El Sentido Teológico de la Liturgia

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El Sentido Teológico de la Liturgia
Ponencia de monseñor Bruno Forte, rector de la Pontificia Escuela de Teología del Sur de Italia y
miembro de la Comisión Teológica Internacional, en la videoconferencia mundial organizada por la
Congregación vaticana del Clero el 28 de septiembre de 2002
El encuentro entre el tiempo y la eternidad, alcanzado en las maravillas de la historia de
la salvación, se hace continuamente real de manera siempre nueva en la liturgia de la
Iglesia: en ella la Trinidad pone su tienda en tiempo, y el tiempo se siente acogido en el
vivificante amor de la Trinidad.
En la liturgia, la Trinidad se ofrece como "morada" y como "patria" para la existencia
redimida: en ella el creyente no se encuentra frente a la eternidad como un extraño
frente a la inaccesible trascendencia sino, por el contrario, entra en la profundidad de
Dios, dejándose envolver por el misterio de las relaciones divinas en la comunión de la
Iglesia, auténtica "imagen de la Trinidad".
La característica específica de la oración litúrgica, que la distingue de cualquier otra
forma de oración, es ser precisamente una oración de la Trinidad: en el Espíritu, por el
Hijo, la comunidad celebrante se dirige hacia el Padre, y recibe del Padre, por el Hijo,
todo don perfecto en el Espíritu Santo. Por ello, las oraciones litúrgicas terminan con la
fórmula trinitaria, que dirige hacia Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu; o agradece el
don del Espíritu desde el Padre por medio del Hijo.
De ahí que la celebración de la Eucaristía, cumbre y fuente de la liturgia y de toda la
vida eclesial, consista precisamente en este movimiento desde la Trinidad hacia la
Trinidad, dentro de la Trinidad: se bendice al "Padre verdaderamente santo",
invocándole para que envíe el don del Espíritu y así este don puede hacer presente a
Cristo a aquellos que conmemoran su pasión y su resurrección.
Después de invocar el don del Padre a través de la acción de la gracia y hacerlo presente
a través de la epíclesis del Espíritu Santo y la memoria del Hijo, los creyentes vuelven
al Padre a través del mismo Hijo en el mismo Espíritu, participando en el pan y el vino
transformados por el Espíritu en la carne y sangre del Señor Jesús, de manera que todo
pueda subir al Dios Padre por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo,
para celebrar su gloria.
La esencia de la liturgia consiste, por ello, en la oración a Dios en su propio misterio,
unido en Cristo que se vuelve presente en la plenitud de su misterio pascual, gracias a la
acción del Espíritu Santo. Jesús mismo, además, introduce a sus seguidores en el
misterio trinitario cuando les enseña a rezar: "Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro..."
(Mateo 6, 9; ver Lucas 11, 2).
En la oración litúrgica, el cristiano experimenta el misterio del origen divino: el
cristiano no está frente a Dios como si estuviera delante a alguien ausente o ante un
extraño digno de adoración pero terrible, sino ante alguien que habita en él, en el
Espíritu, por el Hijo, como un hijo, en el misterio del Padre. "Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!" (Gálatas 4, 6; ver Romanos
8, 15).
Por lo tanto, la liturgia es el lugar de la venida de la Trinidad en la historia, el lugar de la
alianza entre la historia eterna de Dios y la historia de la humanidad: en ella, la historia
es acogida en el seno de la Trinidad y la Trinidad se vuelve hogar en los corazones de la
humanidad. Y en la Trinidad la santificación del tiempo se cumple plenamente. Se
podría afirmar que el misterio del encuentro entre la eternidad y el tiempo --que tiene
lugar en la liturgia-- consiste en la entrada en la Santa Trinidad de la comunidad
celebrante: rezar -para los cristianos- no significa rezar a un Dios, sino rezar en Dios; en
el Espíritu, por el Hijo, la liturgia se dirige a Dios Padre, desde Él por Cristo, y se nos
concede todo bien en el Espíritu.
Desde el Padre al Padre
La liturgia sobre todo coloca a la comunidad y a cada bautizado en relación con el
Padre. La relación con el Padre es doble: desde el Padre a la humanidad y desde la
humanidad al Padre. Dios Padre es la fuente de todo don perfecto (ver Juan 1, 17), Él
toma la iniciativa de amor y envía a su Hijo y al Espíritu Santo.
