CARÁCTER DEL PODER CONSTITUYENTE EN BOLIVIA

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CARÁCTER DEL PODER CONSTITUYENTE EN BOLIVIA
(SÍNTESIS)
Autor Rodrigo Romero Rios
Podemos comenzar aseverando que, tanto la denominada “Guerra del Gas” de
septiembre-octubre de 2003, evento que significó la implantación a nivel de la agenda
estatal de la problemática Constituyente, como la propia Cuarta Marcha de Tierras
Bajas, que implicaron la demanda de una Constituyente en Bolivia, estuvieron
enmarcadas en el ciclo crítico del modelo de administración estatal “neoliberal” (2000 2005) y, por supuesto, en el contexto crítico de su basamento o NPE –al igual que los
otros conflictos que caracterizaron dicho periodo–. Desde este punto de vista, podemos
concluir que la necesidad de un proceso constituyente en Bolivia responde a una
cuestión meramente coyuntural y no así estructural, lo cual pasaría –más bien– por
completar nuestro ciclo de nacionalización. Pero, digamos algo más al respecto.
Coadyuvaron de modo significativo a dicha demanda popular de instalar un proceso
constituyente en Bolivia, varios equívocos de interpretación histórica de nuestra
realidad:
i) En primer lugar, se ha confundido un simple y vulgar modelo de administración
estatal, vigente durante el periodo 1985 - 2005, con un “tipo” –supuesto– de Estado o
“Estado Neoliberal”. En este sentido, apuntemos que los tipos de Estado están
determinados por el modo de producción predominante, y no así por un “modelo de
desarrollo” economicista, como es el caso del “neoliberalismo”, el mismo que puede ser
definido en última instancia como una política de ajuste estructural. Desde esta
perspectiva, nosotros seguimos teniendo un tipo de Estado capitalista, si bien los
modelos de desarrollo que se adopten pueden ser diversos.
ii) En segundo lugar, y lo que resulta más grave, se ha asumido la siguiente falacia
histórica o falsa asociación en gran parte de los sectores sociales de nuestro territorio –
algo que ya explicamos con debida anticipación–:
Democracia liberal-representativa = “Estado Neoliberal” [en crisis]
Como sabemos, nuestra actual forma estatal conocida como democracia liberalrepresentativa fue instituida societalmente en Bolivia a partir de noviembre de 1979, a
través del acto de enunciación practicado por una multitud, siendo institucionalizada
posteriormente, en octubre de 1982, a través de la configuración del primer Gobierno
democrático liberal-representativo de nuestra historia (1982 - 1985) (Romero, 2004: 85
- 98). Ahora bien, también es importante precisar que tal internalización –y la
consecuente validación– de esta forma de gobierno, fue el resultado de un largo proceso
de nacionalización formal de nuestra sociedad, el mismo que se inició en Abril de 1952;
es decir, la constitución de las condiciones de existencia de una nación y de un Estado
nacional formales fue una construcción sociohistórica de largo aliento, proceso que tuvo
como efecto –precisamente– la validación societal de dicha forma de Estado (2004: 53 84). Considerando estos antecedentes démonos cuenta que, de ningún modo, se puede
equiparar el modelo de administración estatal “neoliberal” institucionalizado –
coyunturalmente– en octubre de 1985, con una supuesta forma de gobierno
“neoliberal”, y menos aún confundirla con nuestra democracia liberal-representativa.
iii) Por último, apuntemos que en función de i) e ii), en los sectores populares de nuestra
sociedad, especialmente del Occidente boliviano, se ha ido gestando la necesidad de
transformar estructuralmente aquel –supuesto– “Estado Neoliberal” en crisis; y claro,
para modificarlo en ese sentido, primero se tiene que reformar totalmente la
Constitución Política del Estado. ¿Y de qué modo se reformaría totalmente nuestra
Constitución? La respuesta que dieron las masas a esta pregunta es por demás evidente:
a través del “mecanismo” de la Asamblea Constituyente.
