Cuando casi fuimos un reino

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Cuando casi fuimos un reino
Por Miguel Bravo Tedin
Desde el principio mismo cuando los porteños en 1810 echaron al virrey comenzó para
muchos el intríngulis de saber de cuál sería el régimen político a adoptar. Porque
muchos también consideraron que para nada querían continuar con un Rey en España y
unos cuasi reyes en América. Era difícil encontrar el sistema adecuado. Algunos
creyeron posible que la hermana del Rey de España Carlota Joaquina mujer del Rey de
Portugal corrido por Napoleón de Europa y Rey de Brasil Juan VI quizá unas de las
mujeres más fuleras y feas de la historia de las mujeres feas podía ser la que encabezara
el reino del Río de la Plata. La cosa no anduvo. Algunos pensaban posible hacernos
república entre ellos Gervasio de Artigas que era quizá de los protagonistas de esos
primeros años el que más clara la tenía. Pero no se lograba consenso. Se pensó que
podía ser un primo o pariente cercano a los Borbones sin tarea fija o valga mejor
desocupado, Francisco de Paula que podría llenar esa responsabilidad. Tampoco cuajó.
El primero que propuso al Inca fue Francisco Miranda en torno al cual se gestó en
Europa y en Inglaterra especialmente la gran empresa de emancipación de
Latinoamérica le escribió al primer ministro británico William Pitt una larga carta antes
que lo pusieran preso y lo dejaran podrirse en la cárcel de Cádiz por obra y gracia de su
discípulo Simón Bolívar en la que planteaba estos y similares problemas, escrita en
1812:
“Un grande Estado que tuviera por límite septentrional una línea tirada desde la
desembocadura del Missisipi hasta sus cabeceras y, desde allí, cuarenta grados de
latitud al Océano Pacifico; y por límite meridional el cabo de Hornos. Quedaría
comprendida en este imperio La Habana, llave del Golfo de México y se incluyen las
demás islas, lo mismo que el Brasil y la Guayana. La cámara alta se compondría de
senadores o caciques vitalicios nombrados por el Inca. Para la cámara de los comunes,
los ciudadanos del imperio elegirían diputados cada cinco años. Los altos magistrados
para el poder judicial serían vitalicios y los elegiría el Inca”.
Es decir que mucho antes que la historia sindicara como crear una monarquía Inca en
nuestro territorio fuera idea fundamentalmente de Belgrano y San Martín ya obraba en
la corte inglesa esta propuesta como algo posible tal como lo señala el interesante
documento del prócer Miranda.
El proyecto de San Martín y Belgrano
Vicente Fidel López en su chismosa Historia Argentina cuenta que por entonces ya
declarada nuestra independencia y viviéndose las rivalidades entre el puerto y las
provincias (unitarios y federales):
“El Congreso adoptó la indicación, porque aunque había muchos diputados (la mayor
parte) decididos a seguir las insinuaciones del general Belgrano a favor de la
monarquía incana, se creyó que esa adición no contrariaba el proyecto de erigir como
casa reinante a la familia de los incas, de la que se decía que andaba por el Perú un
indio viejo que era vástago genuino y notorio de Tupac-Amarú, aquel que en 1782
había sido destrozado a cuatro caballos en el Cuzco.
A pesar de todo, nada bastaba para restablecer la quietud y la confianza en Buenos
Aires. A pretexto de que se trataba de humillarlo bajo el dominio de los arribeños, y de
radicar este dominio en una monarquía de indios y de cuicos sentada en el Cuzco, en
Chuquisaca o en la Paz, las fibras de los porteños vibraban hasta reventar. Lo curioso
es que por absurda que hoy nos parezca esa indignación bulliciosa levantada por tan
efímera cuestión, los unos y los otros creían posible que se consolidase con ella un
fuerte gobierno allá en el centro de Alto Perú, afianzado en el apoyo de las razas
conquistadas cuyos antiguos reyes o incas se les prometía rehabilitar. Los unos temían
la ruina, la humillación, la desaparición de Buenos Aires en cuanto se entronizase este
monstruoso sistema; y los otros se lisonjeaban con la perspectiva de que ellos eran los
que desde su cuna natal iban a gobernar esa grande y arqueológica monarquía,
poniendo sus manos al fin sobre los díscolos de las riberas del Plata. Parece fabula,
pero era verdad; y no sólo eran los espíritus vulgares e inconscientes los que lo creían
hacedero, sino personajes de primera línea en el Congreso y en el país. Oigamos a
unos de los más respetables: “Se dice por aquí que el Congreso piensa seriamente en
una monarquía constitucional con la mira de fijar la dinastía en la familia de los incas.
