EL BOOM ENTRE DOS LIBERTADES

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EL BOOM ENTRE DOS LIBERTADES
Nunca como en estos años había enfrentado el intelectual, y en particular
el escritor latinoamericano, una obligación tan perentoria de asumir
actitudes ante el espectáculo de una sociedad que se transforma, una tan
insoslayable conminación a definir frente ante su propio juicio el objeto y
el sentido de su obra. Cada año, cada mes, cada semana, el mundo parece
a punto de estallar, las distintas fuerzas se agrupan o se dispersan como si
fueran el asombroso saldo arrojado a nadie por una computadora
electrónica y no la prevista distribución de poderes que a duras penas
mantiene el equilibrio político internacional.
Si los especialistas más experimentados, si incluso los jefes de gobierno,
que se presume están mejor informados que el gran público, no pueden a
veces ocultar su estupor, ¿qué puede esperarse del intelectual, alguien
que por formación y deformación profesionales trata de llegar a sus
pronósticos mediante una escalada de deducciones lógicas? Como en una
conocida película de Orson Welles, el intelectual experimenta a veces la
sensación de encontrarse en medio de una sala de espejos donde tiene
lugar de tiroteo.
En cierto sentido, su posición es la más ingrata. Los jerarcas políticos, y en
particular los jefes del Estado, por mayor que sea su estupefacción ante
el sorpresivo vuelco de una situación determinada, por confuso y cerrado
que sea el tiroteo en la sala de imágenes repetidas hasta el infinito,
siempre están en condiciones de saber quién es quién, y quién apenas un
reflejo. Pero el intelectual es por lo general alguien al que ningún
contendiente se digna tomar en cuenta, alguien a quien no se
proporcionan otros elementos de juicio que no sean los de dominio
público, y sin embargo alguien a quien se le exigen pronunciamientos tan
categóricos como si indefectiblemente estuviera en el estratégico cruce
de todos los datos posibles. Aun el simple militante político puede
refugiarse en esa operación tan confortable que es el acto de fe, pero el
intelectual, por su congénita función de indagador, por el respeto mínimo
que debe a su condición de testigo implicado, no tiene otra salida que
pensar con su propia cabeza.
Ese es quizá el instante en que la irresponsabilidad se vuelve más
tentadora; la coyuntura que muchos aprovechan para llamarse artistas y
no políticos; para refugiarse, con suspiros de alivio, en la vida privada;
para escribir la palabra libertad y seguir leyendo un buen libro frente al
estimulante fuego de la estufa hogareña. Pero ¿dónde queda
exactamente la vida privada? ¿Qué intimidad se halla hoy tan
estupendamente guarnecida como para no ser traspasada a diario, en el
mejor de los casos, por la agresividad de las noticias, y en el peor, por la
traición, el desaliento, las contradicciones, el hambre, y hasta la metralla?
¿Cómo es posible, en 1968, ser escritor y nada más, pintor y nada más,
biólogo y nada más, si por el mero hecho de respirar estamos corriendo el
riesgo de respirar la muerte, de asomarnos al abismo, de ver cómo nos
cerca la catástrofe?
Aunque parezca increíble, es en pleno 1968 que el célebre pintor francés
Jean Dubuffet se atreve a afirmar: “Yo soy individualista. Es decir,
considero que mi papel de individuo es el de oponerme a todo
constreñimiento ocasionado por los intereses del bien social. Al querer
servir a los dos a la vez, sólo se llega a la hipocresía y a la confusión. Al
Estado le toca velar por el bien social, a mí velar por el individuo”. Con tal
declaración, antes que un individualista, Dubuffet parece más bien un
personaje de Ionesco, o sea la caricatura de un individualista.
Comprendida esa proposición, ya resulta menos sorprendente su
corolario: “A los pretendidos intelectuales revolucionarios o que aspiran a
serlo (¿pero lo aspiran realmente?) sólo les queda un camino: renunciar a
ser intelectuales”.
