A propósito de la sentencia del Tribunal Constitucional en el caso Almenara Bryson Abraham Siles Vallejos La reciente sentencia del Tribunal Constitucional en el caso Almenara Bryson, publicada tras la redacción de nuestro texto introductorio al debate del segundo día del Seminario (El Peruano, 20 de marzo del 2003), obliga a un breve comentario adicional, en la medida en que tiene relación directa con la temática de las ratificaciones judiciales. En efecto, este vocal de la Corte Suprema de Justicia fue apartado del cargo en el año 2001, al no ser ratificado por el Consejo Nacional de la Magistratura, razón por la cual interpuso una acción de amparo que acaba de ser desestimada por el Tribunal Constitucional. Nos ocuparemos únicamente de los aspectos más relevantes. Ante todo, es positivo que el fallo confirme las potestades de defensa de la constitucionalidad y tutela de los derechos fundamentales que corresponden al Tribunal Constitucional frente a toda clase de poderes constituidos, entre los que se encuentra también el Consejo Nacional de la Magistratura. Así, el artículo 142 de la Constitución de 1993 ─que, a la letra, dice: «no son revisables en sede judicial las resoluciones […] del Consejo Nacional de la Magistratura en materia de evaluación y ratificación de jueces»─ «no puede entenderse como inmunidad frente al ejercicio de una competencia ejercida de manera inconstitucional, ya que ello supondría tanto como que se proclamase que, en el Estado Constitucional de Derecho, el texto supremo puede ser rebasado o afectado y que, contra ello, no exista control jurídico alguno…» (fundamento 7). De esta manera, el Tribunal Constitucional continúa y profundiza los lineamientos jurisprudenciales establecidos en el fallo emitido en el caso Diodoro Gonzáles Ríos (El Peruano, 10 de diciembre del 2002), que fuera comentado por los panelistas durante el Seminario, así como en la sentencia expedida sobre la inconstitucionalidad de la Ley N° 27600, relativa al alcance de los potestades de reforma constitucional previstas en la Carta de 1993 (El Peruano, 25 de enero del 2003). Para el Tribunal Constitucional, el Consejo Nacional de la Magistratura carece de poderes irrestrictos y ejerce sus potestades dentro del marco de la Constitución, por lo que tales potestades tienen naturaleza jurídica y en esa medida están sujetas a limitaciones. Tal consideración, precisamente, es la que habilita al Tribunal a controlar si la actuación del Consejo, en uso de sus atribuciones, respeta o no los parámetros de constitucionalidad. No obstante, el problema surge cuando, para desestimar la pretensión del Dr. Almenara Bryson, el Tribunal Constitucional aduce que el Consejo Nacional de la Magistratura no está obligado a motivar las resoluciones de no ratificación que expide. Y es que los argumentos empleados por el Tribunal en este caso resultan muy poco convincentes, en tanto permiten al Consejo la adopción de decisiones que hay que tildar, lisa y llanamente, de arbitrarias. 1 El principio de interdicción de la arbitrariedad, sin embargo, constituye un pilar básico del Estado Constitucional y Democrático de Derecho, por lo que nunca podría entenderse que el otorgamiento de una potestad discrecional a un órgano público lo faculta para una actuación arbitraria. Más bien, la proscripción de la arbitrariedad alcanza a todos los sujetos públicos y obliga a exponer las razones que dan sustento a las decisiones adoptadas en ejercicio de las potestades conferidas, como única manera de permitir un control de razonabilidad de las mismas. Ahora bien, el Tribunal Constitucional se esfuerza en diferenciar entre el proceso de ratificación y el proceso disciplinario, indicando que sólo en este segundo caso se apunta a imponer sanciones por la comisión de ciertos actos antijurídicos, por lo que debe formularse cargos o imputaciones y, por lo tanto, debe concederse derecho de defensa al magistrado y exponerse los motivos del acuerdo o resolución de los consejeros. En cambio, arguye el Tribunal, las ratificaciones constituyen «un voto de confianza o de no confianza en torno a la manera como se ejerce la función jurisdiccional», el cual «se materializa a través de una decisión de conciencia […], sobre la base de determinados criterios que no requieren ser motivados» (fundamento 20). El Tribunal, empero, descuida varias cuestiones esenciales. En primer término, el supremo intérprete de la Constitución parece no percibir que, para todo efecto práctico, la no ratificación y la destitución se equiparan, por cuanto en ambos casos el magistrado queda apartado de la función jurisdiccional o fiscal. Peor aun, la misma norma fundamental establece que «los no ratificados no pueden reingresar al Poder Judicial ni al Ministerio Público» (artículo 154.2, Constitución), de suerte que las consecuencias prácticas son todavía más graves para quienes son separados del cargo supuestamente sin haber incurrido en inconducta o infracción de deberes legales, no siendo merecedores de una sanción formal. Esto último es tan manifiesto que el Tribunal ha tenido que reconocer que, de admitirse una lectura literal de la norma, estaríamos ante una