La modernización del Estado

Anuncio
La modernización del Estado
Universidad de Nuevo León. Facultad de Derecho.Monterrey, N. L
Cuauhtémoc Cárdenas
Septiembre 22 2004
Agradezco a la Facultad de Derecho de la Universidad de Nuevo León la invitación que
me ha hecho para estar con ustedes en este día. Constituye una alta distinción para mi,
dirigir la palabra desde esta tribuna. Aprovecharé la presencia de abogados y estudiantes
de derecho de esta casa para hacer algunas reflexiones sobre cuestiones relacionadas
con un tema que ha estado desde hace ya algún tiempo en el debate público y respecto
al cual considero importante se fijen posiciones desde las distintas corrientes del
pensamiento y la acción política: la modernización y reforma del Estado.
***
En todo el país prevalecen signos tangibles de una relación desequilibrada tanto entre
las administraciones federal, estatales y municipales, como entre los Poderes de la
Unión, de vacíos legales que deben llenarse para enfrentar con éxito problemas que hoy
se viven, de instituciones cuyas facultades deben adecuarse a nuevas realidades,
radicando la importancia de estos hechos en que son la población y el desarrollo los que
resienten esos desajustes y deficiencias. Entre otras, por esa razón, se hace evidente la
necesidad de llevar a cabo una reforma del Estado que le dote de las capacidades para
responder al reclamo de los mexicanos que exigen un gobierno eficaz, comprometido
con el ciudadano y que actúe con plena transparencia.
La modernización del Estado, como punto de partida, debe articularse a partir de un
programa político que encauce la aspiración de la población por un México que
reivindique su historia sin demagogia, y que planteé una transformación que constituya
cimiento sólido sobre el que construyamos una sociedad equitativa, justa, incluyente y
sustentable para las generaciones presentes y futuras. Es decir, un México para todos,
que cuente, al adentrarnos en el siglo XXI, con el tipo de Estado que necesitamos y
merecemos los mexicanos.
La formación del Estado mexicano ha sido el resultado de un proceso histórico de casi
dos siglos, continuo y colectivo, que ha tenido como hilo conductor una genuina
voluntad de perfeccionamiento y adecuación de las formas de organización social. Así,
pensar hoy en la reforma y modernización del Estado, es asumir que el país está en
trance de dar orientación democrática al desarrollo de nuestra vida política y efectividad
a su gestión social y económica.
La forma de gobierno federal en nuestro país tiene raíces claras en cuanto a su
concepción y puesta en práctica. Los mexicanos, al triunfo de la revolución de
independencia, escogimos el esquema federal como principio de unidad nacional y
fórmula independiente de la monarquía; y como propuesta específica, se planteó la
creación de estados soberanos integrados en un pacto federal. Sin embargo, no obstante
nuestra rica historia federalista, la nación se encuentra hoy al filo del tiempo para llevar
a cabo una reforma de Estado, que de consistencia y viabilidad efectivas a un
federalismo más actuante y eficaz.
En este sentido, la propuesta que quiero presentarles tiene tres sustentos sobre los cuales
reposa esta nueva concepción del Estado para nuestro país. La primera, se refiere a la
puesta en práctica de un verdadero estado de derecho, del respeto a la ley, de la
observancia de la misma, de la obligatoriedad que tiene la autoridad por hacer que ésta
se respete. Un Estado que garantice la justicia, la libertad y el progreso.
La segunda está vinculada con la definición de políticas públicas y la implementación
del conjunto de normas que puedan regular la vida económica y política de nuestro
Estado-Nación. Un Estado que, en concreto, garantice la generación del empleo y la
cohesión social de manera estructural.
La tercera se refiere a la mediación, como mecanismo permanente que debe conducir el
Estado en un diálogo incesante entre sus distintas estructuras gubernamentales y los más
diversos grupos de la sociedad.
La modernización de la administración se presenta entonces, en la actualidad, como uno
de los grandes temas vinculados a la organización política del país y a sus estructuras
productivas, con su necesario horizonte de desarrollo, con el indisoluble intercambio
que tienen y deben tener las relaciones cercanas y armónicas entre la sociedad y el
Estado.
