QUE NOS ENSEÑA LA TRADICIÓN MONÁSTICA

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“Qué nos enseña la tradición monástica”1
Buenos días a todos, ante todo quisiera agradecer al Sr. Presidente de la Semana
de Estudios Monásticos, P. Joan Carles Elvira, y a la junta el que hayan querido contar
conmigo para dar esta ponencia.
Este trabajo intenta recordar algunos elementos de la espiritualidad monástica
que han sido de inmensa ayuda para el crecimiento espiritual y humano de las personas
a lo largo de la historia. Unos elementos tan atrayentes para vivir la vida espiritualidad
que hacían, que cientos de personas, se acercaran al desierto en busca de una palabra de
sabiduría. De todos nos es conocida la famosa frase: Padre, dame una palabra de
salvación.
Como ha dicho, el hermano Henrique en la presentación, desde el ministerio de
ayudar a parejas con problemas (incluso violencia de género) uno puede constatar que
las personas que han llevado una vida espiritual cuyo contenido incorporaba los
elementos de la espiritualidad monástica, han salido adelante en medio de muchas
dificultades, incluso en situaciones, a menudo bastante dramáticas, sin requerir ayuda
médica especializada.
Esta experiencia continuada, de que todas las personas que han vivido nuestra
espiritualidad han salido adelante en medio de grandes dificultades, es lo que me hace
ver el potencial y la eficacia de muchos elementos de la espiritualidad monástica para el
momento actual. Y por ello, voy a señalar algunos de estos elementos que considero
más necesarios para nuestro momento histórico actual.
1.- Espiritualidad monástica ¿un camino espiritual para tiempos
convulsos?
A la pregunta formulada, la respuesta que cabría dar es sí.
Si observamos la historia monástica, el fenómeno del monacato siempre surge o
resurge en tiempos de gran convulsión, tanto moral, social como religiosa.
La razón de este resurgir del monacato en situaciones históricas decadentes se
debe a que la esencia del monacatos es la de vivir el cristianismo en radicalidad. La
vocación monástica responde al deseo de poder vivir todas las virtualidades que nos da
nuestra vocación bautismal. Esta es la razón que explica que una de las motivaciones
que hacer florecer el monacato antiguo es el hecho de que algunos cristianos, que dentro
de una sociedad que les ahogaba e impedía vivir el cristianismo, se alejaran a lugares
provistos de unas condiciones propias para poder desarrollar su vocación cristiana sin
estar condicionados por la sociedad.
Es este deseo de muchos cristianos de querer vivir con pureza y radicalidad su
vocación bautismal, el que hace que se pueblen los desiertos de monjes, sobretodo en
momentos sociales convulsos. Posteriormente serán otras motivaciones, como el deseo
de martirio o de una mayor perfección, las que alienten el desarrollo de la vida
monástica. Pero la motivación principal es la de poder vivir con pureza las exigencias
del bautismo.
Esta realidad de que en tiempos convulsos los cristianos se hacen monjes para
vivir su vida cristiana, se da en los distintos momentos históricos del monacato, no sólo
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Este escrito está elaborado a partir de la transcripción de la ponencia oral, por lo que la redacción de
algunos puntos no tiene la fluidez ni claridad propias del discurso oral al intentar esquematizar puntos que
en la ponencia estaban más entremezclados.
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en los primeros siglos. Recordemos cómo en la reforma cisterciense, ya en el siglo XII,
son muchos los que acuden a los monasterios con el único deseo de librarse de los
afanes temporales para dedicarse a Dios. Podemos comprobar cómo el hermano
pequeño de San Bernardo se niega a ocuparse de la administración de los bienes
temporales, mientras sus hermanos se ganan el cielo. Incluso posteriormente el mismo
padre de San Bernardo ingresa en el monasterio.
Este deseo de vivir con pureza la vida cristiana en un lugar que lo favorezca es
lo propio de la vida y espiritualidad monástica. Y hoy estamos en condiciones históricas
convulsas que hace que en el hombre surja este deseo de Dios y de poder vivir una vida
que propicie el encuentro con el Señor. Por ello nuestra vida y espiritualidad es hoy más
actual que nunca.
2.- Elementos que hacen de la vida y espiritualidad monásticas
una espiritualidad para tiempos convulsos.
2.1.- Una espiritualidad antropológica.
