Secretos de duelos, muerte y cuchillos

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SAB 10.06.2006
Secretos de duelos, muerte y cuchillos
A 20 años de la muerte de Borges, Ñ lo recuerda y, a la vez, lo examina desde todos
los ángulos: el vanguardista y el clásico, el poeta, el maestro de la lengua, el flaneur,
el periodista, el traductor, el objeto de culto. Abre este informe especial Beatriz
Sarlo, quien analiza las fuentes orales de sus relatos.
BEATRIZ SARLO. ENSAYISTA.
Las "fechas de centenarios y de fastos / no hacen que este hombre solitario sea",
escribió Borges sobre Sarmiento. También advirtió con escéptico realismo que el
futuro de los diarios es el olvido o el tema de una distraída charla vespertina. Lo
escribió en el comienzo de un relato singular que quiero releer, pese a que la
observación incluye, por supuesto, estas líneas. Se trata de "El encuentro",
publicado en El informe de Brodie.
"El encuentro" pertenece a la serie de enfrentamientos donde los enemigos luchan
como vicarios de otros hombres ya muertos, usando sus armas. Pero es también una
ficción de aprendizaje, escrita no en el comienzo de una vida literaria sino casi al
final y quizá por eso presenta con libertad el argumento de un narrador que, para
relatar su historia, está obligado a traicionar.
Duelos a cuchillo y desafíos que duplican rivalidades del pasado son materia tan
borgeana que no valdría la pena volver a ella, ya que esos relatos, hoy, casi no
necesitan interpretación y esperan que pasen los años para desatar otras lecturas,
diferentes a las del canon crítico conocido. Por el momento todo ha sido dicho
sobre una de las máquinas de ficción que Borges hizo andar desde los años 30 hasta
los 60.
Sin embargo, Borges no es un epígono de sí mismo en estos relatos que hacen eco a
otros suyos anteriores, porque un segundo plano (que puede disputar con el
primero el foco de lectura) lleva para otro lado. Como vanguardista y buen
visteador criollo, Borges nunca está por completo allí donde se cree encontrarlo.
Se desliza del lugar común que, para asegurar que se comprende, busca convertirlo
en el hombre de los espejos, los laberintos y los objetos imaginarios.
En busca de un tono
En el origen de la literatura está la literatura. Borges sería el maestro. Sin
embargo, en el origen de muchos de sus relatos se oye la voz de quien le ha
contado. Proustiano de las orillas, Borges escucha el chisme: en "La intrusa", su
amigo Santiago Dabove le transmite la historia escandalosa que circuló en un
velorio suburbano, un sucedido que es, precisamente, modelo de oralidad.
Borges compone con citas, pero imagina con relatos que ha escuchado o que "ha
escuchado", en el sentido en que a veces los atribuye a un decir ajeno aunque él
los haya inventado por completo. Lo que está claro es que la máquina Borges
funciona citando discursos referidos, y necesita recuerdos propios o de otros (si son
verdaderos o falsos resulta secundario, porque, ¿qué es un recuerdo verdadero?).
Como en Walter Benjamín, hay algo en Borges que reconoce la primacía del gesto y
la voz sobre lo escrito, porque en ella queda el rastro de lo vivido y, se sabe,
Borges siente el remordimiento y el despojo de no haber estado, como su abuelo,
en la batalla de Junín, ese tiempo que exigía de los hombres virtudes, como el
coraje, cardinales. En el presente se decae, "el presente está solo".
También como en Benjamín, el viaje es un impulso y una materia del relato: el
viaje maravilloso de Ulises o las tolderías adonde huye Martín Fierro, el sur hacia el
que se precipita Dahlmann, los más modestos traslados del narrador que encuentra
historias en el Uruguay, donde Funes recuerda infinita e interrumpidamente, y
donde los gauchos degollados de "El otro duelo" corren una carrera final, como
gallinas sin cabeza, despavoridas. Y Borges lo cuenta porque se lo ha contado antes
Carlos Reyles. El relato enmarcado no es simplemente un procedimiento, sino una
forma que genera la ficción misma.
Incluso cuando el Martín Fierro está en el origen de varios textos borgeanos, hay
que pensar de qué modo esos textos han pasado por la voz. No sólo la entonación
de la poesía criolla, ni sólo el recitado de memoria de ese poema que llegó a
funcionar como el libro (es decir como lugar de sabiduría y consuelo) durante
décadas, las décadas de formación de Borges, en la cultura argentina. También hay
que imaginar a Borges recitando el poema de José Hernández, con la hipótesis casi
obvia de que un argentino nacido en el último año del siglo XIX sabía de memoria
cientos de versos del Martín Fierro. La propia voz repetía la de Fierro,
milagrosamente tocada por la tradición oral que escuchó Hernández. Borges copió
fragmentos de esas sextinas en algunos de sus cuentos, las llamó "límpidas estrofas"
y las convirtió en prosa suya. La oralidad de la gauchesca traza una curva que corta
o encuentra tangencialmente la literatura más culta que se ha escrito en este país.
Borges buscó un tono; por eso una poética se condensa en la famosa anécdota
sobre el final de "La intrusa": encontrar la línea de diálogo que pudiera cerrar sin
reconciliación y sin truculencia un asesinato y una competencia fraternal por una
mujer. Basta hojear las obras de Borges para leer esas frases donde respira el
castellano del Río de la Plata. Quizás ninguna más espléndida que la traducción del
famoso "Tu también, hijo mío", que exclamó Julio César cuando su protegido Bruto
le hincaba el puñal, con un "Pero, che!", que tiene toda la tristeza y la indignación
del traicionado sólo si se lo dice en voz alta.
Alguien pasa un relato, alguien podrá escribirlo, alguien corregirá tres décadas más
tarde la historia; en ese movimiento, que va de "Hombre de la esquina rosada" a
"Historia de Rosendo Juárez", se muestra el origen del relato en una oralidad y,
también, que ella es incierta, corregible, un borrador del relato siguiente. Durante
tres décadas, Borges exploró otras formas, pero incluso allí donde un texto escrito
es fundamental, como en "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", en el despegue de la ficción
está el recuerdo de un diálogo, algo que Bioy Casares le habría dicho a Borges.
Todo comienza con la invención de esa conversación amistosa y desconfiada.
Tanto como un libro provoca el accidente y la enfermedad de Dahlmann en "El sur"
o la muerte de Baltasar Espinosa en "El Evangelio según Marcos", la aventura
empieza con la transmisión de una frase. Un libro o un diálogo están para lo
mismo: alejar el relato de la literatura realista que renuncia a esas mediaciones
para producir el efecto de una inmediatez del mundo. En cambio, el relato
enmarcado pone en primer plano al narrador y muestra la máquina de hacer
historias.
"El encuentro" es una narración de aprendizaje escrita por un hombre viejo. Por
cierto, no se escriben novelas de aprendizaje a los sesenta y tantos años, la edad
que tiene Borges cuando se publican los cuentos que luego forman El informe de
Brodie, y eso le da una cualidad madura, casi definitiva, al recuerdo (o a la
invención del recuerdo). El autor Borges está muy alejado de la infancia que evoca
el narrador del cuento, nacido, como él, sobre el filo del siglo XX.
Hacia 1910, un chico acompaña a un primo, de apellido Lafinur (como el primo del
narrador mencionado en "El Aleph") a una quinta en el norte de Buenos Aires.
Llegan al atardecer, para comer un asado; más tarde, dos invitados se desafían al
poker y las desinteligencias en el juego terminan en un duelo a cuchillo en el cual
uno de los duelistas muere. Pero, en realidad, como en 1929, infiere ese chico
testigo, después de conversar con un comisario conocedor del mundo de los
matreros criollos, fueron dos gauchos enemistados y ya desaparecidos, Juan
Almanza y Juan Almada, quienes se trenzaron en duelo a través de los cuchillos
usados esa noche. Los presentes se juramentaron para mantener en secreto la
forma de aquella muerte. Después de 1929, el chico, que junto a los demás había
jurado silencio, decide romper su compromiso impresionado, justamente, por la
historia de esos dobles criollos.
