Domingo 11 de noviembre de 2007

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Domingo 11 de noviembre de 2007
EN MADRID. Biblioteca de un cronopio:
Julio Cortázar, un lector que discute
Javier Rodríguez Marcos
Cortázar subrayaba, anotaba y dibujaba en los libros que leía. En 1993, su viuda, Aurora
Bernárdez, donó la biblioteca del escritor a la Fundación Juan March, de Madrid. Entre
sus 4 mil documentos conviven libros baratos y primeras ediciones dedicadas.
JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS
Babelia
En el otoño de 1980, Julio Cortázar escribió una carta imaginaria a Glenda Jackson. El
escritor argentino acababa de publicar Queremos tanto a Glenda, que recoge un cuento
del mismo título en el que un grupo de fans de la actriz británica se las ingenia para
retocar sus películas con el fin de que sean intachables. Cuando ella, retirada hasta
entonces, anuncia que vuelve a actuar, los fundamentalistas de su obra deciden matarla
para, así, conservarla perfecta para siempre. En su carta-cuento -recogido dos años
después en Deshoras, su último libro de relatos, con el título de "Botella al mar"-, el
narrador señala una inquietante coincidencia. A las pocas semanas de la publicación de
su libro y sin tiempo, por tanto, de que apenas alguien lo hubiera leído (y mucho menos
una actriz que no sabía español), Ronald Neame, el director de "La aventura del
Poseidón", estrenó una película protagonizada por Walter Matthau y la propia Jackson.
La película, bienintencionada pero menor -"desde ya puedo decir que despreciable",
apunta Cortázar-, cuenta las peripecias de una mujer que ayuda a fingirse muerto a un
ex espía al que persiguen la CIA, el FBI y el KGB. Todo ello mientras el perseguido
escribe un libro para denunciar a sus antiguos patrones. El título en inglés de ese libro es
Hopscotch. Y la traducción de hopscotch al español es, y de ahí la inquietud de
Cortázar, rayuela. Un escritor muerto y una actriz muerta: ¿respuesta?, ¿venganza?, se
pregunta él. Lo deja en simetría.
De Rayuela, también en la edición estadounidense de Pantheon, es decir, de Hopscotch,
hay decenas de ejemplares entre los fondos de la biblioteca de su autor, depositados
desde abril de 1993 en la Fundación Juan March, de Madrid, por Aurora Bernárdez, su
viuda. El lugar, en la segunda planta de un edificio de los años setenta, serviría también
para una película de espías: rotundo, simétrico, iluminado con frialdad y sin alardes.
Celia Martínez, bibliotecaria de la fundación, se mueve con familiaridad entre los 4 mil
volúmenes que Cortázar dejó al morir en su apartamento parisiense de la Rue Martel.
Son tres estanterías dedicadas a la literatura en todos sus géneros y una más, mucho
menos nutrida, para los títulos de arte, filosofía e historia.
A la vista de los libros que sobrevivieron a viajes, mudanzas y separaciones, la
biblioteca personal de Cortázar era la de un cronopio, por usar sus palabras, es decir,
poco convencional, parcial y caprichosa. Más la de alguien que lee por puro placer que
la de un profesional de nada: ni de la escritura ni, por supuesto, de la lectura. Muchos de
los ejemplares que contiene -ediciones de Julio Verne, Octavio Paz o Borges- valdrían
hoy lo suyo en el mercado bibliófilo, pero en manos del escritor argentino no fueron
más que fuente de pasión, conocimiento y, por qué no, dominio. Highsmith (Patricia)
convive aquí pacíficamente con Hölderlin, y Gracián lo hace con Gordimer (Nadine) y
los tres Goytisolo. Lo mismo que los imprescindibles del budismo zen comparten
espacio con antologías populares de relatos de vampiros y fantasmas.
Ni "El Quijote" ni "Cien años de soledad"
Los libros de Cortázar -quien, por subrayar, subrayaba hasta los periódicos- están llenos
de apuntes a lápiz o a bolígrafo, en castellano, francés e inglés. También lo están de
recortes de periódicos, fotos, dibujos propios y ajenos, remitentes separados de sus
sobres y hasta alguna tarjeta de embarque. Su biblioteca es la de alguien que, en mil
notas al margen, discute sin complejos con los clásicos. Así, a Cernuda le afea que
coloque a Galdós al lado de Dostoievski, y al final de su ejemplar de Águila de blasón,
de Valle-Inclán, escribe: "Enorme y triste parodia, ni comedia ni bárbara". Por lo
demás, conserva una edición de la Odisea de 1933 traducida por Leconte de Lisle y otra
fechada el mismo año -él tenía 19- del Cantar de Mío Cid. Sorprende, eso sí, la ausencia
del Quijote. Por su parte, entre los clásicos modernos que él mismo tradujo, ahí está
todo Poe, pero sólo una edición de Losada y otra francesa de bolsillo de Memorias de
Adriano, el gran éxito de Marguerite Yourcenar.