En tiempos de crisis la secuela que más claramente se manifiesta en el hombre
es su gran desestructuración interior, una persona rota. En todo momento histórico
donde ha habido una convulsión social, moral, política, religiosa… la secuela más
patente es que el hombre queda roto, desorientado y desencantado para encontrar la
felicidad. En nuestra sociedad actual es patente este daño en la persona y en especial en
nuestros jóvenes. ¡¡¡Estamos muy rotos!!! Es una realidad que todos podemos constatar.
Un magnífico estudio sobre la situación antropológica de nuestros jóvenes, lo presento
ayer Pedro. En su ponencia nos remarcó algunas notas de esta fragilidad personal como
la falta de voluntad, el desencanto, etc… Pues bien, justamente cuando la persona está
psicológicamente tan agotada, la espiritualidad monástica se presenta como apetecible
porque responde a una espiritualidad netamente antropológica.
Algunos de los ideales de los Padres eran el paraíso recobrado, la apatheia, el
hombre nuevo. Toda una reconstrucción del ser humano para vivir en plenitud y
armonía conforme al plan de Dios. Un hombre nuevo y plenificado inmensamente feliz
porque posee a Dios y está en comunión con Él. De esta comunión profunda, que revive
la comunión de los orígenes de la creación pero elevado a la calidad de hijos en Cristo,
se deriva la comunión con toda la creación. Esta imagen del paraíso recobrado y
elevado por el Misterio de Cristo y la entrega de su Espíritu para hacernos hijos en Él,
reaviva los deseos de felicidad y de plenitud del hombre roto y sufriente por los avatares
de la vida.
Pero la espiritualidad de los Padres del Monacato, no sólo hace vibrar al hombre
con este ideal tan hermoso, sino que en su modo de plantear la espiritualidad, hace
apetecible la andadura espiritual al presentarla de un modo antropológico. Este modo
antropológico tiene dos aspectos que caracterizan la espiritualidad de los padres.
En primer lugar podemos destacar que los padres ven la vida espiritualidad
como una búsqueda vital y no como un esquema mental o ideal a conseguir o al que
habría que conformarse.
Frente a los esquemas espirituales que surgen en la escolástica y posteriormente,
sobre todo a partir del siglo XVII cuando la moral estructura la teología espiritual, la
espiritualidad monástica se presenta como un búsqueda, un retorno. Una búsqueda de
Dios y un retorno a Dios. No aparece como un esquema que hay que conseguir sino
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como un camino dinámico hacia el encuentro con Dios y la plenitud humana. Para un
ser humano cansado y agotado, presentar su felicidad como un esquema sublime que
hay que realizar se hace más agobiante y difícil, pero presentar su felicidad de un modo
dinámico, que permite crecer y recomponerse, se hace no sólo atrayente sino incluso
necesario.
Toda la espiritualidad de los padres del monacato concibe la espiritualidad como
esta búsqueda y este retorno. Así lo asume N.P. San Benito cuando en el capítulo 58 de
la Regla muestra que el monje es el que “verdaderamente busca a Dios” (v.7). Esta
búsqueda de felicidad y ese proceso dinámico y dialogal de la búsqueda de Dios aparece
mucho más claro en toda la estructura del Prólogo de la Regla. Mostremos algunas
frases: “¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea gozar de días felices?” (v.15);
“¿Qué cosa más dulce para nosotros, hermanos carísimos, que esta voz del Señor que
nos invita? (v. 19); “Ved con cuanta piedad nos muestra el Señor el camino de la vida”
(v.20); “Si queremos habitar en la morada de su reino, no llegaremos a ella si no
corriendo con las buenas obras” (v. 21); “Mas preguntemos al Señor…” (v. 23); Tras
esta pregunta, hermanos, oigamos al Señor que nos responde…” (v. 24); “corramos y
practiquemos…” (v. 44); “Vamos a establecer una escuela del Divino servicio, en cuya
institución no esperamos ordenar nada duro, nada penoso” (v. 45-46); “pero por el
progreso en la vida monástica y en la fe, dilatado el corazón, córrese con inenarrable
dulzura de caridad, por los caminos de los mandamientos del Señor” (v. 49). Con estas
frases podemos ver cómo los verbos: “correr”, “preguntar”, “responder”, dibujan un
modo espiritual profundamente dinámico e interpersonal; y cómo las expresiones:
“gozar días felices”, “no ordenar nada duro y penoso”, “dilatado el corazón”,
“inenarrable dulzura de caridad”, muestran que el camino espiritual es profundamente
humano y plenificador.
