Pierre Nora profano y sagrado en republica

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PIERRE NORA1
Profano y sagrado en República**
Pierre Nora quiso publicar en Médium la alocución que pronunció el 14 de marzo
del 2005, bajo la Coupole, con ocasión de la conmemoración del centenario de la
ley de 1905, confiada a los cuidados de la Academia de ciencias morales y
Políticas.
Si es cierto que toda memoria ha conservado algo del significado que tenía el
término memoria en la Edad Media, es decir santuario, un lazo muy natural de
circularidad y casi de identidad se establece entonces entre Nación, memoria y
sagrado. En Francia, ese lazo viene a ser reforzado por dos fenómenos históricos.
El primero tiene que ver con la proximidad entre la monarquía y lo religioso,
con la inscripción de la realeza en el orden de lo divino, con la preocupación de la
Corona, mantenida por los historiógrafos y los teólogos, por confirmar su identidad
temporal mediante la sanción de lo intemporal y de lo sobrenatural. Esa
proximidad engendró lo que se podría llamar una sacralidad nacional todavía sin
nación. Ella se concentró en el culto de los santuarios, como Saint-Denis; en el
ritual monárquico (sacro, lecho de justicia, entradas reales); en la afirmación
genealógica (los orígenes troyanos de la realeza); en la imaginería simbólica del
Estado (armas de Francia, medallas, flor de lis); en los objetos simbólicos del
poder (corona, cetro, santa pompa).
El segundo fenómeno, por el contrario, tiene que ver con la radicalidad brutal
de la Revolución francesa. El reemplazo súbito de la soberanía monárquica de
derecho divino por la soberanía nacional y popular, acarreó una rápida
transferencia de sacralidad, de lo monárquico a lo nacional, de lo religioso a lo
político, de lo divino a lo histórico. Esa transferencia promovió en lo sagrado un
dominio que tenía que ver tradicionalmente con lo profano; se tradujo por la
construcción voluntaria y la imposición autoritaria de una memoria. Llamemos a
esa memoria, globalmente, republicana, admitiendo, para decirlo brevemente, que
la república ha sido en Francia la forma y la fórmula del acceso a la democracia. Y
asignémosle dos vertientes: una vertiente revolucionaria, que está directamente
ligada al periodo revolucionario y a su referencia fundadora; una vertiente
nacional, porque la elaboración de esa memoria por la tercera República, su
consagración por la prueba de 1914-1918, definitivamente incorporaron la
identidad nacional para hacer de ella incluso su reservorio esencial y su zócalo.
Sin embargo, ¿en qué consiste exactamente esa “memoria” republicana, tan
diferente de la memoria monárquica? No es inútil, dado el excesivo empleo del
término hoy, circunscribir el dominio y precisar su significación.
Pierre Nora, de la Academia francesa, fundó en 1980, la revista Le Débat, que él dirige desde entonces. Últimos libros
publicados, Michelet, historien de la France, Paris, Gallimard, 1999 [CD audio]; Discours de réception à l’Académie francaise
et réponse de René Rémond, Paris, Gallimard, 2002; “Mémoire et identité juives dans la France contemporaine. Les grandes
déterminantes”, Le Débat, Paris, n° 131, septiembre-octubre, 2004.
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Tomado de: Médium, Transmettre pour innover, n° 4, juillet-août-septembre, 2005, 22-31.
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Esa memoria republicana consistió ante todo, durante el periodo
revolucionario, en una apropiación rápida del tiempo y del espacio. El espacio,
mediante la organización departamental cuyo proyecto inicial, hay que recordarlo,
era puramente geométrico. El tiempo, mediante la instauración del calendario
republicano, empresa inaudita, destinada a “abrir un nuevo libro para la historia”,
según los términos de su principal artesano, Gilbert Romme, “para grabar con un
buril nuevo los anales de la Francia regenerada”. Empresa enteramente de
inspiración sagrada, pero también loca, en lo que pretendía sacralizar y en lo que
quería desarraigar. Las dos reformas participan del mismo espíritu de racionalidad
igualitaria al cual se liga también la reforma de los pesos y medidas. Pero mientras
que la primera fue asimilada muy rápidamente, contribuyendo con las fronteras a
convertir en santuario el espacio político de soberanía, la conciencia colectiva
cristiana se mostró alérgica a la segunda, que suprimía el día del señor y atacaba a
los ministros de la religión.
