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COTRIBUCIÓ DE LA VIDA MOÁSTICA
A LA REOVACIÓ MÍSTICA Y PROFÉTICA DE LA IGLESIA
E EL MUDO DE HOY
Antonio Mathé Rico, ocso
Monasterio de San Pedro de Cardeña (Burgos)
Presentación
Tengo, como veis, el inmerecido y, a todas luces desproporcionado, honor de
sustituir, únicamente para este momento de la ponencia, a mi querido Abad General de
la O.C.S.O., Dom Bernardo.
Nunca un Abad como Dom Bernardo pudiera llegar a menos, mirándose en este
gastado espejo. Las circunstancias, los porqués y los cómos han quedado ya
suficientemente aclarados; me lanzo, pues, “en picao” y “sin paracaídas” al selecto
espacio de esta plural Asamblea: tan mística y tan profética ella; tan orante y tan
testimonial; tan erudita y tan actualizada en temas monásticos; tan de laicos y tan de
vida consagrada; tan eclesial, en suma. Y subrayo lo de eclesial, con incontenible gozo.
¿Veis? Tan mayor uno y tan poca cosa. “Tantillus homo et tantus peccator”, me
corregiría S. Agustín, sincera y bondadosamente.
Fiado en vuestra amplísima comprensión, me tomo el atrevimiento de poner en
interrogantes el título, y propuesta, por tanto, de esta Ponencia: ¿Qué puede aportar hoy
la Vida Monástica a la renovación mística y profética de la Iglesia en el Mundo de
hoy? Y añadir, en sentido pasivo: ¿Qué puede recibir hoy la Vida Monástica por parte
de la Iglesia y del Mundo?
Tres palabras, pues, fundamentales en nuestro discurso: El Mundo, la Iglesia, la
Vida Monástica. Cada una con su peso específico. Cada una relacionada en profundidad
con las otras dos. No por separado, sino interdependientes. Cada una, desde luego, única
en su ser autónomo, en su desarrollo imparable, en su finalidad clara y esplendorosa.
Vengo ante vosotros, pues, con tres heridas, como el poeta. La mías son la herida
del mundo, la herida de la Iglesia y la herida de la Vida Monástica. Heridas, como
estigmas de pasión, como marcas de gloria.
Se nos ha colado, sin embargo, justo al final de estas tres palabras graves,
solemnes, colmadas de significación, una palabreja humilde también -hoy- como de
relleno, como saliéndose de la foto. La tomaremos en relieve, dándole valor inclusivo en
las otras tres: El mundo, hoy. La Iglesia, hoy. La vida monástica, hoy.
Nuestra exposición tiene dos partes: En la primera ofrecemos una panorámica
general y globalizada del Mundo, de la Iglesia y de la Vida Monástica, hoy. La visión
habrá de ser breve, desde la realidad más “visible” y desde la profundidad “invisible”
del Espíritu, con la lente de la fe. En la segunda parte, abordamos problemas concretos,
aspiraciones, retos y esperanzas, en los que el Mundo, la Iglesia y la Vida Monástica
colaboran, se complementan, se corrigen y se enriquecen.
Primera Parte
Mundo. Iglesia. Vida Monástica
1.- El Mundo, hoy
¿En qué mundo vivimos?
La humanidad se encuentra, ahora mismo, en un período rabiosamente nuevo.
Los cambios son profundos y acelerados. Como si estrenáramos mundo para nuestro
hábitat en cada amanecer del sol. Anoche, al apagarse las luces y acostarnos, se dormía
nuestro mundo tan gastado, tan viejo y desencantado; y alborea hoy jovial, traslúcido,
con energías renovadas y deseos impolutos de transformarse a sí mismo; con ganas de
“comerse el mundo”; ¡vamos!
“Tan esto es así, que puede hablarse ya de una verdadera metamorfosis social y
cultural, que redunda también en la vida religiosa” (GS 4).
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1.1. Cambios históricos y sociales
El nuevo modelo de sociedad, en que estamos inmersos, se contempla en la
ciencia, como un “sabelotodo” que ofreciera la única verdad. Presume de democracia
como la mejor forma de gobierno. Se rinde ante el desarrollo de mercado como el único
modelo posible de convivencia.
Lo que “antes de ayer” se sabía por medio de los libros, de los maestros y de la
experiencia del Saber vivir”, hoy se aprende -es un decir- por la irrupción masiva, en la
mismísima intimidad del hogar, de la cultura de la imagen, por los medios de
comunicación social; avanzan que es una barbaridad, y dejan en la cuneta, como
analfabetos a los que no se uncen a este carro.
El humanismo se presenta hoy como alternativa válida al proyecto de salvación,
ofrecido antes por las Iglesias. El progreso viene desplazando la esperanza religiosa de
inmortalidad. Dios ya no es parte del Mundo; si acaso, una mera construcción mental
del propio hombre para responder a sus deseos y necesidades. La crisis global del
cristianismo, ante la aparición de las sociedades industriales y liberales, es un hecho
constatable y de gran impacto, aunque varíen las explicaciones del porqué.
1.2. Aspiraciones más universales de la humanidad
El género humano puede y debe perfeccionar su dominio sobre las cosas. Al
hombre le corresponde establecer un orden político, económico y social, que esté en
verdad al servicio del hombre mismo, y permita a cada uno y a cada grupo afirmar y
cultivar su propia dignidad.
La mujer, sin feminismos locos, reclama la igualdad, de derecho y de hecho, con
el hombre. Todos los pueblos, quizás por primera vez en la historia, están convencidos
de que los beneficios de la cultura pueden y deben extenderse a todas las naciones de la
tierra. Tras de todo esto, existe una aspiración profunda y universal: Las personas y los
grupos sociales están sedientos de una vida plena, de una vida feliz, digna del hombre
(cf. GS 9).
El Mundo moderno, pues, aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y
de lo peor: Tiene ante sí abierto el camino para optar por la libertad o la esclavitud,
entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio. Experimenta múltiples
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limitaciones y se siente ilimitado en sus deseos, llamado a una vida superior. Entre
tantísimas solicitaciones, tiene que elegir y renunciar.
1.3. Cristo, el Hombre nuevo para un mundo nuevo
En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado. El que es Imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el Hombre
perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada
por el primer pecado. El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo,
con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre,
obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María,
se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el
pecado (Hb 4,15; cf. GS 22).
Interrogante:
¿Qué puede aportar la Iglesia a este mundo de hoy, tan concreto?
2. La Iglesia, hoy
¿De qué Iglesia se trata? Iglesia ¿qué dices de ti misma?
2.1. Relación mutua Iglesia - Mundo
La Iglesia, nacida del amor del Padre Eterno (Tit 3,4), fundada en el tiempo por
Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo (Ef 1,3; 5,6; 13,14-23), tiene una finalidad
escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente.
