La Nación, adn Cultura, Sábado 6/12/08

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La Nación, adn Cultura, Sábado 6/12/08
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Literatura | Anticipo
Kirchner, una vida
En Vagón fumador (Eterna Cadencia), distintos escritores examinan el rito de
fumar. En estas páginas, el autor de La mafia rusa crea un inusual artefacto
literario donde el humo es protagonista
Por Daniel Link
Kirchner gritó, gritó, gritó, mientras se revolcaba en el cuarto al que había sido
confinado, tratando de quitarse el chaleco de fuerza que le habían impuesto.
Estaba mal, Kirchner, desde la guerra, tres años atrás: "el campo... el campo...",
musitaba entre sueños durante las noches en que lo sometían a dosis crecientes de
morfina para que descansara un poco. De otro modo, se la pasaba gritando
inmundicias, augurando complots que iban a destruir el país, el continente, el mundo, y
reclamando los cigarrillos que en la clínica psiquiátrica le habían prohibido consumir.
Nadie entendía a ciencia cierta qué era lo que quería dar a entender con esas palabras
entredichas, pero como era imposible obtener de él mismo una explicación coherente,
se aceptó la hipótesis de una fijación maníaca y de un rechazo al modo de vida urbano
que hasta su hundimiento mental había sido una de sus características más
sobresalientes.
No se sabe todavía qué fue lo que se desmoronó en la cabeza de Kirchner1. Para algunos
(un esquizofrénico que convivió con él en el mismo loquero durante algunos años), su
sensibilidad enfermiza lo sumió en la insania: "Somos los sismógrafos de la tragedia de
nuestra cultura". Para otros, su conocida afición a relacionarse con prostitutas fue lo
que precipitó la caída. Era una enfermedad de transmisión sexual lo que lo habría
llevado, según esta versión, primero a la locura y después al suicidio. Un médico
prestigioso, el Dr. Edel, llegó incluso a diagnosticarle atrofia cerebral como
consecuencia de un estadio avanzado de sífilis, lo que decidió su mudanza permanente
al sur (tan mítico y tan de moda por aquellos años). Naturalmente, habría que revisar
con más atención su historia clínica para avalar esta conclusión un poco temeraria,
porque no parece haber correlación entre el lapso que va de su internación hasta el
suicidio y la oscilación de su estado mental, que pasaba de un relativo equilibrio,
durante el cual podía hasta sostener conversaciones con cierta coherencia, a sus
profundos desarreglos, que sumían en la desesperación a quienes lo rodeaban. ¿Tan
sensible era Kirchner? ¿Tan fatal había sido su apego a esas mujeres que, desde su
perspectiva, erotizaban las calles? Kirchner no podía andar solo por el mundo, incluso
mucho antes de perder la razón, porque su erotomanía era tan intensa como su afición
al tabaco. Hubo momentos en que, si de él hubiera dependido, no habría podido
pagarse el alquiler.
Una vez, ya comenzada la guerra ("¡el campo!, ¡el campo!"), Kirchner se autorretrató
como soldado2. En el fondo, una de sus prostitutas favoritas en una pintura a medio
terminar. Se lo ve con uniforme azul, un ojo más grande que el otro, los rasgos
endurecidos. De sus labios finos cuelga un cigarrillo encendido, su mano derecha está
amputada, y en la izquierda sostiene un pincel, al que mira con odio.
Su concubina reportó al médico de la institución en la que había sido confinado que el
proceso de transformación, le parecía a ella, se remontaba a meses antes, por lo menos
once3, del comienzo de la llamada "Gran Guerra", cuando había empezado a sostener
como monomaníaco que su estilo de vida estaba demasiado comprometido con los
valores de la burguesía, había comenzado a beber inmoderadamente, a vivir con
irregularidad, sin método ni destino, y a gritar improperios a quienes consideraba como
sus adversarios.
Kirchner comenzó, por entonces, a sufrir ataques de ansiedad y dolores de cabeza
intensísimos que fueron coronados, en el verano de las primeras escaramuzas que
luego se transformarían en "Gran Guerra", por una creciente parálisis de sus
extremidades. Su peor período coincidió con el conflicto, entonces, pero no es seguro
que fuera causa directa de los dos meses durante los que voluntariamente marchó,
contra toda recomendación de su círculo íntimo, al frente (y del que fue luego retirado
por su condición nerviosa).
En el autorretrato antes comentado, la automutilación bien puede ser una metáfora de
esos ataques espasmódicos de parálisis; y la rigidez del rostro, una manera de referirse
a sus torturantes cefaleas. En el invierno siguiente al comienzo de la guerra ("¡el
campo!, ¡el campo!"), Kirchner desarrolló incluso tal miedo a las autoridades
uniformadas que se rehusaba a abandonar su lugar de trabajo, salvo de noche. Por esos
días, bebía un litro de la más poderosa bebida espirituosa jamás inventada por el
hombre4 y era adicto a los somníferos (Veronal).
El cigarrillo era otra historia.
Kirchner era un fumador elegante, como todos los de su época. Un contemporáneo de
pluma ácida5 se preguntaba: "¿Es culpa del tabaco haber sido descubierto por los
salvajes?". Para quienes como él pensaban, y Kirchner se contaba entre ellos (son muy
conocidas sus contribuciones a la industria tabacalera), la aristocrática elegancia del
moderno fumador de cigarrillos representaba un progreso cultural mucho mayor que
cualquier otra costumbre a la moda. La prohibición de fumar, que no lo precipitó en la
insania, fue sin embargo lo que habría impedido a su mente torturada recobrarse
alguna vez.
