Testimonio de la vida en comun

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ELTESTIMONIO DE LA VIDA EN COMÚN
La Comunidad – Parábola de Comunión
INTRODUCCIÓN
1. MI TESTIMONIO PERSONAL DE VIDA EN COMUN
1.1 MIS PRIMEROS PASOS EN LA COMUNIDAD
1.2 DE LA ILUSIÓN A LA REALIDAD
2. VIDA COMÚN – VIDA DE COMUNIÓN – COMO JESÚS
2.1 EJERCITARSE PARA LA GRACIA DE LA COMUNIÓN – UNA ASCESIS
2.2 COMUNIÓN DE BIENES – LA RADICALIDAD PUESTA EN PRÁCTICA
2.3 EL TRABAJO – ESCUELA DE VIDA EN COMÚN
ACTUALIZAR NAZARÉT – ACTUALIZAR LA CREACIÓN
3. KOINONIA
3.1 APRENDER A SER HIJO
3.2 EL INICIO DE LA VIDA EN COMÚN – EL TESTIMONIO DE LA SANTA KOINONIA
3.3 EL MONASTERIO DE SAN BENITO – UNA “ESCUELA PARA EL SERVICIO DIVINO”
4. ACTUALIZAR EL MISTERIO DE JESUSCRISTO
4.1 VIDA COMUN Y SOLEDAD
4.2 APRENDER EL AMOR
4.3 ACTUALIZAR LA ENCARNACIÓN DEL VERBO
UNA “PARÁBOLA” – “EL PRINCIPE Y LA LAVANDERA”
5. UNA OTRA REALIDAD, ESCATOLÓGICA
5.1 UNA EXPERIENCIA DEL TIEMPO
5.2 UNA VIDA TODA CENTRADA EN LA EUCARISTÍA
5.3 UNA ESPERA CONTEMPLATIVA
6. VIDA COMÚN – ¿QUÉ FUTURO? ¿QUÉ PERSPECTIVAS? ¿QUE DESAFIOS?
CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFIA
Roriz, Pascua de 2005
Maria Reis Catarino osb
EL TESTIMONIO DE LA VIDA EN COMÚN
La comunidad - Parábola de Comunión
INTRODUCCIÓN
Comienzo por agradecer esta oportunidad que la SEDEM me ha dado de
poder profundizar el presente tema, tan central en mi vida como en la vida
monástica en general. Un tema del que participamos todos los que estamos
presentes. Agradezco, pues, la posibilidad de profundizar esta cuestión; pero
sobre todo doy gracias por lo mucho que he aprendido con aquellas y aquellos
con quienes vivo el HOY de la humanidad, bien cerca de mi, en comunidad de
vida, bien lejos, en unión fraterna. Una unión fraterna que es siempre ejemplo y
testimonio de vida.
A todos, muchas gracias.
Me gustaría empezar subrayando el hecho actual del “ansia de UNIDAD,
auténtico signo de los tiempos. Formar “común–unidad”, ser comunidad, trabajar
en comunidad… Nuestro tiempo, busca ciertamente autonomía, pero por otro
lado, persigue la unidad, cosas que aparentemente son contrarias entre sí.
A pesar de la terrible realidad de división que la humanidad experimenta
actualmente, el deseo de unidad es un signo de los tiempos nuevo y grande, que
interpela fuertemente a la comunidad internacional. Todo y todos parecen
manifestar una incoercible ansia de unidad. Así, no sólo en el campo político
económico y social, sino también en el campo religioso – especialmente en el
ámbito del Dialogo Ecuménico e Interreligioso – apreciamos iniciativas dignas de
mencionarse, significativas de este deseo tan generalizado.
En este contexto, “la comunidad religiosa, en cuanto expresión de la
comunión eclesial, es llamada a dar testimonio con la propia vida” Nadie sabe
tan bien como ella lo que es realmente la unidad en la diversidad, dos
dimensiones esenciales a la vida humana. Solamente en la unidad se puede
tener plena identidad, y solamente si se es libre se puede construir la unidad.
El Espíritu Santo ya puso en el corazón del hombre este deseo; por eso
surgen en la Iglesia y en el mundo nuevos dinamismos de comunión, capaces de
responder al deseo profundo de unidad, en su versión más común, que es la
solidaridad. La propia Iglesia intenta redescubrir y vivir con nueva intensidad el
misterio de la KOINONIA, que constituye su profunda naturaleza, lo que,
evidentemente ha de hacerla capaz de responder a los deseos del hombre de
hoy. Y en la raíz de ese descubrimiento se encuentra hondamente presente la
vida monástica, especialmente la cenobítica. El amor que genera la unidad es un
don de Dios, y la Iglesia, engendrada por el Espíritu, es, en el mundo de hoy,
sacramento de unidad del género humano, reconociendo en la KOINONIA el
primer fruto de la redención.
En este contexto del deseo de unidad, de reconciliación, de comunión
como un signo de los tiempos, la comunidad tiene una misión especifica: está
llamada a ser lugar de comunión, de reconciliación, de la tan deseada unidad,
según la carta de San Pablo a los Gálatas: “No hay judío ni griego; no hay
El testimonio de la vida en común – Loyola 2005
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siervo, ni libre; no hay hombre, ni mujer, pues todos vosotros sois uno sólo en
Jesucristo” (Gál. 3,28) Nuestra vocación pues, es convertirnos en una sola
persona, en Cristo.
La primera comunidad cristiana, la Comunidad primitiva de Jerusalén,
nació del Espíritu de Pentecostés, con «un solo corazón y una sola alma», por lo
que siempre será un ideal paradigmático.