La Iglesia aprecia, con el mayor respeto, cuanto de verdadero, de bueno y de
justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya o que incesantemente se
fundan en la humanidad (GS 42).
2.2. Ayuda que la Iglesia, a través de sus hijos, puede prestar al dinamismo humano
Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad
permanente, pues buscamos la futura ( cf. Hb 13,14), consideran que pueden descuidar
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las tareas temporales; no se dan cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al
más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la propia vocación de cada uno.
No es menos grave el error contrario: Entregarse totalmente a los asuntos
temporales como si fuesen del todo ajenos a la vida religiosa, pensando que ésta se
reduce meramente a los actos de culto y determinadas obligaciones morales. El divorcio
entre la fe y la vida diaria de muchos es uno de los más graves errores de nuestra época.
La Iglesia sabe que, hoy día, es mucha la distancia que se da entre el mensaje
que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros. Comprende cuánto le falta
por madurar en la relación que debe mantener con el mundo (cf. GS 43).
2.3. Ayuda que la Iglesia recibe del mundo moderno
Si le interesa al mundo reconocer a la Iglesia como realidad social y fermento de
la historia, de igual manera, reconoce la Iglesia los muchos beneficios que ha recibido
de la evolución histórica del género humano.
La experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos de las
diversas culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos
caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia. Así, la Iglesia aprendió,
desde el comienzo de su historia, a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en
la lengua de cada pueblo, adaptando el Evangelio al nivel del saber popular, como ley
de toda evangelización.
2.4. En Cristo, alfa y omega
El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual
tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del
corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Vivificados y reunidos en su
Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia, la cual
coincide plenamente con su designio amoroso: Instaurar en Cristo todo lo que hay en el
cielo y en la tierra (Ef 1,10). Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el
principio y el fin (Ap 22,12-13).
Pregunta:
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¿Qué puede aportar la Vida Monástica a la Iglesia?
A esta Iglesia, que es: Iglesia en el mundo, Iglesia para el mundo
sin ser del mundo?
3. La Vida monástica, hoy
¿Qué vida monástica:
Aquella de: “numquam reformata, quia numquam deformata”?
o ésta de: “semper in via conversionis, quia in statu peregrinationis”?
La Vida Consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de
Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu (VC 1).
Nunca han faltado, a lo largo de los siglos, hombres y mujeres que, dóciles a la
llamada del Padre y a la moción del Espíritu, han elegido este camino de especial
seguimiento de Cristo, para dedicarse a Él con corazón “indiviso” (cf. 1 Co 7,34).
Lo han dejado todo, como los Apóstoles, para estar con Él y ponerse, como Él,
al servicio de Dios y de los hermanos.
La V.C. no es una realidad aislada y marginal, sino que abarca a toda la Iglesia;
está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión; ya que
“indica la naturaleza íntima de la vocación cristiana” (AG 18) y la aspiración de toda la
Iglesia Esposa hacia la unión con el único Esposo (cf. LG 44; Evangelica Testificatio 7;
Ev. Nuntiandi 69).
La VC es un don precioso, y necesario también para el presente y el futuro del
Pueblo de Dios, porque pertenece íntimamente a su vida, a su santidad y a su misión. Es
parte integrante de la Iglesia, a la que aporta un decisivo impulso hacia una mayor
coherencia evangélica (VC 3).
3.1. Institutos dedicados totalmente a la contemplación
Formados por mujeres o por hombres, son para la Iglesia un motivo de gloria y
una fuente de gracias celestiales. Con su vida y su misión, sus miembros imitan a Cristo
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orando en el monte, testimonian el señorío de Dios sobre la historia y anticipan la gloria
futura. Mantienen siempre un puesto eminente en el Cuerpo místico de Cristo, en el que
no todos los miembros desempeñan la misma función (Rm 12,4).
3.2. En soledad y silencio
Mediante la escucha de la Palabra de Dios, la atención del corazón, abierta la
mente a las inspiraciones del Espíritu Santo, el ejercicio del culto divino, la asidua
oración, generosa penitencia y la comunión en el amor fraterno, orientan toda su vida y
actividad a la contemplación de Dios (cf. Constituciones y Estatutos de la OCSO, 24).
De esta manera, ofrecen a la comunidad eclesial un singular testimonio del amor
de la Iglesia por su Señor, y contribuyen, con una misteriosa fecundidad apostólica, al
crecimiento del Pueblo de Dios (PC 7; VC 8).
3.3. Seguimiento radical de Jesús
Hacer posible a los creyentes el seguimiento radical de Jesucristo es la obra más
característica del Espíritu; y, a la vez, es el propósito más peculiar de la Vida
Religiosa. No es que la vida religiosa tenga el monopolio, ni del seguimiento de Jesús,
ni del Espíritu de Jesús. ¡De ninguna de las maneras! Pero sí debería ser, este sector
eclesial de Vida Religiosa, el responsable de que no se atenúe ni se apague el Espíritu
en la Iglesia. Es un deber para la VR recordar con su vida, permanentemente, a la propia
Iglesia su naturaleza carismática, mística y profética.
3.4. Recuperar la identidad carismática de la VR
Si por variados motivos se hubiera debilitado la identidad carismática de la VR,
o se hubiera caído en la “rutinización” del carisma, que se dice ahora, la tarea más
urgente para la propia VR sería hoy la de recobrar tal identidad carismática: Es
recuperar lo más suyo, su inspiración de origen, su propia naturaleza, lo que le
constituye en una forma característica de vida cristiana radical. Lo primero es lo
primero; lo demás le vendrá dado por añadidura.
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Parece obvio, pero hay que anunciarlo y repetirlo: La radicalidad primera de
esta forma de vida cristiana tiene que ver, antes que nada y siempre, con la fe, es decir,
con la experiencia de Dios, con la apertura a la trascendencia, con el sentido del
Absoluto. No son palabras gastadas, ni expresiones huecas. El fundamento sobre el cual
se asienta la VR es el descubrimiento, o redescubrimiento, del valor absoluto del Reino
de Dios y su justicia. La experiencia personal de fe es el elemento fundante e
irrenunciable de la VR. Quitadle a la VR esta dimensión teologal, y perderá su
identidad, y será, además, incapaz de recuperarla.