Lo propio de la espiritualidad monástica es presentar el camino espiritual como
un camino profundamente dinámico, una búsqueda. En el monacato no se busca una
perfección, se presenta la búsqueda del mismo Dios, la posesión de Cristo, que como
consecuencia nos va perfeccionando. Pero el telón de fondo de la espiritualidad de los
padres no es un esquema de perfección, sino la búsqueda y vuelta a Dios.
El segundo aspecto consiste en que en toda esta búsqueda de Dios, se da a su vez
un conocimiento del hombre en dos dimensiones: el conocimiento de su pobreza y el
conocimiento de su riqueza. Y es precisamente en este conocimiento de si mismo donde
nos vamos encontrando con Dios. La reconciliación con Dios lleva a la reconciliación
consigo mismo, con los demás y con el entorno. Es volver al paraíso donde en un
principio todo estaba ordenado por la amistad con Dios.
La pobreza del hombre es el lugar por antonomasia del encuentro con Dios.
Lugar donde recibimos su Redención y su Amor en nuestras heridas producidas por el
pecado. La pobreza y el pecado se ven como lugar privilegiado del encuentro con Dios.
Quizás es este un punto de los más importantes para forjar una espiritualidad para el
hombre de hoy: La pobreza y el pecado como lugar del encuentro con Dios y su Amor.
Veamos algún comentario sobre el tema. Isaac el Sirio decía: “El que es capaz de
reconocer sus pecados es mas grande que el que por su oración resucita a un muerto;
el que durante una hora es capaz de lamentarse y llorar los errores de su vida es más
grande que el que imparte sabias lecciones sobre el universo; el que reconoce sus
debilidades es mayor que el que tiene visiones de ángeles; el que sigue a Jesús en
soledad y compunción es más admirable que el provoca incendios de entusiasmo con su
palabra en las iglesias.”
Y la riqueza son los dones de Dios que tienen que ser transfigurados por el
Espíritu Santo para que Dios obre a través de ellos y transformar así la creación. Esta
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invasión del Espíritu en el hombre en todas las dimensiones humanas constituían uno de
los grandes principios de los padres: llegar al hombre recreado, restaurado.
El único enemigo para asumir esta pobreza y esta riqueza es el miedo. El miedo
de sentir muchas veces el peso de nuestra humanidad que necesita y espera el Espíritu.
Un Espíritu que se da cuando hay un verdadero reconocimiento de nuestros dones y
carencias. Un reconocimiento de nuestra verdadera realidad para poder vivir en la
verdad y recibir al Espíritu de la Verdad que nos hace libres.
En todo este proceso de reconciliación del hombre consigo mismo y de
elevación por la gracia, todo gracias a la acción transformante del Espíritu, los monjes
antiguos tuvieron cono referencia dos grandes temas: La Cristología y la Gracia.
“Sólo lo que ha sido asumido, ha sido redimido” (S. Gregorio
Nacianceno, Ep. 101, 32)
Los padres del antiguo monacato se vieron involucrados de lleno en las
controversias cristológicas y las controversias sobre la gracia, y fueron los grandes
defensores de la doctrina católica sobre estos temas. Ellos sacaron mejor que nadie una
serie de principios teológicos que integraron en su espiritualidad para un correcto
desarrollo de la vida en el Espíritu.
El primer tema se refiere al famoso axioma cristológico: “Sólo lo que ha sido
asumido, ha sido redimido” (S. Gregorio Nacianceno, Ep. 101, 32). Esta frase se refería
a que Cristo tuvo que asumir todos las facultades humanas para que estos hayan podido
ser redimidos. Cuando en las controversias cristológicas algunos teólogos, como los
monoteletas o los monofisitas, afirmaban que en Cristo no había voluntad humana o
naturaleza humana, los grandes Padres de la Iglesia (que eran o habían sido en su
mayoría monjes) afirmaban con rotundidad que si Cristo no tenía voluntad humana, si
no había asumido la voluntad humana, ésta no había sido redimida. Con lo que nuestra
voluntad estaba fuera del ámbito de la salvación. De esta importancia del dogma de la
Encarnación, los monjes sacaron la consecuencia que toda la vida espiritual era un ir
asumiendo nuestra naturaleza para poder redimirla por el toque del Espíritu Santo; un ir
reconciliandonos al asumir nuestra naturaleza débil y quebrada por el pecado. Sólo lo
que se asume y se acepta se puede ofrecer al Señor para que lo sane y eleve.