figura que termina «constituyendo una sanción con unos efectos incluso más drásticos que los que se puede imponer por medida disciplinaria» (fundamento 22, cursivas añadidas), por lo que, en un intento de solucionar una situación a todas luces discriminatoria e injusta, ha pretendido canonizar una discutible interpretación ─se opone al texto expreso de la Constitución─ en virtud de la cual «los magistrados no ratificados no están impedidos de postular nuevamente al Poder Judicial o al Ministerio Público» (idem.). ¿No hubiera sido más sencillo, y también de mayor rigor jurídico, reconocer que las ratificaciones son equiparables a los procesos disciplinarios, al menos a los efectos de asegurar el debido proceso a quienes se someten a esta forma de evaluación periódica, garantizándoles así el conocimiento formal de quejas o imputaciones, el correlativo derecho de defensa y la final fundamentación de las resoluciones adoptadas por el Consejo Nacional de la Magistratura en el sentido de ratificar o no ratificar? Creemos que sí. 2 En vez de ello, el Tribunal Constitucional considera que el debido proceso no es aplicable a las ratificaciones y que la separación del cargo de los magistrados no ratificados no afecta sus derechos o intereses. De este modo, el Tribunal ha hecho caso omiso a la bastante sólida argumentación presentada por la Defensoría del Pueblo sobre cómo las no ratificaciones implican una seria afectación del principio de dignidad de la persona y de su proyecto de vida, omisión que además colisiona con la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos establecida en el caso Loayza Tamayo. En efecto, para la Defensoría del Pueblo, «el no motivar las resoluciones de no ratificación implica un desconocimiento de la dignidad de las magistradas y magistrados cesados por esta vía, al no habérseles dado siquiera la oportunidad de conocer porqué se truncaba intempestivamente su carrera, la misma que en algunos casos era el resultado de un proyecto de vida en su esfera laboral»1. Por su parte, para la Corte Interamericana de Derechos Humanos, «el “proyecto de vida” se asocia al concepto de realización personal, que a su vez se sustenta en las opciones que el sujeto puede tener para conducir su vida y alcanzar el destino que se propone. En rigor, las opciones son la expresión y garantía de la libertad. Difícilmente se podría decir que una persona es verdaderamente libre si carece de opciones para encaminar su existencia y llevarla a su natural culminación. Estas opciones poseen, en sí mismas, un alto valor existencial. Por lo tanto, su cancelación o menoscabo implican la reducción objetiva de la libertad y la pérdida de un valor que no puede ser ajeno a la observación de esta Corte»2. La Corte agrega que «el “daño al proyecto de vida”, entendido como una expectativa razonable y accesible en el caso concreto, implica la pérdida o el grave menoscabo de oportunidades de desarrollo personal, en forma irreparable o muy difícilmente reparable. Así, la existencia de una persona se ve alterada por factores ajenos a ella, que le son impuestos en forma injusta y arbitraria, con violación de las normas vigentes y de la confianza que pudo depositar en órganos del poder público obligados a protegerla y a brindarle seguridad para el ejercicio de sus derechos y la satisfacción de sus legítimos intereses»3. Por lo demás, la sentencia del Tribunal Constitucional en el caso Almenara Bryson también es contradictoria con la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en lo relativo a la necesidad de respetar el debido proceso ─lo que incluye la necesidad de tutelar el derecho de defensa y la obligatoriedad de motivar las decisiones─ en toda clase de actuaciones públicas que impliquen el ejercicio de potestades materialmente jurisdiccionales. 1 Resolución Defensorial N° 038-2002/DP, considerando segundo (El Peruano, 30 de noviembre del 2002). 2 Corte Interamericana de Derechos Humanos, Sentencia de Reparaciones expedida en el caso Loayza Tamayo, del 27 de noviembre de 1998, pfo. 148. 3 Ibid., pfo. 150. 3 Así, en el caso de la arbitraria destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional peruano, la Corte Interamericana ha determinado que «cualquier órgano del Estado que ejerza funciones de carácter materialmente jurisdiccional, tiene la obligación de adoptar resoluciones apegadas a las garantías del debido proceso legal en los términos del artículo 8 de la Convención Americana»4, y que «la autoridad a cargo del proceso de destitución de un juez debe conducirse imparcialmente en el procedimiento establecido para el efecto y permitir el ejercicio del derecho de defensa»5. En adición a lo dicho, los Principios Básicos de las Naciones Unidas relativos a la Independencia de la Judicatura estatuyen, entre otras normas vinculadas al debido proceso ─necesidad de acusación, imparcialidad del órgano de decisión, audiencia al magistrado─, que «los jueces sólo podrán ser suspendidos o separados de sus cargos por incapacidad o comportamiento que los inhabilite para seguir desempeñando sus funciones» (Principio 18) y que «se garantizará la inamovilidad de los jueces, tanto de los nombrados