***
Para sustentar esta visión de reforma del Estado y considerando que el sistema
presidencialista que nos ha estado rigiendo se ha agotado como forma de gobierno,
conviene primero hacer un repaso breve de los principales, ortodoxos y más
reconocidos sistemas de gobierno, como son los usualmente conocidos como
parlamentario, presidencial y mixto o semipresidencial, todos ellos con estructuras de
gobierno con poderes divididos. Esto es, en todos ellos las funciones del Estado se
encuentran distribuidas en tres órganos: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, los cuales
mantienen formas de relación diferenciadas de acuerdo con el tipo de sistema, pero
necesarias para el funcionamiento regular de las instituciones.
Los sistemas parlamentarios deben su nombre al principio fundador de que el
parlamento es el asiento principal de la soberanía. Por tanto, no permiten una separación
orgánica o rígida del poder entre el gobierno y el parlamento.
El sistema parlamentario designa una forma de gobierno representativa en la que el
parlamento participa en forma exclusiva en la dirección de los asuntos del Estado. En
ese sentido, en este sistema, la formación del gobierno y su permanencia dependen del
consentimiento de la mayoría parlamentaria, la que puede surgir directamente de
elecciones, o bien de una coalición. No es suficiente con que el parlamento elija al jefe
de gobierno para hablar de un sistema parlamentario. Es necesario también que el
parlamento no comparta con ningún otro órgano del Estado la dirección de los asuntos
públicos.
En este sistema se pueden distinguir los siguientes elementos: un Poder Ejecutivodividido entre el jefe de Estado (monarca o presidente) y el jefe de gobierno (primer
ministro, presidente del gobierno o canciller) y un Poder Legislativo, esto es, el
parlamento, compuesto generalmente por dos cámaras.
En un régimen parlamentario, el jefe del Estado tiene una función simbólica que puede
ser decisiva en caso de crisis política profunda (como el papel que jugó el rey Juan
Carlos de España en la transición política, por ejemplo), pero no dispone de atribuciones
políticas. En la práctica, el jefe de Estado acata la decisión del electorado o la de la
mayoría parlamentaria. Las prerrogativas del Ejecutivo se ejercen por medio del
gabinete alrededor del primer ministro; este gabinete es responsable frente al
parlamento, que en todo momento puede destituirlo por el voto de una moción de
censura o rechazarlo por medio de una cuestión de confianza. En contrapartida, el
primer ministro puede, en nombre del jefe del Estado, decidir la disolución del
parlamento. El desarrollo del sistema parlamentario transfirió, así, el poder al
parlamento y, al través de éste, al gabinete.
Otro es el sistema presidencial, que al igual que el parlamentario, se caracteriza por la
división de poderes. Esa división orgánica va acompañada de una separación de
funciones que, sin embargo, para operar, requiere de la colaboración de todos ellos. La
interdependencia es, por tanto, una condición para su eficacia.
El Poder Ejecutivo (unipersonal) y el Legislativo (organizado por lo general en dos
cámaras) tienen un modo de elección diferenciada. Al disponer cada uno de legitimidad
propia, se busca garantizar su autonomía y su autorregulación: ninguno puede
sobreponerse al otro, sino que al ajustarse a los mecanismos constitucionales de
colaboración, pueden intervenir en sus ámbitos correspondientes. El Poder Judicial, a su
vez, por mecanismos diferentes, preserva también su autonomía. El principio federativo
viene a completar el cuadro, porque asegura la participación de los distintos estados en
pie de igualdad en el proceso político, al tiempo que sirve como una modalidad
adicional de contrapeso y equilibrio de los poderes.
El monocefalismo del Ejecutivo, es decir, el hecho de que se reúnan en una sola figura
las jefaturas de Estado y de gobierno, no tiene, en la concepción del sistema, el
propósito de dotarlo de facultades que lo puedan incitar al abuso del poder, aunque en
los hechos, en el caso mexicano, ha sido frecuente que así suceda. El presidente tiene
frente a sí diversos dispositivos de control que están en manos del Congreso, de la
Suprema Corte de Justicia, de los estados y, entre otros, de los partidos y de grupos
privados.