Todo este proceso fue tomando forma doctrinal y ascética en conceptos como la
purificación del corazón; la lucha contra las pasiones, pensamientos o sentimientos; la
compunción. Sobre estos conceptos se realizaron grandes tratados monásticos que
explican cómo se va produciendo esta reconciliación antropológica. Escritos como las
Colaciones de Casiano, los Apotegmas de los padres de desierto, las obras de San
Basilio y otros grandes monjes contienen explicaciones más técnicas de estos conceptos
y cómo se realizan en la vida espiritual.
San Benito, que sintetiza y traduce toda esta doctrina de la tradición oriental,
sobre todo de Casiano y de San Basilio, a la mentalidad occidental, plasma este proceso
en el capítulo cuarto de la Santa Regla.
Para la mentalidad actual, más acostumbrada a los esquemas de perfección
cristiana desarrollada sobretodo en la teología espiritual de estos dos últimos siglos,
puede extrañar que algunos de los primeros instrumentos sean: “no matar” (v. 3), “no
cometer adulterio” (v. 4), “no robar” (v. 5). Pero todo este capítulo es un ir asumiendo y
elevando la naturaleza humana en todas sus dimensiones. Si leemos el capítulo, vemos
como a medida que se avanza en los instrumentos, San Benito va apuntando a
realidades más interiores y profundas como son los pensamientos, los sentimientos y
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una mayor perfección espiritual. Así tenemos instrumentos que aconsejan: “No
aborrecer a nadie” (v. 65), “no abrigar celos” (v. 66), “orar por los enemigos en el amor
de Cristo” (v. 72). Por otro lado encontramos instrumentos que se refieren al desarrollo
de la riqueza personal para el ejercicio y perfección de la caridad, como son: “regalar a
los pobres” (v. 14), “visitar a los enfermos” (v. 16), “practicar con obras todos los días
los preceptos del Señor” (v. 63”, “venerar a los ancianos” (v. 70). Y en el Prólogo de la
Regla tiene la gran afirmación: “Porque de tal suerte hemos de servirle en todo tiempo
con los dones que ha puesto en nosotros, que no sólo cual padre airado no desherede
algún día a sus hijos,” (v. 6). Aquí habla de los dones personales que hay que asumir y
practicar para que el Padre no nos desherede.
Así la regla benedictina pone de forma eminentemente práctica el ejercicio de
toda esta actividad de reconciliación antropológica que se encuentra más explicitada en
los padres. Por la vivencia y cumplimiento de los preceptos y espiritualidad de la Regla
el monje irá haciendo este proceso.
Este principio de reconciliación con la pobreza y riqueza es uno de los elementos
que más hacen vibrar y necesita el hombre actual, roto y con deseos de plenitud, para ir
sanándose.
Primacía de la Gracia. “Dame lo que pides y pídeme lo que quieras”
(S. Agustín, Confesiones 10, 26)
El otro gran principio teológico fundamental en la teología patrística se dio en
las controversias sobre la gracia, donde San Agustín fue el gran maestro, pero donde
monjes como San Próspero de Aquitania o San Fulgencio de Ruspe o el mismo San
Basilio, hicieron grandes aportaciones.
La gran controversia contra el monje Pelagio fue clarificando estos temas y
fueron muchos los monjes que se vieron implicados en estas discusiones teológicas. Sin
hacer una explicación teológica de este tema tan importante, podemos remarcar cual es
la actitud correcta para comprender cómo vivir la gracia, que ha quedado en la
espiritualidad monástica y en la Regla, y que es tan necesaria para replantear la vida
espiritual hoy día.
Los padres del desierto fueron testigos de cómo muchas personas que venían con
costumbres corrupta y muy arraigadas en sus vidas, eran trasformadas totalmente por la
acción del Santo Espíritu. De aquí que en el oriente monástico se fuera tomando
confianza en que allí donde el hombre ya no puede más, es el Espíritu el que lo socorre.
