Testigos en comunion con el mundo

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TESTIGOS EN COMUNIÓN CON EL MUNDO
Planteamiento
Cuando decidimos hacernos monjes y monjas, intuíamos un significado profundo a
nuestra vocación. Un significado que no era para nosotros una búsqueda egoísta,
sino que tenía un sentido para toda vida humana aunque no fuese percibido por
muchos, probablemente por la mayoría.
Algo nos llamó la atención al conocer un monasterio o al oír hablar de la vida
monástica, que enlazó con un interrogante que latía en nuestro corazón y que nos
inquietaba tan profundamente como para que nos decidiéramos a dar un paso que
cambió radicalmente nuestra forma de vivir. Ese interrogante primero –posiblemente
oscuro–, que nos hizo optar por la vida monástica es el que debe permanecer
siempre en nosotros, porque es la pregunta que sigue sin ser contestada del todo y
que es además la misma pregunta que late en el corazón de la humanidad.
Creo que aquí está el quid de la cuestión que quería compartir: los monjes y las
monjas somos seres de deseos desmedidos, irrealizables, de preguntas sin
respuestas permanentes, siempre en camino. Somos exponentes radicales de la
indigencia del ser y del infinito deseo del corazón humano, de la cruda constatación
de nuestra limitación y finitud y también de la vocación de eternidad que late en la
misma entraña de la humanidad. Por ello estamos llamados a ser testigos ante el
mundo de esta realidad que es en definitiva la entraña más íntima de todo ser
humano aunque no lo sepa: ser y vivir como hijos de Dios.
¿Cómo podemos plantearnos la comunión con el mundo… cuando el mundo lo
llevamos dentro? No es en absoluto algo ajeno a nosotros. El problema surge –a mi
parecer–, de una interpretación reduccionista de la huída al desierto de los primeros
monjes y monjas. Los monjes y monjas no huían porque el mundo fuese malo, al
revés si algo llegaron a entender los monjes antiguos era que los demonios los
llevamos dentro y fueron al desierto para enfrentarse con ellos ya que vencer a los
propios demonios era posibilitar el florecimiento del hombre nuevo que inauguró
Jesús con su vida, muerte y resurrección. En definitiva si el monje huía al desierto
era buscando libertad para bajar a las profundidades de su ser y buscar a Dios en el
combate y desenmascaramiento de todas las idolatrías –personales y sociales– que
impiden que se establezca el auténtico reino de Dios en la tierra y en cada uno en
concreto, y también para descubrir que significa vivir como hijos de Dios.
Tanto se ha acentuado en la vida monástica el huir del mundo, que podemos haber
terminado confundiendo lo que es un talante de vivir en libertad –incluso de nosotros
mismos–, con un lugar físico y una actitud de rechazo, miedo o sospecha ante la
vida y lo humano. Esta mentalidad estaba favorecida por el contexto cultural en que
nació y se desarrolló el monacato, fuertemente marcado por el dualismo neoplatónico y el puritanismo estoico que fue asumido en gran medida por el
pensamiento cristiano de los primeros siglos al pasar de un contexto bíblico y semita
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a un contexto greco-latino que necesariamente constituía el “imaginario” cultural de
los nuevos cristianos procedentes del paganismo.
En esta mentalidad cultural se desarrolló la mayor parte del pensamiento cristiano de
los primeros siglos y también de los primeros monjes, y esto ha sido así a lo largo de
muchos siglos hasta que la teología inició un retorno a las fuentes bíblicas y el
conocimiento del contexto semita no-dualista en que nació y se escribió la mayor
parte de los textos bíblicos y la experiencia vital de Jesús de Nazaret.