La memoria republicana, por otra parte, constituyó una verdadera religión
civil y cívica, con liturgia plural, multiforme, ubicuitaria. En los años decisivos de la
afirmación y del arraigamiento de la República declarada, en 1880, como el
régimen definitivo de Francia, esa religión supo dotarse rápidamente de emblemas,
himnos y fiestas, incluso de un templo, tres colores, Marsellesa y 14 de julio,
Panteón consagrado a lo civil con ocasión de los funerales de Victor Hugo; e
invistió muy pronto el paisaje de las ciudades y de los poblados con sus placas,
nombres de calles y monumentos a los muertos. De esta manera, se construyó lo
que hay que llamar con precisión un “espiritual republicano”, ligado a la idea de
una laicidad conquistadora, apta para confirmar su hegemonía mediante la
movilización en torno a sus principios fundadores (libertad, igualdad, unidos por
fraternidad) y para confiarle el culto y el aprendizaje a lo que ha sido su verdadera
Iglesia: la escuela.
La escuela, Iglesia y contra-Iglesia de la República. Ningún otro país ha
comprometido de manera tan fuerte la escuela con sus pasiones y sus misiones.
En una Francia compuesta de pueblos tan diferentes, de familias políticas y
sociales tan variadas y a menudo enemigas, es a la escuela a la que el régimen
republicano le confió el cuidado sagrado de unificarlos; de hacer de ellos, antes de
cualquier pertenencia o filiación, ciudadanos franceses libres e iguales; arrebatar la
juventud a la enseñanza religiosa para hacer de la instrucción (gratuita, obligatoria
y laica) el instrumento de la libertad del pensamiento y de la promoción social.
Ningún otro país inscribió tan profundamente la cuestión escolar en el corazón de
su identidad nacional, ni exaltó hasta tal punto el lazo de la escuela con la
ideología republicana. Para convencerse de ello basta sumergirse, por ejemplo, en
ese monumento de la enseñanza primaria, el Dictionnaire de pédagogie de
Ferdinand Buisson que la Biblioteca Nacional de Francia acaba de poner
juiciosamente en línea.
Esa memoria sagrada de la nación republicana, en muchos de sus aspectos,
se construyó como una alternativa radical a la memoria monárquica y cristiana,
sobre todo cristiana. Nada hay nada de sorprendente en que la nación republicana
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invierta, incorpore y prolongue siempre los rasgos de esa memoria. “Por ella un
francés debe morir”. De Valmy a Verdun, de la “Patria en peligro” a la entrada de
Jean Moulin al Panteón, “con su largo cortejo de sombras desfiguradas”, el
sacrificio supremo se convirtió en el equivalente nacional republicano de “morir por
la fe”.
Lo sagrado era evidente y trivial en tiempos de la monarquía; su sagrado, la
república debía construirlo. Es la historia la que le aportó los materiales para ello.
A diferencia de tantos otros países, es la historia la que, en ese viejo Estadonación, se hizo cargo de la memoria de Francia, porque sólo ella podía dar cuenta
del hecho más significativo de su identidad: su secular y providencial continuidad,
ilustrada por una excepcional continuidad dinástica y apoyada por su continuidad
geográfica y territorial, enchapada imaginariamente, desde el siglo XVI, sobre la
Galia. Ahora bien, esa continuidad había sido rota de forma brutal por la
Revolución. Se imponía entonces de ahí en adelante dilucidar ese acontecimiento
mayor, a la vez destructor y fundador, y darle precisamente su pleno sentido en la
continuidad de Francia. Tarea inmensa, hercúlea. Suponía reconstituir el pasado de
la antigua Francia e interpretarlo en el esquema dinámico del advenimiento de la
nación. Lo que hicieron los historiadores liberales y románticos de la Restauración
y de la monarquía de Julio. Suponía también reconciliar la Francia salida de la
Revolución con la Francia del antiguo régimen, para hacer de la República la forma
lograda de la nación Francia. Y, para hacerlo, seleccionar en el pasado monárquico
lo que consolidaba el capital de la nación y preparaba el advenimiento
revolucionario. La historia llamada crítica y positivista es una historia por definición
acumulativa. Es eso lo que ella tiene de científica, que elabora por así decir una
historia santa.