La verdad es quedan otros caminos no tan frustráneos, pero también es
cierto que para transitarlos se precisa una dosis de imaginación y
albedrío, a la que Dubuffet parece haber renunciado como medida
preventiva. Es obvio que el bien social origina a veces constreñimientos
que pueden herir no solo la susceptibilidad personal sino también algunos
tradicionales derechos del individuo. Aviados estarían los revolucionarios
de todos los tiempos, si en el trance de efectuar la radical transformación
a la que han apostado sus vidas, se frenaran ante la posibilidad de
lesionar zonas individuales con los constreñimientos provocados por un
bien social como, por ejemplo, la reforma agraria. Es igualmente obvio
1
que no todos los constreñimientos que pueden molestar a Dubuffet
provienen de situaciones ideales, y que frente a ellos la actitud más fácil y
menos riesgosa es limitarse a velar por el “papel del individuo”. La más
difícil, la menos confortable, pero en definitiva la única humanamente
plausible, es la de esforzarse por introducir el papel del individuo dentro
del bien social y no sustraerlo expresamente de él. Para ser coherente
consigo mismo, Dubuffet debería renunciar a todo bien social (desde los
servicios de salud pública hasta el benemérito Métro de París) que de
algún modo incluyera o rozara su papel de individuo; de lo contario, no
parece éticamente válido abandonar la responsabilidad colectiva en su
etapa ingrata, y solo integrarse a la comunidad cuando esta se convierte
en beneficiaria.
En ocasión de la llamada revolución de mayo, Sartre vio ese mismo
conflicto desde otro ángulo, este sí revolucionario: “La única manera de
aprender es cuestionando. Es también la única manera de hacerse
hombre. Un hombre no es nada si no es cuestionante. Pero también debe
ser fiel a ciertas cosas. Para mí un intelectual es eso, alguien que es fiel a
un conjunto de ideas políticas y sociales, pero que no deja de
cuestionarlas. Las eventuales contradicciones entre esa fidelidad y esa
constestation serán, en todo caso, contradicciones fructíferas”1. Siete
años atrás, en el prólogo a Los condenados de la tierra de Fanon, el mismo
Sartre había sostenido que “la verdadera cultura es la revolución”.
También hay un concepto de libertad que es anterior a la revolución y
otro que es consecuencia de ese mismo impulso. Nadie mejor situado que
el intelectual latinoamericano para aprecia la distancia que media entre
ambas libertades. La primera es casi una abstracción; más que un
nombre, es un seudónimo. Cuando se habla, por ejemplo, de libertad de
comercio, la abstracción está a cargo del diccionario (“facultad de vender
y comprar sin estorbo alguno”); luego, en realidad, en la realidad
latinoamericana, los estorbos corren por cuenta del imperialismo y sus
bloqueos.
Y así con las otras libertades: la de prensa (es sabido que esta, en la
acepción de la SIP, no significa por cierto libertad de información veraz,
sino lisa y llanamente “libertad” para que los grandes consorcios
periodísticos desinformen a la opinión pública y falsifiquen la realidad de
acuerdo a la conveniencia de los intereses oligárquicos a los que
embozada o desembozadamente sirven), las libertades cívicas, la libertad
política, etc.
Una forma de libertad que parecía casi sagrada en América Latina, la
autonomía universitaria, duró mientras fue considerada inoperante o
inofensiva, pero fue violada sin vacilación no bien el estudiante se
convirtió en decisivo factor de la posibilidad revolucionaria.
Lo que sucede es que la revolución (como posibilidad, como realidad,
como experiencia) comienza por fracturar algunos conceptos un poco
desvirtuados: cultura, por ejemplo, o libertad. En rigor, la palabra cultura
no significa lo mismo antes que después de la revolución. Una vez que
esta despega y se realiza, una vez que se apaga el ruido de las descargas, y
comienzan, casi simultáneamente, el estruendo de las máquinas y el
dinamismo de las aulas, entonces e posible redistribuir en términos de la
proposición de Sartre (tan exacta y tan válida) y convertirla en esta otra:
la verdadera revolución es la cultura.
Lo cierto es que el intelectual que cede a las presiones de ese concepto
deformado y deformante de la libertad, en realidad está haciendo muy
poco por una efectiva libertad. Conviene tener presente que la mayor
parte de los instrumentos de la penetración imperialista en los medios
culturales de América Latina, recurre vergonzantemente a la palabra
libertad: Congreso por la Liberta de la Cultura, galerías artísticas de
Cultura y Libertad, etc. Con ello cumplen dos funciones: antes de ser
desenmascarados, la palabrita les sirve para confundir a la opinión pública
e incluso a intelectuales excesivamente ingenuos, pero una vez puestos
en evidencia les ayuda a desprestigiar el concepto revolucionario de
libertad cuando este es esgrimido por intelectuales progresistas.