Un nuevo monacato para un nuevo paradigma
Para mí, cada día resulta más claro que tenemos que –por fidelidad a nuestra
vocación y a nuestro tiempo–, cambiar nuestro paradigma monástico que en gran
medida sigue siendo deudor del imaginario greco-latino en que nació: dejar en la
historia de la espiritualidad monástica las concepciones, conceptos, filosofías,
teologías, espiritualidades y formas de vida forjadas en un mundo pre-moderno y
atrevernos a reinventar la vida monástica desde el contexto evangélico no-dualista
como si fuésemos los mismos Antonio, Pacomio, Benito de Nursia o Roberto,
Alberico y Esteban pero nacidos el 1 de enero de 2000 e imbuidos, no de una
mentalidad neo-platónica vestida de neo-escolástica y pensada para un mundo
dependiente y en subordinación de lo religioso (mundo heterónomo), sino del
imaginario de la sociedad de la ciencia, la informática, las tele-comunicaciones, la
democracia, la libertad y la igualdad, la autonomía personal y la valoración de lo
humano y de todos los ámbitos del conocimiento, en un mundo post- Auschwitz que
ha puesto en cuestión el concepto Dios heredado de la tradición de la que venimos
hablando y ha puesto de relieve que sólo puede tener sentido en este mundo un
Dios encarnado y expuesto a la debilidad humana y solidario hasta la muerte. Un
mundo, en donde las grandes utopías colectivas se han estrellado, han perdido su
significado o han fracasado estrepitosamente, dejando paso a un mosaico de formas
personalizadas y provisionales, no acabadas y sin pretensión de universalidad, que
convierten al pluralismo cultural de “lo humano” y “lo cósmico” en los protagonistas
de nuestro tiempo y en los únicos lugares teológicos posibles (mundo autónomo).
Por lo tanto desde aquí es desde donde se puede reinventar la vida monástica. Si el
Dios Omnipotente ya no es el centro del mundo en este centro se ha colocado el
Hombre: “lo humano”; y dado que creemos en un Dios encarnado que nos ha
mostrado que “lo humano” es el lugar donde habita Dios –su templo, su morada–, el
ámbito humano debiera ser el único terreno sagrado para el monje y monja que
busca a Dios.
En una teología de la Encarnación se pueden hacer dos afirmaciones que tienen
consecuencias muy distintas:
1- Jesús es Dios: En esta afirmación se supone que conocemos lo que es
Dios por medio de las concepciones filosóficas (fundamentalmente
griegas), meta-físicas, y fenomenológicas (Otto, Eliade, etc.) que
previamente hemos conocido. En este caso aplicamos a Jesús algo
previamente conocido y le aplicamos los atributos que colocamos a Dios:
Omnipotencia, Omnisciencia, Eternidad, Justicia, etc. De aquí se deriva la
divinización del ser humano y un camino “imposible” de superación de lo
humano para alcanzar a Dios porque se basa en un “voluntarismo” de
signo ascético que rechaza por malo el cuerpo y sus apetitos y que genera
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grandes sentimientos de culpabilidad, dando valor moral a lo que no lo
tiene: sentimientos, deseos, afectos y desafectos, sueños, gustos, etc. El
ser humano es un exiliado (el mundo como destierro) que tiene que volver
a su patria (el cielo como paraíso perdido) por lo que “lo humano”, “el
mundo” queda desvalorizado y ajeno a la entraña más profunda del ser.
2- Dios es Jesús: En esta afirmación decimos que el único acceso que
tenemos para conocer a Dios es Jesús; y que en su vida, obra, actitudes,
sentimientos y opciones podemos conocer el corazón de Dios porque es
un corazón humano. De aquí se deriva no la divinización del hombre, sino
la humanización de Dios. Es el reconocimiento de que sólo el trabajo por
ser cada día más humanos y por humanizar el mundo en todos sus
aspectos, constituye la auténtica adoración en Espíritu y Verdad. Aquí no
se generan sentimientos de culpabilidad por el hecho de ser simplemente
humanos. Al revés, este camino toma en serio que la fuerza de Dios
trabaja a través de la debilidad humana. El mundo es el regalo de Dios al
hombre (el mundo como casa propia) que ha sido hecho para que culmine
la creación empezada: con su trabajo, su creatividad, su filiación divina
inscrita en su mismo ser persona (hecho a imagen y semejanza) y el
desarrollo de la fraternidad al constatar que somos seres sociales y unidos
en una casa y destino comunes a todos.
La vida monástica, como la mayor parte de la espiritualidad cristiana, puso el
acento en la primera afirmación y de ahí derivó su forma de concebir la vida y
el proceso de conversión como una divinización del monje. Multitudes de
monjes y monjas a lo largo de la historia pusieron en ello sus energías y su fe,
y a pesar de su imposibilidad ontológica, alcanzaron su objetivo de una forma
paradójica: pues terminaron aprendiendo que la divinización que buscaban
por su renuncia a lo humano, sólo la alcanzaron cuando más brilló su
humanidad.