En todo caso, y una vez que asumimos que la demanda de una Constituyente en
nuestro país responde a causas meramente coyunturales, además de ser configurada –en
parte– por determinadas falacias históricas asumidas por gran parte de los sectores de la
población boliviana, debemos admitir que se ha gestado una nueva necesidad societal
para llevarla a cabo. Me vuelvo a explicar.
Si bien para constitucionalistas de la talla del Dr. Juan Carlos Urenda, la instalación
de una Asamblea Constituyente en Bolivia no se justificaría en términos propiamente
técnico-legales1, pues, se pueden llevar a cabo modificaciones estructurales en nuestro
ordenamiento jurídico-político a partir de meras reformas constitucionales, no siendo
imprescindible –por ende– una Constituyente, hoy en día este mecanismo tendría una
1
Según entrevista realizada al Dr. Urenda en la ciudad de Santa Cruz, en fecha julio 4 de 2006.
utilidad “simbólica”, la de configurar un nuevo “contrato social” a nivel de la sociedad
boliviana.
De otro lado, y tomando en cuenta los resultados de nuestra exposición hasta este
momento, podemos realizar algunas precisiones en torno al poder constituyente en
Bolivia, objetivo que satisfaremos a continuación.
LIMITACIONES
ESTRUCTURALES
DE
NUESTRA
ASAMBLEA
CONSTITUYENTE
Podemos comenzar nuestra exposición con una precisión politológica: Heredera y/o
partícipe de una cultura política común y generalizada en Latinoamérica, la sociedad
boliviana tiende a asumir uno de sus rasgos más característicos, el cual se expresa en la
creencia popular de los actos “re-fundacionales”; es decir, en nuestro imaginario
colectivo prevalece la representación donde –aparentemente– Bolivia tendría la facultad
de re-fundarse o modificarse estructuralmente de manera cuasi periódica, ya sea a través
de la aparición de nuevas instituciones políticas, de cambios institucionalizados en la
gestión gubernamental o, en su caso, de la formalización de nuevos marcos jurídicolegales. En este sentido notemos que, por ejemplo, cada nueva gestión de Gobierno se
envuelve de un halo “transformador” y sutilmente mesiánico, alimentándose en el
pueblo la supuesta creencia de un cambio total y/o estructural a nivel societal facilitado
por el nuevo Gobierno, de un cambio posible que podría –o al menos tiene esa
potencia– re-fundar nuestro Estado-Nación. In toto tenemos aquí una verdadera ficción
política, pues los procesos de constitución nacional responden mayormente a una lógica
instituyente de los movimientos sociales, antes que a dictados estatales o
gubernamentales en función de marcos jurídico-legales correspondientes.
En todo caso, y ya ingresando propiamente en materia, tendremos que decir que la
representación del proceso y de la Asamblea Constituyente, produce aquel efecto en el
imaginario colectivo de gran parte de los componentes societales de nuestro País,
apareciendo en su horizonte histórico la –supuesta– factibilidad de la creación de un
“nuevo” Estado [Nación] y del cambio total de nuestro sistema constitucional, lo cual, a
su vez, posibilitaría una completa transformación de nuestro orden social, económico,
político y jurídico. ¿Pero, esto es posible?
Si nos atenemos a los antecedentes expuestos en el primer parágrafo, tendremos que
decir que estamos indudablemente ante una ficción política poderosa; sin embargo, para
comprender este aserto debemos explicar brevemente el significado del poder
constituyente y de su mecanismo “operativo” o Asamblea Constituyente, lo cual
satisfaremos a continuación.
