziz y se le permitió volver a su pueblo sin cargos? Ha decidido el estado renunciar a
su monopolio sobre la violencia? Mucho de esto tiene que ver con Afganistán. El fracaso de la
ocupación de la OTAN ha dado alas a los Talibanes y ha revivido el comercio de heroína, y ha
desestabilizado el noroeste de Pakistán. Los bombardeos indiscriminados de la aviación
norteamericana han matado a demasiados civiles inocentes, y la cultura de la venganza sigue
arraigada en la región. La corrupción y el amiguismo del gobierno de Karzai ha alienado a muchos
afganos, que agradecieron la caída del Mullah Omar y esperaban la llegada de mejores tiempos. En
su lugar, han sido testigos de apropiaciones de tierra y de la construcción de casas de lujo por parte
de los colegas de Karzai. Y permanentemente hay rumores de que el hermano menor de Karzai,
Ahmad Wali Karzai, se ha convertido en uno de los mayores capos de la droga de todo el país. Las
tribus pashtún nunca han reconocido la Línea Durand, la frontera entre Pakistán y Afganistán
impuesto por los británicos. Así que cuando las guerrillas huyen a las zonas tribales bajo control
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pakistaní no se las entrega a Islamabad, sino que se les da comida y ropa hasta que vuelven a
Afganistán o se les protege como a los líderes de al-Qaida. Washington cree que los tratos de
Musharraf con los ancianos de las tribus rozan la capitulación ante los Talibanes y está molesto
porqué los actuaciones militares de Pakistán son financiadas por EEUU y sienten que no reciben
nada a cambio por el dinero. Eso sin mencionar los 10 mil millones de dólares que Pakistán a
recibido desde el 11S por unirse a la “guerra contra el terror”. El problema es que algunos en la
inteligencia militar pakistaní creen que podrán retomar el control sobre Afganistán una vez la
operación Enduring Freedom haya terminado. Es por ello que se niegan a abandonar sus vínculos
con los líderes de la guerrilla. Incluso creen que los EEUU puede que algún día apoyen esa política.
Yo dudo de que eso vaya a ocurrir: la influencia de Irán es muy fuerte en Herat y el oeste de
Afganistán; la Alianza del Norte recibe armas de Rusia e India es la mayor potencia de la región. Un
hipotético acuerdo deberá incluir una garantía regional de la estabilidad afgana y la formación de un
gobierno nacional una vez la OTAN se vaya. Incluso si Washington aceptase una versión edulcorada
de los Talibanes, el resto de países involucrados no lo harían, y una nueva serie de conflictos civiles
sólo llevarían a la desintegración. Si esto ocurriese, los Pashtún en ambos lados de la Línea Durand
puede que opten por crear su propio estado. Puede sonar algo exagerado, ¿pero qué ocurriría si la
confederación de tribus que es hoy Afganistán terminase por dividirse en microestados, cada uno
bajo la protección de una potencia mayor? De vuelta al corazón de Pakistán la cuestión más difícil y
explosiva es la desigualdad social y económica. Y esto no es independiente del incremento en el
número de madrassas. Si hubiese un sistema estatal de educación mínimamente decente, las
familias pobres puede que no se viesen obligadas a entregar un hijo o una hija a los clérigos con la
esperanza de que al menos uno de los hijos tenga para comer y vestirse y esté educado. Si hubiese
algo ni remotamente parecido a un sistema sanitario público se evitaría que mucha gente caiga
enferma como resultado de la fatiga o la pobreza. Ningún gobierno desde 1947 ha hecho mucho
para reducir la desigualdad. La idea de que la próxima vuelta de Benazir Bhutto, de la mano del
mismo Musharraf, implica cierto progreso es tan hilarante como el que Nawaz Sharif imaginase que
millones de personas irían a recibirle cuando llegó al aeropuerto de Islamabad el mes pasado. Están
previstas elecciones generales a finales de este año. Si se amañan tan extensivamente como ocurrió
con las últimas, el resultado será una creciente alienación del proceso político. Las perspectivas son
sombrías. No hay ninguna alternativa política seria al gobierno militar. Pasé mi último día en
Karachi con pescadores de un pueblecito cerca del arroyo de Korangi. “Atajo” Aziz ha renunciado a
los manglares donde abundan el marisco y las langostas, y el suelo se pide para la construcción de
Diamond City, Sugar City y otras monstruosidades que siguen el modelo del Golfo. Los pescadores
han estado movilizándose en contra estos abusos, pero con poco éxito. “Necesitamos un tsunami”
medio bromea uno de ellos. Hablamos de sus condiciones de vida. “Todo con lo que soñamos son
escuelas para nuestros hijos e hijas, medicinas y clínicas en nuestros pueblos, agua limpia y
electricidad en nuestras casas”, dijo una mujer. “¿Es eso pedir demasiado?”. Nadie mencionó la
religión para nada. London Review of Books. Traducción para sinpermiso.info: Xavi Fontcuberta
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