¡Compañero estimadísimo! Si esto es verdad, yo respetaré a cada uno de esos
honorables diputados, como a un Dios de la patria; yo los llamaré salvadores del país,
yo los tendré siempre por autores de nuestra felicidad; y usted sabe mi opinión en este
gran negocio. Muchas veces hablamos con la cordialidad y confianza más ingenua
sobre esto, y concordábamos en que este gobierno seria el único capaz de terminar la
Revolución. Yo no he dejado desde entonces de propagar mi opinión; soy entusiasta por
ella.
Monarquía, compañero; monarquía nuestra, bajo de una Constitución liberal; y
cesarán de un golpe las divergencias de las opiniones, la incertidumbre de nuestra
suerte, y los males de la anarquía. A más de los argumentos que el más vulgar político
deducirá de las circunstancias de nuestra América, de su localidad, de sus intereses, de
sus hábitos, etcétera, a favor de una monarquía temperada, la experiencia nos ha
supeditado el más ineluctable, después de haber probado todas las formas republicanas
infructuosamente.
Todos los patriotas de juicio están decididos por esta opinión. He oído al deán Funes,
al doctor Valle, al provisor, al doctor Chorroarin, al coronel Pinto, a todos nuestros
compañeros: ella es la más conforme al sistema general de Europa, a las ideas del
gabinete de San James que mira hoy como una de las mayores glorias haber
introducido en todas las naciones (a excepción de España) su forma de gobierno: ella
hará tomar a la masa general de los indios el interés que no han tomado hasta aquí por
la revolución.
La opinión de Alberdi
Juan Bautista Alberdi el más brillante pensador argentino del siglo XIX decía que la
Revolución de Mayo se convirtió en la sustitución del monarca español por Buenos
Aires y que las provincias consideraban que la verdadera independencia para ellas fue el
9 de Julio de 1816. Y agregaba en “Grandes y pequeños hombres” una serie de
consideraciones que aclaran muy bien el pensamiento de Belgrano y San Martín al
sostener la posibilidad de poner un descendiente del Inca presidiendo la corona de este
reino posible:
“Buenos Aires ha hecho admitir al fin esa unidad a las provincias, disfrazándola con el
titulo de federación, el cual las hace creer que todas intervienen en el gobierno y goce
del tesoro común: que el gobierno es nacional.
En la realidad, no intervienen ni en lo uno ni en lo otro. Buenos Aires hace todo y goza
de todo.
No son dos partidos, son dos países; no son los unitarios y federales, son Buenos Aires
y las provincias. Es una división de geografía, no de personas; es local, no política.
Con razón cuando se averigua quienes son los unitarios y federales y dónde están,
nadie los encuentra; y convienen todos en que esos partidos no existen hoy; lo que sí
existe a la vista de todos, es Buenos Aires y las provincias, alimentando a Buenos Aires.
¿Cómo dar fin a esas luchas, poniendo de acuerdo los unos con los otros, armonizando
los medios y principios con los fines? Si las masas incultas, de que se forma la mayoría
del pueblo, no saben servirse de la republica representativa federal sino para crear
caudillos, ¿no convendría a los fines civilizados de su instituto aceptar como el único
gobierno, digno de esos fines, el que Belgrano después de cinco años de experimentos
estériles aconsejaba al Congreso constituyente de 1816?