El Padre es la gratuidad irradiante de amor, el Amor eterno, que siempre ha amado y
siempre amará, y nunca se cansará de amar. La liturgia es el lugar en el que tanto el
individuo como la Iglesia reconocen el don del amor fiel y eternamente renovado.
Puesto que todo viene del Padre, la oración litúrgica es receptividad, el lugar del
adviento del misterio de Dios en el corazón de la historia: rezar significa permitir a Dios
que nos ame; significa ponerse ante la gratuidad del Padre, de manera que el corazón y
la misma vida se puedan llenar con esta desbordante generosidad.
Por eso, rezar en la liturgia significa sobre todo recibir, esperar el don desde arriba en la
perseverancia del silencio que se llena con un maravilloso y asombroso amor. Es el
Dios que actúa en la liturgia y la humanidad está llamada a esperar humildemente frente
al misterio que le permita ser amada por el Eterno.
En este sentido, el espíritu de la liturgia es experiencia nocturna de Dios, silencio, en el
que uno puede llenarse del misterio de la presencia divina (¡de ahí la importancia de los
momentos de silencio durante las celebraciones y la importancia de prescindir de toda
palabra inútil!). Aquí el espíritu de la liturgia aparece sobre todo en su naturaleza
pasiva, "passio" que prepara la "actio" (acción), acogida de la que nace el don.
Si todo viene del Padre, todo retorna a Él: la liturgia, un lugar de adviento, es también
un movimiento de respuesta, para devolver todo a Dios. La oración litúrgica, por ello, se
convierte en el vehículo de la nostalgia de Dios, que está en el corazón de la humanidad
y en el corazón de la historia, y de esta manera es un sacrificio de alabanza, un acto de
gracia, de intercesión, en el que el mundo entero tiene la tarea de redescubrirse a sí
mismo en sus orígenes verdaderos.
La vida moral de los cristianos está profundamente enraizada en este dinamismo de la
liturgia, y en su sometimiento a la fe y a la caridad, su labor a favor de la justicia y la
paz, su solidaridad con el pobre. Es, al rezar en la liturgia, y al comenzar desde ella, que
el cristiano aprende a ver todas las cosas a la luz de Dios y, en consecuencia, a
denunciar la injusticia y a proclamar la justicia del Reino que vendrá.
Al rezar, el cristiano orienta sus asuntos privados, los de la humanidad y los de la Iglesia
hacia el Hogar, gustado pero todavía no alcanzado, el misterio del Dios eterno. Desde
este punto de vista, la liturgia educa a los cristianos para que sean la voz de los sin voz,
de manera que todo pueda conducirse al corazón del Padre, y forma en aquellos que la
experimentan el sentido de las cosas de Dios, de manera que el mandato de la liberación
de la humanidad se pueda unir al hambre de otra justicia y de otra liberación, que
pertenecen sólo al Reino de Dios que todavía está por venir.
Por Cristo, el Hijo eterno
La liturgia tiene lugar por el Hijo, en unidad con Cristo, el supremo y eterno Sacerdote
de la nueva alianza, al hacer presente su misterio pascual. Si el Padre es la fuente pura
de la vida y el amor, el Hijo es quien eternamente acepta el amor, el eternamente
Amado, que permite que sea enviado Él mismo al mundo y entregado a la muerte en la
cruz, para ser llenado del Espíritu Santo el día de la resurrección.
Rezar por el Hijo significa entrar en el misterio de su venida y en esta aceptación
agradecida delante de Dios, de modo que esta aceptación implica a la Iglesia y al mundo
en la compañía de la vida. Éstos son los dos aspectos que la oración litúrgica, con
relación a Cristo, permite que brillen intensamente en la existencia redimida: la
imitación de Cristo y la compañía de la fe y de la vida.
La liturgia provoca la imitación de Cristo ("imitatio Christi"); no copia un modelo
distante que uno se ve forzado a reproducir. Según la gran tradición espiritual,
"imitación" significa "representación". El ethos litúrgico significa representar a Cristo
en nosotros mismos, a través de la gracia de su representación sacramental, hasta el
punto de ser capaces de decir como Pablo: "y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive
en mí" (Gálatas 2, 20).