Importan dos cosas: la traición al juramento y la ficción de aprendizaje que
precede el "relato central" de la partida de cartas, la ofensa y el duelo, aunque su
centralidad se ve mellada por el enmarque que se vuelve más sugestivo y
enigmático que la ya familiar historia de dobles que, a través de otros hombres,
siguieron peleando después de la muerte.
Ficción de origen
El recuerdo del chico evoca un mundo remoto. Se trata, en realidad, de un asado
en una quinta que probablemente haya sido estancia. Cito: "Había empezado a
oscurecer cuando atravesamos el portón de la quinta. Ahí estaban, sentí, las
antiguas cosas elementales: el olor de la carne que se dora, los árboles, los perros,
las ramas secas, el fuego que reúne a los hombres". Las antiguas cosas
elementales, las que encuentra Ulises cuando llega a una de las islas en su
vagabundeo hacia Itaca: una abstracción del tiempo, por la que las orillas de la
llanura criolla tocan un tiempo arcaico donde los hombres y los elementos estaban
unidos por una relación inmediata. La modernidad está suspendida en la frase de
Borges que acabo de copiar. Antes y después, hay ferrocarriles o muchachos de la
buena sociedad porteña pero, pese a su paradójico potencial descriptivo, esa frase
justa no pertenece a ninguna época.
El chico escucha cantar unas décimas en lunfardo, unos versos criollos y, cuando
evoca la escena nocturna cita a Lugones: la trilogía elemental de una cultura
rioplatense donde coexisten (¿coexisten?) la pobreza del lunfardo y el poeta
nacional que Borges satirizó en la década del veinte. El dueño de la quinta se
llamaba Acevedo (como la madre de Borges) o Acébal y había seguido el capricho
de reunir una vasta colección de cuchillos criollos. El chico los examinó y le
preguntó si alguno de ellos había pertenecido a Juan Moreira, "en aquel tiempo el
arquetipo del gaucho, como después lo fueron Martín Fierro y Don Segundo
Sombra". Notoriamente, el chico es devoto del folletín gauchesco y, ya grande, se
permite la ironía que pone a Moreira a la cabeza de lo que iba a ser la canonización
de un tipo criollo desaparecido. De paso, esa ironía ajusta cuentas con la lectura
culta del poema de Hernández, hecha por Rojas y Lugones, y con la estetización
criollista de Güiraldes. El duelista muerto se llama Duncan (¿nombre o apellido?),
como el rey que asesinó Macbeth.
Están los libros de la biblioteca borgeana en esto que he llamado ficción de
aprendizaje y que también podría llamarse ficción de origen de un relato, novela
familiar de una literatura. El chico, asustado, observa lo que contará años más
tarde, cuando a su recuerdo (a su invención) le agrega algunos de los nombres que
he mencionado.
Veamos la otra dimensión del aprendizaje: la traición, exactamente lo contrario
del aprendizaje del peoncito en Don Segundo Sombra, que se vuelve hombre en el
ejercicio de las destrezas gauchas y la lealtad. Como dije, los presentes se
juramentaron para disimular los pormenores del duelo y la muerte de Duncan, pero
el chico que fue testigo, para relatar algo debe traicionar ese silencio. Imitando a
los adultos, el chico se había juramentado; mucho después, con un gesto
consciente y voluntario contra la ética del grupo quiebra su palabra. Si se quiere
contar, no se puede respetar el límite puesto por una cultura, en el caso la cultura
masculina de la buena sociedad que se aseguró, además, la complicidad de la
policía.
El que cuenta se pone fuera de esa ley del grupo. Para convertirse en escritor, deja
el grupo de iguales traicionándolo. "Ahí va la historia", escribe Borges, con los
cambios que trae "el tiempo y la buena o mala literatura". Con esto, la historia de
aprendizaje concluye. El narrador vuelve públicas las circunstancias de la muerte
de Duncan y rompe con una fidelidad de pequeño grupo, jurada con el
romanticismo identificatorio de quien a los diez años estaba aprendiendo los
nombres y el peso fatal de los objetos. Al traicionar la lealtad de quien se hace
hombre porque juró junto con los hombres de su clase, Borges se separa de ellos
para que surja la ficción.
VANGUARDIA Y CLASICISMO
Experimento y deseo
Al Borges vanguardista de la juventud lo sucede el Borges clásico de la vejez. ¿Es
realmente así? ¿O acaso en el autor maduro de "Ficciones" y "El Aleph" no está
presente, por otros medios, el vanguardista de los primeros poemas?
MARTIN PRIETO. ESCRITOR.
A principios de los años 40, Borges podía afirmar que la primera operación de
vanguardia en la literatura argentina, la que se había jugado en los años 20
alrededor de las revistas Proa, Prisma y Martín Fierro, había fracasado. Al lado del
Modernismo, el ultraísmo y el martinfierrismo eran nada. Borges mismo y sus
contemporáneos eran nada al lado de Rubén Darío y de Leopoldo Lugones,
sensación que es muy posible que Borges haya tenido desde un principio, pero que
reconoció tardíamente. En 1937 escribió, recordando una línea de Lugones: "No
contemplábamos un ocaso vehemente sin repetir el verso: ''Y muera como un tigre
el sol eterno''. Yo sé que nos defendíamos de esa belleza y de su inventor.
Hacíamos bien: teníamos el deber de ser otros". En el Evaristo Carriego, de 1930,
todavía bajo el impulso vanguardista, Borges había señalado, a propósito de un
poema de Misas herejes que "vincular esas naderías con el simbolismo" era
desconocer deliberadamente las intenciones de Laforgue o de Mallarmé. No era
necesario ir tan lejos para formular la comparación, toda vez que "el verdadero y
famoso padre de esa relajación" había sido Rubén Darío, "hombre que a trueque de
importar del francés unas comodidades métricas, amuebló a mansalva sus versos en
el Petit Larousse con una tan infinita ausencia de escrúpulos que panteísmo y
cristianismo eran palabras sinónimas para él y que al representarse aburrimiento
escribía nirvana". Pero en una nota a pie de página, firmada apenas en 1954,
corrigió el curso de su pensamiento: "Conservo estas impertinencias para
castigarme por haberlas escrito. En aquel tiempo creía que los poemas de Lugones
eran superiores a los de Darío". De los años 40, por otra parte, es su rectificación
sobre los valores oportunamente otorgados a Ricardo Güiraldes, exaltado en la
década del 20, recolocado en los años 30 bajo el aura de Lugones ("el inmaduro
Güiraldes de El cencerro de cristal donde la influencia de Lugones es un poco más
que evidente"), desautorizado en 1941, en un ensayo que ni siquiera le está
dedicado, y finalmente parodiado en "Las noches de Goliadkin", relato firmado por
Bustos Domecq y publicado en 1942: "Un rayo de sol cayó sobre el campo. Bajo el
benéfico derroche solar, los postes, los alambrados, los cardos, lloraron de alegría.
El cielo se hizo inmenso y la luz se calcó fuertemente sobre el llano. Los novillos
parecían haber vestido ropas nuevas..."
De los años 20, en los 40 ya no queda nada. De la estética martinfierrista y sus
mitologías, de las que Borges fue inventor y promotor, veinte años después apenas
vibran las obras en proceso de Oliverio Girondo, que culminará en 1954 con En la
masmédula, y de Macedonio Fernández. Pero Borges impugnaba ambas. Sobre el
primero, dijo: "Como escritor, nunca contó mucho. Creo que a él le interesa más la
tipografía, la imprenta". Y si Macedonio seguía activo en Borges, como apunta
Carlos García, lo hacía más en el carácter de mito personal.
Realineados Darío y Lugones en los lugares del inventor y del maestro, descartados,
por distintas razones, Güiraldes, Girondo y Macedonio, con sus principios sólo
activos en la cabeza de Leopoldo Marechal, quien para esa época ya estaba
liquidándolos en su perfecta parodia, publicada en 1948 bajo el título Adán
Buenosayres, el martinfierrismo estaba muerto. Raúl González Tuñón, otra de sus
cabezas visibles, hacía años había abandonado toda la imaginería martinfierrista en
pos de una poesía más llana, de alcances políticos.