Hasta hace muy pocos años, y quizás en algunos aspectos aún hoy, el rechazo de lo
humano: los afectos, iniciativas, singularidades, sentimientos, gustos y deseos, en
nombre de Dios, suponían una dificultad añadida a la maduración humana y
espiritual de los sujetos, y a su felicidad en la vida comunitaria. Es más, el concepto
de ser felices muchas veces se ha considerado una traición a la vocación monástica
que se ha vivido como una vida de sufrimiento para reparar el pecado del mundo.
Esto es una deformación de cualquier vocación cristiana, que siempre tiene que ser
una búsqueda de la plenitud para vivir como hijos de Dios y en su compañía.
Alejándose de una buena parte de la tradición monástica –sobre todo benedictina–,
la acentuación de la pecaminosidad de la persona y del mundo, junto con las ideas
de reparación, sacrificio, mortificación, hicieron que se perdiera del horizonte el
núcleo central de toda vocación cristiana: la caridad fraterna, y con ella el distintivo
de toda comunidad cristiana: ¡mirad como se aman! Que sigue siendo el testimonio
definitivo que puede dar (la comunidad) para anunciar de una forma creíble al Dios
en quien cree.
Ahora se trata de asumir la segunda afirmación, Dios es Jesús, y de configurar la
vida monástica desde ella, pues al margen del hecho cristiano, este camino se hace
comprensible para todos –seamos creyentes o no– porque toma en serio al ser
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humano sin condenarlo a intentar ser algo distinto a sí mismo. Lo único que en
definitiva separa a un creyente de un no-creyente es el horizonte que tiene: que para
el no-creyente está cerrado (todo acaba con la muerte), y para el creyente está
abierto (terminaremos en manos de Dios). Hasta ese momento el camino es común
a ambos y es bueno hacerlo notar: en cuanto seres humanos tenemos los mismos
problemas que enfrentar, los mismos desafíos, las mismas preguntas, las mismas
dudas, los mismos sentimientos, el mismo dolor y la misma alegría, los mismos
fracasos y los mismos éxitos. Por ello siempre es posible mantener el diálogo y la
ayuda mutua para procurar una vida mejor y más feliz para todos.
Quizás esto suene como algo novedoso. Hay que decir que no es un camino nuevo
en el monacato, en realidad es la vía escogida por los monjes y monjas místicos de
la tradición de los siglos XII, XIII y posteriores: La humanidad de Jesús (el corazón
humano de Dios) con todo lo que ello implica. Sin embargo esto hay que colocarlo,
formularlo, comunicarlo y vivirlo en el contexto cultural en que nos movemos. Este
camino creo que enlaza profundamente con el imaginario de la modernidad que
pone “lo humano” en el centro, aún cuando desde la experiencia de la segunda
guerra mundial y el holocausto –recientemente reproducido en los Balcanes y tantas
guerras en el mundo–, también mira “lo humano” con cierto distanciamiento y
desencanto al haber constatado los trágicos límites que la emancipación humana ha
producido. Pero esto, lejos de ser algo negativo, ha terminado de colocar las cosas
en su sitio: “Lo humano” tampoco puede ser un ídolo (que implica una divinización
falsa), sino un terreno expuesto a la propia contradicción humana, capaz de lo mejor
y también de lo peor.
Reinventando el monacato
¿Cómo podemos vivir plenamente como monjes y como personas del siglo XXI en
un estilo de vida que aúne la modernidad (en cuanto paradigma vigente) y la vida
monástica sin tener que renunciar a ninguna de ellas y logrando que se fecunden
mutuamente?
Sólo quien ha asumido la vocación monástica y se siente implicado en la historia de
la evolución humana e se identifica con ambas puede plantearse como vivir esta
aventura. Porque todos (creyentes y no-creyentes) estamos en el mismo mundo y
nos enfrentamos a los mismos problemas de la vida, es necesario conocer y utilizar
el lenguaje común con el que se expresan las ideas, sentimientos y esperanzas, las
certezas y las dudas, la las búsquedas y los hallazgos, un lenguaje que tiende
puentes y no dificulta la comunicación entre seres humanos de igual dignidad.