Reencontrar la comunidad, significa reencontrar el hombre como ser-enrelación; por tanto, reencontrar la sociedad humana, y en ella, la Iglesia.
El cristiano de hoy, llamado a vivir en comunidad, llamará a la puerta de
un monasterio con la esperanza de encontrar personas capaces de comunicar
su experiencia y de indicarles el camino a seguir. Esperará encontrar gente
experimentada en comunión eclesial, habituados a una dinámica comunitaria en
la que se ejercitan todos los días, viviendo en Koinonia; esto es, en amor
reciproco. Esperará encontrar personas humanamente maduras, plenamente
realizadas, abiertas, serenas, llenas de alegría y con corazón universal.
Personas que encaran seriamente la vida común, como un escenario donde se
ensaya la vida que se llevará en el cielo. Me atrevo, por tanto a entrar en
escena, dando mi propio testimonio; ojala sea tan vivo como edificante.
1. MI TESTIMONIO PERSONAL
1.1 MIS PRIMEROS PASOS EN LA COMUNIDAD
Salí de la casa de mis padres en Lisboa y llegué a Roriz el día 7 de
octubre de 1980. Después de tres semanas de adaptación a mi nuevo ambiente,
entré en el espacio reservado de la clausura del Monasterio el día 1 de
noviembre, donde una gran comunidad, de cerca de 40 hermanas me acogió
con cariño y mucha esperanza.
En el seno de mi nueva familia, fui introducida en varias actividades y todo
me parecía muy sencillo y fácil: de la celda al coro, del noviciado al refectorio, de
las oficinas al recreo, todo parecía rodar sobre ruedas. Al principio, abierta como
estaba a todas las novedades, inflamada por el amor de Cristo que me escogía
entre millares, convencida de que detrás de mí vendrían muchas otras
vocaciones, me dejé impregnar por el ritmo de la comunidad, me dejé envolver
por todo y por todos; a todo le encontraba su gracia, hasta las costumbres que
me parecían más extrañas.
La vida monástica benedictina favorece mucho esta primera etapa de
formación, y yo reconozco que, muy naturalmente, con la mayor sencillez, todo
se fue grabando, directamente, en lo más profundo de mi ser.
Al margen del ritmo de trabajo de la comunidad propiamente dicha, la vida
del noviciado se reveló muy interesante, con una clase casi todos los días, con
encuentros para organizar los trabajos o los apoyos a la comunidad que
puntualmente había que dar; con algunos recreos aparte, sobre todo los paseos
de los jueves por la tarde; todo esto animado por la Maestra de novicias, siempre
disponible y abierta al diálogo, en quien recaían todas las responsabilidades. En
el pequeño grupo, el ambiente resultó bastante favorable a mi adaptación y
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aprendizaje sobre la vida común que yo tanto deseaba profesar. A pesar de mí
y de todo lo que me rodeaba, nada me hacía volver atrás.
Habiendo cortado radicalmente con mi vida mundana anterior, yo sentía
que mi respuesta decidida y generosa tenía como única recompensa la alegría
de sentirme muy amada por Dios, en un amor personificado por cada hermana
de la comunidad. Pero este sentimiento se fue desvaneciendo a medida que se
fue atenuando el choque del paso que había dado. La vida cotidiana desgasta
rápidamente los pormenores de la acogida y simpatía superficial, y las personas
van quedando claramente al descubierto.
Las pequeñas debilidades de mis hermanas, que al principio no me
perturbaban nada, o muy poco, empezaron a tener un nuevo rostro: pasaron a
molestarme, a herir mi sensibilidad, a denigrar y a empañar la imagen ilusoria
que yo tenía de la vida monástica de mi monasterio.
Más tarde, me empezaron a sorprender ciertas actitudes comunitarias que
me chocaban fuertemente: las limitaciones a la hospitalidad y a la acogida,
respecto a los de dentro y a los de fuera; las diferencias culturales, el
individualismo en el que una u otra hermana parecía refugiarse; en fin, poco a
poco, cayeron los halos que yo misma había colocado en torno a cada una, y
mis ojos se abrieron a la realidad, a la verdad nítida y lúcida de mi comunidad.
Al mismo tiempo, la comunidad también me fue conociendo claramente; y fue
contando con mis pecados y yo con los suyos, de modo que la comunidad y yo
nos fuimos aceptando recíprocamente; y para siempre. En cierto modo, esto me
dio mucha confianza porque aunque la meta sea la perfección evangélica, yo
nunca me habría podido comprometer con gente que hubiese sido ya
absolutamente perfecta, dado que soy limitada. Me pareció que mi lugar era
exactamente aquél, en aquel punto a donde Dios me había enviado, con gente a
mi lado que caminaba conmigo, y con quienes yo podía avanzar hacia lo Alto.
1. 2 DE LA ILUSION A LA REALIDAD
Sin dejar a un lado la ilusión, tengo conciencia de que pasé de lo ilusorio
a lo real; fue un paso muy duro, pero si la idea que yo me hacia era cosa mía, en
cambio, la realidad verdadera era creación de Dios. LA VERDAD es imagen de
Dios, de Quien nos viene el don de la fidelidad. Fue una gracia sentir el peso de
la realidad de mis hermanas, como también fue y es una gracia que ellas sientan
el peso de mi realidad. Con los Padres y con las Madres del desierto aprendí
sentencias llenas de sabiduría y prudencia, y de ellos y ellas recibí consejos
propios de quienes son grandes Maestros Espirituales. Con San Benito fui
entrando poco a poco en la espiritualidad benedictina, cuya dinámica nos lleva a
todos a bajar los peldaños de la humildad, y no a subir, como yo había
imaginado.