Imitar a Cristo significa abrirse uno mismo profundamente para escuchar la Palabra de
Dios y abrirse a la venida del Cristo viviente en el acontecimiento sacramental, que es el
que vive en nosotros. La oración por el Hijo es, por ello, el lugar en el que Cristo viene
a la vida en nuestros corazones (ver Efesios 3, 14).
La liturgia es el acontecimiento en el que el Hijo se coloca a sí mismo en la historia, en
la carne y en la vida de la humanidad. Y puesto que él está unido inseparablemente al
crucificado que ha resucitado, el ethos litúrgico, al ser "imitación de Cristo", permitirá
experimentar su cruz y su resurrección. Imitar al crucificado significa conocer la aridez
de la experiencia espiritual, que no sólo es resultado de la resistencia humana, motivada
por el pecado o el esfuerzo de sensibilidad que permite convertirse en prisioneros de lo
invisible, sino que también es en lo profundo "una negra noche" (la "noche oscura" de
San Juan de Cruz), un tiempo que permite al creyente entrar en el misterio de la Cruz
del Señor. Por eso se puede decir de esta noche: "¡Oh noche amable más que la
alborada! ¡Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado
transformada!".
El ethos litúrgico también conduce a la imitación del Cristo glorificado. Aquí se ofrece
la liturgia como una fuente de paz, participación viva en el poder de quien ha vencido a
la muerte. La vida moral de un cristiano es simplemente "conocerle, el poder de su
resurrección, la participación en su sufrimiento, la conformación con él en su muerte,
con la esperanza de alcanzar la resurrección de los muertos" (ver Filipenses 3, 10).
La alegría del resucitado es experimentada en la victoria pascual, en la que la entera
humanidad y cada individuo son acogidos en Dios con Cristo. Y es a través del dejarse a
uno mismo recibir en la venida del Hijo que la liturgia nos educa a acoger a los demás
en Él. La liturgia genera la compañía de la fe y de la vida: en la liturgia, muchos llegan
a ser el único Cuerpo del Señor, viviendo en el tiempo.
El sentir de la Iglesia se alimenta en las fuentes de la experiencia del misterio, que es la
liturgia, el acontecimiento que ha marcado la entrada de la eternidad en el tiempo:
¡Aquellos que viven la liturgia aman a la Iglesia, y aquellos que aman de verdad a la
Iglesia viven la liturgia! Además de la compañía de la fe, la compañía de la vida está
profundamente enraizada en la realidad de ser recibidos en Cristo (ver la historia del
lavatorio de los pies en Juan 13, que en el cuarto evangelio corresponde a la "liturgia"
de la Última Cena). La compañía de la vida es el pan compartido (de "cum" y "panis"),
la solidaridad de "estar con", antes de "ser para": en este sentido, la solidaridad viene de
la liturgia; es en la liturgia donde aprendemos a llevar cada uno las cargas del otro.
En la unidad del Espíritu
La liturgia, finalmente, se vuelve plena en el Espíritu Santo: en el seno de la Trinidad, la
teología occidental ha pensado el Espíritu como la unión con el amor eterno. Entre El
que Ama y el Amado, el Espíritu es Amor, el "vinculum caritatis aeternae" (San
Agustín), la comunión divina que trae comunión y paz a los corazones de los hombres.
Junto a esta tradición, que es intensamente pascual, la teología occidental ha
considerado al Espíritu en el acontecimiento de la cruz del Señor. Según el pensamiento
teológico, el Espíritu es gracias al cual Jesús ha entrado en la solidaridad de los pecados,
de quien no tiene a Dios, y es, por eso, el "éxtasis de Dios", el don gracias al que Dios
puede darse a sí mismo.
El Espíritu es quien provoca todo lo que es nuevo, y quien abre al futuro: es la libertad
en el amor. La liturgia enseña a rezar "in unitate Spiritus Sancti": dado que el Espíritu es
la fuente de la unidad, la oración en el Espíritu permite experimentar la unidad del
misterio. El ethos que sigue es el del diálogo y la comunión, que inducen a reconocer al
otro como un don, un don que no es competitivo ni causa temor.