Debemos preguntarnos si cuando entramos en el monasterio las renuncias que
hacemos para adaptarnos a una comunidad concreta, a una forma totalmente
distinta de vivir, a una nueva escala de valores y a una postergación de nuestras
voluntades; no arrastra consigo también un olvido o abandono de nuestra genuina
creatividad y un desarraigo de las raíces culturales de donde partimos. Muchas
veces me han comentado que algunas formas monásticas denotan una falta de
conocimiento y sensibilidad de la realidad que vive la sociedad; y ello es un
problema para la comunicación porque existen dos lenguajes paralelos que no
terminan de encontrarse.
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-Un lenguaje nuevo en las palabras y en los hechos:
¿Porqué al lenguaje y a las formas monásticas les cuesta tanto desprenderse de
conceptos teológicos, eclesiológicos, espirituales y filosóficos, que no se
corresponden con el discurso antropológico y filosófico del mundo y de la persona de
hoy día? Cuando hablamos fuera de los círculos mas o menos allegados a la vida
monástica, nuestra forma de hablar parece sacada de un libro de historia, nuestros
gestos de un manual de protocolos medievales, nuestros discursos de una retórica
antigua adornada con algunos conceptos modernos pero que en el fondo están
como traídos por los pelos, porque pertenecen a un paradigma que no se refleja en
la actual estructura monástica.
Creo que esta es la paradoja del monje y monja de hoy: por historia, por cultura, por
proveniencia, pertenecemos al mundo de hoy; pero por seguir nuestra vocación nos
hemos metido en un mundo de ayer y vivimos un íntimo drama en el que muchas
veces violentamos nuestras convicciones mas íntimas en aras de la tradición, en
aras de “lo monástico”. Cuantos problemas de la vida comunitaria tienen su origen
en la coexistencia no clarificada de dos paradigmas de vida vividos en paralelo: las
exigencias de una mentalidad moderna crítica (autónoma), y la institucionalización
de una mentalidad clásica que pone el máximo de la perfección en la obediencia
ciega y el olvido de sí (rechazo de la autonomía humana y exaltación de la
heteronomía religiosa).
Cuando se recurre a: “esto es monástico” y “esto no es monástico” se parte de unos
prejuicios “monásticos” que tienen más que ver con la costumbre de siempre, con el
lenguaje de siempre, la estética de siempre (que por otro lado “nunca” han sido “de
siempre”) que con la oportunidad o adecuación a las circunstancias de las acciones
y discursos en cuestión. Tenemos que liberar nuestra mente de cualquier forma
preestablecida y preguntarnos por el significado de lo que hacemos y para qué lo
hacemos. Hay monjes y monjas que han cambiado y cambian la forma de pensar la
vida monástica para nuestro tiempo; el problema es que siguen siendo
individualidades, a veces incluso mal vistas, y menos aún comprendidas, por sus
hermanos y hermanas.
- Una vida monástica des-clericalizada:
Uno de los principales factores que más ha contribuido al punto anterior así como a
hacer perder al monacato mucha de su libertad y originalidad, es la fuerte
clericalización que existe en el mundo monástico.
Antes de abordar este punto tengo que aclarar que entiendo por clericalización: no
me estoy refiriendo al hecho de que muchos monjes sean sacerdotes. Si esto fuera
así, me estaría refiriendo sólo a la vida monástica masculina y estaría diciendo que
el monje no debería ser sacerdote: no es esto lo que quiero decir, no existe
incompatibilidad entre vida monástica y sacerdocio; aún cuando tampoco creo que
se deba sostener que la cumbre del monacato es el sacerdocio. Son vocaciones
distintas aunque puedan ser complementarias. No es el sacerdocio lo que da la
plenitud a la vocación monástica, sino que esta es la que definiría en que forma
peculiar se vive la vocación sacerdotal en una comunidad de hermanos: un
sacerdocio des-clericalizado.
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La clericalización afecta tanto al monacato masculino como al femenino y se refiere
al proceso histórico que vivió la iglesia a partir del siglo III y sobre todo del IV en el
que se fue creando una paulatina institucionalización en estratos sociales que
terminaron ocultando la fraternidad de la comunidad cristiana para privilegiar los
cargos de servicio a la comunidad como la esencia misma del ser cristiano.