Eran conscientes de que el hombre tenía que llegar a una impotencia para que el
Espíritu empezara a tener el verdadero protagonismo. Y fueron muchas las personas que
vieron en el despoblado desierto, el lugar donde el Espíritu hacía maravillas. Del mismo
modo que en el desierto el Espíritu Santo hace maravilla, así también en el despoblado
de nuestra naturaleza herida el Espíritu hace grandes prodigios. De naturalezas
desérticas el Espíritu hace grandes vergeles donde florecen todo tipo de dones.
Es esta confianza y primacía de la gracia sobre nuestro pecado lo que va
forjando ciertos rasgos del modo de vivir la espiritualidad en los monjes. Esta primacía
de la gracia se vive sobre todo en la Liturgia donde el monje sólo tiene que introducirse
para ir siendo transformado. Y esta primacía de la gracia en la liturgia va configurando
la oración del monje.
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La confianza en que si Dios nos da sus dones puede luego trasformar al hombre,
la expresa San Agustín en Las Confesiones con la conocida frase: “Señor dame lo que
pides y pídeme lo que quieras”
Los monjes eran conscientes de que el ideal monástico superaba en todo a la
naturaleza humana y de que el socorro del Espíritu llevaba a plenitud y hacía posible
este ideal. De ahí que San Benito en el Prólogo de la Regla deje claro: “roguemos al
Señor que se digne otorgarnos el auxilio de su gracia, para lo que no es posible a nuestra
naturaleza” (v. 41). Y esto lo dice en relación al versículo anterior donde sólo expone
que el monje tiene que vivir los preceptos de la vida cristiana y para ello tiene que
prepararse: “por tanto, prepárense nuestros cuerpos y corazones para militar bajo la
santa obediencia de los preceptos”.
Los padres monásticos se dieron cuenta de que lo esencial consistía en enseñar al
monje a ser dócil a las a las mociones espirituales para que la gracia pudiera producir
estos milagros. Era necesario enseñar al hombre a confiar verdaderamente en Dios.
Descentrarlo de sí mismo para centrarlo en Dios: ¡¡¡Sólo Dios es Dios!!! Por el pecado
original el hombre se coloca como centro de su desarrollo; por la obra de la gracia, Dios
vuelve a ser el centro donde el hombre tiene que apoyarse para desarrollarse en
plenitud. La confianza, el escuchar y secundar las mociones del Espíritu son las tareas
que los monjes tienen que realizar para que se produzca estos milagros de la gracia. No
es de extrañar que en la Regla de San Benito se de la primacía a la “Escucha de Dios” y
se ponga la obediencia como medio para ir ganando en la obediencia interior a los
susurros del Espíritu que nos hacen volver a ser hijos en el Hijo.
Es esta convicción de la primacía de la gracia lo que hace que los monjes tengan
claro que lo que no es posible para nuestra naturaleza, Dios lo concede por su gracia. Y
de ahí que los mayores pecadores pueden ser grandes santos. Así ocurrió.
Es hoy fundamental y urgente, para un hombre que se encuentra roto y
desilusionado, enseñarle el arte de escuchar y secundar las mociones del Espíritu
apoyado en la primacía de la gracia. Este camino de confianza en Dios y apertura a su
Espíritu hará que se produzcan en nosotros ese cambio de vida que tanto anhelamos.
Todos estos elementos que he señalado de la espiritualidad de los padres, le dan
a la espiritualidad monástica un hondón antropológico, que en las espiritualidades
posteriores no se deja de ver tan fácilmente (porque se presentan remarcando más un
esquema espiritual) y que es tan necesario en tiempos donde las personas se ven rotas,
cansadas, agotadas, e incapaces de recorrer un camino espiritual. Incluso muchas veces
no saben que elementos son los que hay que desarrollar para vivir una vida espiritual.
2.2- Paternidad y maternidad espiritual, en la tradición.
“Paternidad y maternidad espiritual como sacramento de la
“Paternidad” y “Maternidad” Divina para el renacer a una nueva
vida.”
Un principio básico también, y que tal vez se ha ido perdiendo hoy en la
espiritualidad de hoy, es la firme creencia de que el padre espiritual era verdadero
sacramento de Dios para engendrar nuevos hijos. Los monjes antiguos tenían clara
conciencia de que el monje lleno del Espíritu, el Pneumatóforo, el amigo de Dios, hacía
presente a Dios. Eran conscientes de que las personas necesitaban experimentar las
notas del Amor Divino para tener experiencia del Amor que salva, y que estas notas se
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daban en el corazón humano, ya purificado, del padre espiritual. Gracias a que los
padres espirituales hacían presente el corazón de Dios en la tierra, muchas personas que
se les acercaban heridas podían sanarse. De aquí que los padres veían claro que la
función de la paternidad espiritual era una paternidad real. Esta verdadera paternidad le
daba al nuevo monje la oportunidad de experimentar de nuevo a un padre, que lo
reeducaba, haciéndolo renacer a una verdadera vida humana y cristiana.