Insisto: Esta fe radical, esta experiencia del Absoluto, no es nunca conquista de
la búsqueda humana o del esfuerzo empeñado de la ascesis. Es experiencia teologal, es
don de Dios, por tanto. Es oferta gratuita del Espíritu, que proporciona tal encuentro o
descubrimiento “gracioso”. Pero, si es don, se puede y se debe pedir y recibir en oración
humilde y agradecida. Es el Espíritu el que clama por nosotros y en nosotros; es Él
quien nos enseña a orar, pues ni sabemos pedir lo que nos conviene. Si vosotros, siendo
malos, dais cosas buenas a vuestros hijos ¡Cuánto más vuestro Padre del cielo os dará
el Espíritu Santo, si se lo pedís! (Mt 7,7-11)
Segunda Parte
Problemas. Retos. Esperanzas
Intentamos, ahora, un acercamiento conteemplativo de algunos problemas
concretos, pocos para no fatigar, que están en el ambiente y se sufren, retos que se
perciben abiertamente, esperanzas que alientan el vivir de cada día.
Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de
nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y
esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. La Iglesia se siente íntima
y realmente solidaria del género humano y de su historia (GS 1).
Es la mano de la Iglesia samaritana tendida al mundo, en un acto de fe en la
Creación, en la liberación del pecado por Cristo Redentor, muerto y resucitado; en la
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esperanza luminosa de que todo este mundo llegará a buen puerto, porque en ello está
empeñado el querer y el propósito del Padre Dios.
Y apareceremos, los monjes y las monjas, en medio de la Iglesia y del mundo.
Nacimos, ciertamente, liminales, en la soledad del campo. Nos colocamos en los
márgenes -no fuera- de la Iglesia y de la sociedad, por fidelidad a los valores
substanciales e irrenunciables del Evangelio o de la vida cristiana radical, que es lo
mismo.
Nuestra dedicación primera fue ir a los marginados y excluidos, a los pobres; y
desde ellos, con ellos, como ellos, emitíamos el mensaje a la propia Iglesia y a toda la
humanidad, como un recordatorio vivo del Evangelio.
Y en los márgenes -no en las afueras ni al margen de la Iglesia- deberá colocarse
hoy el monacato cristiano, si quiere recobrar el impacto de su misión profética. La
“huída del mundo” no siempre ha sido garantía de marginalidad y de auténtico
profetismo. Puede haber sonado quizá a renuncia de la propia misión. Colocarnos hoy
en los márgenes quiere significar que estamos en la Iglesia y en la sociedad desde la
fragilidad, no desde el poder o desde la influencia. Esto suena a una opción decidida por
los pobres, para evangelizarlos y dejarnos evangelizar por ellos, y desde ellos poder
participar en la evangelización de los pueblos.
En cada problema, gozo o esperanza del mundo estará la Iglesia para escrutar a
fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio (cf.GS 4). Y ahí
estará la Vida Monástica, para descubrir con honestidad y realismo quiénes son, hoy, en
verdad los destinatarios de nuestra misión y en qué lugar y cómo estamos en la Iglesia.
Lo significamos a punto de pequeñas “parábolas” o indicadores de la realidad,
con cierto mensaje al fondo, más consistente, quizás, de lo que pueda parecer.
1.- La pobreza, problema planetario
“Salió el buen Señor a dar una vuelta alrededor de su Mundo. Observó todos
los campos y vio, sobre el terreno, grandes superficies o supermercados llenos
de alimentos. Y se extrañó muchísimo de que tanta gente muriera... de hambre”.
1.1. Visión sociológica
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Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas
posibilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo, una gran parte de la humanidad
sufre y muere de hambre y de miseria. Increíble igualmente: En este mundo tan “culto”,
son muchedumbre, también, los que no saben leer ni escribir.
La pobreza “no es un problema”, es “el problema planetario de esta humanidad
del s. XXI. Es un drama de tal magnitud, una tragedia tal que nos deja mudos, sin
palabras, sin alientos”. A los pobres, “sin alimentos”.
Los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), relativos a 2005,
demuestran que no se erradica la pobreza extrema; que no disminuye el hambre ni la
mortalidad infantil; que no se avanza en la lucha contra el SIDA, enfermedad ésta que
está hipotecando ya el futuro de África.
¡Y faltan por escolarizar 115 millones de niños y niñas! “Algo fundamental y
sustancial falla en esta sociedad nuestra. Algo seguirá fallando, si no se crea un
sistema mundial nuevo de retribución, y de redistribución”: “El Norte vive muy bien,
porque en el Sur apenas se sobrevive”. Es decir, que unos vivimos a costa de otros.
1.2. Dolor de la comunidad eclesial
Esta realidad puede desconcertar y desasosegar a nuestra Iglesia. Pero el
verdadero problema es que a los millones de pobres, que han de sobrevivir o mal morir,
no le preocupa este desasosiego de la Iglesia. Su preocupación es muy simple y
dramática. “Al acostarnos cada noche -me comentaban en un país sudamericano- sólo
pensamos una cosa: ¿Qué haremos para poder comer mañana.” Sólo mañana.
Estos pobres son realmente las criaturas preferidas por su Creador y Padre, que
vive con ellas noche y día. Esta realidad sí es un reto para la Iglesia de Jesús, el
Misericordioso. Me da compasión esta gente.. ¡Dadles vosotros de comer! (Lc 9,13).
El Dios encarnado se humaniza, desde lo más bajo, asumiendo la condición
social del pobre, para ser así universal y posibilitar la igual dignidad para todos. Si Dios
está con los pobres, con las víctimas, con los pecadores, podemos pensar que está con
todos los hombres y mujeres; nadie queda excluido.
La Iglesia, como servidora de la humanidad, ha de presentarse identificada con
los pobres, ser Iglesia de los pobres, ser pobre (cf. LG 8).
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1.3. Empobrecimiento voluntario.
La vida monástica -mística y profecía- cuenta aquí señaladamente con un rasgo
característico, de ejemplaridad inapelable: El empobrecimiento voluntario o la “miseria
de la prosperidad”, que ha dicho alguno.
Sin presumir de “exclusiva” en el seguimiento de Jesucristo, ni de “monopolio”
en la radicalidad evangélica, la vida religioso-monástica representa ese grupo de
cristianos/as que, con su vida, recuerda a toda la Iglesia en qué consiste ese seguimiento
radical de Cristo y la verdadera vocación cristiana. “Podemos ser mejores o peores
cristianos, más o menos perfectos, pero no más que cristianos”.
Somos, todos, el pueblo mesiánico que tiene por cabeza a Cristo; como
condición, la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyo corazón habita el Espíritu
Santo como en un templo. Pueblo todo que tiene por ley el nuevo mandato del amor
como el mismo Cristo nos ama a nosotros (cf. Juan 13, 34); Pueblo que tiene como fin
dilatar más y más el Reino de Dios (cf. LG 9).
Pues, dentro de este pueblo mesiánico hay un grupo de hombres y mujeres, de
“hábitos” diferentes (maneras habituales de vivir) o sin hábitos (modos de vestir), que
son o -debiéramos ser- como la memoria viva del seguimiento radical de Jesús. Nuestra
vida es, debiera ser, un recordatorio, humilde pero real del Evangelio.