Una vez dado este paso, fue la vida común la que me hizo descubrir la
ambigüedad de mi propio corazón. Tal vez hasta me haya sentido insegura en
mi compromiso y en cierto modo, perdí la determinación inicial. Entendí entonces
la justa medida de mi propia debilidad y al hacer ciertos trabajos más humildes,
nunca antes experimentados, me pregunté si no sería mucho más útil hacer otra
El testimonio de la vida en común – Loyola 2005
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cosa más noble, que pudiese contribuir mejor y más eficazmente a la
construcción de la comunidad. En ese tiempo, dudé de mí, de Dios y de todos; y
sólo con la ayuda fraterna y eficaz de alguien muy atento y próximo, pude ir
percibiendo la profundidad y la belleza tan sencilla de la vida monástica con la
cual me comprometí. Nuestra vida simple y pobre es una de nuestras mayores
riquezas. El monasterio es una “Escuela de servicio al Señor”, como lo llama
San Benito, y todos los trabajos son medios óptimos para servir al Señor en las
hermanas, aun en aquellas que son más exigentes, y que no siempre están de
buen humor…. o aquellas hermanas siempre agradecidas, cuyo “Gracias”
reconcilia, calienta el corazón y renueva profundamente el entusiasmo de vivir y
la voluntad de seguir adelante.
La vida común pone todo y a todos al descubierto. Se hacen evidentes las
faltas, tan variadas, que duelen mucho, que hieren, pero sin las cuales nunca
podríamos sentir la necesidad de perdonar, de ser perdonados, de celebrar
continuamente la fiesta del perdón. Jean Vanier, el célebre fundador de las
Comunidades del Arca, considera que “la comunidad es el lugar del perdón y de
la fiesta”; se trata de una experiencia única que a él le gusta mucho compartir.
Claro que en la base de mi vocación no estaba, ni está evidentemente, el
deseo de una vida comunitaria conjugada exclusivamente en femenino; vine al
monasterio, atraída, sí, por el deseo de alabar al Señor, por el Oficio Divino, por
la vida de Oración, por la vida de comunión en soledad, por un ideal de vida
ascética y de identificación con Jesucristo sin pensar en los pormenores; pero
realmente me descubro cada vez más envuelta y apoyada por mi comunidad,
sin la cual yo no habría sido fiel a mis ideales iniciales. ¡Ni mucho menos!
Gracias a la vida común, con sus ventajas y dificultades, es como voy
entendiendo mejor la necesidad de separación del mundo, la urgencia de la
pobreza y la obediencia, la estabilidad en un lugar, para la concretización de la
vida litúrgica y de la oración continua que de verdad llenan mi búsqueda de Dios,
y por supuesto, la búsqueda comunitaria del Señor.
Fue en la comunidad donde heredé la bellísima tradición de la vida
benedictina, según el Evangelio; una herencia viva, que profeso todos los días,
que espero dejar en herencia a otros, pues sé que tiene valor de eternidad. ¡El
Señor no va ciertamente a defraudar mi esperanza!
Es posible que mi testimonio personal sea igual o parecido al testimonio
de muchos; pero cada uno de nosotros tiene su riquísima experiencia individual,
su historia particular, que en los caminos de Cristo y de su Evangelio se vuelven
una verdadera PARABOLA DE COMUNIÓN. Sobre esto trataré más adelante.
2. VIDA COMUN – VIDA DE COMUNIÓN – COMO JESUS
2.1 EJERCITARSE PARA LA GRACIA DE LA COMUNIÓN – UNA ASCESIS
La vida común es una ASCESIS continua, en el sentido monástico del
término. Decía muchas veces uno de los confesores que más marcó nuestra
comunidad: “VITA COMMUNIS MÁXIMA POENITENTIA”. Sé que es una afirmación
antigua, pero ¿quien de nosotros podrá negar esta realidad? ¿Quién podrá
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abrazar la vida común sin alguna dificultad? ¿Quién se arriesgará en tal
proyecto sin tener en vista otra realidad?
Hoy la palabra “ascesis” no goza de gran prestigio. En los primeros
tiempos de la vida monástica, la ascesis era un pilar incontestable en la vida de
los monasterios, y prácticamente, todas las reformas se hicieron sobre la
seriedad de las prácticas ascéticas comunes a toda la vida monástica:
obediencia, celibato, comunión de bienes, vigilias, ayunos. La renuncia
enseñaba al cuerpo a participar en la vida espiritual, liberándolo de todos los
impedimentos. Hoy, el ponernos en contacto con estas mismas prácticas en las
religiones no cristianas, nos lleva a plantearnos su valor real.
D. André Louf, uno de mis autores preferidos, dice que “toda la ascesis,
mortificación o penitencia debe llevar a la transfiguración”; como la muerte
misma, que para el cristiano es condición indispensable para alcanzar la
resurrección con Cristo. Me parece que hoy es muy importante la tan hablada
“ascesis de la normalidad”: una ascesis auténtica, sí, pero escondida; que sin
llamar la atención construye la fraternidad en la comunidad.
2. 2 COMUNIÓN DE BIENES – LA RADICALIDAD PUESTA EN PRÁCTICA
San Benito no parece querer orientar a sus comunidades a una pobreza
extrema. Le preocupa, más bien, proporcionar a sus monjes todo lo necesario
para que la vida de oración pueda realizarse sin dificultades, aunque si una
comunidad tuviera escasos recursos, debe asumir su penuria como una gracia y
una bendición de Dios.
La vida monástica en general, se caracteriza en cada comunidad por una
santa sencillez que aproxima a los monjes entre si, a la vez que a todos los
acerca a Dios.