Y juntos, porque el Espíritu es apertura y libertad, el ethos que viene de la liturgia abre a
la imaginación del Eterno, nos vuelve más dóciles y sensibles a las profecías, nos
prepara a todo lo que es "nuevo" en Dios y "antiguo" en la humanidad. Quienes rezan en
el Espíritu serán incapaces de no estar abiertos a la esperanza, porque el Espíritu está
siempre vivo en la historia. En la liturgia celebrada en el Espíritu, la fidelidad y la
novedad, lejos de oponerse la una a la otra, se ofrecen como aspectos de la misma
experiencia, en la que el futuro de Dios toma su lugar en el tiempo presente de la
humanidad.
La liturgia, por tanto, es el lugar en el que la Trinidad -acontecimiento eterno de Amorse incorpora a las historias humildes y diarias del éxodo humano, y éstas, a su vez, libre
y más y más profundamente, se incorporan al misterio de las relaciones divinas.
En la liturgia, la antropología de la identidad, que es prisionera de sí misma, es superada
gracias a la aceptación del don divino, mientras que la antropología nihilista de la
incomunicación es derrotada a través de la experiencia de la Alteridad trascendente y
redentora. El ethos litúrgico es, por ello, la vida que corresponde a la buena nueva en el
Evangelio, en la que el hombre tiene tiempo para Dios, porque Dios ha encontrado
tiempo para la humanidad, y el tiempo entra en la eternidad, porque la eternidad ha
entrado en el tiempo: su ethos renovado por un amor que viene de arriba, cantando con
la vida el nuevo cántico de amor en una liturgia eterna de alabanza y gratitud: "Novi
novum canamus canticum!" (San Agustín).
¿PUEDE COMPRENDER EL HOMBRE DE HOY
EL ESPÍRITU DE LA LITURGIA?
Intervención del profesor Gerhard Ludwig Müller de la Universidad de Munich, obispo de Regensburg,
pronunciada durante la videoconferencia mundial organizada por la Congregación vaticana para el Clero
el 28 de septiembre de 2002.
Después de casi cuarenta años de la renovación litúrgica, en muchos países la euforia
del movimiento litúrgico ha dado lugar al desengaño. La desilusión, la frustración, se
vuelven cada vez más profundas. Algunos se refugian en un desesperado activismo. La
creación de nuevas oraciones debería atraer la atención de los participantes. Con
frecuencia, los miembros del clero intentan suscitar el interés de una generación
aburrida con iniciativas divertidas, por ejemplo invitando a los niños a participar en la
Misa vistiendo trajes de carnaval o atrayendo al ámbito eclesial personas que poco
tienen que ver con la fe y la Iglesia, mediante conciertos de música clásica, rock y pop,
frente a los que la liturgia es sólo algo externo.
Se observa una profunda discrepancia entre la liturgia oficial y la recepción carente de
su instancia más profunda. En los países centroeuropeos, se ha reducido drásticamente
la participación en la celebración eucarística del domingo. Muchos ya no saben que se
trata del encuentro con Jesucristo, que nos ha ofrecido el don de la Eucaristía para que
podamos alcanzar a Dios en la comunión con el Señor crucificado y resucitado, que es
el sentido y el fin de nuestra vida. También se han perdido muchas formas de devoción
hasta el punto de que la liturgia no se basa ya en una profunda vida de fe y no puede dar
frutos. La "mesa de la Palabra de Dios" (Sacrosanctum concilium, n. 51; Dei Verbum,
n. 21) nunca se ha arreglado para los fieles de manera tan rica como se hace hoy, pero el
conocimiento de la Biblia, por no hablar de una familiaridad viva con las Escrituras, ha
alcanzado, incluso en los círculos protestantes, un nivel terriblemente bajo.