En los años 60 Borges echó a correr una anécdota que dice que cuando publicó
Fervor de Buenos Aires, en 1923, le dejó algunos ejemplares a Alfredo Bianchi,
director de Nosotros, para que éste los deslizara en los sobretodos colgados en la
redacción de la revista. Cuando regresó, después de un año de ausencia, Borges
cuenta que notó que algunos de los propietarios de esos sobretodos habían leídos
los poemas y "hasta los hubo que escribieron sobre ellos". Carlos García revela lo
contrario: que Borges llevaba cuentas de los ejemplares autografiados que había
enviado a los escritores de nota de entonces, que le escribió una carta a Roberto
Giusti acompañando una reseña de su primer libro que se había publicado en
España, solicitándole que la volviera a publicar en Nosotros, que le escribió otra a
Julio Noé, instándolo a que lo incluyera en la antología que éste estaba
preparando. Podemos imaginar cómo debe haber afectado el fracaso
martinfierrista a alguien tan preocupado por la recepción y la repercusión de su
obra. De hecho, en las conversaciones que mantuvo en 1970 con Norman Thomas di
Giovanni, Borges señaló: "Después de casi medio siglo, todavía me sigo esforzando
por olvidar ese torpe período de mi vida"
En 1930 o 1931, Borges conoce a Adolfo Bioy Casares. Uno tenía 17 años, el otro
"poco más de treinta". Como Borges señaló una vez: "si se me permite una
afirmación tajante, diría que Bioy me fue llevando de a poco hacia el clasicismo".
Pero no parece cierta la afirmación, sostenida con frecuencia por los críticos
borgeanos, que sostiene que hubo en Borges, entre los años 20 y los 40, un pasaje
del vanguardismo al clasicismo. Lo que nosotros leemos hoy como clásico en Borges
es el resultado de una construcción de carácter eminentemente vanguardista que,
tal vez, puede ser pensada, como anotó Clarise Lispector a propósito de otra cosa,
"como una conciencia no formulada de conceptos nuevos, revestida inclusive de
una forma clásica."
En el Borges de los años 40 hay un renovado y mejorado vanguardismo que tiene,
como el anterior, su componente juvenilista. Pero su particularidad más notable es
que, si bien va a tratar, como casi todos los movimientos de vanguardia, de
producir un movimiento brusco que permita colocar en el centro del sistema a un
autor hasta ese momento marginal al mismo, desplazando de ese modo a quien lo
ocupaba hasta allí, el autor a ser colocado en el centro del sistema no va a ser
externo al grupo sino que formará parte del mismo equipo. Este nuevo
vanguardismo de Borges sucede en prosa y no en poesía, con nuevos compañeros de
ruta Bioy, Silvina Ocampo y, en menor medida, José Bianco, con un nuevo autor y
una nueva norma a descentrar —Eduardo Mallea y la novela psicológica— y una
nueva norma y un nuevo autor a recentrar. La norma es la de "una literatura de la
literatura y el pensamiento", en palabras de Bioy, y el autor, naturalmente, Jorge
Luis Borges. Y este último pormenor convierte a esta operación vanguardista en la
más radical que se realizó en los márgenes de la literatura nacional.
Los primeros efectos de la intervención vanguardista que, como señala María
Teresa Gramuglio, "cuestiona la norma y propone un nuevo valor", pueden verse
nítidamente ya en 1940, en una reseña a La invención de Morel, de Bioy Casares,
firmada por Eduardo González Lanuza en Sur. El reseñista lee positivamente la
novela de Bioy Casares en términos de "composición": Dice: "Está magníficamente
escrita", o "Es un finísimo aparato de relojería". Pero su desconcierto se manifiesta
inmediatamente, cuando se detiene en un extenso párrafo a refutar un "problema
físico". Según González Lanuza, el aumento de la temperatura en la isla donde
sucede la acción de la novela no puede ser medido como una sumatoria de dos
sensaciones diferentes (la de la temperatura normal y la de la proyección de la
máquina de Morel), y sabiamente ejemplifica: "si metemos una mano en agua que
tiene 30 grados y la otra en agua también de 30 grados, no experimentaremos por
ello una sensación de 60 grados, sino de 30. Y si mezclamos esas dos aguas,
lógicamente conservarán esa misma temperatura". La cita interesa menos como
escarnio póstumo para González Lanuza, que para ver cómo Sur seguía pensando la
literatura en términos de representación y verosimilitud, mientras se cocinaba, en
paralelo, y dentro de la misma revista, una nueva norma, un nuevo valor.
Con esto a la vista, podemos leer mejor el carácter de sabotaje de la operación del
grupúsculo capitaneado por Borges, que puede verse en varios frentes. Por un lado,
el bombardeo de las ficciones: entre 1940 y 1949 en Sur se publicaron la mitad de
Ficciones y más de la mitad de El Aleph, además de Sombras suele vestir y Las
ratas, de José Bianco, La trama celeste y El otro laberinto, de Adolfo Bioy Casares
y Autobiografía de Irene, y El impostor, de Silvina Ocampo. Por otro, está lo que
podríamos llamar las "intervenciones juvenilistas" de Borges: la célebre nota
bibliográfica sobre el libro La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido
histórico, de Américo Castro, publicada más tarde en Otras inquisiciones como
"Las alarmas del doctor Américo Castro", y la bibliográfica sobre Le roman
policier, de Roger Caillois. Lo que se ve en estas dos intervenciones es que Borges,
con más de 40 años, no ha perdido nada de la irreverencia de la juventud y, más
importante, que no le teme ni a la exposición ni a la intemperie, dando batallas
que quizás entonces y hoy puedan ser vistas como inútiles: el arrebato
antiacademicista en la diatriba contra Américo Castro y, también, en la nota sobre
el estudio de Caillois, al que llama despectivamente "monografía" y "tratado", que
lo coloca en una serie por lo menos heteróclita que comparte con, entre otros,
Ezequiel Martínez Estrada, Osvaldo Soriano o Elvio Gandolfo, autores todos de más
o menos célebres invectivas contra la academia que ocultan mal la necesidad de
reconocimiento y de amor. Las dos respuestas (una de Amado Alonso, la otra del
mismo Caillois) son certeras y brillantes porque encierran más verdad que las notas
bibliográficas de Borges ªunque es muy posible que hoy el sobrepeso del nombre de
su autor nos tiente a leerlo de forma inversa. Alonso no se priva de la provocativa
broma de sobreimprimirle a su firma el sello de la Universidad de Harvard, con lo
que el irritador terminará irritado. Pero naturalmente, lo que se juega en estas
peleas (a las que sólo el paso del tiempo dará el nombre más rimbombante de
"polémicas"), menos tiene que ver con su verdad de superficie (la función de los
estudios filológicos, la prehistoria de la novela policial), que con la única que le
importa a Borges: su verdad de artista. Que no sólo se dirime en términos de una
poética, sino en los de la imposición de ésta por sobre todas las demás y en la
imposición también de quienes la inventaron, la promovieron y la profesan. Como
si tuviera 20 años nuevamente, Borges está intentado ocupar el centro de la
escena, llamando la atención, ávido de un reconocimiento que todavía no se le
otorga, como si fuera un principiante. En una nota bibliográfica sobre El jardín de
los senderos que se bifurcan, publicada en Sur en 1942, Bioy lo ve antes que
nadie: "El principiante no se propone inventar una trama; se propone inventar una
literatura; los escritores que siempre buscan nuevas formas suelen ser infatigables
principiantes", escribe. Para Bioy Casares, que actúa para la oportunidad como
vanguardista absoluto, la tradición a la que responde el libro reseñado no está en
el pasado, sino en el futuro: "Nuestra mejor tradición es un país futuro", o "este
libro es representativo de la Argentina posible y quizás venidera". Pero todo
escritor sabe que toda apelación al futuro es una bravuconada que oculta —mal
también— o anestesia la insoportable presión del presente, que para casi todos los
artistas es siempre adverso. Sólo así puede leerse el increíble desagravio a Borges
publicado en el número 94 de Sur, también en 1942, a propósito de un hecho
normal: que El jardín de los senderos que se bifurcan no hubiera ganado el
Premio Nacional de Literatura. La combinación del narcisismo herido de Mallea (fue
el único jurado que votó a favor) y del de Borges (en plena tarea de búsqueda de
reconocimiento — también de unos pesos, si damos fe a su relato autobiográfico
acerca del magro sueldo que cobraba entonces como bibliotecario municipal),
generó este episodio bastante ridículo, que juntó las firmas de, entre otros,
Mallea, Francisco Romero, Luis Emilio Soto, Patricio Canto, Pedro Henríquez Ureña,
Amado Alonso, González Lanuza, Bioy, Angel Rosenblat, José Bianco, Enrique
Anderson Imbert, Carlos Mastronardi, Enrique Amorim, Sábato y Manuel Peyrou,
para declarar la supremacía de Borges sobre los demás escritores argentinos
contemporáneos. Claro que como se trata de una batalla dentro de otra batalla (la
que se dirimía en Sur entre Mallea y Borges), muchos de los argumentos "a favor"
de Borges elocuentemente, el de Mallea parecen haber sido pergeñados por
quienes votaron en su contra en el concurso. El único justo parece ser ahí el joven
Bianco, quien anota: "En nuestro país no se ha escrito un libro menos dócil a su
tiempo, más puro, más refractario a ciertos lectores. Borges lo ha sometido al
concurso, pero su libro se sustrae a los señores del jurado —como era previsible— y
triunfalmente rehúye toda valoración oficial". Es justo así: el volumen recién
reseñado por Bioy Casares como "el libro del futuro" no puede pretender, además,
la sanción favorable del presente. Pero ésta es, de algún modo, una consideración
moral: y la apuesta de toda vanguardia es inmoral, porque es absoluta y va por
todo.