Comencemos indicando que, para algunos autores, el poder constituyente deriva de
la capacidad, potestad y poder que tiene la población constituida en ciudadanía para
adoptar un pacto político social, para así organizarse jurídica y políticamente, de manera
que el ejercicio de la voluntad suprema y extraordinaria del pueblo daría lugar al
nacimiento y personalidad del Estado, dotándole de un orden social, económico,
político y jurídico expresado en una Constitución Política del Estado (Rivera, 2005). En
esta dirección, podemos señalar que dicho poder constituyente que, Sieyés por ejemplo,
identifica con la nación, se manifestaría durante un periodo de tiempo determinado (o
proceso constituyente) y cuyo producto final sería la elaboración de una nueva
Constitución. Asimismo, para la doctrina contemporánea del Derecho Constitucional,
aquel poder tendría una doble índole: Por un lado, está el poder constituyente originario
que cumple dos funciones, la de poder fundacional, que se manifiesta en la creación del
Estado y, la del poder de revolución, que se manifiesta en el cambio total del sistema
constitucional, no subordinándose el mismo a ningún ordenamiento jurídico vigente.
Por otro lado, tendríamos al poder constituyente derivado o reformador que, al contrario
del poder originario, está guiado y cumple las prescripciones de una Constitución
precedente, teniendo –no obstante– la potestad de modificar en todo o en cualquiera de
sus partes esa carta magna. Por cierto, en su ejercicio este poder derivado puede adoptar
diversas modalidades, tales como: Asamblea Nacional Constituyente, Asamblea
Constituyente Ad-Referéndum y Referéndum Popular (Rivera, 2005).
Ahora bien, de acuerdo a la historia moderna boliviana y a sus procesos
constitutivos nacionales (Romero, 2004), podemos aseverar que nuestro actual proceso
constituyente está signado por un poder constituyente derivado o reformador, más que
por un poder originario o fundador. Me explico.
Si seguimos a Sieyés, por ejemplo, sabemos que el poder constituyente se identifica
con la nación. Pues bien, en el caso de la historia moderna boliviana se han precisado
los momentos en que se manifestó su nación como un todo (o en totalidad) –que es el
único modo en que se manifiestan las naciones–:
i) De 1952 a 1979, si bien no existía propiamente una nación boliviana, teníamos a su
ersatz (o substituto provisional), la multitud, un sujeto social que contenía el proyecto
de nación de una sociedad abigarrada integralmente y que se caracterizaba por sus
prácticas nacionalizadoras.
ii) De 1979 hasta nuestros días, y habiéndose constituido las condiciones de existencia
de una nación y de un Estado nación formales en Bolivia, la nación se expresaría en las
muchedumbres electorales (Romero, 2004).
Si validamos los criterios expuestos líneas arriba, debemos darnos cuenta que el
poder que caracteriza nuestro actual proceso constituyente es de un carácter derivado o
reformador, pues no hubo –en realidad– un momento originario donde la nación “en
totalidad” –la única forma en que se manifiestan las naciones–, haya irrumpido
violentamente en nuestra historia a modo de poder fundacional y de poder de
revolución. Prueba de esto es que, por ejemplo, instituciones o gran parte de la
población de departamentos como Santa Cruz de la Sierra, aún hoy cuestionan la
pertinencia o viabilidad de una Asamblea Constituyente en nuestro medio. En todo
caso, y considerando los momentos constitutivos de nuestra historia nacional moderna,
es inviable que aquello suceda, pues el único modo en que puede manifestarse la nación
en su totalidad es a través de muchedumbres electorales (Romero, 2004). Por cierto,
tomemos en cuenta que fue también una muchedumbre electoral la que eligió a nuestros
constituyentes.
Además de todo ello, también es necesario precisar que el poder constituyente
derivado o reformador, que es el que signa nuestro actual proceso constituyente, no es
ilimitado. En tal dirección, y como ya indicamos, el poder derivado cumple y está
limitado por las disposiciones constitucionales que regulan su acción, pues se deriva de
una norma constitucional precedente, la cual prevé incluso su organización para
proceder a una revisión y modificación de la Constitución (Rivera, 2005); organización
que, en nuestro caso, asumió la forma de una Asamblea Nacional Constituyente. Pero
aquí mismo podemos encontrar otras marcadas limitaciones. Me vuelvo a explicar.