En síntesis, la característica esencial del sistema presidencial es la combinación de un
presidente de la República electo con base en el sufragio universal, con un Congreso
organizado en dos cámaras también electas, que no tienen facultades de gobierno.
El sistema semipresidencial o mixto avanza en una dirección distinta de los sistemas
presidenciales y parlamentarios. En este sistema la división de poderes tiene un grado
mayor de complejidad que en los anteriores, porque el Ejecutivo y el Legislativo están
al mismo tiempo separados y unidos.
En este sistema, el presidente es autónomo, pero comparte el poder con un primer
ministro; a su vez, el primer ministro procede del parlamento y debe conseguir su apoyo
continuamente. El Poder Ejecutivo se divide entre un jefe de Estado -el presidente de la
República- y un jefe de gobierno -o primer ministro-. Cada uno tiene un origen distinto:
mientras que el presidente de la República surge directamente del voto popular, el jefe
de gobierno es designado por la mayoría parlamentaria. El presidente de la República
nombra a este último, en efecto, pero siempre atendiendo al partido o a la coalición
mayoritaria en el parlamento. De ese modo, si bien en el origen del jefe de gobierno se
encuentra la confianza simultánea del jefe de Estado y de la mayoría parlamentaria, en
la práctica su permanencia depende casi exclusivamente de esa mayoría. El primer
ministro está comprometido en la lucha administrativa cotidiana, de la cual está exento
el presidente, también debido a las facultades exclusivas con las que cuenta. El jefe de
Estado mantiene una relación no conflictiva con los dirigentes de los partidos y favorece
el compromiso, la negociación y la moderación de las fuerzas en pugna, desempeñando
una función de árbitro.
El jefe de Estado, en las experiencias conocidas de aplicación de este sistema, tiene
como función primordial garantizar el funcionamiento regular de las instituciones, y
dirige de manera directa la política exterior, la justicia y las fuerzas armadas.
En términos de Sartori, “[...] un sistema político es semipresidencial si se aplican
conjuntamente las siguientes características: a) el jefe de Estado (el presidente) es electo
por el voto popular -ya sea directa o indirectamente- para un período predeterminado en
el cargo; b) el jefe de Estado comparte el Poder Ejecutivo con un primer ministro, con
lo que se establece una estructura de autoridad dual cuyos tres criterios definitorios son:
1) el presidente es independiente del parlamento, pero no se le permite gobernar solo o
directamente, y en consecuencia su voluntad debe ser canalizada y procesada por medio
de su gobierno; 2) de la otra parte, el primer ministro y su gabinete son independientes
del presidente porque dependen del parlamento; están sujetos al voto de confianza y/o al
voto de censura, y en ambos casos requieren del apoyo de una mayoría parlamentaria, y
3) la estructura de autoridad dual del semipresidencialismo permite diferentes balances
de poder, así como predominios de poder variables dentro del Ejecutivo, bajo la
rigurosa condición de que el ‘potencial de autonomía’ de cada unidad componente del
Ejecutivo subsista”.
En este sistema, la disolución del parlamento es un arma en manos del presidente
porque se busca que éste disponga, en la medida de lo posible, de una mayoría
parlamentaria afín. En la práctica, el presidente disuelve el parlamento con base en
cálculos políticos y aunque no hay límites ni condiciones para disolverlo, sólo se hace
cuando hay circunstancias políticas para conducir a una mayoría propia al parlamento o
cuando, aunque esto no se logre, se trata de disminuir costos políticos a mediano plazo.