Con razón hay lamentos ante un crecimiento litúrgico salvaje. Con frecuencia el arbitrio
de una estructura litúrgica así llamada espontánea, alterada y con un sentido reductivo,
llega a negar algunas verdades de fe y esto por culpa de una falta de comprensión de la
esencia de la liturgia eclesial. Ausencias y errores en la doctrina de Dios, en la
cristología y en la eclesiología provocan la crisis y la derrota de la liturgia, desde el
momento en que ya no es determinante la ley interior, y se aplican criterios de
entretenimiento. Por el contrario, la liturgia en sentido cristiano no debería suscitar
estados de ánimo románticos, empujar a una acción socio-política ni envolver a las
personas de manera pseudo-religiosa, sino dar fuerza a los fieles. El objetivo de la
liturgia no es hacer que nos sintamos bien, suscitar en nosotros un estado de ánimo
festivo, que nos haga olvidar por un momento el día a día. La liturgia deriva de la fe en
el Dios vivo y en su Hijo Jesucristo, instrumento de salvación, que nos da la vida eterna
(Juan 17, 3). La liturgia es la síntesis sacramental de la Iglesia, instrumento de la íntima
unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (Lumen gentium, n. 1).
Si bien en muchos lugares se realizan esfuerzos serios para dar a la liturgia una forma
sensata, no se puede dejar de lado la necesidad de responsables que se ocupen de la
transmisión de los contenidos teológicos y espirituales de los sacramentos y en
particular de la celebración eucarística. Para comprender la diferencia entre la dinámica
inicial del movimiento litúrgico, sobre todo después de la primera guerra mundial con
sus logros hasta el Concilio, y la crisis de la liturgia de finales del siglo XX, pueden ser
útiles los dos libros, de título casi idéntico, de Romano Guardini y del cardenal Joseph
Ratzinger. Mientras el libro de Guardini "Del Espíritu de la Liturgia" que, con ocasión
de la Pascua de 1918 inauguró la célebre serie "Ecclesia orans" del abad Ildefons
Herwegen, describe un maravilloso clima inicial, Ratzinger, que en su obra
"Introducción al Espíritu de la Liturgia" hace referencia expresa a Guardini, intenta
hacer comprender la esencia de la liturgia en su profundidad espiritual y en sus formas
concretas de expresión esenciales, el acto de arrodillarse, la unión de las manos, las
formas de adoración silenciosa, la dimensión espiritual de la comunión verbal y mental.
Ambos autores han afrontado el problema de la "capacidad litúrgica del hombre
moderno", desde diversos puntos de vista, un problema que a lo largo del siglo XX se
ha hecho cada vez más grave, del que Guardini habló de manera difusa en el congreso
litúrgico de Maguncia de 1946. En una importante conferencia que tuvo lugar en 1965,
durante la semana universitaria en Salzburgo, Joseph Ratzinger, en el clima festivo de la
reforma litúrgica post-conciliar, afrontaba el tema de la incapacidad litúrgica hablando
de la "crisis de la idea sacramental en la conciencia moderna".
El hombre moderno, forjado por el secularismo y un ambiente inmanentista y
tecnificado, ya no comprende cada uno de los ritos y gestos de la liturgia. La crisis no se
resuelve con cambios estéticos y pasatiempos pedagógicos. Los estudiosos de la liturgia
en la primera mitad del siglo XX han actuado de manera excelente en la renovación de
la liturgia, porque eran teólogos. Por el contrario, estos nuevos personajes con una
visión restringida, que consideran la liturgia como un parque de juegos para sus ideas
fijas, no hacen otra cosa que consolidar la crisis litúrgica, porque crean una liturgia
dirigida a surtir efectos exteriores y no a transmitir el contenido de la fe.
Es necesaria una "curación desde la raíz" . El problema es profundo y tiene que ver con
la comprensión que el hombre moderno tiene de sí mismo y del mundo y con su
cambiada relación con Dios. En la mentalidad media del secularismo y del
inmanentismo, las ideas fundamentales de la liturgia encuentran difícil acceso. La idea
efectiva de la liturgia deriva de la realidad encarnacional de la relación entre Dios y el
hombre y significa que la simbología propia de la finitud de este mundo debería ser la
mediación en la inmediatez a Dios. En los sacramentos se cumple la unión de Dios con
los hombres de una manera que corresponde a la naturaleza humana. Esta idea no es
sólo una bonita idea, sino realidad en Jesucristo, que es la presencia humana de Dios
entre nosotros los hombres.