En el monacato antiguo muchas personas que acudían al desierto venían de
situaciones humanas verdaderamente desastrosas y necesitaban de un verdadero padre
que lo hiciera renacer a la vida. Era esta convicción la que hacía que cada “abba”
acogiera en su celda a los nuevos candidatos y, hasta que no los preparaban humana y
espiritualmente, no los dejaban irse de solitarios. Ellos sabían que en las heridas y
carencias humanas el demonio actuaba con gran fuerza y, si estas no eran sanadas, el
nuevo monje acabaría sucumbiendo por falta de base. Una de las grandes labores,
propias de la reconciliación antropológica, era enseñar las influencias de las heridas
humanas en el combate espiritual. De cómo de grandes complejos humanos surgían
ilusiones espirituales que llevaban al joven monje a su perdición.
Era necesario toda una reeducación y conocimiento de las realidades humanas,
y de una correcta vivencia de las experiencias humanas básicas de paternidad, antes de
adentrar al nuevo monje en el desierto.
Hoy son muchos los jóvenes que carecen de experiencias de paternidad o
maternidad correctas y más que nunca urge el volver a comprender la importancia de ser
verdaderos padres o madres humanos y espirituales para la persona que inicia la
andadura espiritual. Sin olvidar que en esta verdadera vivencia de la paternidad se da
una sacramentalidad real para vivir el amor de Dios.
Esto supone un gran reto: La purificación del corazón del padre espiritual.
Uno de los graves peligros es cargar las cruces y carencias propias de los padres
espirituales sobre sus hijos. No se puede cargar la cruz de la comunidad, ni el miedo del
padre espiritual sobre la persona que necesita una experiencia nueva de paternidad
liberadora. El padre espiritual tiene que saber circunscribir a la persona en la batalla de
sus cruces personales, sin cargarles con el pesado fardo de las cruces comunitarias, ni
personales, si se quiere que tenga una verdadera experiencia de paternidad divina.
El miedo, que mata todo amor, es el gran enemigo que hace que el amor humano
y divino no pueda crecer en el alma de las personas. San Benito, recogiendo la tradición
patrística, quiere llevar a sus discípulos a aquel Amor que excluye todo temor. El
capítulo setenta y dos de la regla es el mayor exponente de ello. Es imposible llevar a
una persona a este amor, si el modo de formarla consiste en infundir miedo sobre los
distintos problemas que se va a encontrar a lo largo de su andadura humana y espiritual.
Mucho menos si se le carga con miedos y cruces que no son suyas. Una cosa es la
prudencia y otra muy distinto es el hacer, o no hacer, las cosas por miedos.
El miedo hace que falle la confianza y apoyatura en Dios para apoyarnos en
nosotros y nuestras estrategias de supervivencia que nos han dado resultado a la largo
de nuestra vida. Esta actitud hace que dejemos de obrar evangélicamente para querer
salvarnos. La consecuencia de esta actitud es el abandono del verdadero camino de
crecimiento humano y espiritual. Hay que confiar en que si se hace lo correcto para la
persona, Dios responde. Incluso en tiempos de oscuridad y turbación, jamás hay que
dejar aquellos principios humanos y evangélicos que son correctos. Así como Cristo dio
la vida de modo ignominioso y ridículo ante al pueblo judío para salvarnos, así hemos
de obrar para ayudar a las personas: amando hasta la humillación, un amor que da la
vida abajándose, como hizo el samaritano con el judío que estaba en el borde del
camino, como ha hecho nuestro Dios con nosotros. Sólo un amor que se juega el tipo
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por la persona es el que salva. Los padres antiguos eran tremendamente observantes en
la práctica de este modo de amar. Hasta el punto de enfrentarse, en ocasiones, a toda
una asamblea de monjes para salvar a un discípulo cuando veían que las acusaciones y
el modo de proceder eran injustos, y que se estaba cargando sobre el discípulo la malicia
de otros monjes. Mientras una persona no pueda equivocarse con tranquilidad para
poder crecer, y esté bajo el temor, no podremos ayudar a las personas que necesitan un
clima de amor que sabe apostar por ellas. El temor es la tónica del mundo. Los padres
buscaban un corazón purificado donde la ley era el amor y la libertad, el obrar
evangélicamente. De ahí el hacerse extraños a las conductas del mundo y la clausura,
para protegerse de un ambiente donde las normas no son las conductas evangélicas del
amor, sino el miedo y la mentira propio del reino del maligno. Ese miedo que hace
desconfiar de Dios y de sus grandes obrar para apoyarnos en nosotros y nuestros modos
de salvación que suelen llevarnos a la ruina.