La clericalización en un sentido amplio es uno de los grandes problemas de la
sociedad actual: las personas no se valoran por su propio ser, si no en función de lo
que hacen. Por ello la comunidad monástica debe vivir un concretizado espíritu
fraterno:
- Una marcada jerarquización en la comunidad es un atentado contra la
fraternidad.
- Un abadiato concebido como un poder paternal absoluto es sencillamente
no-cristiano.
- Una comunidad en donde no funcione una sana subsidiariedad en clave
horizontal (y no sólo vertical) será muy observante pero tenderá a
infantilizar a los monjes ahogando la creatividad y responsabilidad
personal.
- La comunidad monástica debe reflejar en todos sus aspectos la realidad
de una fraternidad cristiana, en donde el menor tiene la misma
consideración que el mayor y ambos se sienten al servicio uno del otro.
Una des-clericalización efectiva en la vida cotidiana de las comunidades que debe
tener también un reflejo hacia fuera, al lugar que ocupe el monasterio ante la
sociedad:
-Vivir una Fraternidad abierta al otro y a la Historia:
Es muy importante que la formación permanente de las comunidades se desarrolle
no sólo a nivel religioso y teológico, sino que exista una mínima información
científica, literaria, musical, artística, filosófica, política, sociológica, antropológica,
económica, en definitiva en todo lo que conforma la actividad humana de una
sociedad y un pueblo concretos, en una época determinada. Esto es así porque
nuestro Dios es un Dios encarnado y al ser un Dios encarnado debemos pulsar el
latido del corazón del mundo que nos toca vivir ya que como apuntaba arriba el lugar
sagrado ya no es el templo sino la Vida y en ella es donde Dios se manifiesta para el
las personas de hoy. Popularmente cuando se pronuncia la palabra monje
enseguida viene a la mente la fuga Mundi: los monjes son los que huyen del mundo
para no contaminarse y para ello crean su propio mundo con sus propias reglas y
comportamientos, en una sociedad cerrada y a salvo de la nefasta influencia
externa.
Somos, para muchos de nuestros contemporáneos, una élite que se separa y se
encierra en una especie de torre de cristal y, desgraciadamente, a veces damos esa
impresión porque vivimos sin Espíritu, ahogados por las pequeñeces y roces
comunitarios que pueden terminar por hacer que nos ahoguemos en un vaso de
agua. Cuando se rechaza el contacto con la vida real que llega a nuestros
monasterios a través de la hospedería, de conferenciantes, de expertos en distintas
materias, de sacerdotes, laicos y miembros de otras congregaciones, de miembros
de otras creencias o increyentes, porque incomodan o cuestionan nuestras
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seguridades; cuando existe una censura o una ausencia notable de información
(periódicos, revistas, literatura contemporánea y ensayo, etc.), o una filtración
excesiva de lo que se comunica en comunidad o se pone a su disposición, de tal
manera que no se puede conocer cuales son los debates reales, las tendencias de
pensamiento, los argumentos que dirimen unos y otros, las formas de pensar, de
sentir y de expresarse de la sociedad; nos vamos alejando del corazón del mundo
en donde se manifiesta el Dios encarnado, y nuestra espiritualidad se puede
ensimismar y dejar de ser cristiana para centrarse en un perfeccionismo
individualista estéril.
Vivir en comunidad es uno de los grandes testimonios que aporta la vida monástica,
en una sociedad que cada día esta más marcada por el individualismo, las familias
monoparentales, la separación de las generaciones y la incomunicación entre las
personas. Pero vivir en comunidad para nosotros debe partir de haber
experimentado y gustado que bueno ha sido el Señor con nosotros. Haber
experimentado a Dios de una forma privilegiada en algún momento de nuestra vida
es lo que nos va a permitir comprender que significa ser constructores de una
comunidad cristiana concreta y hermanos de toda la humanidad. Por ello la
comunidad monástica debe ser una comunidad abierta, practicando una acogida sin
exclusiones e incluso más disponible para los que socialmente son excluidos o
rechazados. El monasterio no debe ser sólo un lugar para rezar o retirarse unos
días, sino una escuela de humanidad donde el sufrimiento humano pueda encontrar
un desahogo y una compañía que ayude a aliviar las penas y reconcilie a las
personas con la vida.