Para quienes no conocen a Jesucristo, el ser y el actuar de Dios permanecen como un
enigma sin solución, frente al cual capitulan. Se castiga a Dios con la indiferencia hasta
llegar a la sospecha de que sólo se trata de una proyección o una cifra de
inexplicabilidad de la existencia humana. La nueva religiosidad del movimiento New
Age, el sincretismo del pluralismo religioso y la penetración de las concepciones
monísticas del mundo típicas de la tradición de las religiones asiáticas siguen la noción
de realidad personal y la comprensión personal que el hombre tiene de sí hasta el
primado de lo general sobre lo individual. No se busca una actualización sacramental de
la salvación de forma dialógica y comunicativa, sino una experiencia religiosa en la que
se pueda disolver el sujeto. La religión bíblica de la autorevelación del Dios Uno y
Trino se basa sobre el hecho de que el Verbo de Dios se dirige al hombre que lo
encuentra en su acción de gracia en el Espíritu. El hombre es llamado por su nombre y
en cualquier situación se debe dirigir a Dios, que lo confirma como persona en el acto
de escucharlo. El objeto del encuentro con Dios es el amor, que no disuelve y
generaliza, sino que afirma y personaliza, en el cual Dios me dice "tú". Las personas
como criaturas personales no se disuelven en el numinoso divino o en una naturaleza
personal. Se vuelven, evidentemente, "hijos en el Hijo". A través de Cristo pueden
decirle a Dios en el Espíritu Santo: Abba, Padre. Por lo tanto, la liturgia y también la
Misa poseen una forma trinitaria esencial y estructural (cfr. Gálatas 4, 4-6; Romanos 8).
Ya Emmanuel Kant, en su obra "La religión dentro de los límites de la sola razón"
(1793), vaciaba las confesiones de fe de su contenido de realidad y, en consecuencia,
también a los sacramentos cristianos de su carácter de instrumento de gracia y los
consideraba meros símbolos de la instancia moral de la conciencia. Mientras que la
crítica a la religión, en su forma de régimen totalitario de la impiedad y del odio de Dios
o del así llamado enmascaramiento psicológico y sociológico de la Iglesia como
enemiga de la ciencia, de la libertad y del progreso en Marx, Nietzsche y Freud, no
había liquidado la liturgia de las religiones como un conjunto de formas expresivas de
extrañamiento peligrosas y dañinas y como instrumento de dominio de la consolación,
en algunas orientaciones de la psicología y de la sociología modernas los sacramentos,
más allá de su contenido teológico, se han reducido a una función estabilizadora del
equilibrio psíquico y social. Son considerados expresión simbólica de la nostalgia del
numinoso, ligada a la dimensión mitológica de la conciencia, más que instrumentos de
comunión real entre Dios y el hombre, establecida por el Dios personal mismo a través
de Jesucristo y confiada a la Iglesia para la celebración. Por lo tanto no sólo surge la
cuestión del fundamento antropológico de la capacidad simbólica del hombres, sino
también la cuestión más importante de su capacidad de transcendencia, que se expresa y
se cumple en el simbolismo de las palabras y de los signos.
Sólo quien comprende los principales conceptos de decir y de actuar del lenguaje
litúrgico en su naturaleza de Palabra de Dios, que obra en el que cree, puede
comprenderlo y adoptarlo (cf. 1 Tesalonicenses 2, 13).
Un motivo esencial, por el que la profundización teológica de la Eucaristía y su reforma
litúrigica han cosechado tan pocos frutos, se debe a la situación general de la fe y a la
dificultad de individuar la relación entre mundo y Dios, en la intervención de la historia
de la salvación, que alcanza su culmen escatológico en Cristo. De Él, de hecho, es de
quien mana la actualización eclesial y sacramental de la comunión de vida con Dios,
plasmada por la encarnación.
Todas las actividades de catequesis relacionadas con el Bautismo, la Confirmación y la
Primera Comunión giran en el vacío y desilusionan a los padres, sacerdotes,
eclesiásticos y estudiosos, porque no llegan a transmitir una relación con el Dios vivo
que se ha enraizado en la persona y en su eticidad, racionalidad y espiritualidad. En
muchos adultos se generan insanables tensiones y contrastes entre el Magisterio eclesial
y su imagen del mundo presumiblemente plasmada por la ciencia. Sólo les parece
creíble aquello que aparece como posible para la racionalidad reducida a causalidad
natural. La presencia actual del hombre muerto hace 2000 años parece como mucho la
actualización simbólica de la imagen moral de Jesús. La presencia real no puede
significar otra cosa que el firme propósito de seguir su ejemplo en el momento de comer
un tronzo de pan como oblación y una experiencia de comunión de naturaleza
meramente sentimental.