En 1949, en Sur otra vez, Estela Canto firma la nota bibliográfica del recién
publicado El Aleph: posiblemente una de las mejores lecturas que se hicieron sobre
uno de los libros más comentados de la literatura argentina. La lectura de Canto,
abarcadora de toda calidad y la potencialidad del texto, indica que, para Borges,
es decir, para su obra, el futuro previsto por Bioy Casares, ya llegó. Ficciones y El
Aleph dirá el mismo Borges más tarde, "son, según creo, mis libros más
importantes". A la luz de esa certeza, todavía hoy irrefutable, Borges comienza a
reescribir su obra hacia atrás, una vez que Emecé, a principios de los años 50,
decide republicar, libro a libro, sus obras completas. Al corregir versos, tachar
poemas, incluso libros enteros, Borges está como escribió Sergio Delgado
reescribiendo su pasado. Y en el mismo movimiento, dándole a una obra hasta ese
momento tentativa, el carácter de definitiva y clásica.
Desde la muerte de Borges, los narradores, pero también los poetas y críticos
argentinos, escriben bajo una consigna a su modo paralizante: olvidar a Borges.
Matizándola, para volverla productiva, habrá que decir que a quien hay que olvidar
es al Borges clásico y recuperar al experimental, que es olvidar al satisfecho y
recuperar al deseoso. De esas dos materias, experimento y deseo, está hecha la
literatura.
Oídos atentos. Borges escuchó o hizo como que escuchó: referir el relato a otro es
parte de su estrategia de citar un texto previo
En el comienzo está el fin. El primer Borges, el vanguardista, plantea un derrotero
posible a narradores, pero también a poetas y críticos.
POESIA Y PROSA
El Borges poeta y los poetas
El curioso derrotero seguido por la poesía de Borges determinó que fuese rechazada
por muchos de sus contemporáneos y que les resultara ajena a los poetas de
generaciones posteriores.
JORGE FONDEBRIDER. POETA.
Borges empezó siendo poeta. Luego de sus experiencias con el ultraísmo español,
fue acogido con entusiasmo por sus colegas argentinos, quienes, entre 1923 y 1929,
elogiaron los tres primeros libros de poesía que publicó, mientras alternaba el
verso con sus tentativas de ensayista. El tema casi excluyente ya había estado
presente con anterioridad en la obra de Evaristo Carriego y Baldomero Fernández
Moreno. Pero Borges lo revelaba de otro modo. Ramón Gómez de la Serna, después
de leer Fervor de Buenos Aires, se preguntó si ese Buenos Aires de Borges existía,
pregunta que ya había sido contestada por Enrique Diez Canedo cuando señaló que
el Buenos Aires de Borges "es suyo sólo". Disintiendo, Leopoldo Marechal —esta vez
a propósito de Luna de enfrente— escribió que Borges, con las calles, los patios,
las casas y los almacenes: "ha fabricado un pequeño universo". En él algunos de sus
contemporáneos inmediatos creyeron ver una posible salida a los pesados
estertores del modernismo y, a la vez, un punto de partida relativamente común
para inscribir a Buenos Aires en el mapa poético de la modernidad. Hubo un único
obstáculo: Borges cambió de opinión, dejando mal parados a sus exégetas y
ganándose la inquina de varios de sus colegas. Por ejemplo, en lo que respecta a
sus contemporáneos, en mayo de 1923, respondiendo a unas preguntas de la revista
Nosotros, mencionó que le interesaban las obras de Norah Lange, Francisco Piñero,
González Lanuza y Roberto A. Ortelli. No obstante, en 1927, en "Página sobre la
lírica de hoy", confesó arrepentirse "de las ya excesivas zonceras que sobre nuestra
sensibilidad he debido leer y pensar y hasta en equivocada hora escribir". Para
entonces, algunos gustos mudaron, mientras otros se mantuvieron. "No creo en la
general de poesía de hoy —dice en el mismo artículo—, creo sí en las realidades
poéticas que están en libros o en páginas o en renglones de Paco Luis Bernárdez,
de Ricardo E. Molinari, de Norah Lange, de Panchito López Merino, de Olivari otra
vez". Dos años más tarde, en 1929, la lista, aunque levemente, volvió a
modificarse: "Y de los muchachos leo a los poetas Nicolás Olivari, Carlos
Mastronardi, Francisco Luis Bernárdez, Norah Lange y Leopoldo Marechal. Y de
prosa es notable Roberto Arlt. También Eduardo Mallea. No veo otros".
Más importante todavía, en su manifiesto "Ultraísmo" (1921), luego de atacar al
sencillismo, diciendo que desplazar la literatura al lenguaje cotidiano es un error
porque "ni la escritura apresurada y jadeante de algunas percepciones ni los
gironcillos autobiográficos arrancados a la totalidad de los estados de conciencia y
malamente copiados, merecen ser poesía", postuló en cambio la reducción de la
lírica a su elemento primordial (la metáfora), la tachadura de los nexos y adjetivos
inútiles, la abolición de lo ornamental y lo confesional, la síntesis de dos o más
imágenes en una, "que ensancha de ese modo su facultad de sugerencia". El blanco,
por supuesto, era Lugones. Lo reafirman todavía los comentarios de 1927: "El verso
libre me parece menos extravagante, menos inexplicable, más virtualmente clásico
que los estrafalarios rigores numéricos del soneto". Pero con relación al sencillismo
hay un cambio porque en El idioma de los argentinos empieza a reivindicar para la
lírica el lenguaje cotidiano. Diez años después, según César Fernández Moreno,
"Borges define el ultraísmo reduciéndolo a mero eco de Lunario sentimental: ''La
obra de los poetas de Martín Fierro y Proa está prefigurada absolutamente en
algunas páginas de Lunario... Fuimos los herederos tardíos de un solo perfil de
Lugones''. Asevera, en suma que Lugones predicó la rima y la metáfora; el ultraísmo
abominó de la primera y entronizó la segunda, con lo que este movimiento
quedaría reducido a un juego de afirmaciones y negaciones técnicas".
Desde 1921 a 1930, las relaciones de Borges con otros poetas de su misma edad
habían sido las normales, si es que así puede calificarse a los vínculos que los
poetas tejen entre sí. Raúl González Tuñón lo recuerda como un gran caminador de
los barrios porteños y como un amante del tango que, desdeñando los dogmas de
Lugones, enseñó muchas cosas a los hombres de su propia generación. Para otros,
en cambio, Borges era un tilingo que fingía ser criollo. Poco después algo pasó y sus
cambios de punto de vista —generalmente registrados por escrito— lo llevaron a
alejarse aún más de muchos de sus contemporáneos. Enrique Zuleta Alvarez,
examinando las relaciones de Borges con el nacionalismo, recoge una anotación del
Diario 1911-1930 de Alfonso Reyes, fundador por ese entonces de la revista Libra,
dirigida por Leopoldo Marechal y Francisco Luis Bernárdez, donde Borges —pese a
haber sido invitado— se niega a firmar. En la anotación del 27 de mayo de 1929 se
lee: "Borges se retira de Libra (de la redacción nominal), aunque seguirá
colaborando, por ciertos leves choques con Leopoldo Marechal, pero, a la vez,
porque tiene compromisos amistosos con muchos literatos ''impuros'' que Bernárdez
no quiere aceptar". En una explicación posterior, Borges dijo: "En esa revista
colaboraban muchos nacionalistas y yo sé que a la gente le gusta simplificar (...).