Internados, junto con él, había otros pacientes que sostenían la hipótesis de que la
humanidad había perdido sus gestos, que esa pérdida se revelaba en la irrevocable
inmersión de la época en la barbarie, y que ellos eran las víctimas privilegiadas de ese
proceso de descomposición irreversible. Uno de sus vecinos de cuarto, cuando no
estaba gritando "¡Socorro!" o conversando con mariposas nocturnas que confundía con
"pequeñas almas vivientes", encarnaciones nuevas de la antigua Psyké, se dedicaba a
escribir su diario, un informe de su propia locura de más de siete mil páginas, una
"confesión de un esquizoide (incurable) vertido a los archivos de los médicos del
alma".6
Cuando se encontraban en los momentos de recreación, los pacientes alimentaban sus
delirios mutuos: Kirchner convenció a su vecino esquizofrénico de que las enfermeras
eran todas prostitutas e incluso de que estrangulara a una de ellas, la de conducta más
obscena (el episodio, por fortuna, no pasó del intento frustrado). Por su parte, el otro le
expuso su teoría de que eran víctimas de una "política de la catástrofe" y profetizaba
"una destrucción que amenaza con conducir el planeta al caos", hipótesis a las que
Kirchner asentía porque le confirmaban sus anteriores intuiciones y sus fijaciones
conspirativas.
La prohibición de fumar era parte de lo mismo. No lo decía él, no lo decía tampoco el
esquizofrénico que planeaba su golpe maestro, una conferencia sobre una cierta danza
de la serpiente que demostrara que no estaba loco y le permitiera abandonar la clínica
para completar el atlas de la memoria que planificaba. Lo decía otro interno, un
bailarín sumido en la agonía mental por su sensibilidad extrema a la pérdida de gestos
de la humanidad, que escuchaba con atención el extravagante progreso de la
conferencia del esquizofrénico. El bailarín y coreógrafo,7 a diferencia de Kirchner, no
fumaba. Su palabra era desinteresada. Antes (decía y pensaba), los gestos eran
patrimonio de la humanidad entera -en fin, de la burguesía: tarados no eran, y se daban
cuenta de que, por la necesidad de sigilo provocada por la impertinente vigilancia de las
enfermeras ("¡putas!"), eso llamado humanidad con mucha rapidez en sus intercambios
comunicativos semicodificados se correspondía con una singularidad histórica-, y
ahora habían sido confiscados por la medicina. ¿Qué arte podía pensarse en ese
contexto? ¡Ninguno! Todo era entendido como una patología general de la vida social,
diseñada por la ciencia del cuerpo para sus propios y siniestros fines. Al perder el
control sobre los propios gestos, ademanes, movimientos, decía el bailarín en voz baja
para los dos insanos que lo seguían por el parque, la humanidad se precipitaba en un
pozo sin fondo, es decir: sin arte. La danza de Isadora Duncan y de Diaghilev,
argumentaba el bailarín, la novela de Proust, las grandes poesías de Pascoli y de Rilke
y, por último ("¡no hay ejemplo mejor!, ¡no hay ejemplo mejor!", se excitaba el
esquizofrénico que los acompañaba), el cine mudo, trazaron el círculo mágico en que la
humanidad trató por última vez de evocar lo que se le estaba escapando de las manos
para siempre.8
La prohibición de fumar era parte de lo mismo, sí, sí, no cabía duda alguna. Era un
gesto más que se secuestraba de la esfera de lo estético. Asentía Kirchner, rabioso,
pensando en su autorretrato mutilado, para dejar constancia no de la guerra, no de la
enfermedad de transmisión sexual, no de su propios padecimientos físicos, sino de la
prohibición que hacía del gesto de llevarse el cigarrillo a la boca (tensa, como se ve en
su retrato, amargada) un motivo sencillo de dicha, un ademán de aristocrática
elegancia. "Hay que devolver", pensaba cada uno por su lado, y decían todos juntos,
como un mantra secreto que los uniría para siempre en conciencia, más allá de la
casualidad que los había juntado en esa clínica psiquiátrica, "las imágenes a la patria
del gesto".
Sí, sí, pensaba Kirchner mientras escuchaba las insensateces que el bailarín y el
esquizofrénico se decían, pensando en su autorretrato como soldado de una batalla
perdida para siempre ("el campo..., el campo..."): el expresionismo no es la
exteriorización de una psicología, no debe serlo, no puede serlo (la burguesía, que pocas
décadas atrás se encontraba todavía en sólida posesión de sus símbolos, había caído
víctima de la interioridad y se entregaba ahora a la psicología),9 el expresionismo es la
interiorización de un poder, el poder es una mutilación, y fumar nos separa de las
bestias.
1 Cfr. Kirchner, Ernst Ludwig y Gustav Schiefler. Briefwechsel: 1910-1935/1938 (ed.
Wolfgang Henze). Stuttgart, Belser, 1990, y Kornfeld, Eberhard W. Ernst Ludwig
Kirchner: Nachzeichnung seines Lebens. Berna, Kornfeld, 1979.
2 La pieza (69,2 x 61 cm) se conserva en el Allen Memorial Art Museum del Oberlin
College, Ohio.
3 Erna Schilling, que conoció a Kirchner en 1912 y se convirtió en su modelo,
colaboradora y concubina, reportó al Dr. Binswanger en 1917 que su transformación
habría comenzado ya en 1913.
4 Ajenjo: setenta por ciento de graduación alcohólica.
5 Peter Jessen, en el Jahrbuch des Deutschen Werkbundes .
6 Warburg, Aby. El ritual de la serpiente . México, Sexto Piso, 2004.
7 Vladimir Nijinsky.
8 Agamben, Giorgio. Medios sin fin. Notas sobre política. Valencia, Pre-Textos, 2001.
9 Agamben, Giorgio, ob. cit.
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