Hoy día los jóvenes y personas que se acercan a nosotros están más necesitadas
que nunca de sentir un padre o una madre que les haga realmente presente ese amor de
Dios que da la vida. Esa filantropía divina, como solían decir los padres, que llevó a
realizar el misterio de la Redención.
Si no sabemos purificar nuestros corazones para vivir este misterio y seguimos
cargando a los demás con nuestras cruces y las cruces de nuestras comunidades, será
imposible que Dios nos mande a personas necesitadas de una experiencia de salvación
que no sabemos dar.
2.3. Una escuela para toda la vida.
Otra de las características de la espiritualidad monástica para encuadrar el
camino espiritual es que los monjes sabían que la conversión y purificación se realiza
durante toda una vida. Ellos eran conscientes de que el combate espiritual iba
profundizando cada vez más en las distintas capas del corazón para que la gracia
penetrara totalmente en la persona. De ahí que en el avance espiritual podían volver a
aparecer errores del pasado, que necesitaban ser purificados en un nivel cada vez más
profundo. Los padres sabían de la herida que el pecado original había dejado en el
hombre y que el camino hacía Dios era para toda una vida. Por eso en la espiritualidad
del desierto, la preparación para el ingreso monástico, era crear actitudes espirituales
que luego se pusieran en práctica durante toda la vida.
La apertura a la misericordia, la pobreza como lugar de encuentro con Dios, la
mirada al corazón para purificarlo y practicar la compunción con lágrimas, el saber
aguantar en la turbación, los ayunos, saber estar atentos a las mociones espirituales.
Estas actitudes debían fijarse en el corazón para ponerlas en prácticas a lo largo de toda
una vida. Al desierto se iba para volver a Dios durante la vida entera. Y era lógico, pues
la vivencia de la vida cristiana y la vuelta a Dios dura todo el tiempo que estamos en
camino en esta tierra.
Crear estas actitudes y saber que el progreso espiritual es para toda una vida, es
algo fundamental. Saber que muchos errores pueden volver a aparecer, para ir dejando
que la gracia vaya profundizando en nuestro ser, es necesario para no desesperarse. Por
eso hablaban del “duro combate espiritual” y San Benito en el Prólogo de la Regla hable
de “preparar el cuerpo y los corazones”, de “ceñirse con la fe y buenas obras”. Bien es
cierto que sabían, que en la medida en que se avanza, cada vez el camino es más fácil y
deleitoso. La prueba más dura es que en la medida en que el ser humano se recompone
también se asienta en sí mismo, y son necesarias nuevas pruebas con el fin de volver a
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apoyarse y confiar en Dios. Esta tendencia del hombre a ser su propio salvador está
intrínsecamente grabado en su ser, por el pecado original, y toda nuestra historia de
salvación consiste en volver a Dios como único salvador de nuestra vida.
Esta enseñanza es básica para que las personas sepan orientarse en la vida
espiritual y puedan entender porqué hay ciertos aparentes fracasos después de un
periodo de crecimiento.
Tener este último punto presente, hace que el recorrido espiritual sea
apasionante, pues si bien constatamos nuestra miseria, vamos disfrutando de vivir
nuestra propia vida cada vez más luminosa desde la experiencia de la gracia que sana y
eleva.
2.3. Vida de Familia. La Trinidad se hace presente en nuestro
mundo.