Siempre amenaza el peligro de la rutina, la inercia, el olvido de las felices
exigencias evangélicas; y que se trata de encubrir, a veces, con fórmulas rituales, o
rigorismos morales, o comportamientos disciplinares.
Aquí se situaría la necesidad de la vida religioso-monástica, con su experiencia
nítida de Evangelio y su práctica de radicalismo, como despertador, alarma o aguijón
para la Iglesia, y profecía para el mundo. Y no tiene que pedir nada a cambio por este
servicio a la Iglesia, en la Iglesia; ni esperar ningún tipo de reconocimiento; ni, mucho
menos, buscar privilegios respecto a los demás hermanos y hermanas en la fe.
No tendría que repetirse, en la vida religioso-monástica, la pregunta de Pedro a
Jesús: Dosotros, que lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué recibiremos a
cambio? (Mc 10,28). Ni tan siquiera con referencia al reino de los cielos, como parece
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pensaban los hijos del Zebedeo, cuando pedían los primeros puestos de privilegio para
el reino (Mc 10,35 ss).
Nuestro compromiso evangélico de pobreza -¡ser pobres!- puede ser signo
místico-profético, si sabemos encarnarlo, lúcida y adecuadamente, dentro del contexto
cultural en que vivimos. No se trata de que todos seamos “miserables” sino que todos
quepamos en la misma mesa del Padre.
¿Es, hoy, nuestra vida de pobreza voluntaria y “disidente”, voz de profecía?.
Jesús es bien claro: “Do se puede servir a Dios y al dinero”. La economía ha de estar al
servicio del hombre, de su salud, su cultura, de su educación y promoción, de su vida
ética y moral. No al revés.
2.- La historicidad
“Esta es la pequeña historia de un pueblo grandote, grandote, que no
sabía qué hacer con tanta historia”
Entre otros muchos factores que configuran la cultura actual, no cabe duda de
que uno de los más relevantes es el “descubrimiento” de la historicidad humana. No es
algo “nuevo” en el sentido de que antes no existiera, o que no fuera percibido por todos.
Se trata, más bien, de esas coordenadas de la existencia humana, que por ser tan
“corrientes”, tan omnipresentes, corren el peligro de pasar desapercibidas.
La misma Palabra de Dios no se comprendería de ningún modo sin este
presupuesto de la historicidad humana. Así de sencillo, y así de serio. Sin la historicidad
humana no existirían “cosas” como estas: la divina Revelación, la libertad humana, el
pecado o la conversión. ¿Qué haríamos nosotros -monjes y monjas- apartados, fuera de
la historia? “No te pido, Padre, que los saques del mundo...”
2.1. La historia en la cultura posmoderna
Ahora se pone en tela de juicio el concepto mismo de historia. El tiempo
presente no está vinculado al pasado; más bien, o más peor, hay que romper con el
pasado para poder vivir un presente que quiere ser alumbrado sin condicionantes. Se
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quiere ignorar que la comunidad o grupo en que se inserta el hombre concreto es
heredera de una serie de comunidades que han intentado vivir con coherencia lo que
recibieron y, a su vez, han trasmitido.
A la gente de ahora, reacia a todo lo institucional o jerárquico, le cuesta trabajo,
sudor y lágrimas aceptar que Dios actúe en una estructura semejante a cualquiera otra
estructura del mundo.
2.2. La Iglesia, historia en la historia
Tiene mucha dificultad presentar la Historia de un Pueblo, en el que la gracia
convive con el pecado, pues la simple reseña de cualquier deficiencia supone un
escándalo para el nuevo creyente.
La misma Iglesia es una realidad divina y humana. Contar lo humano puede
resultar relativamente fácil; pero ¿cómo historiar la acción gratuita de Dios en ella?
Resulta ciertamente emotivo orar así: “Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de
verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un
motivo para seguir esperando” (Plegaria V/b). Pero la Iglesia tiene que aparecer, antes y
después de orar, testimoniando ante el mundo la esperanza del Resucitado.
En todos los contextos históricos, acá y allá, urge una Iglesia que cante a la vida
desde su vida; porque si se preocupa sólo de su supervivencia, no puede generar vida.
Los “lugares o recintos eclesiales” -Parroquias, Casas religiosas, Monasterios...- ¿son
espacios de vida, de acogida, de libertad, de alivio, en que se puede expresar todo el
dolor y toda la alegría, incluso en las celebraciones cultuales? Si la Iglesia no está en el
mundo, para servir al mundo en la firme esperanza, con entrañas de misericordia ¿dónde
está y para qué sirve?
Lo medieval, históríco y artístico, puede resultar atrayente, siquiera sea para el
turismo; pero no podemos quedarnos anclados en temporalidades antiguas, o en
añoranzas espirituales de otras épocas. Podemos perder el tren de la historia.
2.3. El Monacato en el contexto histórico
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Prueba de lo que vamos diciendo es el contexto socio-cultural-histórico, que
impregnó el ideal monástico del seguimiento de Cristo: Se entendía como una renuncia
al mundo, al estilo de la vida angélica, que se suponía más adecuada para la
trascendencia. ¡Vivir como los Ángeles!...
El movimiento monacal –dicho queda en esta misma SEM- fue inicialmente
laico. Los sacerdotes, por ejemplo, habían de renunciar al ejercicio del ministerio para
integrarse en el monasterio. Fue el gran teólogo, San Juan Crisóstomo, quien planteó el
seguimiento de Cristo, al estilo monacal, como una exigencia para toda la Iglesia.
La dificultad surge justamente en el molde socio-cultural-histórico adoptado, con
trasfondo de neoplatonismo: Abandono de las tareas temporales a favor de las
espirituales, supremacía de la contemplación sobre la acción y el rechazo de las
actividades más corporales, digamos sexualidad, como algo que desdecía de la
superioridad del espíritu sobre el cuerpo y la materia.
De ahí la exigencia de una vida reglada, penitencial y mortificada; lo cual no
acababa de encajar en la vida más normal de los laicos, inmersos como estaban en los
asuntos temporales.
Esta concepción de lo sobrenatural, como opuesto a lo natural y profano, marcó
a fuego no solamente la vida monacal, sino que se tomó como modelo ideal de toda la
vida religiosa posterior.
El costo del Proceso fue enorme. Se estableció un dualismo entre los cristianos:
Los monjes, por una parte, quedaban como los auténticos testigos de la vida
consagrada, que dejó de ser así lo que caracterizaba al Bautismo, a favor de los monjes.