-El monasterio como laboratorio de humanización:
El horizonte del monje es infinito, pero a veces lo hemos restringido a los límites de
nuestra clausura. La clausura monástica nunca puede ser un parapeto contra la vida
que siempre fluye, al revés debe de ser un “amplificador” en donde resuenen y se
lean desde Dios las grandes cuestiones que afectan a la sociedad; un “convertidor”
capaz de descodificar el paso de Dios por el mundo en cada momento.
Una pregunta que deberíamos hacernos cada uno es cual es nuestra experiencia de
Dios y si hemos experimentado en propia carne lo que significa la misericordia de
Dios, porque lo único que podemos compartir es aquello que hemos vivido y que nos
hizo mirar la vida y lo humano de forma diferente. ¿De que sirve saber mucha
teología, tener mucha piedad, ser muy cumplidor de las normas y leyes, conocer la
tradición monástica y los dichos de los padres… si permanecemos inmunizados ante
la Gracia porque mantenemos un corazón de piedra, que es incapaz de
compadecerse ante la debilidad propia y de los demás y reconocer que la fuerza de
Dios sólo se realiza en la debilidad?
- El monasterio como modelo alternativo de las relaciones eclesiales:
Muchas veces en mi vida monástica he oído como el monasterio intenta
reproducir el espíritu de la Iglesia primitiva. Esto es: antes de que se produjera el
fenómeno de la progresiva clericalización eclesial; sin embargo es contradictorio que
se busque vivir el espíritu fraterno de las primeras comunidades, con el
mantenimiento de una estructura heredada de las fases iniciales de ese proceso.
Actualmente me parece que uno de los grandes desafíos de la vida monástica y
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concretamente del benedictismo es desprenderse de una concepción monárquica de
la vida comunitaria. Hace ya muchos años que Benito García Colombás publicó un
artículo en el que estudiaba la figura del abad como padre tal como lo presenta la
Regla. Él demostraba cómo en un contexto anti-arriano San Benito acentuó
exageradamente este aspecto con una consecuencia muy grave: la figura del abad
quedaba fuera y por encima de la fraternidad. Esto acentuó la fisionomía monárquica
de la comunidad benedictina y se fue proyectando hacia abajo: a toda autoridad en
la comunidad (abad, sacerdotes, maestros, encargados, etc.) con lo que la
fraternidad se fue diluyendo en una progresiva paternidad que dificulta las relaciones
horizontales y establece unas jerarquías comunitarias que reproducen en pequeño lo
que vive la Iglesia a niveles mayores. Este modelo eclesial es ajeno al espíritu
monástico, y un servicio que podría hacer el monacato a la Iglesia es precisamente
mostrar una alternativa a esta forma de concebir la autoridad eclesial desde una
auténtica fraternidad que incluya al abad y a los hermanos. Nos dice el Evangelio
que no llamemos a nadie padre; que el que quiera ser primero sea el último; que el
que gobierna las naciones las oprime y que no sea así entre nosotros. Si no
llamamos a nadie padre es porque cada monje debe de sentirse responsable y
solícito de su comunidad y de entre los propios hermanos elige a uno para que
pueda llegar a donde él no puede, pero este sigue siendo un hermano, un miembro
de la fraternidad, expuesto a las mismas debilidades que los otros y como todos
acogido a la misericordia fraterna, a la que sirve con sus luces y sus sombras, pero
que no sustituye a esta en la responsabilidad personal que debe existir en cada
monje y monja como adultos dueños de su propia vida y en este sentido autónomos,
e interdependientes de sus hermanos por vocación.
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Un diálogo abierto con las búsquedas humanas:
Si el monasterio es donde se busca a Dios y como hemos visto Dios tiene un
corazón humano, las búsquedas y preguntas de las personas que se acercan al
monasterio deben encontrar un eco en el corazón del monje/a. Un eco que quizás
debería reflejarse en el modo de vivir del monasterio, de afrontar la liturgia, de
organizar las hospederías, de disponer de espacios para ofrecer a quienes desde
otras perspectivas o creencias realizan un esfuerzo para el bien de otras personas,
para que el mundo sea más humano y más consciente de la interrelación entre
todos. En esos espacios la presencia humilde de los monjes/as pueden ser un
precioso testimonio del sentimiento de fraternidad con el mundo en sus búsquedas,
y que pueden además enriquecer e iluminar la propia búsqueda del monje en una
interacción que no debe evitarse por miedo o acomodación.
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Una acogida de acompañamiento integral de la persona.