Posiblemente obré mal, pero como en aquel momento yo era bastante menos
conocido que ahora, yo sabía que si veían mi nombre junto al nombre de Marechal
o al nombre de Bernárdez —que también era nacionalista en aquel momento— la
gente iba a meterme en le m¬me panier, como dicen los franceses".
La década del treinta encuentra a Borges abocado al ensayo y a la narrativa y sólo
publica unos pocos versos en diarios y revistas. Para entonces, una nueva
promoción de poetas irrumpe en el panorama local, ahora dominado por la crisis
económica y por la política de la dictadura. Así, se comienza a juzgar a Borges con
otros ojos. Por ejemplo, los de Arturo Cambours Ocampo, quien ya en 1931 había
calificado las obras de Marechal de "incomprensibles veleidades literarias" y a las
de Nicolás Olivari de "pornogramas": "No es, precisamente, a nuestra generación a
la que se le debe imputar adulonería borgiana. Sostuvimos y sostenemos que lo
único valedero de Borges, está en su obra hasta 1930; de allí en adelante, su
nombre podrá incorporarse a cualquier literatura extranjera, como un escritor de
segunda línea. El tiempo nos dará la razón".
Mientras tienen lugar estas imputaciones —a las que habría que sumar las de los
recientemente decepcionados compañeros de ruta— Borges ya está en otro lado. En
1941, junto con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, recopila y publica una
Antología poética argentina que, comenzando cronológicamente con Almafuerte
(1854-1917) y concluyendo con J. R. Wilcock (por ese entonces de veintidós años),
reúne a 70 poetas; vale decir, a los más destacados miembros del modernismo, a
los vanguardistas de la década de 1920, a algunos pocos poetas de los años treinta
y a los incipientes miembros de la llamada "generación del cuarenta". En el prólogo
a su cargo se lee: "Es muy sabido que los literatos veneran lo popular: siempre que
les permita un glosario y alguna pompa crítica, siempre que la indiferencia y los
años lo hayan enriquecido de oscuridades o, a lo menos, de incertidumbre. Ahora
celebran y comentan y a veces leen las payadas de los ''gauchescos''; en un porvenir
quizá no lejano deplorarán que las antologías argentinas de 1942 no incluyan el
menor fragmento de la vasta epopeya colectiva que suman las letras de tango y
que los discos de fonógrafo perpetúan. ¡Ahí está lo argentino —exclamarán—
desdeñado por los fríos intelectuales! A esta futura reprensión es lícito oponer dos
respuestas. Una: La categoría geográfico-sentimental argentina nada tiene que ver
con lo estético. Otra: Ciertos poemas que deliberadamente rehúyen el color
temporal y el color local —verbigracia, los lúcidos sonetos de Enrique Banchs— son,
sin habérselo propuesto, muy argentinos. La poesía española de estas décadas es
interjectiva, ocular; la de los argentinos es más explícita y no por eso menos
íntima. El lector juzgará". Borges se omite voluntariamente de ese libro. El crítico
uruguayo Emir Rodríguez Monegal hace notar que en las reseñas de El Hogar había
criticado duramente a William Butler Yeats por incluir 14 poemas propios en The
Oxford Book of Modern Verse, que el poeta irlandés había compilado. Sin
embargo, Rodríguez Monegal aventura: "Quizá la decisión de Borges de omitir sus
propios poemas no se debió a modestia sino a la convicción de no ser ya un poeta.
En ese momento estaba atravesando una crisis. Había llegado a creer que no
llegaría a ser un poeta válido y prácticamente había cesado de escribir versos.
Quizá creyó, entonces, que su poesía carecía de importancia". Dado que nadie
publica sus poemas si no encuentra en ellos algún valor, contra los argumentos de
Rodríguez Monegal, dos años más tarde se produce la edición de un nuevo libro que
reúne algunos de los textos de los libros iniciales —generalmente modificados— más
otros seis nuevos. A propósito de las modificaciones, resulta pertinente recordar lo
que Borges dijo al respecto en una charla sobre su poesía, en 1973: "Recuerdo que
cuando estuve a punto de publicar mi primer libro (...) quise mostrárselo a mi
padre, que era un fino poeta, y me dijo: ''No, tienes que cometer tus
equivocaciones y descubrirlas''. Luego yo le di un ejemplar, Nunca me dio su
opinión sobre él, pero después de su muerte encontramos este primer ejemplar de
aquella primera edición de 300 ejemplares. Lo encontramos casi oculto bajo una
maraña de correcciones y de enmiendas que yo adopté para la segunda edición,
que se hizo tantos años después de su muerte. Mi padre nunca me dijo una palabra
sobre el libro. Pero comprendí que todas sus correcciones eran justas". Si bien es
posible creer en esa prueba de amor filial, la misma no explica las muchas
correcciones de los libros posteriores. La costumbre, inaugurada entonces, se
repetiría en sucesivas ediciones con los poemas que fuera publicando para luego
incorporarlos a ese único volumen de versos.
Ahora, para muchos de sus tempranos admiradores, Borges era un traidor. Algunos
le criticaban las correcciones y las supresiones. Otros comenzaron a considerarlo
excesivamente retórico y lo tildaron de neoclásico, imputándole, en virtud de la
progresiva recuperación de las formas fijas, un tono hispanizante al que se
contrastaron y opusieron sus primeros versos. La explicación más frecuente de
Borges se refiere a su pérdida de la vista. No obstante el argumento, las razones
pueden haber sido otras. El mismo Borges, en una charla madrileña de 1973,
explica: "Pues bien, yo publiqué mi primer libro en verso libre y cometí un error.
Yo creo, como creen todos o como todos suelen creer, que el verso libre es más
fácil, y realmente es más difícil, y aquí tendré que entrar en una discusión de tipo
técnico. Dijo Stevenson (...) que ''en la poesía cada verso es una unidad, una
unidad métrica''. Esa unidad puede ser por cantidades silábicas, el hexámetro
clásico; puede ser por el número de las sílabas, el endecasílabo, el alejandrino, el
octosílabo, los romances; puede ser por la rima o la aliteración o reiteración, es
decir, empezar dos o tres palabras con la misma letra. (...) Una vez dada tal
unidad métrica, el poeta no tiene más que repetirla con ligeras variantes, desde
luego. (...) En verso hay, que escribir una línea y luego escribir otra que no
satisfaga, pero que sea grata también, es decir, se exige una continua dimensión
métrica. (...) El hecho es que yo intenté, en mis primeros versos, ser muchas cosas,
ser demasiadas cosas. (...) El hecho es que fracasé (...), pero la gente sintió la
ambición de mi fracaso y pensó que detrás de una persona que fracasa de tan
diversos modos, en tan diversos propósitos, podía haber algo. (...) Yo tuve que
releer los versos para enmendarlos, para adecentarlos un poco. (...) Descubrí que
el verso clásico es más fácil, porque si escribimos un verso que termina con la
palabra ''turbio'', si nos resignamos a ese verso, si nos comprometemos a ese verso,
entonces tendremos que buscar una rima y esa rima puede ser disturbio, suburbio u
otras, es decir, estamos limitando las posibilidades, estamos facilitando las cosas".
Con la citada confesión, Borges dejó entonces en claro que el argumento de la
ceguera era apenas uno de los motivos para volver a las formas fijas, pero acaso el
problema era otro.
