La Nación, adn Cultura, Sábado 6/12/08 http://adncultura.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1076640 Literatura | Anticipo Kirchner, una vida En Vagón fumador (Eterna Cadencia), distintos escritores examinan el rito de fumar. En estas páginas, el autor de La mafia rusa crea un inusual artefacto literario donde el humo es protagonista Por Daniel Link Kirchner gritó, gritó, gritó, mientras se revolcaba en el cuarto al que había sido confinado, tratando de quitarse el chaleco de fuerza que le habían impuesto. Estaba mal, Kirchner, desde la guerra, tres años atrás: "el campo... el campo...", musitaba entre sueños durante las noches en que lo sometían a dosis crecientes de morfina para que descansara un poco. De otro modo, se la pasaba gritando inmundicias, augurando complots que iban a destruir el país, el continente, el mundo, y reclamando los cigarrillos que en la clínica psiquiátrica le habían prohibido consumir. Nadie entendía a ciencia cierta qué era lo que quería dar a entender con esas palabras entredichas, pero como era imposible obtener de él mismo una explicación coherente, se aceptó la hipótesis de una fijación maníaca y de un rechazo al modo de vida urbano que hasta su hundimiento mental había sido una de sus características más sobresalientes. No se sabe todavía qué fue lo que se desmoronó en la cabeza de Kirchner1. Para algunos (un esquizofrénico que convivió con él en el mismo loquero durante algunos años), su sensibilidad enfermiza lo sumió en la insania: "Somos los sismógrafos de la tragedia de nuestra cultura". Para otros, su conocida afición a relacionarse con prostitutas fue lo que precipitó la caída. Era una enfermedad de transmisión sexual lo que lo habría llevado, según esta versión, primero a la locura y después al suicidio. Un médico prestigioso, el Dr. Edel, llegó incluso a diagnosticarle atrofia cerebral como consecuencia de un estadio avanzado de sífilis, lo que decidió su mudanza permanente al sur (tan mítico y tan de moda por aquellos años). Naturalmente, habría que revisar con más atención su historia clínica para avalar esta conclusión un poco temeraria, porque no parece haber correlación entre el lapso que va de su internación hasta el suicidio y la oscilación de su estado mental, que pasaba de un relativo equilibrio, durante el cual podía hasta sostener conversaciones con cierta coherencia, a sus profundos desarreglos, que sumían en la desesperación a quienes lo rodeaban. ¿Tan sensible era Kirchner? ¿Tan fatal había sido su apego a esas mujeres que, desde su perspectiva, erotizaban las calles? Kirchner no podía andar solo por el mundo, incluso mucho antes de perder la razón, porque su erotomanía era tan intensa como su afición al tabaco. Hubo momentos en que, si de él hubiera dependido, no habría podido pagarse el alquiler. Una vez, ya comenzada la guerra ("¡el campo!, ¡el campo!"), Kirchner se autorretrató como soldado2. En el fondo, una de sus prostitutas favoritas en una pintura a medio terminar. Se lo ve con uniforme azul, un ojo más grande que el otro, los rasgos endurecidos. De sus labios finos cuelga un cigarrillo encendido, su mano derecha está amputada, y en la izquierda sostiene un pincel, al que mira con odio. Su concubina reportó al médico de la institución en la que había sido confinado que el proceso de transformación, le parecía a ella, se remontaba a meses antes, por lo menos once3, del comienzo de la llamada "Gran Guerra", cuando había empezado a sostener como monomaníaco que su estilo de vida estaba demasiado comprometido con los valores de la burguesía, había comenzado a beber inmoderadamente, a vivir con irregularidad, sin método ni destino, y a gritar improperios a quienes consideraba como sus adversarios. Kirchner comenzó, por entonces, a sufrir ataques de ansiedad y dolores de cabeza intensísimos que fueron coronados, en el verano de las primeras escaramuzas que luego se transformarían en "Gran Guerra", por una creciente parálisis de sus extremidades. Su peor período coincidió con el conflicto, entonces, pero no es seguro que fuera causa directa de los dos meses durante los que voluntariamente marchó, contra toda recomendación de su círculo íntimo, al frente (y del que fue luego retirado por su condición nerviosa). En el autorretrato antes comentado, la automutilación bien puede ser una metáfora de esos ataques espasmódicos de parálisis; y la rigidez del rostro, una manera de referirse a sus torturantes cefaleas. En el invierno siguiente al comienzo de la guerra ("¡el campo!, ¡el campo!"), Kirchner desarrolló incluso tal miedo a las autoridades uniformadas que se rehusaba a abandonar su lugar de trabajo, salvo de noche. Por esos días, bebía un litro de la más poderosa bebida espirituosa jamás inventada por el hombre4 y era adicto a los somníferos (Veronal). El cigarrillo era otra historia. Kirchner era un fumador elegante, como todos los de su época. Un contemporáneo de pluma ácida5 se preguntaba: "¿Es culpa del tabaco haber sido descubierto por los salvajes?". Para quienes como él pensaban, y Kirchner se contaba entre ellos (son muy conocidas sus contribuciones a la industria tabacalera), la aristocrática elegancia del moderno fumador de cigarrillos representaba un progreso cultural mucho mayor que cualquier otra costumbre a la moda. La prohibición de fumar, que no lo precipitó en la insania, fue sin embargo lo que habría impedido