Cuantos se acercan a un monasterio traen su propia historia, sus propias
angustias, problemas y cansancios, tanto físicos como psíquicos. Muchas veces son
personas a las que la sociedad rechaza o excluye, personas que no encuentran un
espacio donde sentirse acogidos y reconocidos en su dignidad de seres humanos e
hijos de Dios. El monasterio debería estar especialmente abierto para las personas
que necesitan descansar de la carga de su vida, de su enfermedad, de su angustia,
de su soledad. A veces se confunde una hospedería monástica con una casa de
ejercicios o de retiros espirituales, y aunque también se puede cumplir esa misión,
hay que tener claro que una hospedería va más allá de ese tipo de acogidas. Estar
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abiertos para las pobrezas humanas manifestadas en la vida de tantas personas que
no saben guiarse, que no se soportan así mismas y por ello están en guerra con el
mundo. Personas que han olvidado lo que es ser tratados con respeto y cariño.
Personas que no pueden creer en un Dios bueno porque la vida les ha machacado.
Personas que buscan un motivo para seguir adelante y para creer en sí mismas.
Pero para hacer esto hace falta que los monjes y monjas nos sintamos parte de esa
humanidad herida y seamos capaces de mostrar nuestra propia debilidad como el
lugar donde se realiza la salvación de Dios: como el lugar de la revelación de lo que
estamos llamados a ofrecer a los demás, haciendo de nuestra carencia oferta de
vida.
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Posibilitar activamente todo cuanto produzca Vida en la sociedad y
necesite un espacio para nacer y desarrollarse:
El monasterio es un lugar de Vida, y como tal debe tener una sensibilidad muy
acentuada ante todos los signos de vida que perciba tanto dentro como fuera de la
comunidad y comprometerse a su propio nivel con esos signos que percibe. En un
mundo que está muy condicionado para poder actuar muchas veces con libertad a la
hora de desarrollar los signos de vida, el monje y la monja han elegido ser libres
para poder hacerlo en nombre de todos. Creo que no hay nada más anti-monástico
que una vida sujeta exclusivamente a las normas del status quo ya sea el de la
sociedad y sobre todo de la Iglesia. No debemos olvidar que nuestra razón de ser
última fue vivir de forma alternativa en una Iglesia que se iba clericalizando
progresivamente y alejándose de los valores de la fraternidad que habían
caracterizado a las primeras comunidades cristianas. Los monjes/as deberíamos ser
para una Iglesia que muestra a veces rasgos acomodaticios con el status quo y
actitudes que se aproximan a un puritanismo y fariseismo excluyente, una
conciencia crítica con nuestra forma de vivir la fe y de promover la vida a nuestro
alrededor aún en contra de directrices de la misma jerarquía de la Iglesia que
pueden coartar la libertad de los cristianos para discernir sobre lo que el Espíritu
está pidiendo a la propia Iglesia con las cosas que están pasando en todos los
campos de la actividad humana: ciencia, política, pensamiento, economía, ecología,
arte, historia, movimientos sociales y sus derivaciones para la vida concreta de los
pueblos.
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Conclusión: Testigos en comunión con el mundo:
La única manera de ser testigos en comunión con el mundo es saber que
pertenecemos al mundo de una forma absoluta y asumido esto, testimoniar que no
es desde el ejercicio del poder, el dominio económico y el prestigio ante los
poderosos y sabios que vendrá el Reino de Dios para todos. Las tentaciones que
Jesús rechazó en el desierto para llevar adelante su misión siguen siendo las
tentaciones a las que a veces a sucumbido la Iglesia, por eso los primeros monjes
se marcharon al desierto; es posible que la vida monástica haya terminado
sucumbiendo a ellas muchas veces. Son las formas de entender las cosas desde
arriba, bien sea personal, social o eclesialmente entendidas. Sin embargo sólo
desde abajo: desde el no-poder, desde la debilidad y el servicio, desde el anonimato
del amor en acción es como el Reino estará presente para todos, ablandará los
corazones endurecidos y nos hará ser lo que somos y estamos llamados a ser:
maestros de humanidad e hijos del Dios que se revela en Jesús; el Dios que tiene un
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corazón humano.
ENRIQUE MIRONES DÍEZ, OCSO
Sobrado dos monxes, 1 de octubre – 2 de setiembre de 2005
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