Los cristianos, por otra parte, dejaban de ser “los consagrados”, como era
teológicamente lógico y normal en los primeros siglos. Ahora, los “consagrados” eran
sólo los monjes, minoría selecta, que expresaban su superioridad sobre el pueblo, entre
otras cosas, con el cambio del nombre bautismal por el de profesión monástica, a la que
se consideraba como “segundo bautismo”
El doble ideal monástico, Seguimiento radical de Jesucristo y Testimonio
martirial, sigue siendo válido hoy. ¡Faltaría más! Pero ha cambiado, hasta límites
insospechados, el contexto socio-cultural-histórico, en la sociedad donde vivimos y en
la Iglesia a la que pertenecemos. El Concilio Vat. II ha supuesto una revalorización
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legítima de las realidades temporales, a partir, precisamente, de una nueva comprensión
de la relación con el Dios de Jesucristo.
No se lo inventó el Concilio: Lo digo para no colgarle flores postizas, ni
acusaciones interesadas. La cosa venía de atrás. La “Nueva Teología” propugnaba,
rompiendo el anterior dualismo, una manera nueva de entender la relación entre lo
sobrenatural y lo natural. También, una comprensión distinta de la Iglesia, peregrina en
la historia: Ha de permanecer atenta para discernir los “signos de los tiempos”, y
dispuesta para servir a la humanidad toda.
A partir de aquí, se comprenden muchas cosas: El giro antropológico de la
teología; la insistencia, por tanto, en el Dios encarnado; la subordinación de la Iglesia al
Reinado de Dios; la teología de la misión; la revalorización del laicado y de la
comunidad, como ejes eclesiológicos fundamentales. Y otras.
Todos estos cambios han remarcado lo fundamental de la vida cristiana, y han
clarificado la vida religiosa como una forma de expresar tal vida cristiana. Se realza el
compromiso cristiano, como sello de la espiritualidad; se pasa del dualismo
contemplación – acción (Marta y María, como símbolos) a la contemplación de Dios en
lo terreno; se afirma el existencial sobrenatural como concerniente, algo que atañe, a
todos los hombres y mujeres.
3.- La realización personal
Y dijo el Maestro: “Si no os hacéis como niños, no podéis entrar
en el Reino de los Cielos” (Mt 19,15).
En el horizonte de la historicidad, que venimos dibujando, se integra plenamente
una de esas “palabra-clave”, que cuenta al presente con carta de ciudadanía, muy
específicamente -interesa recalcarlo- en la vida consagrada: La búsqueda de realización
personal. Se trata se un aspecto que parece insoslayable, pero fuente quizás de ciertos
malentendidos y de algunas frustraciones.
3.1. Personalidad madura
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La personalidad hace referencia a las propiedades más estables y significativas
de los individuos, que los hacen parecerse psicológicamente a unos y diferentes de
otros. En sentido estricto, la personalidad hace referencia al nivel más superficial y
adquirido del comportamiento; el temperamento, en cambio, representa los rasgos más
profundos, innatos e inmodificables.
La personalidad es algo que se va adquiriendo. El rasgo más básico de una
personalidad madura es saber asumir la responsabilidad del propio comportamiento, en
la medida en que se tiene capacidad de elección sobre tal comportamiento.
3.2. Persona y comunidad
Uno de los aspectos del mundo actual es la multiplicación de las relaciones
mutuas entre los hombres. A ello contribuye sobremanera el moderno progreso técnico.
Pero la perfección del coloquio fraterno está, más hondamente, en la comunidad que se
establece entre las personas.
Dios creó al hombre no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad. De
la misma manera, Dios ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin
conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en
verdad y le sirviera santamente (LG 9; GS 32).
Primogénito entre muchos hermanos, Jesucristo constituye, con el don del
Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los que, con fe y amor, le reciben
en su Cuerpo, que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de los otros, deben
ayudarse mutuamente, según la variedad de los dones que se les hayan conferido.
Esta solidaridad debe aumentarse siempre, hasta el día en que llegue su
consumación y en que los hombres, salvados por la gracia, como familia amada de Dios
y de Cristo hermano, darán a Dios gloria perfecta (G S 32)
3.3. Realización personal y Vida Monástica
Cuando Cristo, el Señor, ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros
también somos uno (Jn 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana,
sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los
hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre,
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única criatura a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia
plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás (cf. Lc 17,23; GS 24).
En la vida consagrada, como debiera ser toda vida cristiana, la realización
personal solamente es válida y plenificante cuando se trata de una realización en Cristo,
fundida en los tres aspectos ya sabidos: Dios como absoluto, seguimiento radical de
Jesucristo y salvación plena del mundo.
Si estamos llamados a ser “terapia espiritual” para el mundo de hoy (cf. VC 87)
y queremos profundizar en el hondo significado antropológico de los consejos
evangélicos, habremos de dar toda la importancia a esta dimensión de realización
humana plena (cf. VC 87-91). No basta vivir la castidad, la pobreza, la obediencia de
manera radical y plena; hace falta poner “sal” suficiente para que sean, también a nivel
humano, actitudes irradiantes, atrayentes, expresión de madurez psicológica y afectiva.
Porque si la sal se vuelve sosa...
4. Sobre la experiencia
“La cosa comenzó un día en que todo el mundo se marchaba...
Pensaban: “Esto se acaba”. Tenían miedo a la experiencia de la
nada..”.
4.1. La experiencia, valor en alza
La experiencia no es una deducción intelectual. Es algo vital, que se padece y se
goza en propia carne; si no, no es experiencia. No es lo mismo deducir lo que es un
baño de agua después de haber estudiado con detalle todos los elementos... que la
experiencia de darse un baño en el mar un día caluroso. Por ejemplo.
La experiencia es la conciencia vital que “agarra” a la persona, la motiva y la
pone en funcionamiento... de huida, deseo, acercamiento, logro o posesión (según los
casos) pasando incluso por las mayores dificultades. La experiencia surge de la vida y
torna a la vida. Pero no vuelve como fue. La persona es ya distinta, ha cambiado.
Lo que cuenta, al final, no es tanto el valor de la experiencia en sí, cuanto la
experiencia del valor concreto que hemos de interiorizar y asimilar. Se subraya, pues, el
contenido mismo de la experiencia.
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4.2. Experiencia cristiana
Si la experiencia, como se ha intentado decir, es conocer desde dentro,
experiencia cristiana será conocer desde el interior de Cristo. O puede entenderse,
también, como el conocer interior acerca de Dios.
La experiencia de Dios como Padre –Abbá- es la raíz de la conciencia que Jesús
tiene de sí mismo, de su misión y del anuncio que hace del Reino. Jesús procuró
conformarse en todo a la voluntad de Dios Padre: “En todo momento hago lo que me
mandas” (Jn 12,15). Mi alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4,34). Por eso,
Jesús es la revelación del Padre: “Quien me ve a mí, ve al Padre (Jn 14,9).