Mención aparte merece el gobierno de gabinete, que es una modalidad del sistema
semipresidencial, que de manera progresiva han acogido instituciones procedentes de
sistemas presidenciales y que podría verse, en el caso mexicano, como un primer paso
hacia la democratización del Poder Ejecutivo. Con la intercomunicación entre sistemas,
es decir, la asimilación de instituciones originales de un sistema aplicadas al otro, se
busca tener un gobierno flexible, que permita a la vez mantener estabilidad y
gobernabilidad. Estas condiciones de equilibro podrían lograrse al contar con un
ordenamiento sobre las atribuciones y responsabilidades de los miembros del gabinete,
establecidas preferentemente en la Constitución o, en caso dado, en la Ley orgánica de
la administración pública. Juristas estudiosos de este sistema subrayan que un
ordenamiento de este tipo sería ya indispensable en el caso de nuestro país, porque no
existe propiamente la responsabilidad por lo que respecta a los integrantes del gabinete
(que son secretarios encargados de un despacho), sino que ésta corresponde al
Presidente, y proponen que entre las facultades y obligaciones del jefe del gabinete
estén las de llevar la relación del Ejecutivo con el Legislativo, coordinar el debate de
asuntos de relevancia para el gobierno en el seno del gabinete y que sus miembros
rindan cuentas de manera regular y sean responsables ante el Legislativo.
En lo particular y para el caso de México, coincidimos con los científicos sociales que
califican al sistema semipresidencialista no necesariamente como el mejor, pero si como
el más prudente y viable para avanzar en la democratización del ejercicio del poder,
debido a que el salto de un sistema tradicionalmente presidencialista al parlamentarismo
podría resultar en un salto hacia un asambleismo conflictivo y estéril, la inmovilidad
burocrática y el enfrentamiento entre poderes, mientras que un cambio al
semipresidencialismo permitiría seguir funcionando en un ámbito conocido, en el que se
tiene experiencia y destreza, expresándolo en los términos de Sartori.
Lo que sí es evidente, es que el sistema actual ya se agotó y el trabajo de ingeniería
gubernamental que requiere la reforma institucional debe hacerse con un enorme
cuidado para evitar lesionar aquellas instituciones que continúan funcionando con
eficiencia y siguen representando espacios importantes de nuestro pacto social.
***
En México nadie con seriedad piensa en un Estado providencial, arbitrario, autoritario,
grande o pequeño; los mexicanos requerimos un Estado fuerte por eficiente en la
gestión, ágil en la toma de decisiones y democrático, que esté a la altura de las
necesidades y aspiraciones sociales de los mexicanos, fuerte también porque tenga
autoridad moral por cumplir y hacer cumplir la ley y por responder a los anhelos
legítimos de progreso y bienestar de las mayorías.
Por otra parte, el cambio de régimen implica modificar el conjunto de reglas e
instituciones que hacen posible la vida en sociedad a partir de preguntarnos si, en
nuestros días, el tipo de gobierno que tenemos es o no el apropiado para conducir un
desarrollo nacional cada vez más complejo y una cada vez más densa e intensa relación
con la comunidad internacional.
***
El territorio es uno de los elementos principales y condicionantes de la existencia del
Estado. Tiene una importancia capital para el ejercicio de la política y el poder, y para la
sociedad permanece como símbolo tangible de la identidad nacional y del espíritu
comunitario. Para el Estado, el territorio es un elemento indisoluble y las tesis y
prácticas contemporáneas sobre la materia hablan sobre la necesidad de establecer
políticas generales para zonas de alto potencial y productividad económica que tengan
entre sus objetivos la cohesión social.
Se trata, en nuestro caso, de políticas y proyectos de infraestructura y productivos
necesarios para asegurar el equilibrio económico y el bienestar de la población en
función de la gran diversidad que observa la geografía nacional. Es la razón por la cual
la reforma territorial debe verse como una parte fundamental de la reforma del Estado.
La reforma territorial implica la puesta en práctica, de manera simultánea, de programas
federales, estatales y municipales en materia de desarrollo económico y social, de
animación y coordinación de políticas culturales, de medio ambiente, urbanas y del
campo, así como de coordinación de las acciones de diversa naturaleza que implique el
desarrollo regional.
Así, si la reforma del Estado no se lleva a buen puerto en su parte territorial,
difícilmente será sustentable. Ahora bien, tomando en consideración que la reforma
exige la concurrencia coordinada de los tres poderes, parece conveniente dejar al
Senado de la República, donde está la representación de las entidades federativas y se
expresa el pacto federal, la responsabilidad de la política de planeación del país. Es
decir, dotarlo con las suficientes facultades para diseñar y definir con precisión las
políticas de desarrollo económico y social, así como cuáles serán los proyectos y planes
de gobierno para las distintas regiones del país, planteados en el corto, mediano y largo
plazos. Se trata de dar una nueva visión de la ordenación del territorio, el
aprovechamiento de los recursos naturales y productivos y del desarrollo regional.