Ese gobierno concilia las formas expeditas y enérgicas de que echan mano abusiva y
autoritariamente los hombres de principios, con las miras de la revolución americana,
en que todos los partidos están de acuerdo. La sanción de ese gobierno haría
innecesarios los golpes de Estado de los hombres de principios y los golpes de pueblo o
revoluciones de los caudillos.
Con ese gobierno existe la libertad en Europa; y cuando no la libertad, la civilización,
el bienestar y la riqueza, que conducen a la libertad, más presto que el desorden y la
miseria.
Tal es la lección política que se desprende de la inacabable historia de las luchas
argentinas entre caudillos y hombres de principios, es decir, entre los argentinos que
representaban a los argentinos de la campaña; entre la democracia semibarbara, pero
democracia, y la democracia civilizada, pero absoluta y arbitraria, es decir,
semibarbara también, en otro sentido. Los dos partidos están fuera de vía.
Esa lección se encierra en el gobierno de que Belgrano fue la personificación más
pura, más generosa y más patriótica, por sus actos y trabajos diplomáticos.
La corona que San Martín quería para el Perú
Pero la idea de una corona posible, ya que no se tomó en serio en las Provincias Unidas
del Río de La Plata si tomó cuerpo en Perú. En su historia sobre la “Vida del General
Juan Gregorio de las Heras” el historiador chileno Sergio Martínez Baeza cuenta la
manifiesta intención de San Martín de colocar en el trono de Perú a un miembro de la
realeza española. Algunas de las situaciones que cuenta, el boato del que se rodeó el
Libertador el uso de símbolos propios de la monarquía y demás, expresan claramente
que las intenciones del mismo no eran simplemente teóricas ni sin sentido. Veamos lo
que cuenta el mencionado historiador:
“La Serna y los jefes realistas estaban persuadidos de que la independencias de las
posesiones de España en América era un hecho inevitable y que ello debía aceptarse
bajo condiciones favorables. Algunas pensaban y así lo propusieron, que debía
instalarse en el Perú una monarquía encabezada por un príncipe de la familia real de
España. El delegado de San Martín, Tomás Guido, pidió autorización para ausentarse
y consultar con él esta sugerencia.
San Martín dio su aprobación a esta idea que quedó con carácter reservado.
La retardada conferencia entre San Martín y el virrey se dio, finalmente, el 2 de junio
en Punchauca. San Martín llegó acompañado del general Las Heras y de los coroneles
Diego Paroissien y Mariano Necochea, el capitán de fragata Juan Spry y el capitán de
caballería Pedro Roulet. La reunión se llevó a cabo en términos de cordialidad y
respeto y se prolongó durante un almuerzo, al término del cual San Martín propuso
que, transitoriamente, mientras se establecía en el Perú una monarquía independiente,
hicieran de regentes tres individuos, uno de los cuales sería el virrey, otro designado
por el mismo y el tercero designado por él (San Martín). Como el virrey tendría el
mando de los ejércitos, no habría entrega de la fortaleza del Callao a los patriotas. La
monarquía peruana seria constitucional, y ella misma se daría sus leyes. El soberano
sería designado por las Cortes de España y se harían gestiones para incorporar a la
nueva monarquía a Chile y a las provincias Unidas del Río de La Plata”.
“El general San Martín, siempre modesto en el vestir y en todos los aspectos de su vida,
quizás aconsejado por sus asesores, adoptó, en su condición de Protector de la
Libertad del Perú, un boato que contrastaba con sus hábitos anteriores. Vestía una
casaca blanca, cubierta de bordados de oro, andaba en un coche tirado por seis
caballos, rodeado de una lujosa escolta y daba en su palacio ostentosos banquetes. Los
cortesanos le rendían homenajes aun mayores que los que se habían rendido en el
pasado a los virreyes y el pueblo lo saludaba en las calles como a un verdadero
monarca. Pero la verdad era que San Martín sólo obedecía a un plan político y sólo
preparaba el camino para la instalación de una monarquía peruana, plan errado e
irrealizable en el que parecían no entrar sus ambiciones personales.