No es que le haya sido fácil. Jesús atraviesa momentos muy difíciles: Pase de mí
este cáliz... (Mc 14,46). Sale victorioso por medio de la oración: EL, habiendo ofrecido
en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que
podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente (Hb 5,7).
Y lo que Jesús vive y experimenta, lo comunica a sus discípulos. Sentían, ellos,
en contacto con esa experiencia, la delicadeza con que Jesús acogía a las personas (Mc
6,34; 8,2; 10,14; Mt 11,28-29). Dios se hacía bondadosamente presente, desde la
habitual actitud de ternura de Jesús.
Los discípulos de Jesús, a partir de lo que han visto y oído de su Maestro, no
pueden ya llevar nada, ni bolsa, ni alforjas, ni oro, ni plata, ni bastón, ni sandalias, ni
dos túnicas (Mt 10,9-10; Mc 6,8; Lc 10,4). Evangelizados por tal experiencia, la única
cosa que pueden llevar consigo es la Paz (Lc 10,5). Como tarea especial, deben
practicar la acogida y cuidar de los desgraciados y excluidos: enfermos, endemoniados,
leprosos... (Lc 10,9; Mt 10,8).
El Reino de Dios, que ya ha llegado a vosotros (Lc10,1-12; 9,1-6 ; Mc 6,7-13;
Mt 10,6-16) no es una doctrina más, sino una manera nueva de vivir y de convivir
juntos. Es la Buena Noticia.
Todo el vivir de Jesús es Eucaristía, cuerpo entregado y sangre derramada. Todo
su vivir es entregar la vida. Esta entrega, en continua Acción de Gracias, fundamenta la
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Iglesia, la Comunidad cristiana. La sabiduría de la Cruz, única verticalidad cristiana, es
un abajamiento desde arriba para poder abrazar, así en horizontal, a todos los hermanos
y hermanas: Esto es la Cruz.
Jesús vincula el pan partido y compartido, y la copa brindada, a su propia vida
que va a ser entregada. Todo su vivir es desvivirse a favor de los otros. La inaudita y
gran Novedad es que el Crucificado, abrazando todo el dolor del mundo, es el mismo
“Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero” a favor de todos los
hombres y mujeres de la tierra.
La Iglesia no es Iglesia si no es una Iglesia crucificada. La fraternidad cristiana
se basa en que el Cristo, entregado y abajado, es el siervo servidor, que nos convoca y
nos da la posibilidad de encontrarnos como hermanos y hermanas mirándonos a los
ojos, sirviéndonos unos a otros. ¿Veis lo que yo he hecho? Haced vosotros lo mismo.
Los discípulos han experimentado el despojo al que ha sido sometido el Hijo de
Dios. El que viene de Dios y a Dios vuelve, se ha abajado en servicio; es Amor hasta el
extremo, hasta el final: humillado con los humillados, abatido con los abatidos. “Saben”
ya que este “abandonado” es el exaltado del Padre, constituido Señor y Cristo, fuerza y
sabiduría de Dios.
4.3. La experiencia de Dios en la vida monástica
Si la vida monástica es mística y profecía, lo es justamente porque pertenece al
Pueblo de Dios, está en la Iglesia, es Iglesia: todos los miembros del Cuerpo de Cristo
son, en Él, “sacerdotes, profetas y reyes”. Pero su modo de vivir, en la Iglesia, el
radicalismo en el seguimiento de Cristo, hace a la vida monástica como más apta para
expresarse como mística y profecía.
Los monjes, las monjas lo han dejado todo: casa, familia, posesiones... a causa
del Evangelio que es la única regla. La búsqueda del Reino de Dios es su único
necesario (cf. Mt. 6, 33). Con este tipo de renuncia, tan radical en toda su persona; con
este tipo de compromiso, totalizante por la espera de la venida del Señor y de su Reino;
por el riesgo habitual de toda su existencia, adquieren una tal condición de libertad que
les capacita para ser, ante la propia Iglesia y ante el mundo, anuncio, mística y profecía.
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La vida monástica, en su búsqueda de Dios, está siempre marcada por una,
digamos, pequeña diferencia que le viene del Evangelio: es una vida humana, muy
humana, una “obra de arte antropológica”, pero distinta, algo diferente; tiende a mostrar
que lo imposible se hace posible; que lo utópico o fuera de lugar encuentra, por la
potencia del Espíritu, un lugar propio de verdadera encarnación en comunidades y
cenobios bien concretos.
Una vida de búsqueda de Dios que puede resultar, a la vez y sin que nadie lo
pretenda, denuncia de toda suficiencia de este mundo, una proclamación de esperanza,
una narración de la espera de los cielos nuevos y de la tierra nueva. Vida en tensión
dolida y amable hacia la Parusía, libre de miedos, libre de compromisos distraídos,
humildemente firme en su adhesión, “como si viera –es la visión de fe- al mismo Dios
invisible, ya encontrado (cf. Hb 11, 27).
Las palabras y las actitudes de Jesús chocaron con su ambiente: “Vino a los
suyos y los suyos no lo recibieron (Jn 1, 11). Precisamente por ese carácter paradójico
de su vida, por esa paradoja viviente, Jesús escandalizó a los habitantes de Nazaret, y
sus familiares pensaban que estaba loco (Mc 3, 21; 6, 2-4).
La vida religiosa-monástica se configura con Cristo, siguiéndole adonde quiera
que vaya, sea, a las veces, por el sendero suave de la contemplación; otras, por la dureza
montañosa de la cruz (Mc 8, 34; Hb 12, 2). Por eso es normal que también la vida
religiosa-monástica aparezca con rasgos paradójicos de Evangelio:
“El mayor entre vosotros sea vuestro servidor”(Mt 20,26) “El que guerde su
vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará”(Mt 10,39).
La experiencia original y más honda del místico-profeta es, sin duda, la
experiencia de Dios. La llamada que siempre es gracia, está asociada a esa experiencia
de Dios, lo cual no es ningún derecho, ni valor o virtud adquirida, sino un don. Sólo el
Espíritu la hace posible.
Se trata de experimentar la intervención de Dios en la historia del pueblo:
Historia cargada de sufrimiento y de liberación. La presencia de Dios en la vida
personal del místico-profeta es siempre presencia operativa, y cercanía de Dios. “Señor,
tú me sondeas y me conoces...” (Sal 139). Me haces cosquillas en lo más íntimo de mí.
Me hieres, y vendas mi herida.
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El agraciado con este don es un carismático, no un funcionario de la religión; es
un testigo anunciador, no un agente de pastoral.
La experiencia de Dios para un cristiano, monje o monja de hoy, es un auténtico
desafío: Dios, que es Amor, no se puede encerrar en los pequeños esquemas mentales,
ni en nuestras habituales formas de oración, personal o comunitaria, tampoco en
nuestras maneras teológicas de pensar, ni en nuestro estilo de espiritualidad. Dice el
Señor a Moisés: Quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es terreno
sagrado” (Ex 3, 5).