1
Creo, por supuesto, que no debemos dejar ese concepto en manos del
enemigo: la libertad es nuestra. Pero rescatarla significa también
Citado por Carlos Fuentes, en semanario Marcha, de Montevideo, 9 de agosto de
1968,
2
esclarecer su condición. “Un carácter esencial y necesario de la libertad es
estar situada”, escribió Sartre en 1948. La posibilidad de una verdadera
libertad adviene después de la liberación política (reconozcamos que
tampoco entonces es automática ni sencilla su asunción) y no antes. O sea
que el intelectual genuinamente revolucionario debe medir su concepto
de libertad en función de la liberación (social, política, y por ende
colectiva) y no como una facultad abstracta que solo a él concierne.
Dentro de los diversos matices de penetración cultural está el
ofrecimiento de becas individuales, ayuda económica a universidades u
otros organismos culturales, bien remuneradas colaboraciones en revistas
sutilmente adictas al Imperio, y uno de los argumentos normalmente
usados para estimular su aceptación por artistas y universitarios
latinoamericanos es la “absoluta libertad para expresar criterios
personales”. Sin perjuicio de señalar que esa “absoluta libertad” tiene sus
previsibles límites (por ejemplo: una de las revistas del Congreso por la
Libertad de la Cultura llegó a publicar artículos que enjuiciaban la agresión
latinoamericana a Vietnam, pero en cambio se negó a incluir otro que
defendía la independencia de Puerto Rico), tal vez habría que preguntar,
aun en el caso de que la libertad de expresión individual no sufriera mella,
qué validez, qué justificación moral puede tener la misma cuando su
graciosa concesión está a cargo del poder político que diariamente se
permite conculcar en amplias zonas de nuestra América, todo tipo de
libertades esenciales. El hecho de que un escritor, becado por la
Rockefeller, la Ford o la Guggenheim, pudiera escribir sin cortapisas
políticas una novela durante un año o dos, bien remunerados, ¿serviría
acaso para restablecer el equilibrio con respecto a la insultante presencia
de boinas verdes en Bolivia, marines en Santo Domingo, asesores yanquis
en las fuerzas de represión del Cono Sur, e indisimulables funcionarios de
la CIA en más de un aeropuerto latinoamericano? ¿Compensaría además
el delictivo bloqueo a Cuba, los años de tortura a Albizu Campos, el
asesinato del Che, la arbitraria condena a Debray, el apoyo a las más
inhumanas dictaduras del continente? Es hora que decidamos un orden
preferencial: si la libertad individual, en su sentido más burgués y en
definitiva más frívolo, es, para nuestro rigor intelectual, más importante
que la liberación o viceversa.
No se interprete esto como un planteo esquemático, inflexible. Bien
sabemos que en los Estados Unidos hay universidades progresistas, y
hasta revolucionarias, donde a diario estudiantes y profesores se
enfrentan con el más despiadado de los aparatos policíacos; casas
editoriales en verdad independientes, que no se doblegan ante los
previsibles chantajes y presiones; intelectuales que ven desde dentro, y
con la mayor lucidez, la injusticia fundamental y las contradicciones
esenciales de la sociedad norteamericana; y por supuesto, la formidable
agitación reivindicativa promovida por los negros. ¿Cómo no colaborar
con unos y otros? ¿Cómo no sentirse solidario de su desesperación y de
su esperanza? ¿Cómo no entender que allí están nuestros aliados
potenciales, nuestro natural y fraterno socio del Tercer Mundo? Estos son
matices decisivos que deben pesar en la decisión del intelectual. Un
político puede acaso encontrar alguna excusa para ser esquemático; un
intelectual, jamás.
Ahora bien, si sostuve que la auténtica libertad solo puede sobrevenir
después de la liberación, es porque entiendo que esta aporta, como
elemento esencial y constitutivo, la justicia, y sin justicia no hay libertad
posible. Sin embargo, la experiencia muestra que el hecho de que solo
después de la liberación exista la posibilidad efectiva de libertad, no
significa que esta eclosione milagrosamente en veinticuatro horas, o que
no haya zonas en las que ese derecho demore su comparencia en la vida
comunitaria. Reconozcamos que también en la izquierda el esquematismo
es una tentación, y una tentación que para muchos se convierte en
irresistible. También allí la cultura suele ser una víctima propiciatoria.