Es interesante leer cómo los viejos admiradores de Borges se convirtieron en sus
nuevos detractores. González Tuñón le reprochó las correcciones. Juan L. Ortiz —a
quien Borges incluyó en su antología argentina, pero a quien luego dijo desconocer,
atribuyendo su "invención" a Mastronardi— le señaló en una entrevista a Juana
Biognozzique lo que a él le gustaba de Borges eran algunos de los primeros poemas
que, sospechaba, habían salido a pesar de Borges mismo. Leopoldo Marechal —
abierto enemigo por mucho más que la mera política—, en pleno apogeo del
peronismo, elogia al Borges joven, para atacarlo con la mayor dureza dos décadas
más tarde.
En la década del cuarenta, Borges escribe y publica algunos de sus mejores
cuentos. Da a conocer muy pocos poemas propios, pero traduce mucho. Para los
jóvenes, Borges ya era un maestro. Sus razones eran diferentes y, hasta el
momento, no han sido convenientemente estudiadas. No obstante, así lo
testimonian —cada cual a su manera— César Fernández Moreno, Alberto Girri, Olga
Orozco y Horacio Armani. Roberto Juarroz, en cambio, algunos años después le dijo
a Guillermo Boido: "La obra poética de Borges no me interesa mayormente, creo
que lo mejor de él no está allí".
Para los años cincuenta, Borges empezaba a ser una figura popular que, de a poco,
trascendía el mero ámbito de la literatura. Sin embargo, para la mayoría de los
jóvenes poetas, fue una figura un poco ajena. No había lugar para él y para sus
versos "clásicos" entre los que buscaban con fervor "el ser nacional", ni entre los
representantes de la segunda vanguardia poética argentina. En cuanto a los
primeros, baste el punto de vista de Héctor A. Murena, según recoge y cita María
Teresa Gramuglio: "En El pecado original de América (1954), Murena reflexiona
sobre las limitaciones del nacionalismo de los martinfierristas, cuyo representante
más acabado es, a su juicio, Borges. En sus libros de poesía se percibe ''la
insistencia casi ininterrumpida en temas nacionales y la descripción del sentimiento
que se considera nacional, pero falta de participación en éste.'' Sus poemas evocan
personajes históricos que exhiben la audacia y el desdén por la muerte típicamente
sudamericanos (Isidoro Suárez, Isidoro Acevedo, Facundo Quiroga), pero el
sentimiento poético es ajeno a ellos. Borges, concluye Murena, describe en esos
poemas los símbolos del sentimiento nacional pero no lo experimenta. Es en
cambio verdaderamente argentino en aquellos poemas como ''Insomnio'' que omiten
el nacionalismo deliberado y traducen la sensación de soledad y dura vigilia que es
propia de lo auténticamente nacional o sudamericano". Por el lado de los nuevos
vanguardistas, las principales revistas del período ignoraron a Borges, prestándole
en cambio atención a Oliverio Girondo, figura que Borges detestaba y alrededor de
la cual se nuclearon los nuevos poetas. Sólo muchos años después algunos de los
protagonistas de esa época se refirieron a Borges. Hugo Gola, por ejemplo, señaló
que "La tradición necesita tiempo, se va configurando muy lentamente y es algo
que queda como un residuo activo. Borges dice que todo lo que hagamos bien los
argentinos pertenecerá a nuestra tradición, y quizás tenga razón. Los modelos que
muchos prescriben no sirven para fortalecer una tradición. Cuando Macedonio
Fernández o Juan L. Ortiz escribieron sus libros no estaban atendiendo a ninguna
exigencia de la tradición. No había antecedentes nacionales para sus obras. Hoy
estas obras son inseparables de la literatura argentina. Fundaron una tradición".
Más enfático —acaso por haber escrito lo que sigue al día siguiente de la muerte de
Borges—, Héctor Yanover declaró: "Si se instaurara el culto a Borges, yo sería uno
de sus monjes heráldicos. Es que ésa sería la única forma de serle fiel. Me
encantaría que se lo deificara. Ahí, en ese altar, yo podría sentarme y leer. Esa
sería la forma de creer. De hecho lo estoy haciendo desde hace muchos años".
En la década siguiente, sin embargo, coincidentemente con su consagración
mundial —que tuvo lugar cuando compartió con Samuel Beckett un importante
premio otorgado por los editores—, Borges alcanza una cierta prédica entre los
jóvenes, pero nuevamente por sus primeros libros. "Su sombra —escribe Horacio
Salas— se puede encontrar entre los narradores, pero sólo en medida mucho menor
en los poetas". Para Andrés Avellaneda, en cambio, "la tarea de una generación,
entre otras, es establecer una lectura, dejar una manera de leer que se privilegia,
se quiere. Otro tanto hizo la generación del sesenta con Jorge Luis Borges, quien
accedió, a través de ella, a ser leído desde una lectura propiamente borgeana de
Borges más allá de los desacuerdos ideológicos y literarios (...). No deja de ser un
mérito mayúsculo esta manera de abrirle las puertas a Borges, al Borges que,
insisto, hubiera sido leído de cualquier modo. Pero no del modo como estos poetas
sesentistas propusieron en fecha temprana". Por su parte, Eduardo Romano
sostiene que "hay un Borges que es un poeta ultraísta en el mismo sentido en que
podría serlo cualquier poeta español. Si la actividad literaria de Borges se hubiera
detenido ahí, nadie se acordaría de él. Pero cuando Borges vuelve a Argentina,
luego de su educación europea, realiza un cruce muy interesante entre el
vanguardismo, encarnado en su caso por el ultraísmo, y cierto ideal de poesía
nacional. Borges, entonces, recupera la vanguardia en función de las necesidades
concretas de un determinado sector social que, en ese momento, requiere una
respuesta a su interrogante sobre lo que es poesía nacional". Más escéptico, Juan
Gelman acota: "Creo que hay dos Borges, y que el Borges más auténtico es el
menos argentino. Es decir, toda su poesía con intención ciudadana, todos sus
cuentos sobre el guapo, y demás, son la gran macana, lo falso en Borges. Es un
tema muy complejo, porque son manifestaciones de deseos de Borges, de deseos
vitales, pero que él resuelve literariamente. Lo que pasa es que como tiene mucho
oficio, y realmente creo que es un gran escritor, incluso a veces las resuelve bien.
Pero todo eso es lo artificial en él. Y el otro Borges, el Borges auténtico, es
efectivamente el Borges inglés, el Borges europeo, pero que no tiene nada que ver
con sus abuelos que pelearon en la batalla de Junín o donde mierda hayan
peleado".
Entre 1960, año de la publicación de El Hacedor —que contiene algunos de sus más
importantes textos— y 1986 —año de su muerte— Borges publicó nueve libros de
poesía, además de las diversas versiones de su obra poética. Y si bien los artículos
sobre distintos aspectos de esta última y las reseñas sobre sus libros siguieron
sumándose a su ya por entonces abrumadora bibliografía, poco se puede agregar
sobre la percepción que de Borges tuvieron los poetas de las generaciones
posteriores. Para sintetizar, con sus curiosas, divertidas y a veces sabias
observaciones, era un personaje absolutamente familiar que, de tanto en tanto
publicaba algún poema inmediatamente comentado por casi todo el mundo. No
tanto por su forma —el consabido soneto dominical, la curiosidad del haikú o la
tanka, el aforismo a veces, incluso el verso libre hacia el final—, como por las ideas
que allí se presentaban con peso indudablemente propio y sesgo generalmente
narrativo.
Para los poetas que empezaron a formarse en los años setenta, Borges no contaba
en la misma medida que otros poetas de su misma generación y de generaciones
posteriores. Los nombres eran, aproximadamente, los de Raúl González Tuñón,
Ricardo Molinari, Oliverio Girondo, Jacobo Fijman, Juan L. Ortiz, Olga Orozco,
Enrique Molina, Alberto Girri, César Fernánez Moreno, Francisco Madariaga,
Francisco Urondo, Alejandra Pizarnik, Juan Gelmany los de algunos pocos más. De
todos ellos, aparentemente, se podía aprender. De Borges, no.
"La mayor parte de los poemas de Borges —señaló C. E. Feiling en 1990— están
ecritos en endecasílabos rimados; algunos pocos celebran hechos históricos o
literarios desde una perspectiva arbitrariamente personal, otros despliegan las
obsesiones y miserias de una conciencia que se presenta, según el caso, como
estoica, escéptica o pesimista. Nada más. Ninguna otra variante. Los problemas de
recepción de una poesía de este tipo son —ahora, por desgracia— múltiples.