2. 3 EL TRABAJO - ESCUELA DE VIDA COMÙN
ACTUALIZAR NAZARET – ACTUALIZAR LA CREACIÓN
Al igual que ocurría con la ascesis, el trabajo en la vida monástica parece
ocupar siempre un lugar secundario como consecuencia de la impronta
básicamente orante que se supone debe tener la vida de comunidad. Tiene mala
fama el “hermano trabajo”: muchas veces parece ser el pariente pobre de la
“Hermana Oración”; una especie de “partido” opuesto al de la Oración y de la
Unión con Dios.
El «ORA ET LABORA» de nuestra tradición monástica, también puede ser
traducido por:”reza mientras trabajas y trabaja mientras rezas”. «! Habrá en la
tierra algo más divino que ser trabajador con Dios Trabajador!», exclamaba
Santo Tomás de Aquino.
Aunque nos parezca humilde e insignificante, nuestro trabajo es siempre
idéntico al que Cristo asumió en Nazaret; es decir, digno de ser realizado por
Dios. Parafraseando a S. Pablo, podemos decir con verdad: «Completo con mi
trabajo en el día a día de mi vida, lo que falta a la vida oculta de Jesús y a sus
trabajos en Nazaret» (cf. Col. 1, 24). Todo lo que hago en mi comunidad, es
poner en práctica en mi presente lo que Jesús hizo en su experiencia humana,
como Salvador, durante los años de vida discreta, humilde y tan común, en su
tierra.
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Algunos “santos de carne y hueso” que he conocido, monjes o no, tienen
características comunes de este tipo:
Son personas de Oración, con un fuerte sentido de la presencia de Dios en
la vida diaria; son trabajadores, más que predicadores; personas libres y
liberadas, no se dejan llevar por el ritmo de la moda, despreocupándose de
lo que es política y socialmente correcto. Son personas universales,
comprensivas, misericordiosas, que no imponen pesos insoportables, que
no recogen donde no siembran, viven en santísima normalidad, sin que se
les note, sin apegarse a nada ni a nadie.
Si hay a mí alrededor gente tan santa, ¿porque no lo soy yo también?
Aunque me encuentre lejísimos de estos ejemplos, verdaderos testimonios
vivos, confieso que Dios me da a mí también, la gracia de desear ardientemente
la posibilidad de convertirme yo misma en alguien así. ¿Por qué no? ¿No seria
normal?
3. KOINONIA
3.1 APRENDER A SER HIJO
Nosotros los monjes, como cualquier cristiano, aprendemos a ser hijos al
descubrir a los demás como hermanos, y al identificarnos con sus alegrías y
dolores; eso es lo que hace de la comunidad una gran escuela de filiación divina.
Paso adelante casi todo éste capítulo, su pena de me alargar demasiado.
3.3 EL MONASTERIO DE S. BENITO – UNA “ESCUELA PARA EL SERVICIO DIVINO”
Al principio de la vida monástica, la Koinonia de S. Pacomio fue fruto de
una evolución de la vida anacorética, uno de cuyos símbolos más claros fue San
Antonio. Mas tarde, la vida común en fraternidad adquirió una importancia vital
para S. Basilio, cuya comunidad se identificaba a si misma como Fraternidad y
cuyos miembros se llamaban “hermanos”. Para San Agustín, que vivió unos
años más tarde, lo importante era todo esto y aún más, porque idealizó vivir la
Unidad de la propia Trinidad, ser Iglesia unificada por la caridad, en la unión
fraterna; con «un solo corazón y una sola alma», como en la comunidad
paradigmática de Jerusalén.
S. Benito aparece como heredero de S. Pacomio, de S. Basilio y de S.
Agustín, en la confluencia de estas grandes corrientes precedentes.
Gracias a la síntesis de las varias experiencias monásticas anteriores, la
imagen de la comunidad benedictina se presenta con características
particulares:
«El cenobio de S. Benito es sustancialmente un intento de organizar, en
comunidad, la paternidad espiritual del desierto».
El cenobita benedictino, tal como lo describe el propio S. Benito, «es
aquel que vive en un Monasterio, esto es, que obedece, y que milita bajo una
Regla y un Abad» - «SUB REGULA VEL ABATE» (RB 1 –“DE LAS DIFERENTES CLASES
DE MONJES”). Luego, en el primer Capítulo de su Regla, es donde S.
Benito subraya la importancia de la obediencia a una norma de vida y a un
El testimonio de la vida en común – Loyola 2005
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superior: en este caso el Abad – Padre. Benito se sitúa así en clara continuidad
con la tradición anacorética, en que la finalidad de la vida monástica es la
búsqueda de la salvación, el deseo del absoluto, la radicalidad del seguimiento
de Cristo, para poder identificarse con El y llegar a habitar en su Casa.
Todos los autores son unánimes en afirmar que el Capítulo LXXII es en si
una reinterpretación de la Regla en su totalidad, y que ésta debe ser leída a la
luz de dicho texto: por lo tanto, en la línea de la comunión y de la caridad.
Efectivamente, al final la RB llega a la cima del descubrimiento del Amor como
norma de las relaciones intracomunitarias de los monjes.
En la vida cotidiana del monasterio, los monjes caminan en la comunión
entre sí y en el Amor de Cristo, que a todos nos guía y nos lleva hacia la vida
eterna. Esta dinámica viene ya de S. Basilio y de S. Agustín y de ella brotará la
fraternidad Franciscana, como tipo de todas las Ordenes Mendicantes
siguientes.
Creo que estas notas son ya suficientes para poder situarnos en el cuadro
evolutivo del testimonio de la vida común en sus orígenes.