Repleta de libros dedicados por los amigos, no hay, sin embargo, ninguna copia de Cien
años de soledad, aunque sí de otras obras, no muchas, de Gabriel García Márquez. Entre
ellas, una edición de 1966 de La hojarasca dedicada a Cortázar "con la envidia y la
amistad de Gabriel". La verdad es que algunas dedicatorias son verdaderas cartas que
ocupan toda una página. Es el caso de la que estampa José Lezama Lima en la primera
edición de Paradiso. "El mismo día que recibo su Rayuela le envío mi Paradiso", anota
el escritor cubano, que se extiende luego subrayando la conexión con su colega
argentino, una sintonía que, "casi sin habernos tratado", él atribuye unas veces a algún
ancestro común, otras, "me parece como si los dos hubiésemos estudiado en el mismo
colegio, o vivido en el mismo barrio, o que cuando uno de nosotros dos duerme, el otro
vela".
En ocasiones, el envío de un libro va acompañado de una premonición. Así, Alejandra
Pizarnik decora unas de sus plaquettes con el recortable de una pareja de niños a la que
ella misma bautiza con dos flechas: Julio y Aurora. Más tarde, en 1970, cuando la
escritora le envía a su amigo desde Buenos Aires una separata de Papeles de Son
Armadans, la revista mallorquina de Camilo José Cela, las guardas están llenas de
fragmentos bastante menos luminosos: "En el hospital aprendo a convivir con los
últimos desechos. Mi mejor amiga es una sirvienta de 18 años que mató a su hijo.
Empecé a leer mucho. Te apruebo mucho políticamente. Tu poema de Panorama es
grande porque me hizo bien". Y firma: "Alejandra, que tiene miedo de todo salvo
(ahora, oh Julio) de la locura y la muerte. Hace dos meses que estoy en el hospital.
Excesos y luego intento de suicido -que fracasó, hélas-". Dos años más tarde, Pizarnik
conseguía suicidarse. Cortázar, por su parte, conservó hasta el final uno de los libros de
la biblioteca de su amiga. Lo había escrito Ramón Gómez de la Serna, se titulaba Los
muertos y las muertas.
El trato de Cortázar con los libros, queda dicho, es de todo menos idólatra. El escritor
juguetea a placer con cada uno de sus volúmenes, muchos de ellos de bolsillo. Así, pinta
barba y bigotes a Drácula en la cubierta de una edición barata de la novela de Bram
Stoker y cambia a mano el título a la Antología del humor negro, de André Breton, para
convertirla en "Antología del humor bretón", por André Noir. Otras veces sus notas son
las de un implacable cazador de erratas ("che, qué manera de revisar el manuscrito",
anota mientras corrige el nombre de Somerset Maugham, mal escrito en las memorias
de Pablo Neruda, un autor del que posee varios títulos dedicados con la intransferible
tinta verde que usaba el poeta chileno.
Cortázar, además, usaba a veces los libros para anotar las circunstancias en las que los
iba leyendo: "Leo en un restaurante de Rothemburg. Hace frío. Mucho Geis". Y otra
vez: "En un café lleno de vampiros (...) y entonces, Salinas", anota en su ejemplar de las
obras completas del maestro de la generación del 27 mientras trabaja en una antología
de su obra. En ocasiones, en fin, el escritor se extiende en sus impresiones de lectura.
Así, en la última página de Las estructuras antropológicas del imaginario, el clásico de
Gilbert Durand, escribe unas palabras que tienen algo de reseña fulminante y algo
también de poética privada: "Un gran libro en la medida en que da a la imaginación
todo su alcance. A los que oponen lo 'real' a lo 'fantástico' dando a éste un mero valor de
compensación, G. D. demuestra que aun en las actitudes más racionales (...) los
arquetipos y lo imaginario son elementos motores, creadores, dominantes, igual que
cualquier capacidad racional del hombre". Toda una declaración de parte de alguien
para quien la literatura era, sobre todo, realidad y fantasía, misterio y juego.
También fotografías y filmaciones
La biblioteca de Julio Cortázar en la Fundación Juan March, de Madrid, se completa
con catálogos y monografías dedicadas a artistas como Balthus, Saura, Delvaux o
Duchamp. Su archivo, entre tanto, se reparte entre las universidades estadounidenses de
Austin -allí está el manuscrito de Rayuela- y Princeton. Con todo, el gran complemento
de ese torrente de papel es, sin duda, la colección de fotografías y filmaciones que la
propia Aurora Bernárdez donó el año pasado al Centro Galego de Artes da Imaxe. En el
legado, que durante años guardó en París el pintor Julio Silva, íntimo de Cortázar, hay,
por supuesto, retratos en los que se ve al escritor en mil poses distintas o rodeado de sus
amigos: con Lezama Lima en La Habana o, disfrazado de vampiro, con García Márquez
en París.