En esta perspectiva, parece necesario que la formulación de presupuestos tenga el tamiz
de origen de su reflexión y propuesta en un cuerpo colegiado como es el Senado.
Actualmente, la facultad de aprobación del presupuesto de egresos es exclusiva de la
Cámara de Diputados, y se han venido dando argumentos sólidos para que esa facultad
sea compartida con el Senado, que de aprobarse la idea que aquí se expone se
convertiría en la cámara de origen de la iniciativa de presupuesto, la cámara a la que
llegara la iniciativa del Ejecutivo y en la que se daría la primera discusión sobre ella, y
la experiencia nos muestra, por otra parte, que en la formulación de los presupuestos no
se da, hasta ahora, ninguna consideración a la dimensión territorial.
La reforma constitucional en esta materia, es un tema estructural cuyos tiempos deben
trascender calendarios electorales y objetivos partidistas, puesto que la planeación del
desarrollo nacional debe ser una tarea compartida cuya consecución es responsabilidad
de todos los actores sociales y políticos. Por esa razón, la revisión del actual Artículo 26
de la Constitución adquiere un carácter urgente, puesto que ya no es posible dejar en las
manos y responsabilidad de una sola persona -en este caso el titular del Ejecutivo
federal-, una tarea mayúscula como es la de la planeación y el desarrollo económico del
país.
***
La reforma del Estado, implica, entre otras cosas, una reforma territorial como ya quedó
asentado. Pero debe formularse otra pregunta: ¿cómo se puede confiar que las cosas
vayan bien en un país donde la ley no se cumple, no se respeta, donde no hay certeza
jurídica?
Al respecto, hay que apuntar que las reformas realizadas hasta ahora al sistema judicial
no han resuelto los problemas para lograr la vigencia del estado de derecho, hoy
sensiblemente afectado en nuestro país. Siempre será necesario recordar que la justicia
no emana del Estado, sino que el Estado surge precisamente de la necesidad de justicia
y sin ésta el Estado mismo no tiene sentido. Si la ley no se cumple y si en la población
prevalece el sentimiento de que la justicia no es la misma para todos, se corre el riesgo
de que acabe por romperse el pacto social, impere la anarquía y se ponga en peligro la
cohesión social.
En el marco de la reforma del Estado, destaca la impostergable necesidad de una
revisión al Poder Judicial y a la función que debe cumplir en una sociedad que quiere
ser democrática.
El sistema judicial mexicano se encuentra en un estado de cuestionamiento y descrédito
sociales, de preocupación pública y desconfianza colectiva. Es lento, sujeto a
tramitaciones prolongadas, difíciles y costosas. La corrupción permea toda su
estructura.
Los solicitantes de la administración de justicia deben pagar altos precios por una
resolución, que las más de las veces es tardía e inadecuada, y que en pocas ocasiones
satisface la credibilidad a que está obligado el juzgador.
El reto de la reforma judicial, como la del Estado, comprende a toda la sociedad y a
todos sus actores. No sólo es un asunto del Poder Judicial, o de los poderes Ejecutivo y
Legislativo, sino que corresponde también a los ámbitos de la estructura federalista del
país, señaladamente a los poderes públicos de las entidades federativas y, de hecho, a la
sociedad en su conjunto. Deberán participar y opinar en ella, como corresponde en una
sociedad democrática, todos los actores sociales involucrados: la Suprema Corte, los
integrantes de los diferentes tribunales federales y estatales, las procuradurías, los
sectores organizados de la sociedad, instituciones académicas, particularmente las
escuelas y facultades de derecho, las asociaciones de abogados, las organizaciones no
gubernamentales y los partidos políticos.
La discusión deberá ser seria, profunda y plural, tanto por lo que corresponde a los
órganos de la administración de justicia como aquellos en los que recae su procuración.