4. ACTUALIZAR EL MISTERIO DE JESUCRISTO
4.1 VIDA COMÚN Y SOLEDAD
Todavía hoy, una de las características fundamentales de la vida
monástica consiste en el equilibrio entre la soledad y la vida común.
La soledad es una dimensión fundamental de una vida retirada del
mundo, aunque esté dentro del mundo; en dicha vida, las noticias sólo tienen
valor en la medida en que alimentan la solidaridad humana y la oración de
intercesión.
Si la vida solitaria es exigente, no menos lo es la vida común.
4.2 APRENDER EL AMOR
S. Benito, al instituir una «ESCUELA AL SERVICIO DEL SEÑOR» sabia bien
que estaba poniendo los fundamentos de una escuela de caridad, “schola
caritatis” como le llaman los cistercienses; con dos vertientes: amor a Dios y
amor a los hermanos según el Evangelio – “per ducatum Evangelii” – en el cual
la vida común constituye una pieza clave. Una escuela de vida que no se
estanca en los conceptos y en las nociones teóricas, sino que avanza para
aprender a amar de modo práctico. Sólo amando se aprende a amar.
«De nada sirve vivir juntos» dice S. Bernardo «si estamos separados en el
espíritu; de nada sirve reunirnos en un lugar si nos separamos interiormente»16
Para crear esta comunión entre todos, es indispensable la acción del
Espíritu Santo, que se manifestará en la caridad mutua; pero esta caridad, que
nos prepara para la contemplación de los secretos del Padre, debe arraigar en la
imitación de Cristo, que quiso humillarse para revelar al hombre la verdad de su
condición y conducirlo a su verdadero destino.
Creo firmemente que la vida común exige del monje la misma humildad
de Dios; aquella humildad que El nos reveló al encarnarse, al asumir plenamente
El testimonio de la vida en común – Loyola 2005
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nuestra humanidad; la humildad de Cristo, en su vida oculta, en su vida pública,
en su Pasión y Muerte de Cruz. La vida común es el lugar por excelencia de la
Encarnación del Verbo en el día a día de la vida.
Para ilustrar la encarnación de Cristo, un amigo mío, teólogo, contó a un
grupo de jóvenes estudiantes esta historia con sabor a parábola, que me parece
ideal para fundamentar lo que estoy diciendo.
4.3 ACTUALIZAR LA ENCARNACIÓN DEL VERBO
UNA PARÁBOLA - «EL PRINCIPE Y LA LAVANDERA»
«Había un rey, en un país lejano. Vivía en su palacio, en lo alto de una
colina, rodeado de una gran corte y en compañía de su hijo. Había también en
ese reino un bosque, un gran bosque rodeado por un pequeño río azul. En ese
bosque vivía mucha gente. Era gente buena y sencilla, que nunca había entrado
en un palacio real y que se hubiesen sentido cohibidos si hubiesen entrado,
pues había mucha distancia entre estos dos mundos tan cercanos. Los hombres
eran cazadores y leñadores. Las mujeres lavaban la ropa en el río.
Aconteció que un día el Príncipe, cabalgando en el bosque a lo largo del
río, vio una joven lavandera. Escondido secretamente se quedó mirándola por
detrás de los cañaverales y se enamoró de ella. Quería pedirle que fuese su
novia, pero ¿cómo hacerlo? Llevársela a vivir al palacio era imposible, habría
sido demasiado para ella. Irse él a vivir al claro del bosque, con toda su corte
tampoco podía ser. La asustaría a ella y a todos, y el plan no daría resultado.
Entonces tomó una decisión: “Dejaré la corte, perderé todos mis privilegios
reales, e iré a vivir como uno más en el claro del bosque”
Pasados los años allí lo encontramos. Ahora trabaja el día entero como
leñador. Ahora tiene las manos con callos del machete. Hasta su manera de
hablar es diferente, igual a la de todos los leñadores del bosque, con quienes
bebe en la taberna, al final de la tarde, un vaso de vino antes de volver a casa.
Pero sobre todo, este hombre que ahora vemos mal vestido, sudando y
con las manos encallecidas continúa siendo Príncipe. El dejó todo por amor,
pero continúa siendo Príncipe. Claro que ahora ya no puede firmar decretos
reales, ni disponer libremente de la fortuna de su familia, ni tiene la facilidad de
medios que tenía en palacio. Pero la sangre azul que corría por sus venas es la
misma. Nació Príncipe, Príncipe será para siempre.
Poco a poco, la Lavandera aprenderá a amarlo, ganará nobleza de
sentimientos y será una Señora. Cuando esté preparada, irá vivir con El en el
palacio y los dos serán felices para siempre. El Rey la considerará como hija, y
ella será heredera de todos los bienes de la familia real.
Para que no queden dudas, el Príncipe es Cristo, la lavandera es la
humanidad, y la sangre azul es el amor».
Del mismo modo que Cristo desposó nuestra humanidad, así debemos
nosotros asumirla, por amor, en las cosas concretas de la vida, para que un día
podamos entrar “todos juntos” (RB 72, 12) en la Casa del Padre, enriquecidos
simplemente con la comunión espiritual ganada en la lucha de todos los días –
El testimonio de la vida en común – Loyola 2005
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“para que, por el trabajo de la obediencia vuelvas Aquel de Quién, por la
cobardía de la desobediencia te alejaste” (RB – Pról.2).
Igualmente esta humildad se encuentra en la base de toda la vida común:
“Es propio de la amistad humillarse ante los amigos” decía el Beato Guerrico.
Sabemos que no es nada fácil vivir al servicio unos de otros, pero la vida
común es el lugar ideal para aprender a poner en práctica el espíritu de servicio,
a ejemplo del propio Cristo; sabiendo de antemano que son inevitables los
conflictos, pues los deseos profundos de las personas son muchas veces
contrarios y antagónicos.