No somos raza superior, o gente de especial madera; no dejamos de ser, cuando
fuimos llamados/as a la vida monástica, hijos del pueblo de Dios, de la humilde Iglesia
peregrina.
En esta Iglesia,pequeño rebaño, vivimos la experiencia del Dios cercano, del
Dios presente, del Dios compañero de camino, del Dios aliado de la vida, del Dios que
no se cansa de confiar en el hombre. “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch
17, 27), a la vez que experimentamos, saboreando, a Dios en la plegaria: “Padre
nuestro...Venga tu Reino...” (Mt 6, 9). Dios es el Otro, pero no el inalcanzable. Dios es
trascendente, pero no lejano. Dios es el Diferente, pero no se ha desentendido de la vida
de los hombres. Su amor no tiene fin, no tiene fronteras, no tiene límites.
Duestra experiencia de Dios se nutre de la Palabra de Dios, “Nos comemos el
Libro”, como el profeta, a todas las horas, en la Lectio Divina. Ni la experiencia, ni la
Palabra de Dios se nos regalan de una vez y para siempre. Son la semilla -“salió el
Sembrador a sembrar su semilla” (Mt 13)- que Él pone en nuestro surco, para que vaya
germinando.
Desde la fe madrugadora de nuestras vigilias, cantamos para esta generación que es nuestra Iglesia y nuestra humanidad- la belleza experimentada del Salterio:
“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi garganta tiene sed de ti, mi carne tiene ansia de ti.
¡Cómo tierra reseca, agostada sin agua;
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cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu gracia, tu lealtad, vale más que la vida,
te alabarán mis labios;
toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote”
(Salmo 63 (62), 2-5)
5. Ciencia y Sabiduría
¡Qué hombre tan extraño! Hasta sus familiares piensan que se ha
vuelto loco. Otros dicen: Do sé, no sé... ¿De dónde le viene a este
tanta sabiduría?... Y apunta Pablo, el entendido: “La locura de
Dios es más sabia que la ciencia de los hombres” (1Co 1, 25).
5.1. Límites y contradicciones
El núcleo de la nueva cultura secular está en la ciencia y en la técnica. Se
impone en ella el criterio empírico de lo verificable. Por eso mismo, cuanto más sobrenatural es Dios, más se tiende a marginarlo de la vida profana; donde el protagonismo
humano dice no necesitar referencias a Dios.
En el ámbito preciso de la ciencia, el ateismo metodológico rechaza cualquier
tipo de recurso a Dios como “tapa-agujeros” innecesario. Dios resulta igualmente
innecesario en el orden socio-político, donde se impone la voluntad soberana del pueblo
en forma de voto, sin referencia alguna a Dios, como fuente limpia y última de la
autoridad de servicio (cf. Mt 20,24-28).
Normal: “Si Dios no existe, todo está permitido”. No es extraño. pues, que la
vida cotidiana y “normalita” tire por el camino del consumismo, lo utilitario y el goce
del momento. Con lo cual, la visión cristiana del mundo resulta inviable.
5.2. La Sabiduría, ejercicio de contemplación
Hay órdenes monásticas, todavía, aquí y ahora, “orientadas completamente a la
contemplación; hombres y mujeres que son para la Iglesia motivo de gloria y una fuente
de gracias incesantes” (VC 8). “La vida contemplativa ha ocupado y seguirá ocupando
22
un puesto de honor en la Iglesia” (Discurso de Juan Pablo II en el Encuentro con las Rel. de
Clausura en el Monasterio de la Encarnación de Ávila,1 de Nov. 1982).
“La Iglesia sabe muy bien que vuestra vida silenciosa y apartada, en la soledad
exterior del claustro, es fermento de renovación y de presencia del Espíritu de Cristo en
el mundo” (cf. Id. Id.). “Para que no tengáis ninguna duda a este respecto... la Iglesia, en
el nombre mismo de Cristo, tomó posesión un día de toda vuestra capacidad de vivir y
de amar” (cf. Id. id, 3).
La contemplación es sabiduría. O, si mejor os parece, hemos de ser sabios para
ser contemplativos. Dos realidades íntimamente ligadas. Contemplar la obra de Dios,
que se va realizando por caminos incomprensibles, a veces, para nosotros. Y hacer un
resumen de todas nuestras experiencias, desde la experiencia que vamos teniendo de la
sabiduría del Espíritu en nosotros.
La sabiduría, como ejercicio de contemplación, es también gracia, es don, por la
comunión en el Espíritu Santo. Los agraciados con este don de Sabiduría tienen una
sensibilidad especial para iluminar y guiar a la humanidad, a la Iglesia, a su entorno.
No es cuestión de amontonar “saberes” o erudición, ni capacidad de
“información” sobre lo que “sucede”; sino que es gustar desde dentro el misterio de la
realidad misma, por el don concedido de “abrir el Libro y desatar sus sellos”. “La
ciencia, hincha; solamente la Sabiduría, el Amor, edifica” (1Co 8,1).
5.3. La sabiduría, ejercicio de fe
La Sabiduría procede de un ejercicio continuado de la fe; es parte esencial de la
fe; es la misma fe que se ajusta a los ritmos de Dios, para creer, fiarse y madurar
conforme a la pedagogía divina.
La fe del Israel de Dios se entiende y se centra en un acontecimiento
fundamental de su vida: la Alianza. La Alianza es el culmen de las intervenciones de
Dios en el mundo, en la historia y en el corazón del hombre, dentro de la fe de Israel.
En torno a la Alianza, surgen unos personajes en el Pueblo de Israel: el
Sacerdote, el Profeta, el Rey. Tienen una vocación, una función, una situación social y
espiritual en el Pueblo. Todo para recordar, celebrar, prometer, salvaguardar la Alianza.
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Hay, además, en el Pueblo de Dios, un personaje muy importante, sin funciones
propias, sin reconocimiento oficial: es el sabio. Es un hombre , o una mujer, del pueblo,
común y corriente. Pero tan importante como el sacerdote, el Profeta o el rey.
El sabio, que es muy, pero que muy contemplativo, está también en función de
la Alianza, de la fidelidad del pueblo a las exigencias de la Alianza.
Y cuando faltaban los Sacerdotes, los Profetas o los reyes, fueron los sabios
quienes dejaron encendida la mecha de la fe en el pueblo.
5.4. Sabios para Dios
El sabio -hombre o mujer, laico o laica, sacerdote, monje o monja- es la persona
que percibe desde dentro; vibra con todo lo que acontece a su alrededor, porque tiene
siempre “las antenas” levantadas; es una persona apasionada por la vida, porque en la
vida encuentra el resumen, la sustancia de todos los dones de Dios. Difícilmente
encontraréis un sabio “triste”; sería un “triste sabio”. El sabio vive una serena alegría,
agradecido a Dios, “Señor y Dador de vida”.