Durante las últimas tres décadas, la literatura en lengua española ha producido
mucho de bueno, pero a costa de relegar la poesía a autores de segunda. (...)
Quien desea convertirse en escritor debe cultivar la novela, mirar hacia otro lado
cuando los escribas pergeñan poema tras poema —el inexistente arquetipo o
estadístico promedio de un poema actual evita la puntuación, la medida, la rima y
el sentido. Si uno creyera en el psicoanálisis, diría que la vanguardia retorna,
reprimida. Si uno cree que el arte es una actividad intencional, encuentra que
abundan el facilismo, las escasas lecturas, el tedio. Borges comprendió
tempranamente, debido a su obsesión por Lugones, que la única vanguardia en
lengua española (el modernismo) ya había pasado cuando aparecieron los escritores
de vanguardia. Y dedicó luego su vida a construir un modernismo sin cisnes ni
ripios, para el cual el modelo fue la literatura inglesa, no las traducciones del
francés. Hoy sus poemas son mal leídos, por gente que es anacrónica de puro temor
al anacronismo".
Tal fue el destino de uno de los pocos poetas argentinos con profundidad propia y
peso metafísico. Tal es hasta ahora la historia de su recepción entre la mayoría de
sus pares, aunque existen algunos signos promisorios que permiten suponer que, al
cabo de tanta vanguardia, hay razones para creer que la poesía de Borges pronto
ocupará un lugar más destacado en el complejo universo de la poesía argentina.
Borges, a los 44 años, reescribió los poemas de sus tres primeros libros, costumbre
que seguiría en el futuro y que le sería criticada.
DEBATE
Disparates de la guerra y de la diplomacia
La aventura "criminal" en Malvinas y su final "desastroso" dejaron instalado un lugar
común: si la Argentina no hubiese ido a la guerra, las islas ya se habrían recuperado.
A 24 años de la capitulación, el autor de esta nota analiza la "amorosa obsesión" por
Malvinas y los desaciertos diplomáticos que vuelven inverosímil esa extendida
opinión.
VICENTE PALERMO.
Se cumple en junio otro aniversario del fin de la guerra de Malvinas. Actualmente
gana terreno a pasos agigantados una interpretación sobre las consecuencias de
esta guerra que sostiene que si los militares no hubiesen ocupado las islas,
entonces éstas ya habrían sido recuperadas. Es la opinión del embajador Carlos
Ortiz de Rosas: "Sin guerra, ya serían nuestras las Malvinas" (La Nación, 01-04-06).
En verdad los propios ingleses abrieron este camino; el periodista Simon Jenkins
afirmó, en el mismo diario: "la guerra más que un paso atrás fue un verdadero
desastre. Si la invasión no se hubiera producido, hoy seguramente la Argentina
tendría, por lo menos, la soberanía compartida de las islas".
Aunque considero la guerra de Malvinas no sólo un desastre sino un crimen, no
comparto este punto de vista, porque inspira conclusiones erradas sobre el período
político-diplomático de la disputa por las islas entre 1965 (declaración 2065 de la
ONU) y 1982. Esta nueva visión de la guerra choca frontalmente contra lugares
comunes establecidos sobre el período previo, que habían permanecido incólumes
hasta ahora. Destaco tres de ellos. El primero sostiene que durante esos años la
Argentina desenvolvió un esfuerzo impecablemente pacífico, una política "basada
en la buena fe y en el acatamiento de los principios de la Carta y de las
resoluciones de las Naciones Unidas". El segundo confirma críticamente al primero:
aquella política fue estéril, y estábamos cada vez más lejos del objetivo de
recuperar el archipiélago. El tercer lugar común se refiere a los supuestos motivos
ingleses para retener las islas. Sostiene que las señales nítidas que dieron los
británicos entre 1965 y 1968 de su disposición a transferirlas, eran engañosas, y
que las islas fueron retenidas por intereses neocoloniales e imperialistas.
Es patente el choque entre estos lugares comunes y la interpretación de que si no
ocupábamos las islas éstas caían como una fruta madura. Si se cree en este
contrafáctico, no puede sostenerse al mismo tiempo que el esfuerzo diplomático
de guante blanco entre 1965 y 1982 era inconducente, que nada se había
avanzado, y que los ingleses tenían poderosos intereses materiales y estratégicos
para negarse a transferir la soberanía.
Para resolver el intríngulis es indispensable que cuestionemos todo. No es cierto
que si la dictadura militar no hubiese dado el paso en falso de 1982 la política
seguida hasta ese entonces habría llevado a la recuperación de las islas. No es
cierto que esa política entre 1965 y 1982 haya sido puramente de buena fe y
paciencia diplomática. No es cierto tampoco que hasta 1982 no se habían
producido algunos avances significativos en la resolución de la "disputa de fondo"
(la soberanía). Y no es cierto que los motivos británicos para resistirse a la
transferencia hayan sido de orden neocolonial o imperialista.
El curso político-diplomático dominante hasta 1982 puede calificarse de política de
amenaza verosímil. Amenaza: "Si la actitud negativa del Reino Unido conduce a un
callejón sin salida, el gobierno argentino se verá obligado a revisar en profundidad
la política seguida hasta el presente..." (es un ejemplo entre miles, una
declaración real, con antecedentes muy remotos). La noción de que la Argentina
aguanta las injusticias con abnegación por su incuestionable compromiso con el
derecho pero que, ante la indiferencia de los injustos y egoístas, puede verse
"obligada" a decir basta y hacer justicia por mano propia es un pilar básico de la
causa Malvinas cuya configuración se remonta a los tiempos de Alfredo Palacios y el
canciller Saavedra Lamas, en la década del 30. Y verosímil: existe ya muchísima
evidencia acerca de que tanto británicos como malvinenses estaban efectivamente
preocupados por la hipótesis, a la que asignaban posibilidades de concreción, de
que los argentinos finalmente nos resolviéramos por una acción militar. Nunca
jamás, salvo hasta dos o tres días antes de la ocupación en abril del 82, creyó el
gobierno inglés en la inminencia de una ocupación de las islas. Pero sí en que
finalmente, y tras un período de gradual incremento de la tensión política y
diplomática, una decisión de ocupar pudiera ser tomada. Otro ejemplo, entre
miles: cuando lord Chalfont, enviado por el Foreign Office, visita Buenos Aires en
1968, informa a su canciller, según cita Lawrence Freedman: "A menos que la
soberanía sea seriamente negociada y transferida en el largo plazo, es probable
que terminemos en un conflicto armado con la Argentina". El siguiente ayuda a
entender en parte la actitud inglesa: "En julio de 1977, David Owen presentó un
informe a la Comisión de Defensa, donde argumentaba que era necesario realizar
negociaciones serias y de fondo ya que las islas eran militarmente indefendibles
salvo que se hiciera una enorme e inaceptable inversión de recursos corrientes"
(Informe Franks, 1983). Cínicamente, podríamos decir que esta preocupación fue
un acicate para que laboristas, conservadores y liberales británicos imaginaran
soluciones "de fondo". Sólo que este curso de acción de amenaza verosímil, por útil
que pareciera en el corto plazo (para los obsesionados con la causa Malvinas), era
autodestructivo en el mediano plazo. Llevaba a un callejón sin salida.
La amenaza no se limitaba a declaraciones. Se extendía a la labor incesante de
intelectuales públicos. Desde La Opinión, Mariano Grondona decía, en 1975, que
"las perspectivas petrolíferas son, en manos inglesas, una nueva arma de presión...
Nos obligan a contraatacar con presiones propias... La vía diplomática
''tercermundista'' no puede dar más de lo que dio... Queda la fuerza. Queda la
continuación de la política por otros medios... ¿Está dispuesta Argentina a usarla?
¿Está dispuesta al menos a esgrimirla como un factor de presión?". Y sí, la Argentina
estuvo muy dispuesta; la opinión pública activa cocinó y recocinó estos
componentes de la causa Malvinas en calderos de derecha o izquierda,
nacionalistas o liberales, democráticos o autoritarios.