Lo importante es compartir lo diferente, dentro de la convergencia en lo
esencial, que es el amor a Cristo. En el día a día, la vida común se va tejiendo
de grandes y de pequeñas decisiones, donde no siempre es fácil el consenso;
pero en el ejercicio de la mutua escucha, se va discerniendo la voluntad de Dios.
Muchas veces, es el Abad quien tiene la responsabilidad de la decisión final, que
pudiendo ser penosa para algunos, probablemente sea fuente de paz y
comunión para todos.
Intentar vivir en profunda amistad con Cristo, vivir esta misma amistad con
los hermanos de comunidad, «en un solo corazón y una sola alma», no es más
que ser verdaderamente Iglesia, viviendo desde ahora la vida eterna que el
Padre nos promete, en Jesucristo, por su Espíritu.
5. OTRA REALIDAD DIFERENTE, ESCATOLÓGICA
5.1 UNA EXPERIENCIA DEL TIEMPO 22
La vida común es el lugar donde tomamos conciencia del tiempo. Cada
día, cada hora, cada instante es sagrado para cualquier persona consagrada.
Cada minuto es una joya, es una vasija de eternidad. Un amigo mío me dijo una
vez: «Cuando se cree en la eternidad se tiene todo el tiempo». Creo que yo
también puedo decir en verdad: cuando se vive la Encarnación, se tiene, o
mejor, se vive ya en la eternidad. El instante tiene para el monje una densidad
grande, una vez que lo eterno ha entrado en el tiempo. «La propia eternidad es
la que está en el tiempo», decía Péguy. Basta profundizar cada instante para
encontrar en él lo eterno y sentir la necesidad urgente de testimoniar la acogida
de la vida, de los acontecimientos, de todo lo que se presenta nuevo, siempre
nuevo; cuando el mundo es siempre nuevo, el otro también lo es.
Nuestra pobreza se desvanece ante la riqueza de semejante regalo,
abierto a la eternidad. Lo importante es que descubramos cómo permanecer, a
imagen de Maria, «en estado de Anunciación»; o con Jesús «en Encarnación»:
abiertos. Siempre abiertos, y con una apretura cada día mayor a todo lo que se
nos presente.
5.2 TODA UNA VIDA CENTRADA EN LA EUCARISTÍA
La realidad más sublime que cada día se nos presenta es el Misterio de la
presencia real de Jesús en la Eucaristía; en su Palabra salvadora, escuchada
El testimonio de la vida en común – Loyola 2005
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por todos, en el pan compartido del que todos comulgamos. ¡Cada día se nos
da una Gracia infinita: contemplar el Rostro Eucarístico de Cristo!
«LA IGLESIA VIVE DE LA EUCARISTÍA» - así empieza la Carta Encíclica
«Ecclesia de Eucaristía», del Papa Juan Pablo II. Más que una afirmación, es un
programa de vida para la Iglesia, que no puede subsistir sin la Eucaristía
celebrada, comulgada y vivida. Por eso el Papa insiste tanto en esta dimensión
vital, mostrando cómo lo más esencial de la Iglesia se manifiesta, gana sentido y
se robustece en la Celebración Eucarística.
La Eucaristía es el corazón de la vida común. La comunidad nace de la
Eucaristía, vive de la Eucaristía y se consolida alrededor del Altar del sacrificio
de Jesucristo. «Antes de presentar tu ofrenda ante el Altar, ve primero a
reconciliarte con tu hermano», dice Jesús.
La proclamación de este «AÑO EUCARÍSTICO», entre octubre de 2004 y
octubre de 2005, manifiesta claramente esta feliz dependencia de la Iglesia.
La Eucaristía es el lugar por excelencia donde la comunidad se encuentra
con la familia de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo; porque comulgar es
siempre vivir un encuentro a cuatro: las tres Divinas Personas con cada uno de
nosotros. Por la comunión eucarística llegamos en comunidad a la comunión con
la Santísima Trinidad, fin último de la vida cristiana.
5.3 UNA ESPERA CONTEMPLATIVA
La comunión con la Santísima Trinidad constituye el sentido último de la
que el hermano Roger Schutz tan vivamente desea para
sus hermanos de la comunidad de Taizé
Para el Hermano Roger, la vida comunitaria presupone que cada uno
dedique al otro una atención infinita, en una actitud de vigilancia exigente, para
que nadie presione a los otros con sus propios dones. Dice él, que si cada uno
aspirase únicamente a su realización personal, individual, eso no llevaría a
ninguna vida común, sino a vidas paralelas, y las líneas paralelas nunca se
encuentran. La vida en comunidad pasa por el camino estrecho del olvido de sí
mismo, por Amor: ese es el mejor modo de difundir lo que uno tiene.
En la vida común, lo esencial es la lucha íntima, trabada en una creación
común, día tras día. Lo esencial es la espera contemplativa, que hace de cada
uno de nosotros signo visible de lo invisible. Esta espera paciente sobrepasa
todos los conceptos, para colocarnos a otro nivel, de encuentro con lo divino,
que viene a dar sentido a la vida de deseo de comunión. Es este el testimonio
que el Hermano Roger pide a sus hermanos de comunidad, acerca del cual
serán juzgados. Porque este es, al final, un testimonio de eternidad, que asume
la vida común como una PARABOLA DE COMUNIÓN; pues la historia de cada
comunidad, enraizada seriamente en el Evangelio de Jesucristo, es un
paradigma de la Comunión última.