En el ejército, este cambio de hábitos de San Martín producía muy mala impresión. Ya
hemos visto que la falta de decisión del general en jefe para liquidar la guerra en un
momento propicio para sus armas, había disgustado a sus oficiales. Ahora, sus
antiguos y leales compañeros de armas le daban en sus conversaciones privadas el
nombre de “el rey José”. Muchos no estaban de acuerdo con sus medidas
aristocratizantes y otros veían que la guerra no estaba terminada y que se estaba
desperdiciando un tiempo precioso para preparase para el asalto final. En otros
términos, se estaba gestando un desprestigio creciente de San Martín entre sus propios
oficiales, entre los cuales los había de mucho mérito, que habían sido puestos bajo las
ordenes de jefes peruanos sin experiencia, como Torre Tagle y Gamarra”.
“San Martín preparó una lista de veinte individuos que a su juicio eran merecedores
de esa gracia, a los que corresponderían veinticinco mil pesos cuando las propiedades
se vendiesen. Esta formula no satisfizo a algunos, pero a otros lo que realmente los
tenia descontentos no era esta gratificación sino la dirección que San Martín daba a la
campaña y sus tendencia monárquicas. En el numero de estos últimos debió contarse el
general Las Heras, que había manifestado a San Martín, con gran lealtad, lo que
pensaba de la guerra, y al que ahora disgustaba mucho el proyecto monárquico. Se ha
dicho en otra parte que Las Heras tenía profundas convicciones republicanas y
liberales, que le impedían adherir al pensamiento de su amigo San Martín, muy a su
pesar”.
Conclusión republicana
Era muy difícil sobre qué régimen institucional nos convenía no solamente a nosotros
sino a los demás americanos. Como antecedente más notorio tenían aquellos hombres la
república aristocrática y burguesa de los Estados Unidos, con esclavitud y todo, que
para nada andaba mal y que por el contrario año a año por compra, conquista o guerras
se hacía más y más inmensa algo que llevó a cabo durante todo el siglo XIX y la
Republica de Haití un dechado de injusticia y pobreza como lo siguió siendo hasta
nuestros días.
¿Qué sistema institucional podía adaptarse mejor a nuestra realidad?
Alberdi creyó mucho en una monarquía constitucional pensando que en el Brasil, la
cuestión les había funcionado con Juan VI, Pedro I y Pedro II, con la ventaja indudable
de no haber tenido guerra civil que en nuestro país y en el resto de Hispanoamérica ya
comenzaba a esbozarse por los tiempos de la Asamblea de 1816.
Por ello no sonaba algo traído totalmente de los pelos que se instaurara una corona
incaica. Pero el tema era de por sí muy curioso. Pensemos solamente en la sistemática
eliminación genocida de los indígenas, el desprecio que durante toda la colonia y luego
durante las republicas se tuvo hacia los pueblos originarios.
En México hubo un intento parecido con el efímero imperio de Iturbide I y luego allá
por 1865 con Maximiliano de Austria como emperador, imperio que duró no más de
tres años y terminó con el fusilamiento del monarca. Sobre este curioso imperio hay una
serie de estupendas novelas de autores mexicanos.
Entre nosotros la idea del reino no funcionó. Si lo hubiera sido hoy tendríamos títulos
nobiliarios tales como “Conde de Patquia” o “Princesa de la Hediondita” o “Su
excelencia la Baronesa de Chañarmuyo”… ¡Una lástima, verdaderamente una lástima!
Aunque muchos funcionarios, gobernadores y demás se olvidaron que vivimos en una
republica y gobiernan como si en realidad fuéramos un reino absolutista.
Aunque es bueno recordar que en estos 200 años entre nosotros y en Hispanoamérica en
general han abundado y abundan gobiernos autócratas y absolutistas tanto más abusivos
y discrecionales que el de aquel tonto y bruto Borbón que fuera Fernando VII el
Deseado como se le llamó.
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