Un último elemento que quisiera remarcar, y que es de gran atractivo para las
personas que conviven en nuestro tiempo, es la vida de familia. Hoy la mayoría de los
jóvenes tienen una vida familiar deficiente, no sólo por la existencia de familias
desestructuradas (cada vez en mayor número), sino porque por el ritmo de vida (suelen
trabajar los dos padres en todas las familias) los niños no disfrutan de tiempos de
convivencia familiar. Muchos son los niños que empiezan su jornada en comedores de
colegio y apenas ven a sus padres el rato del fin de la tarde o de la cena. Son muchos los
abuelos que tienen que suplir esta carencia. Todos estos elementos junto a la ausencia
de hermanos, como mucho uno o dos en la mayor parte de las familias, hacen que las
personas tengan necesidad de una vida familiar que las enraíce de verdad en la vida.
Sabemos que todos los fundadores monásticos tuvieron como referencia para
vivir la vida de familia a la primitiva comunidad de la Iglesia de Jerusalén. Y no sin
razón buscaron volver a realizar en los monasterios la misma vida que se vivió en la
primitiva Iglesia. Si analizamos la creación del hombre, podemos constatar que el
hombre surgió de una familia y fue creado para una familia.
Es la Trinidad la que como familia decide crear al hombre para introducirlo en
su amistad. El primer pecado rompe la familiaridad que el hombre tenía con Dios y la
comunión que existía entre hombre y mujer, con el mandato de procrear, y así realizar
una familia, imagen de la vida familiar divina. Dios para no dejar al hombre, promete su
Redención, y en el Nuevo Testamento muestra un nuevo modelo de familia donde Jesús
tenía que ser el centro. Así el hogar de Nazaret ilumina al hombre el sentido de vivir en
una familia con Dios en el centro. Pero es en el tiempo culminante, en el tiempo del
Espíritu y de la Iglesia, donde Dios muestra un nuevo modelo de familia. La familia de
los hijos de Dios hermanados por el bautismo, congregados por el Espíritu, presididos
por el mismo Padre.
Esta nueva familia surgida del Bautismo y del Espíritu es la que se da en la
Iglesia, entre todos los bautizados. Y este es el plan definitivo de Dios. Plan que para
llevarse a cabo cuenta con la fuerza del Santo Pneuma. Esta familia es la que se dio de
modo perfecto durante un tiempo concreto en la Iglesia de Jerusalén y cuya vida queda
relatada en los Hechos de los Apóstoles.
La realización de esta vida de comunión eclesial y familiar no es sólo un ideal al
cual hemos tender, sino que es el verdadero proyecto de Dios sobre nuestro mundo.
Cada vez que se realiza esta vida familiar de los nuevos bautizados, se abre en medio de
la confusión del mundo, un punto de gracia para que el Señor pueda derramar su amor
sobre el mundo y plenificarlo por su Espíritu. Los padres, que buscaban el paraíso
recobrado, sabían de la necesidad de volver a realizar este plan de Dios sobre el mundo.
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Cada vez que se restablece este plan de Dios, toda la creación va siendo elevada y
transfigurada porque se va realizando en ella el designio de Dios. Esta es la gran
importancia teológica de vivir ese ideal de familia de la primitiva iglesia de Jerusalén en
nuestras comunidades. Un ideal que llama a todo hombre a la realización de ese
profundo deseo de vivir en una familia, un deseo que está inscrito en lo más profundo
de su corazón.
En los momentos actuales, la vivencia en nuestros monasterios de este ideal de
familia donde Cristo está en el centro y que es vivificada por el Espíritu, es foco de luz
para tantas personas que no saben cómo volver a vivir de un modo familiar.
La vida familiar de los monasterios son referentes para el hombre de hoy de
cómo pueden realizar ese deseo de su corazón de vivir en familia, y de cómo ese ideal
es posible, sobretodo si somos congregados por el Espíritu y esa vida familiar tiene
como fundamento el mismo Amor de Cristo.
Todo el capítulo setenta y dos de la Regla Benedictina da pautas para vivir en
plenitud esta vida de familia por la Caridad. Una vida de familia que tantas personas
buscan y que nosotros podemos ofrecer.
También para las comunidades eclesiales somos referentes de cómo personas de
distintos orígenes biológicos, pueden vivir por la fe, la vida de familia de los hijos de
Dios. Que este ideal es posible y a él hay que tender.
Bibliografía:
El monacato primitivo, G.M. Colombás, BAC
La sabiduría de los padres de desierto. Anselm Grün, ediciones sígueme.
Comentario a la Regla de San Benito por Dom Paul Delatte, ediciónes Monte
Casino
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