En esta espera contemplativa tenemos por compañía y modelo a la Virgen
María, la Madre de Dios, que supo guardar todo, todos los misterios, en el
silencio de su corazón. Con Ella, encontramos en la comunidad la oportunidad
de crear en nosotros un corazón pobre, maravillado, abierto a la novedad de
ESPERA CONTEMPLATIVA
El testimonio de la vida en común – Loyola 2005
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Dios, al don del hermano, capaz de permanecer en «ESTADO DE ANUNCIACIÓN»,
capaz de ser Templo del Espíritu Santo, donde la Encarnación se concretiza
todos los días.
El monje es el hombre de la tradición, del pasado; y también de la
espera, del futuro. En nuestro canto - procedente del Libro de los Salmos - en
nuestra Lectio, toda la Biblia tiene al mismo tiempo el gusto del pasado y el
extraño sabor del futuro. ¿Qué futuro?
6. VIDA COMÚN – ¿QUÉ FUTURO? ¿QUÉ PERSPECTIVAS? ¿QUÉ DESAFIOS?
En el actual contexto de la Nueva Evangelización, el testimonio de la vida
común deberá consistir principalmente en el Amor, el Amor a Cristo concretado
en el Amor a los hermanos: «Fiel es Dios por Quien fuisteis llamados a la
comunión con su Hijo, Jesucristo, Nuestro Señor» (I Cor. 1,9).
Por la Encarnación, Dios nos hizo partícipes de su naturaleza divina (II
Ped. 1, 4), posibilitando la comunidad entre Dios y el hombre, en Cristo. Porque
la comunidad es la unión de aquellos que Dios llamó a la comunión con El, por
su Hijo, y en su Hijo con los otros. La Encarnación es el primer momento del
ideal de comunidad hecho realidad, que llegará a la plenitud en la muerte y
resurrección de Cristo. Por el bautismo se nos abren las puertas de la
comunidad, para en ella ser sepultados y resucitados con Cristo.
«Lo que era desde el principio, lo que vimos y oímos acerca del Verbo de
la vida, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con
nosotros. En cuanto a nuestra comunión, ella es con el Padre y con su Hijo
Jesucristo. Os escribo estas cosas para que vuestra alegría sea completa» (cf. I
Jn. 1, 1-4). Es la cumbre de la Koinonia; este texto de S Juan, es el único texto
de la Biblia que tiene la osadía de hablar de vivir en comunidad con Dios.
Seria absurdo que los consagrados, llamados a ser por vocación
«expertos en comunión», fracasasen en su misión profética, dejando de lado el
proyecto de KOINONIA que les es pedido por Dios y por la Iglesia.
No podemos renunciar a ser artífices de comunión, a vivir y a difundir la
comunión con los otros, y en ellos, con Dios.
Hacer auténtica KOINONIA, construir comunidad viva, es hoy uno de los
desafíos más urgentes de la vida religiosa, un empeño al que no puede
sustraerse, si quiere continuar respondiendo de verdad a su condición de signo
escatológico que el Espíritu le concedió.
Una comunidad que irradia paz, fraternidad, alegría de vivir, en la cual
cada miembro es valorado y querido, ofrece un testimonio evangelizador muy
positivo a cuantos contacten con ella; y ello a pesar de las dificultades que
puedan surgir, que desde la comunión serán ciertamente superadas. En el
mundo de hoy, nuestra vida en común es llamada a testimoniar la santidad de
Dios, a la cual cada uno de nosotros está llamado especialmente.
CONCLUSIÓN
El testimonio de la vida en común – Loyola 2005
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¿Hemos iniciado ya la vida común?
¿Queremos iniciarla hoy mismo?
Estamos siempre dando los primeros pasos. Al final estamos casi todos
en la infancia del camino para la Plenitud de la Comunión, al ritmo de una
parábola que vamos conociendo poco a poco, con la firme certeza de que la vida
común nos expone totalmente a la Gracia, a la Gracia de la Comunión Trinitaria.
En santo deseo de unión, a través de la vida en comunidad, intentando
vivir “en estado de Anunciación”, ”en Encarnación”, “dentro del Misterio de la
Redención” ,“viviendo el tiempo presente abiertos a la eternidad”, “totalmente
centrados en la Eucaristía”, no es más de que dar testimonio del Amor, el Amor
Misericordioso de nuestro Dios que nos dio a su Hijo Jesucristo para
rescatarnos, para recuperarnos para sí, por la fuerza amorosa de su Espíritu, en
la Iglesia. Por tanto en comunidad de vida, como ”un Príncipe que se casa con
una lavandera”.
En el fondo, la idea de vida común depende directamente de la idea que
se tiene de la humanidad: una única familia humana, lacerada, dividida,
miserable, pero con Cristo en el centro, única garantía de confianza y de
reconciliación, porque Cristo es COMUNIÓN. No vino a la tierra para fundar una
religión más, sino para ofrecer a todos su propia comunión de Amor,
desposando nuestra humanidad. Y nosotros no tenemos otra cosa que hacer
sino intentar vivir, desde ahora, en el seguimiento de Cristo, la vida que Jesús
nos promete en Sí mismo, por su Espíritu, junto al Padre.
El testimonio de la vida común tiene que ser un testimonio vivo de
Jesucristo Resucitado, en el misterio de su Iglesia, que es su Cuerpo. Un
testimonio de fe, de esperanza y de amor; un testimonio redentor, en que salte a
la vista el “ved como se aman”.
Pienso que si las comunidades de S. Pacomio, de S. Basilio, de S.
Agustín y de S. Benito, con sus diferentes acentos, pasaron de generación en
generación un testimonio vivo y verdadero, fue porque esencialmente,
transparentaron “Santa Koinonia”, esto es, servicio fraterno por amor a Cristo.