a su mente torturada recobrarse alguna vez. Internados, junto con él, había otros pacientes que sostenían la hipótesis de que la humanidad había perdido sus gestos, que esa pérdida se revelaba en la irrevocable inmersión de la época en la barbarie, y que ellos eran las víctimas privilegiadas de ese proceso de descomposición irreversible. Uno de sus vecinos de cuarto, cuando no estaba gritando "¡Socorro!" o conversando con mariposas nocturnas que confundía con "pequeñas almas vivientes", encarnaciones nuevas de la antigua Psyké, se dedicaba a escribir su diario, un informe de su propia locura de más de siete mil páginas, una "confesión de un esquizoide (incurable) vertido a los archivos de los médicos del alma".6 Cuando se encontraban en los momentos de recreación, los pacientes alimentaban sus delirios mutuos: Kirchner convenció a su vecino esquizofrénico de que las enfermeras eran todas prostitutas e incluso de que estrangulara a una de ellas, la de conducta más obscena (el episodio, por fortuna, no pasó del intento frustrado). Por su parte, el otro le expuso su teoría de que eran víctimas de una "política de la catástrofe" y profetizaba "una destrucción que amenaza con conducir el planeta al caos", hipótesis a las que Kirchner asentía porque le confirmaban sus anteriores intuiciones y sus fijaciones conspirativas. La prohibición de fumar era parte de lo mismo. No lo decía él, no lo decía tampoco el esquizofrénico que planeaba su golpe maestro, una conferencia sobre una cierta danza de la serpiente que demostrara que no estaba loco y le permitiera abandonar la clínica para completar el atlas de la memoria que planificaba. Lo decía otro interno, un bailarín sumido en la agonía mental por su sensibilidad extrema a la pérdida de gestos de la humanidad, que escuchaba con atención el extravagante progreso de la conferencia del esquizofrénico. El bailarín y coreógrafo,7 a diferencia de Kirchner, no fumaba. Su palabra era desinteresada. Antes (decía y pensaba), los gestos eran patrimonio de la humanidad entera -en fin, de la burguesía: tarados no eran, y se daban cuenta de que, por la necesidad de sigilo provocada por la impertinente vigilancia de las enfermeras ("¡putas!"), eso llamado humanidad con mucha rapidez en sus intercambios comunicativos semicodificados se correspondía con una singularidad histórica-, y ahora habían sido confiscados por la medicina. ¿Qué arte podía pensarse en ese contexto? ¡Ninguno! Todo era entendido como una patología general de la vida social, diseñada por la ciencia del cuerpo para sus propios y siniestros fines. Al perder el control sobre los propios gestos, ademanes, movimientos, decía el bailarín en voz baja para los dos insanos que lo seguían por el parque, la humanidad se precipitaba en un pozo sin fondo, es decir: sin arte. La danza de Isadora Duncan y de Diaghilev, argumentaba el bailarín, la novela de Proust, las grandes poesías de Pascoli y de Rilke y, por último ("¡no hay ejemplo mejor!, ¡no hay ejemplo mejor!", se excitaba el esquizofrénico que los acompañaba), el cine mudo, trazaron el círculo mágico en que la humanidad trató por última vez de evocar lo que se le estaba escapando de las manos para siempre.8 La prohibición de fumar era parte de lo mismo, sí, sí, no cabía duda alguna. Era un gesto más que se secuestraba de la esfera de lo estético. Asentía Kirchner, rabioso, pensando en su autorretrato mutilado, para dejar constancia no de la guerra, no de la enfermedad de transmisión sexual, no de su propios padecimientos físicos, sino de la prohibición que hacía del gesto de llevarse el cigarrillo a la boca (tensa, como se ve en su retrato, amargada) un motivo sencillo de dicha, un ademán de aristocrática elegancia. "Hay que devolver", pensaba cada uno por su lado, y decían todos juntos, como un mantra secreto que los uniría para siempre en conciencia, más allá de la casualidad que los había juntado en esa clínica psiquiátrica, "las imágenes a la patria del gesto". Sí, sí, pensaba Kirchner mientras escuchaba las insensateces que el bailarín y el esquizofrénico se decían, pensando en su autorretrato como soldado de una batalla perdida para siempre ("el campo..., el campo..."): el expresionismo no es la exteriorización de una psicología, no debe serlo, no puede serlo (la burguesía, que pocas décadas atrás se encontraba todavía en sólida posesión de sus símbolos, había caído víctima de la interioridad y se entregaba ahora a la psicología),9 el expresionismo es la interiorización de un poder, el poder es una mutilación, y fumar nos separa de las bestias. 1 Cfr. Kirchner, Ernst Ludwig y Gustav Schiefler. Briefwechsel: 1910-1935/1938 (ed. Wolfgang Henze). Stuttgart, Belser, 1990, y Kornfeld, Eberhard W. Ernst Ludwig Kirchner: Nachzeichnung seines Lebens. Berna, Kornfeld, 1979. 2 La pieza (69,2 x 61 cm) se conserva en el Allen Memorial Art Museum del Oberlin College, Ohio. 3 Erna Schilling, que conoció a Kirchner en 1912 y se convirtió en su modelo, colaboradora y concubina, reportó al Dr. Binswanger en 1917 que su transformación habría comenzado ya en 1913. 4 Ajenjo: setenta por ciento de graduación alcohólica. 5 Peter Jessen, en el Jahrbuch des Deutschen Werkbundes . 6 Warburg, Aby. El ritual de la serpiente . México, Sexto Piso, 2004. 7 Vladimir Nijinsky. 8 Agamben, Giorgio. Medios sin fin. Notas sobre política. Valencia, Pre-Textos, 2001. 9 Agamben, Giorgio, ob. cit.