La Eucaristía se presenta como la actualización del Cristo crucificado. Cometiendo un
conocido error de interpretación, el hombre contemporáneo, educado en la escuela
freudiana, valora la muerte de Jesús a través de la categoría del sacrificio o incluso de la
víctima que nos representa y expía nuestros pecados.
Por eso, en contraste con el Nuevo Testamento y también con las grandes concepciones
de la doctrina de la liberación, la interpretación de la muerte de Jesús como sacrificio
querido por un Dios airado y terrible, que lo destruye, es una interpretación cambiada de
forma superficial y cínica y la caricatura que de ella deriva se rechaza con desdén. La
interpretación del sacrificio de Cristo ligada a un imagen de Dios, que la tradición
cristiana general rechaza en cuanto contraria a la Revelación, no es otra cosa que la
demostración de métodos interpretativos fuera de lugar, adoptados por personas que
transforman la fe cristiana en lo contrario para hacer escarnio de su hostilidad a la razón.
En realidad, la cruz es un sacrificio sangriento no en el sentido ritual de la ofrenda
pagana humana o animal, sino porque el acto sacrificial consiste en el don de sí mismo
para la salvación de los hombres, que llega incluso al don por parte de Jesús de su
propia vida humana (cfr. Hebreos 5, 8 y ss.). Según esto, comer y beber "de su cuerpo y
de su sangre" no es un banquete iniciático o un "alimentarse del cuerpo de un Dios" en
el sentido real o metafórico de algunas religiones místicas, sino que es comunión
humana real con la "palabra del Dios encarnado" (Juan 1, 14), en Jesucristo, el Hijo del
Padre, que dona su carne, es decir su vida, para la vida del mundo. Quien es de este pan,
es decir quien tiene familiaridad con el Jesús histórico y Pascual, permanece en Cristo y
Cristo en él: "Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre,
también el que me coma vivirá por mí" (Juan 6, 57). Jesús se revela de esta manera: "Yo
soy el pan de vida" (Juan, 6, 48). Al comer sacramentalmente los dones del pan y del
vino se transmite la auténtica koinonía con el Verbo Encarnado y da a quien cree en su
nombre, "el poder de llegar a ser hijos de Dios" (Juan 1, 12).
En la introducción del libro antes mencionado del cardenal Joseph Ratzinger "El
Espíritu de la Liturgia", el autor afronta el tema de las posibilidades y los riesgos de una
liturgia renovada y promueve una comprensión profunda y una actuación dinámica de
las formas litúrgica por parte del Espíritu de Cristo, que así funda la fe de la Iglesia y así
anima su cuerpo litúrgico y lo llena de vida:
"Se podría afirmar que entonces, en 1918, la liturgia, desde un cierto punto de vista, se
presentaba como un fresco, perfectamente conservado, pero recubierto de una espesa
capa de yeso. En el misal, con el que celebraba el sacerdote, estaba presente su forma,
que había evolucionado desde los orígenes, pero escondida para los fieles por formas y
orientaciones privadas de oración. Gracias al movimiento litúrgico y de manera
definitiva con el concilio Vaticano II, el fresco fue sacado a la luz y, por un momento,
quedamos todos fascinados por la belleza de sus colores y sus figuras. Sin embargo,
entretanto, por causa de las condiciones climáticas y de diversos intentos erróneos de
restauración y reconstrucción, aquel fresco se ha puesto en peligro y amenaza con
arruinarse, si no se provee rápidamente de las medidas necesarias que pongan fin a tales
influencias dañosas. No se trata, obviamente, de volverlo a recubrir de yeso, sino que es
indispensable un nuevo respeto y una nueva comprensión de su mensaje y de su realidad
de manera que el haberlo sacado a la luz no se vuelva el primer peldaño de su ruina
definitiva" (págs. 7-8).
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