De las Lettres sur l’historie de France de Augustin Thierry, que marcan en
1827 el vuelo liberal y nacional de esa historia, a la Histoire sincère du peuple
francais de Charles Seignobos, un siglo después, se despliega una vasta gesta
histórica y memorial de la nación republicana, novela nacional y álbum de familia
cuyos dos puntos de referencia pesados son la Histoire de France de Michelet y la
de Lavisse, cada una de más de 20 volúmenes.
Apenas pasada la Revolución, apenas pasados los tiempos de la derrota de
1870, apenas pasada la Primera Guerra mundial: inútil buscar más lejos el porqué
de esa gravedad historiadora, ese tono de responsabilidad nacional, y de piedad
patriótica que forma el fondo del magisterio, qué digo, del sacerdocio historiador.
Exaltación de una práctica disciplinaria en plena conquista de su cientificidad y
exaltación nacional y patriótica han ido de la mano para hacer de la historia (de los
bancos de la escuela de villorrios a los anfiteatros de la nueva Sorbona) la espina
dorsal de la conciencia nacional y el cimiento del estar juntos. Entre mil ejemplos
posibles, ese editorial del primer número de la Revue historique, en 1876,
considerado como el manifiesto de la escuela crítica y positivista, donde Gabriel
Monod podía ver “la investigación científica de ahora en adelante lenta, colectiva y
metódica” trabajar “de manera secreta y segura por la grandeza de la Patria, al
mismo tiempo que por el progreso del género humano”.
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Es la Francia misma la que, en esa historia, se volvió sagrada. La instrucción
entera, hemos podido mostrarlo, consiste principalmente en esa edad de oro de la
República, en articular el amor por la “pequeña patria” de proximidad, con la gran
patria, ligeramente abstracta. De lo primario a lo superior, el mensaje es el mismo.
Un parentesco certero une, por ejemplo, dos libros clave: Le tour de la France par
deux enfants y Le tableau de la géographie de la France, por Vidal de La Blache.
Dos biblias de la francicidad republicana, unidas por el carácter iniciático que
reviste el aprendizaje de Francia, historia y geografía fundidas como la unión
carnal entre el alma y el cuerpo. Ese parentesco hace eco a la maravillosa frase,
grabada como una medalla, que adornaba la cobertura del pequeño manual
Lavisse: “Niño, amarás a Francia porque la naturaleza la hizo bella y porque su
historia la hizo grande”.
¿Francia, Nación, República? Como ven, es muy difícil en ese tipo de
sacralidad memorial, distinguir lo que pertenece a lo nacional y lo que tiene que
ver con lo republicano. Esa dificultad no hace sino subrayar la aculturación
progresiva de los dos términos, sellada definitivamente por las dos guerras
mundiales. Clemenceau dio a la República la unción de la victoria nacional y De
Gaulle nacionalizó la República restableciéndola.
Todos los países dieron a la nación un carácter sagrado, sobre todo en ese
período de inflamación nacionalista que coincidió precisamente con el
arraigamiento de la República. Sin embargo, si se quisiera discernir lo que tiene
que ver propiamente con lo sagrado republicano de nuestro país, habría que
buscarlo, me parece, en torno a cuatro palabras, temas o ideas fuertes: unidad,
universal, místico y conmemoración.
La primera palabra pertenece a la época monárquica, pero la República,
francamente, la hizo cambiar de escala y de registro. Ciertamente, bajo la
monarquía hubo una preocupación permanente de centralización estatal y
administrativa como ligazón territorial al reino. Nada que ver con la obsesión
prioritaria y la radicalidad autoritaria que la tercera República tuvo que desplegar
para garantizar una unidad, no sólo administrativa y geográfica, sino una unidad
histórica y social, espiritual e ideológica. Esa unidad, habíamos sido criados bajo la
idea de que era adquirida. Se necesitó la mirada de buenos historiadores
anglosajones para mostrar lo que tenía precisamente de conjuradora esa
invocación permanente a la unidad ante lo inacabado de lo nacional, el mosaico de
poblaciones aisladas y desunidas, la amenaza constante de las fuerzas de estallido
y de disolución. Y qué trabajo en profundidad tuvo que proseguir obstinadamente
el Estado republicano para civilizar la sociedad: no solamente mediante la escuela,
sino también mediante el servicio militar, la disciplina electoral, la formación
regular de los partidos políticos. Es ese trabajo, lo sagrado de lo cotidiano, lo que
ha hecho de la República, mucho más que un régimen político, más que una
doctrina, una filosofía, un sistema, una cultura: una verdadera civilización moral. El
segundo término surgió del racionalismo de las Luces. Una vocación cierta de
Francia hacia la elección, había atravesado los siglos de la Francia cristiana, desde
la Edad Media. Nada que ver con lo universal establecido brutalmente mediante los
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derechos del hombre y del ciudadano como la nueva Tabla de la Ley y que,
súbitamente, da al país que los proclama una misión emancipadora en la
vanguardia de la humanidad. Misión que confiere a la “República” un poder
simbólico y movilizador que le permite desembocar en la práctica democrática, sin
renegar de lo esencial de su herencia revolucionaria, y trascender de su acento
místico a las múltiples encarnaciones que se le han conocido.