El sabio dialoga mucho en su interior, antes de dialogar hacia fuera, porque goza
de una intimidad fecunda y rica. Cuando habla, su palabra lleva un peso específico,
madurado en la contemplación, pasada por el crisol de su propia vida. Los sabios
profetas se expresan ellos mismos, tal cual son, en cada palabra que pronuncian: “Su
boca derrama sabiduría”. (Pro 10,13).
El sabio, contemplativo, sabe mucho de lo que pasa en el corazón humano:
conoce sus partes vulnerables, sus vericuetos, sus traiciones, su debilidad... Pero, por el
don de la Sabiduría, tiene el secreto para liberar al hombre, y a la mujer, de sus
esclavitudes, de sus debilidades; porque es muy sensible a la grandeza y a la miseria del
hombre, a su soledad y a su angustia, ante el dolor y ante la muerte. El sabio sugiere,
insinúa con delicadezas los caminos del Señor.
El sabio, místico y profeta, ha llegado en su vida a una lúcida armonía. Tiene
bien acompasadas sus relaciones con el mundo, con Dios, consigo mismo y con las
personas que le rodean. Todo lo hace ya sin precipitación, sin nerviosismo. Contempla
la vida con mucho respeto, con mucho realismo, con mucha ternura, con abundante paz.
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El sabio conoce a Dios, no por las cosas de Dios que sabe, y sabe muchas, sino
porque tiene experiencia de Dios, y porque se entrega a Él con todo su ser. Este es el
culmen de la sabiduría: el conocimiento de Cristo Jesús. “Todo lo que yo tenía antes
por ganancia, lo considero basura, pérdida, con tal de llegar al sublime conocimiento
de Cristo Jesús, mi Señor” (Flp 3,8).
Conclusión (A)
La disponibilidad en manos de Dios, para su obra en el mundo, no puede encerrarse en
categorías contrapuestas, como, p. e.,
“dedicación al mundo – huida del mundo”; “permanecer en el mundo – separarse del
mundo”.
Todos los cristianos han muerto ya una vez al mundo por el Bautismo, para vivir
en adelante a la espera del que vendrá de nuevo, si bien han de seguir viviendo todavía
en este mundo y realizar, por este mismo mundo, unas tareas decisivas.
La tensión: “en este mundo, pero no del mundo”, que es universal para todos los
cristianos, se potencia en los “llamados y llamadas” propiamente dichos. Estos quedan
libremente disponibles en un sentido radicalísimo, para que, con el mismo radicalismo,
Dios los ponga en juego por el mundo, apostando por el mundo.
Esta dialéctica secreta no puede entenderse sino a partir de la cristología: Jesús,
con plena libertad (“Yo os consagro”), se ha hecho “rescate”, “ofrenda”, “víctima
sacrificial”. El renunció a todo, se liberó de todo, se desprendió de todo, únicamente
para ser más eficazmente el que por todos sale y a todos se da.
La vida del que Jesús llama a la disponibilidad de los Consejos no tiene otra ley.
Es sólo la condensación e intensificación de la forma existencial cristológica de todos
los bautizados; muestra con elocuente testimonio el sentido que subyace a esa tensión.
AMAR
Monasterio Cisterciense de San Pedro de Cardeña (Burgos)
20 de Agosto de 2007. Solemnidad de San Bernardo de Claraval.
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Conclusión (B)
Aquí no concluye nada. Sólo acaba mi pobre expresión verbalizada.
Seguimos con las manos en la masa, con el corazón a punto, con la constancia en la
plegaria. Con el intento, eso sí, de hacer nuevas todas las cosas. Como cada día de la
Nueva Creación.
Seguimos creyendo que el Mundo va caminando radicalmente hacia mejor.
Porque no en vano el mismísimo Verbo de Dios se ha encarnado precisamente en este
mundo. Y sigue “a pie de obra” con nosotros. Do os dejaré huérfanos (Jn 14,18).
Seguimos creyendo que la Iglesia es cosa del Dios de Jesucristo, y nuestra, a la
vez. Cristo, Cabeza; nosotros los miembros. Esta Iglesia está aquí para “servir” y
arreglar este mundo “desde dentro”... del mundo, claro.
Seguimos confiando en que la Vida Monástica, a pesar de sus precariedades, que
son múltiples, “tiene cuerda para rato”.
Desde nuestro ser Iglesia, te decimos, Padre Dios: Aquí estamos. Como la
Virgen Santa María con su Fiat. Haz de nosotros lo que Tú quieras para la salvación del
Mundo, de este Mundo.
Y la cosa sigue...
¡Muchas gracias!
AMAR
Monasterio Cisterciense de San Pedro de Cardeña (Burgos)
20 de Agosto, 2007. Solemnidad de San Bernardo de Claraval
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Bibliografía, específicamente consultada
Sagrada Biblia
Concilio Vat. II:
Lumen Gentium. Dei Verbum. Sacrosantum Concilium. Gaudium et Spes.
Perfectae Caritatis. Unitatis Redintegratio.
Vita consecrata; Exortación Apostólica de Juan Pablo II
Ecclesia de Eucaristía; Carta encíclica de Juan Pablo II
Deus Caritas est; Carta encíclica de Benedicto XVI
Sacramentum Caritatis, de Benedicto XVI
Regla de San Benito
Teología y secularización en España; Instrucción pastoral de la CEE
y Claves para una lectura teológica; Ángel Cordobilla Pérez,sj
Situación actual y desafíos de la Vida Religiosa; Felicísimo Mtez.,op
Instituto de V.R. Vitoria, 2004
La dignidad de creer; Eloy Bueno. Bac, 2005
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La Vida Religiosa ¿Signo profético creíble?; Enzo Bianchi
CONFER, Rev.de Vida Relig. nº 153
La Vida Religiosa, Testigo de la Belleza y Ternura de Dios; Id.Id.
La experiencia de Dios hoy. Oración y experiencia de Dios;
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La Iglesia: Que sea cada vez más de Jesús y menos nuestra;
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CONFER, Rev. de Vida Rel., nº 177, Enero-Marzo 2007
La Vida Religiosa, signo profético en la vida de la Iglesia;
Juan A. Estrada,sj. CONFER, Rev. de Vida Reli. nº 151
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La Oración en una sociedad secularizada; F. D´Hoogh
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Hablar de lo Inefable ¿Cómo se puede hablar de Dios hoy?
Berenardin Schellenberger; Selecciones de Teol, nº 182 (2007)
Treinta palabras para la madurez; J.A. García Monje
Desclée de Brouwer, 10ª Edc. Bilbao (2005)
28
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