Si revisamos lo manifestado recientemente por varios sectores de la opinión pública
en Bolivia, y especialmente de la parte occidental, podemos apreciar claramente que en
el imaginario colectivo se han idealizado las posibilidades de cambio que pudieran
gestionarse a través del mecanismo de la Asamblea Constituyente. De este modo, se
habla por ejemplo de la creación de un “nuevo” Estado [Nación] y, en términos
generales, del “cambio total” de nuestro sistema constitucional, lo cual, a su vez,
facilitaría una transformación estructural de nuestro orden social, económico, político y
jurídico. Pero, vuelvo a preguntarme, ¿esto es posible?
Más allá de las ficciones políticas que ha generado la expectativa de la instalación
de una Asamblea Constituyente en Bolivia, lo que se pierde de vista es que todo poder
constituyente también está restringido, tanto por límites ideológicos como por los
estructurales que emergen del ámbito societal subyacente; en este caso, las posibilidades
de cambio que pueda gestar una Asamblea Constituyente no pueden escapar de la
realidad social y estructural que la circunda (Rivera, 2005). Veamos algunas precisiones
al respecto.
Lo que primero tenemos que tener en mente es que, hablando con propiedad, una
Asamblea de esas características no está orientada a establecer políticas o programas de
Estado o de gestión gubernamental concretas (gasíferas, de salud, sociales, culturales,
económico-financieras, etc.) y, en este sentido, no tiene como finalidad, por ejemplo,
modificar o implantar modelos de desarrollo económico específicos. Su finalidad
principal, ya lo manifestamos, es modificar total o parcialmente la Constitución Política
del Estado de una nación, que es la norma más general de todo ordenamiento jurídicopolítico. Pero aquí mismo encontramos otra limitación importante.
Como saben bien los constitucionalistas de nuestro medio, nuestra actual
Constitución es una de las más completas a nivel latinoamericano –aclaremos que con
esto no se quiere decir que sea perfecta o que no requiera algunas modificaciones–. En
todo caso, y hablando en todos los sentidos posibles, una reforma “total” es inviable,
porque esto equivaldría a reinventar la pólvora en pleno siglo XXI. Lo pertinente en
términos prácticos, y ése suponemos es el sentido de nuestro actual proceso
constituyente, es reformar parcialmente la Constitución o carta magna; en todo caso, y
ya lo demostrarán los propios hechos prácticos, este será el verdadero alcance de las
reformas gestadas por nuestra Asamblea Constituyente. Pero claro, acá no acaban las
limitantes.
Otras de las restricciones estructurales que posee todo proceso constituyente, pueden
ser expuestas del siguiente modo: i) Las reformas introducidas por una Asamblea
Constituyente no pueden modificar el tipo de Estado, pues el mismo está determinado
por el modo de producción. En nuestro caso, recordemos que tenemos un tipo de Estado
capitalista –por si acaso, es un error suponer que una simple reforma constituyente
pueda modificar un modo de producción–. ii) Asimismo, tampoco puede modificar una
forma estatal, pues esta depende de los efectos que puedan producir los momentos
constitutivos de la historia nacional de un país. iii) Menos aún una reforma
constituyente puede estar orientada a modificar estilos de administración y/o de gestión
pública o estatal. Recordemos que hasta el segundo Gobierno de Sánchez de Lozada,
por ejemplo, prevalecía un modelo de administración estatal “neoliberal”, el mismo que
depende de prácticas y culturas institucionales de carácter político y no así de preceptos
constitucionales. iv) Etc. y etc.
Bueno, y ya para terminar con estas disquisiciones, tengo que manifestar que es un
deber actual de los intelectuales de nuestro medio, orientar a nuestra población para que
sepa diferenciar la ficción de la realidad en torno a las posibilidades de cambio que
puedan gestarse a través de nuestra Asamblea Nacional Constituyente. No hacer esto es
incurrir en una conducta negligente, pues podemos percibir que, hablando en términos
globales, la opinión pública está muy desorientada al respecto, y se están gestando
expectativas sobredimensionadas o erróneas en el pueblo, las mismas que –
potencialmente– pueden constituir ulteriormente elementos desencadenantes de algún
conflicto social o político.
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