La mística republicana es tanto más indispensable para el dispositivo de lo
sagrado republicano, cuanto que la república requería un sustituto de la religión.
Esa mística procede de un exceso irracional de la razón que encuentra su origen
en un mecanismo de exclusión inherente a la definición de la identidad
republicana. Tercer Estado contra privilegios, patriotas contra aristócratas, los
“pequeños” contra los “grandes”, el pueblo contra sus opresores, los
“trabajadores” contra los “monopolios”, la voluntad general se construye en
oposición. Ahí está el corazón del carácter polémico, combativo y militante de la
República. La guerra está en el centro de la defensa republicana y si La Bastilla
permanece en el centro de su imaginario, es realmente porque ella sigue siendo el
símbolo de un inagotable programa. Hay (y habrá) siempre Bastillas por tomar.
Ese símbolo nos lleva al cuarto y último pilar de lo sagrado republicano: la
conmemoración. Se conoce la fórmula de Péguy: “El 14 de julio ha sido para sí
mismo su propia conmemoración”. Fórmula profunda. El antiguo régimen conocía
las celebraciones, no tenía necesidad de conmemoración. La República, por el
contrario, vive de conmemoraciones porque ella es, íntegramente para sí misma,
su propia celebración. Incluso terminó por producir e institucionalizar un modelo
de conmemoración muy Tercera República, “Patria reconocedora” y “muertos por
Francia”. Estaba fundada en un orden y en una jerarquía estáticos. Tenía sus citas
fijas, 11 de noviembre, 14 de julio, 1 de mayo; poseía sus lugares canónicos:
escuelas, alcaldías, plazas públicas, monumentos nacionales; disponía de una
liturgia de homenajes bien puestos, de ceremonias muy oficiales, de necrologías
codificadas. Es ese dispositivo el que representaba, al cabo de los días y de los
años, la armadura de lo sagrado de la República. Y el hecho de que, por toda
evidencia, ese dispositivo se deslía y se vuelva anémico hoy es sin duda el signo
más tangible del agotamiento del modelo clásico de la República.
En efecto, los cuatro pilares trastabillan. ¿Qué quiere decir la unidad en el
momento de la inserción en el conjunto europeo y del irresistible empuje
descentralizador? ¿De qué universal se trata cuando la filosofía de los derechos
humanos se ha convertido en la vulgata universal y no aplicada, pero que ha
dejado olvidado en la ruta al ciudadano? ¿Quién, qué, cómo conmemorar en un
mundo en vías de sacralización general donde es al mismo tiempo la historia
entera la que se vive bajo el signo de la memoria? Ese sagrado está en vías de
difuminarse ante nuestros ojos.
Y sin embargo … Que pensemos en las zozobras, en los psicodramas y en los
reflejos inmediatos de evocación de los principios sacrosantos de la República,
desencadenados por el más mínimo proyecto de reforma del Estado providencia o
del código de la nacionalidad, o del velo en la escuela, para no hablar de las
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palabras de La Marsellesa; que pensemos en el ardor que vierten los franceses
para defender el mantenimiento del servicio público, la excepción cultural, el
principio de laicidad, y nos abstendremos de concluir.
O más bien, una conclusión se impondrá con fuerza, asociada a la idea de
una metamorfosis. La República, ayer solamente amenazada por la ausencia de
amenaza, pero hoy agredida desde el interior y desde el exterior, se ha vuelto ella
misma, en su existencia y en su permanencia, un objeto fetiche. Y, como
encarnación de la francicidad misma, se ha convertido en la imagen de lo más
sagrado –quizás– para los franceses: la felicidad.
Traducido del francés por JORGE MÁRQUEZ VALDERRAMA,
Medellín, noviembre de 2005.
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