Es del Poder Judicial y de estas estructuras de donde, a mi juicio, debiera partir la
iniciativa de reforma judicial, pues sería más efectivo que desde dentro se empezara no
sólo con la formulación de las propuestas legislativas y administrativas de cambio y de
coordinación con los otros dos poderes del Estado, sino que desde dentro, convocando
la colaboración de la sociedad, se iniciaran las acciones para sanear y limpiar de
corrupción los sistemas de administración y procuración de justicia, acciones
indispensables para contar con un sistema judicial sano, recto y eficaz.
El resultado de la reforma al sistema judicial debe garantizar, mínimamente, el
establecimiento del pleno estado de derecho, por lo que es necesario repensar su
estructura, modernizar su organización y agilizar su funcionamiento.
El sistema de procuración de justicia, actualmente de uso y coacción política del Estado,
deberá ajustarse a nuevos criterios, con una nueva y mejor organización que asegure su
independencia de los poderes del Estado y garantice el pleno y eficaz ejercicio de su
función técnica.
Los retos mayores de la reforma del Poder Judicial, son impedir que se corrompa y se
politice la justicia y que el derecho se ponga al servicio de intereses parciales, de grupo
económico, de facción política o de individuos en lo particular. El derecho debe ser el
marco del ejercicio de la actividad política y la política el instrumento para el logro de
las aspiraciones sociales.
El pleno estado de derecho requiere para su establecimiento y conservación de un
sistema de justicia que asegure procesos judiciales imparciales, expeditos y confiables,
esto es, que creamos en nuestro derecho y creamos en nuestros jueces, y uno de los
grandes desafíos que deberá resolver la reforma judicial es el de la creación de una
cultura de la legalidad y la credibilidad en el derecho y en los jueces.
***
El sistema de justicia, por otro lado, no ha sido y no es el mismo para todos, ni funciona
igualmente para todos. Por ello, el estado actual de la protección y defensa de las
garantías individuales y los derechos humanos y sociales amerita también una profunda
revisión.
Los migrantes, migrantes en tránsito, indígenas, mujeres y niños, entre otros, requieren
mayor protección y mejor trato. Es necesario pensar en la elaboración de un Código de
derechos sociales y humanos que armonice su concepción, incorpore la impresionante
expansión de su contenido y sistematice las disposiciones de los tratados internacionales
celebrados por nuestro país en esas materias.
La reforma judicial debe lograr el pleno reconocimiento y el respeto irrestricto de la
dignidad humana, valor supremo de una sociedad democrática.
***
La legitimidad del Estado moderno se justifica por los servicios que el poder público
presta a la población con apego a las leyes y normas que los regulan. De esta forma, la
noción de poder público se sustituye por la de servicio público. En la actualidad
tenemos frente a nosotros un imperativo: la reforma del Estado que nos conduzca no
únicamente a la estabilidad política sino también a la creación de un Estado sólido y
eficiente, que enfrente con éxito cualquier situación que la nación pueda experimentar.
Los estados y municipios más pobres del país, siguen siendo pobres precisamente
porque no tienen la misma calidad y fortaleza en sus instituciones que aquellos de las
regiones con mayor desarrollo relativo. Existe una opinión ampliamente compartida,
sobre la incapacidad que tienen las instituciones públicas en nuestro país para crear un
efectivo estado de derecho. Esa desigualdad ha constituido un enorme obstáculo para el
desarrollo del país, en todos sus aspectos.
Las promesas de que México experimentaría un avance sustancial y un progreso
deslumbrante, hechas por distintas administraciones, sobre todo las más recientes,
incluyendo a la actual, simplemente no se cumplieron. De hecho, no hay señales que
permitan vislumbrar el despegue de la economía de nuestro país y la obtención de cifras
reales y benéficas de crecimiento. Observamos que al darse la alternancia, se ha
afectado la relación del gobierno con los partidos políticos y la vida interna de esas
organizaciones, al punto en que se está llegando a una parálisis institucional. Las
decisiones del Ejecutivo siguen dominadas por los intereses predominantes en las
administraciones anteriores, sus propuestas han sido parciales y su acción errática, no ha
habido voluntad ni capacidad para acercar sus posiciones a los cambios requeridos para
mejorar las condiciones de competitividad y desarrollo de los productores nacionales, ni
para elevar consistentemente los niveles de vida de la población, como se ha planteado
desde la oposición. Esa cerrazón ha estorbado la posibilidad de llegar a acuerdos, y no
han podido, en consecuencia, sacarse adelante reformas económicas y políticas que
impulsen la economía y la vida democrática.