La pauta de amenaza verosímil que gobernó la política y la diplomacia en la
disputa durante esos lustros estuvo provista de otros elementos. Algunas medidas
de acción directa, entre las que se destacan la Operación Cóndor de 1966, y la
ocupación, en 1977, de una isla del grupo Thule del Sur. Y la tesitura recurrente de
querer forzar la mano en las negociaciones y a través de la integración entre las
islas y el continente (con medidas inteligentes en sí mismas y llevadas a cabo por
personal que actuaba con buena fe). Un ejemplo de la tesitura de forzar la mano
en las negociaciones lo proporciona —según escribió en La Nación, Ortiz de Rosas—
Perón: "en junio de 1974, la embajada británica propuso un condominio en las
islas. La propuesta era extraordinaria... Perón, inteligentísimo, le dio instrucciones
a su canciller: ''esto hay que aceptarlo de inmediato. Una vez que pongamos pie en
las Malvinas no nos saca nadie y poco después vamos a tener la soberanía plena''".
El irrefrenable impulso a forzar la mano mediante la integración lo ilustran los
militares; en las conversaciones de abril de 1980, las propuestas británicas en
materia de desarrollo económico fueron aceptadas, pero anteponiendo el
reconocimiento de soberanía como conditio sine qua non.
Esta política conducía a un callejón sin salida. Aquí importan los motivos ingleses
para retener las islas. Las Malvinas habían perdido ya todo valor estratégico y los
ingleses aunaban constantemente cualquier perspectiva de desarrollo económico
del área a un juego de suma positiva con los argentinos. No veían posibilidad
alguna de aprovechamiento económico mientras se mantuvieran el conflicto y la
incertidumbre. A partir del impacto del fracaso en Suez (1956), Gran Bretaña
asumía haber perdido irremisiblemente su estatuto de Great Power pero se
esforzaba por retener, como señala Peter Mangold, "tanto su auto-respeto como un
buen desempeño en lo que se refiere a su reputación internacional". Aplicado esto
al conflicto Malvinas, los ingleses no podían dejar de lado toda consideración por la
voluntad de los isleños y entregarlos a las turbulencias de la política argentina.
Con todo, no es correcta la creencia de que no haya habido avances a lo largo de
aquel período. Porque los ingleses, a pesar de su determinación de respetar a los
malvinenses, hicieron muchísimo por darle forma a sus
deseos y preferencias, a través de un juego múltiple en el que cuentan las
iniciativas de negociación propuestas a los argentinos (condominio, integración
física con postergación de la solución de la disputa territorial, inserción del
conflicto en un amplio programa de cooperación científica y económica en toda la
región austral, retroarrendamiento), y la persuasión así como la presión sobre los
propios isleños (soltando poquísimo dinero, advirtiéndoles que reducirían el gasto
en defensa, ejerciendo presión moral y explicándoles que debían entenderse con la
Argentina para tener un futuro).
Pero la política argentina de amenaza verosímil conducía a un callejón sin salida
porque, potenciada en sus efectos por el torvo perfil de nuestra política doméstica
(Onganía, Isabel, Videla...), generaba más y más desconfianza y rechazo no sólo
entre los isleños, sino también entre sectores de la opinión pública británica que
importan: los Comunes, la prensa. Así, el trabajo de apriete hecho sobre los isleños
había creado, hacia 1982, una profunda brecha entre la diplomacia británica y los
malvineses.
Un representante isleño, Adrian Monk, explicó a un diplomático argentino que los
isleños "apreciaban todo lo que los argentinos habían hecho en comunicaciones,
energía y salud, pero mantenían sus preocupaciones sobre sus propósitos... había
oportunidades de cooperación, siempre y cuando no hubiera segundas intenciones".
Es el equivalente perfecto a te quiero pero como amigo. En 1980 habían triunfado
los sectores más reticentes en las elecciones de los consejos isleños. Pero es algo
muy deplorable la amorosa obsesión argentina: a la tierra, no a sus habitantes; de
estos se esperaba que fueran ellos quienes nos amaran. La causa Malvinas
campeaba por sus fueros; si los isleños no eran más que unos intrusos, ¿porqué iba
a hacerse un esfuerzo para ganar su confianza y conseguir un cambio genuino en la
percepción de sus intereses? Paradójicamente, los ingleses, que habían establecido
en 1965 que no iban a transferir la soberanía a menos que la cuestión de los
habitantes de las islas quedara resuelta, fueron quienes mayores esfuerzos hicieron
por darle forma a las preferencias de los malvinenses. El impacto del
comportamiento argentino en los isleños es clarísimo. Cuando los diplomáticos
británicos renovaron sus sugestiones para que mantuvieran con los argentinos
conversaciones directas sobre cooperación la respuesta de los isleños fue, dice
Freedman, que "temían estar siendo arrastrados hacia lo que consideraban una
trampa para enredarlos en vínculos aún más estrechos con Argentina". Cuando
Nicholas Ridley llevó, tras un arduo trabajo de preparación en Buenos Aires y en las
islas (donde fue recibido con frialdad), a los Comunes la propuesta de
retroarrendamiento, laboristas y conservadores lo chiflaron. "No existe ningún
apoyo, ni en las islas ni en esta cámara, para los vergonzosos esquemas para
sacarnos de encima a estas islas, que han estado pululando por años en el Foreign
Office", interpela sin piedad el diputado Russell Johnston. El editorial del Times
(28-11-1980) expresó: "Ni siquiera puede pensarse en la posibilidad de entregar a
los isleños en contra de su voluntad. Esto es así no importa la clase de gobierno que
tenga la Argentina, y es particularmente cierto en vista del sangriento historial del
presente régimen militar". Y no se trataba sólo del principio de autodeterminación;
además, "los Comunes sentían simpatía por un pequeño pueblo amenazado por un
vecino más grande, sobre todo si la forma de gobierno de la Argentina y su
sociedad no sólo no estaban libres de críticas, sino que también —afirma Peter
Beck— amenazaban la forma de vida británica que se disfrutaba en las Falkland".
La política de amenaza verosímil era un tiro en el propio pie. Esto se ve en 1981,
con Viola en la presidencia y el hábil Oscar Camilión en la Cancillería. Seis meses
antes de la invasión, los diplomáticos británicos, impulsados por un Camilión
alarmado por el rumor de sables, presionaron para que el canciller Carrington
consiguiera que el tema Malvinas fuese prioridad en el gabinete y una firme
decisión a favor del leaseback. Carrington prefería esta opción, pero lamentó que
fuera imposible, y el Foreign Office continuó "haciendo tiempo".
¿Por qué, entonces, la Argentina sostuvo infatigablemente la política de amenaza
verosímil? Porque era la única compatible, no con una solución de un simple
conflicto territorial o con nuestro mejor interés de inserción en el mundo, sino con
la causa Malvinas como configuración político cultural. A partir de 1965, los
sucesivos gobiernos creen que las islas están a la mano, y depositan grandes
esperanzas de resolver sus problemas de legitimación política en su recuperación.
Proceden, desde Onganía en adelante, al revés de lo que se precisaba: presionan,
procuran forzar la mano, buscan apurar plazos, amenazan.
La política y la diplomacia sintonizaron así con la causa: habíamos sido despojados,
la Argentina estaba incompleta si no recuperaba esa sagrada tierra, los isleños eran
unos intrusos y los ingleses unos piratas, la razón estaba de nuestro lado y la
paciencia tenía un límite. Escapar del callejón sin salida de esta política exigía una
reformulación que ningún gobierno podía encarar —por resultarle odiosa o por
carecer de capital político para ello. Cuando se llegó al fondo del callejón, Galtieri
y Anaya (porque el tiempo del Proceso se agotaba y porque llevaban la causa
Malvinas en el corazón) no persistieron en él, sino que escaparon hacia una política
todavía peor.
Es inevitable que tras una guerra proliferen los argumentos contrafácticos. La
memoria y los relatos sobre esta guerra, potenciados por la vigencia de la causa
Malvinas, fabrican unos contrafácticos particularmente tóxicos, como éste al que le
auguro larga vida. Los legados crueles que nos dejó aquel episodio de 1982 hacen
patente la facilidad con que podemos borrar nuestro pasado en vez de asumirlo
como tal y ponernos manos a la obra desde el lugar a donde llegamos, por
incómodo que sea, y no desde el lugar donde nos gustaría estar de no haber
ocurrido las cosas que efectivamente ocurrieron.
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