mediante decisión administrativa como de los elegidos, hasta que cumplan la edad para la jubilación forzosa o expire el período para el que hayan sido nombrados o elegidos, cuando existan normas a l respecto (Principio 12)6. Esto último reviste especial relevancia, puesto que la sentencia del Tribunal Constitucional afirma que el principio de inamovilidad judicial, consagrado en el artículo 146.3 de la Carta de 1993, está sujeto a una limitación temporal de siete años, transcurridos los cuales «se relativiza, pues, a lo sumo, el magistrado o miembro del Ministerio Público sólo tiene el derecho expectaticio de poder continuar en el ejercicio del cargo, siempre que logre sortear satisfactoriamente el proceso de ratificación» (fundamento 11). Así, pues, conforme a la doctrina del Tribunal Constitucional, el derecho a permanecer en el servicio judicial no es tal, ya que a través de los procesos de ratificación se puede separar del cargo a jueces y fiscales aun cuando «se observe conducta e idoneidad propias o acordes con la investidura de la función que se ejerce», con lo cual la inamovilidad desaparece o se ve severamente mediatizada. Tras lo expuesto, se entiende que hayan sido varios los pronunciamientos en contra de la arbitrariedad y la vulneración del Estado de Derecho que conllevan las ratificaciones judiciales. Sin ánimo de exhaustividad, vale la pena mencionar aquí que tanto el Comité de Derechos Humanos, como el Relator Especial sobre la Independencia de Jueces y Abogados, ambos órganos pertenecientes al sistema de Naciones Unidas, han expresado una opinión adversa a las ratificaciones judiciales. 4 Corte Interamericana de Derechos Humanos, Sentencia de Fondo expedida en el caso Tribunal Constitucional, del 31 de enero del 2001, pfo. 71. 5 Ibid., pfo. 74. 6 Véase los Principios Básicos de las Naciones Unidas relativos a la Independencia de la Judicatura, adoptados por el Séptimo Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, celebrado en Milán del 26 de agosto al 6 de septiembre de 1985, y confirmados por la Asamblea General de la ONU en sus resoluciones 40/32 de 29 de noviembre de 1985 y 40/146 de 13 de diciembre de 1985, en Comisión Andina de Juristas e Instituto de Defensa Legal, Informe de la Comisión de Juristas Internacionales (Comisión Goldman), Lima, IDL, 1994, pp. 194-197. 4 Así, el Comité de Derechos Humanos, tras examinar el tercer informe periódico del Perú, presentado de conformidad con el artículo 40 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, señaló que «toma nota con preocupación de que los jueces cesan en sus funciones al cabo de siete años y requieren una nueva certificación para ser designados nuevamente, práctica que tiende a afectar la independencia del Poder Judicial en cuanto elimina la inamovilidad en el cargo»7. Por tal motivo, el Comité «recomienda que se revise el requisito de una doble certificación de los jueces y que se sustituya por un sistema de inamovilidad del cargo y supervisión judicial independiente»8. A su turno, el Relator Especial sobre la Independencia de Jueces y Abogados, en el Informe emitido tras la misión realizada en Perú, declaró que deseaba «expresar su preocupación con respecto al proceso de ratificación basándose en el principio 12 de los Principios Básicos relativos a la Independencia de la Judicatura», ya que «un proceso de ratificación que se aplique a los jueces cada siete años podría considerarse como una injerencia en la independencia del poder judicial», añadiendo que «una garantía fundamental de la independencia del poder judicial es la inamovilidad de los jueces, que deberá caducar únicamente cuando se hayan cumplido los requisitos legales: edad obligatoria para jubilarse, expiración del mandato o cesantía del juez por motivos fundados»9. El Relator Especial concluyó que «tal como se aplica actualmente en el Perú, el procedimiento de ratificación viola ese principio» 10. En definitiva, el Tribunal Constitucional peruano debiera tener en cuenta las consideraciones expuestas, a fin de modificar a la brevedad la interpretación desarrollada en el caso Almenara Bryson, la misma que puede dar lugar a que, de llegar éste u otros casos similares, a conocimiento de las instancias de protección supranacional de los derechos humanos, se declare la responsabilidad del Estado peruano por la vulneración de tales derechos y por la afectación del Estado Democrático de Derecho, en el marco de los procesos de ratificación de jueces y fiscales llevados a cabo por el Consejo Nacional de la Magistratura. Como se sabe, la variación de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional es una potestad expresamente reconocida en la ley a este órgano de control de la constitucionalidad, siendo necesario y urgente que el Tribunal enmiende los criterios jurisprudenciales fijados en la sentencia analizada. 7 Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, «Observaciones finales: Perú», CCPR/C/79/Add. 67, 25 de julio de 1996, pfo. 14. 8 Ibid., pfo. 26. 9 Relator Especial sobre la independencia de jueces y abogados, Informe de la misión al Perú, E/CN.4/1998/39/Add.1, 19 de febrero de 1998, pfo. 114. 10 Ibid. 5