La administración pública debe entenderse como un instrumento a disposición del poder
del Estado en beneficio de su población y de su soberanía, aun considerando la
inserción de nuestro país en el actual proceso –injusto en muchos casos- de
globalización económica. Para beneficiarse con equidad dentro del mercado global, está
visto que no es suficiente que un país abra su economía al exterior si sus instituciones y
políticas públicas no le permiten realmente aprovechar todas sus posibilidades, como ha
sido, por ejemplo, el caso de México en su participación en el Acuerdo de libre
comercio de América del Norte. Inclusive en el caso de aquellos países que han tenido
mayores éxitos en el proceso de globalización, en muy pocas ocasiones se atribuyen
éstos a la política interna y siempre se piensa en que son sólo efecto del modelo de
liberalización, aunque los éxitos tengan en realidad su sustento en la fortaleza de las
instituciones internas. Es importante entenderlo.
***
Y aún así, no se trata únicamente de concebir nuevas instituciones que sin duda son
necesarias, sino que hace falta otro elemento sin el cual cualquier proyecto de reforma
del Estado puede resultar insuficiente, esto es, la restauración de un nivel de confianza
entre la población y la administración pública, que debe permitir al Estado su
adaptación rápida y eficaz a cualquier mutación de la sociedad. Es necesario crear una
sociedad de consenso.
Existe la percepción, en los diversos sectores, de que en las estructuras gubernamentales
hay un fenómeno de letargo y falta de reacción adecuada y oportuna ante la situación de
crisis que vive el país, además de una notoria falta de coordinación institucional que ha
despertado y promovido niveles de polarización que merecerían un análisis por
separado, pero que reflejan la imperiosa necesidad de llevar a cabo la reforma
estructural del aparato del Estado.
Estamos viviendo el momento de definir las nuevas responsabilidades que debe ejercer
el Estado y las propuestas sobre los distintos métodos que aseguren esta reforma
administrativa.
Paralelamente a los cambios institucionales, debe reconocerse la necesidad de una
revolución de valores y objetivos, que modifique las conductas sociales en todos los
estratos de la población. No se trata sólo de modificar leyes o instituciones públicas. La
solución es más compleja. Tiene que ver con la educación, fuente de todo progreso y
desarrollo. Se requiere pues, que la educación llegue a todos y esté fuertemente
impregnada de valores éticos y de fraternidad social y humana para así combatir, desde
lo más profundo, la falta de cohesión en la sociedad.
El modelo político actual no aguanta más, es necesario por lo tanto que busquemos las
perspectivas y tiempos para llevar a cabo la modernización del Estado.
Debemos evitar que la reforma del Estado se traduzca en un discurso sin doctrina. Que
las propuestas sobre esta materia queden sin sustento y sin sentido social. Sin saber qué
tipo de Estado queremos y requerimos los mexicanos. Sin saber cuál es el Estado que la
sociedad mexicana necesita para que el país supere los grandes problemas que le
aquejan.
Por ello, el nuevo Estado que debe emanar de la creatividad y el esfuerzo de los
mexicanos, debe ser un Estado que garantice la soberanía del país. Un Estado que
propicie las condiciones para el desarrollo de una sociedad igualitaria, incluyente y sin
pobreza.
Un Estado responsable, promotor de una democracia participativa, basada en el estricto
respeto al derecho y dotada de una constitucionalidad renovada.
Un Estado que genere las condiciones necesarias para un federalismo equitativo y en el
que haya una comunicación democrática para que fluya la información de manera
abierta, veraz y plural.
Un Estado con un patrón de desarrollo económico de equidad y crecimiento, distinto al
neoliberal imperante.
Un Estado comprometido con la educación integral, democrática, plural y de calidad,
que nos garantice un México para todos.
Y habría muchos temas más que tocar relativos a la reforma y modernización del Estado
mexicano.
Descargar