Para todos los que en este siglo XXI profundizamos sobre este tema del
testimonio de la vida en comunidad, estos autores «son mucho más que una
mera curiosidad erudita: ellos son como un espejo donde nos vemos». Así como
aconteció con ellos, la vida monástica en comunidad tiene que tener fuerza de
testimonio, para encarnar el Evangelio de Jesucristo; debe tener hoy la
capacidad de acoger las inquietudes espirituales de nuestro tiempo, como
aconteció en la época áurea del cristianismo, en relación al deseo de salvación y
de interioridad; ha de tener capacidad de inserción cultural que nos hable del
poder transformador de una vida plenamente vivida, en Cristo, que sepa
conectar con el estilo y las inquietudes profundas del mundo de hoy, en perfecta
sintonía con la Nueva Evangelización que el Papa Juan Pablo II tanto deseó y
valorizó.
En espera contemplativa, bajo la mirada de Nuestra Señora, nuestras
comunidades monásticas tienen que ser hoy un Evangelio en miniatura, donde el
amor fraterno refleje la comunidad de los Doce, el ideal da la Iglesia Primitiva de
Jerusalén.
El testimonio de la vida en común – Loyola 2005
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Porque ser comunidad es ser Pueblo de Dios, es ser Iglesia; es ser un
pueblo pobre y humilde, que no teme que su identidad sobrenatural se diluya,
una vez que celebra la Eucaristía y se reúne en Oración, exponiéndose a la
Gracia Divina, a la Gracia de la Comunión Trinitaria.
A nosotros los monjes, nos compete vivir y dar testimonio de nuestra fe
global e integrada en lo que dice respecto a nuestro «SER – IGLESIA». Tenemos
el deber de ser luz de Cristo, de vestirnos de la Luz Divina, conscientes de que
la Luz de Dios hace más viva la sombra de la Cruz sobre la tierra y sobre
nuestras vidas, sin quedarnos bloqueados por el miedo, pues sabemos que la
Luz de Cristo ilumina nuestro camino y nos guía por donde nunca nos
atreveríamos a avanzar solos.
Nuestras comunidades tienen que ser centros de revitalización de la
Iglesia y de las sociedades; monjes, o religiosos, todos nos debemos sentir
fuertemente interpelados por las necesidades más profundas y decisivas del
momento presente, como en su tiempo los primeros monjes sintieron la llamada
urgente de responder a las grandes cuestiones de su época, a partir de un amor
apasionado por el Señor Jesús.
Para esto, tenemos que conocer en profundidad nuestro contexto actual,
para poder ser ”signo” en nuestra cultura postmoderna, de OTRA REALIDAD
DIFERENTE, a la cual la vida común nos remite constantemente.
Si por ventura me fuera lícito dar otro título al penúltimo Capítulo de la
Regla de S. Benito, y si en este contexto yo pudiese llamarle: DEL BUEN
TESTIMONIO QUE DEBEN DAR LOS MONJES, su mensaje no se cambiaría ni en una
coma, por lo que propongo terminar esta ponencia con una relectura del mismo:
RB – Capitulo LXXII
DEL BUEN TESTIMONIO QUE DEBEN DAR LOS MONJES
Así como hay un celo de amargura, que es malo, que aleja de Dios y
lleva al infierno, 2así también hay el buen celo, que aparta de los vicios y
conduce a Dios y a la vida eterna 3 Es este celo que, con ardentísimo amor,
deben ejercitar los monjes, quiere decir:
4
Corríjanse unos a otros con (mutua) honra (Rom. 12,10);
5
Sopórtense, mutuamente, con la máxima paciencia posible, las
enfermedades físicas y morales;
6
Obedézcanse a porfía unos a otros;
7
Nadie busque lo que es útil para sí, sino más bien lo que lo es para los
demás;
8
Páguense castamente unos a otros la deuda de la caridad fraterna;
9
Teman a Dios con amor;
10
Amen a su Abad con sincera y humilde caridad;
11
Nada absolutamente antepongan a Cristo, 12lo cual a todos juntos nos
conduzca a la vida eterna.
1
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Roriz, Pascua de 2005
Maria Reis Catarino osb
SUGERENCIAS PARA TRABAJAR EN GRUPO.
Inicialmente, yo tenía un proyecto que no llegué a concretar, de buscar en
las comunidades monásticas, de la Península Ibérica, de Europa, o de otros
continentes, especialmente de Brasil, testimonios vivos de vida cenobítica, del
ideal de la Koinonia en la actualidad. Por esta razón, para compensar mi
frustración, sugiero que en los grupos compartan espontáneamente, cada uno su
propia experiencia, con la intención de que surjan entre nosotros TESTIMONIOS
El testimonio de la vida en común – Loyola 2005
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VIVOS.
No interesan tanto las teorías; lo que importa, en verdad, es la vivencia en
la realidad diaria actual.
Dejó aquí algunas preguntas orientadoras: *
1. ¿Cómo “simbolizar” hoy nuestra vida común, de tal modo que ella sea
señal eficaz de salvación y remita a nuestros hermanos a Dios?
2. ¿Qué es lo que la Iglesia y la sociedad esperan de los religiosos y de los
monjes, concretamente a través del testimonio de la vida común?
3. ¿Cómo recuperar lo genuino de nuestra vida, los valores más profundos
de nuestra vocación, la capacidad de ser energía carismática – a imagen
de las primeras comunidades apostólicas – tanto en el presente como en
el futuro?
___________________________________________
*Cf. VELASCO OSB, Ramón Álvarez “El carisma monástico” – Presente y Futuro”, Col.
Scriptorium Silense” nº 4, Abadía de Silos, 2001.
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