Uno de los grandes valores del archivo gallego, no obstante, reside en la cantidad de
material producido por el propio novelista. Por un lado, decenas de fotos tomadas por
él, algunas de las cuales terminaron formando parte de proyectos narrativos como La
vuelta al día en ochenta mundos, almanaque misceláneo de difícil clasificación, o en
Los autonautas de la cosmopista, el particular libro de viajes por los aparcamientos de la
ruta entre París y Marsella que escribió a cuatro manos con Carole Dunlop, su segunda
mujer, fallecida dos años antes que él. Por otro lado, las películas en súper 8 rodadas en
las decenas de lugares a los que Cortázar llevó su interminable curiosidad, ya se tratara
de un hormiguero o de un parque natural en África.
Son otros 4 mil documentos para redondear un universo que ha inspirado a cineastas
como Jana Bokova, Alexandre Aja o Tristán Bauer, por no hablar de los dos grandes: el
Michelangelo Antonioni de "Blow Up", o el Jean-Luc Godard de "Week End", dos
filmes inspirados, respectivamente, en los relatos "Las babas del diablo" (de Las armas
secretas) y "La autopista del sur" (de Todos los fuegos el fuego). Nada extraño, por otro
lado, en alguien que siempre relacionó cuento y fotografía, novela y cine. Aunque no
siempre Glenda Jackson anduviera de por medio.
"Esperemos y peleemos"
JUAN CRUZ
Pudo haber otras posteriores, pero ésta es la última carta de Julio Cortázar en la
recopilación que hizo su viuda Aurora Bernárdez para Alfaguara. Se la escribió a Jean
L. Andreu, el 28 de diciembre de 1983, poco antes de su muerte, el 12 de febrero del
año inmediato. Estaba en París, enfermo, "y no puedo escribirte largo", le decía a su
amigo. Pensaba volver a Argentina, en marzo, para quedarse dos meses, "para ir un
poco por el interior". Esperaba allí, en Argentina, el amor con el que era recibido, a
pesar de las críticas que le merecía su país, y a las que no renunciaba en esa
comunicación que iba a ser tan póstuma. Como si escribiera ahora, el autor de Los
premios explicaba sobre el ánimo de sus compatriotas: "Se creen ya 'en democracia', los
ilusos; les insistí en que ahora había que edificar la democracia, y no sobre una base
paternalista y piramidal, Alfonsín reemplazando a Perón en el mito". Y se preguntaba:
"¿Serán capaces? Ojalá, ¡pero cuántos 'chantas' hay por allá!". Su despedida era una
jaculatoria que parecía el espejo del estado de ánimo con el que batalló, al fin de sus
días, contra una enfermedad que le dejó triste, melancólico, perplejo: "Esperemos y
peleemos". Siempre escribió contra la pared, y en su casa de Saignon, en la Provenza,
donde escribió muchos libros -62 Modelo para armar, entre otros- y vivió tantos
veranos, había una pared ciega, total, una pared que era un muro, frente a la cual
colocaba su máquina de escribir y sus sueños. Detrás, en los jardines de esta casa que
luego fue una casa vacía y desolada en cuya piscina chapoteaban las sombras de árboles
mustios, las hojas del otoño que él pisó se confundían con un letrero que parecía hecho
por él mismo, para cuando ya estuviera muerto: "Y ahora", había escrito alguien,
"¿quién va a sacarme de aquí?". Los que lo vieron en los últimos meses de su vida
pudieron comprobar cómo se le había acrecentado esa mirada lánguida, perturbada por
el dolor y por las preguntas. Y ahora, quién me saca de aquí. Por eso, esa última frase de
su carta final, y acaso las últimas frases de su vida, estuvieron signadas por la
obligación de pelear, como para destruir a manotazos las razones íntimas de su soledad,
el muro blanco, perfecto y terrible en el que la enfermedad abandona a los optimistas.
En ese mismo volumen de cartas, aparece una de Juan Carlos Onetti, que se resistía a
hacer crítica e hizo correspondencia; Cortázar, para Onetti, había traído oxígeno,
felicidad, a la literatura, y se puso en la "zona lúdica" para susto de "las momias".
Comprometido y feliz, literario hasta la rabia, sólo el fin pudo impedirle a Cortázar la
sustancia de esa despedida. "Esperemos y peleemos".
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