Siempre hay quien propone que, dentro de la revolución, el arte debe ser
enterizo, sin matices, aleccionante, literal, con el mensaje a flor de página
y sin dejarle al eventual consumidor la mínima posibilidad de
participación o de duda. Aparte de la inevitable monotonía que tal
ejercicio conlleva, es útil recalcar la tremenda contradicción que significa
introducir, en un contexto revolucionario, un arte del más rancio
conservadorismo. Una revolución debe abarcarlo todo: desde la ideología
hasta el amor, desde la conciencia hasta la economía, desde la tierra
hasta la imaginación. Un escritor, un artista, debe usar su capacidad
imaginativa para defender, dentro de la revolución, su derecho a imaginar
más y mejor.
3
Acaso sea en esa palabra, imaginación, donde la cultura y la revolución
pueden realmente encontrarse. “L’imagination pren le pouvoir”, rezaba
una inscripción en la escalera de la Facultad de Ciencias Políticas, de París,
durante la reciente revolución de mayo2. Una prueba más de la
latinoamericación de Europa, ya que en América Latina, concretamente
en Cuba, hace diez años que la imaginación ha tomado el poder. Antes de
la Revolución Cubana, los sociólogos y políticos profesionales habían
cumplido, con respecto a la capacidad imaginativa del artista, del
intelectual, la misma función que las Academias con respecto al habla
popular: requerían un plazo de garantía para admitirla. Pero Fidel Castro y
los suyos no solo han subvertido el orden zonal impuesto hace décadas
por el Imperio; también han transformado el estilo y el ritmo del
marxismo, han propuesto (y llevado a cabo) otra forma verdaderamente
original de comunicarse con las masas. Y en esa nueva forma, en ese
nuevo estilo, hay un proceso intelectual que se desarrolla casi
paralelamente a la acción revolucionaria.
“No estamos en ninguna órbita. Estamos fuera de toda órbita”, dijo el Che
Guevara refiriéndose a Cuba, en diciembre de 1964, al hacer uso de la
palabra en la XIX Asamblea General de las Naciones Unidas. Después de
todo, ¿qué otra cosa hace el intelectual sino estar, afortunada o
angustiosamente, fuera de órbita? En agosto de 1968, cuando las tropas
del pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia, me encontré no
coincidiendo con nadie; ni con los soviéticos ni con los checos; ni con los
diversos sectores de la izquierda europea o latinoamericana, ni tampoco
con las conclusiones (aunque sí con el tratamiento en profundidad) de
Fidel Castro; ni con el previsible cinismo del Departamento de Estado, ni
con el más asombroso de Yehudi Menuhin, que se niega a tocar en los
países del acto de Varsovia pero curiosamente no se impone la misma
prohibición con respecto a Estados Unidos, invasor y genocida. Sigo
creyendo que la invasión es injustificable, pero extrañamente ninguno de
mis argumentos coincide con quienes la repudian.
Fue en medio de ese hermoso dolor de cabeza que hallé la cita del Che, y
me encontré menos desajustado al sentirme fuera de órbita, de toda
órbita. Más o menos por la misma época, el Che le decía a María Rosa
Oliver: “Tras lo que dice Marx siento latir la misma palpitación que en
Baudelaire” 3. Cuatro años antes, en carta al novelista argentino Ernesto
Sábato, se había referido al título de escritor como lo más sagrado del
mundo4. ¿Cómo asombrarse entonces de que la Revolución Cubana (el
Che no fue por cierto un caso aislado dentro de sus cuadros dirigentes) se
haya convertido en la más imaginativa de las transformaciones políticas y
sociales de América Latina, en la única revolución que ha seguido un
proceso particularmente afín con el de una obra de arte? Es posible,
además, que a través de la Revolución Cubana, y, como es lógico, a través
de Vietnam (el despliegue imaginativo de las FALP es sin duda un
elemento inseparable de los éxitos militares alcanzados), la actividad
revolucionaria de otras latitudes se enriquezca también con factores poco
menos que poéticos. Cuando los estudiantes de París quitaban los
adoquines del pavimento y, a través de una cadena humana, los hacían
llegar a un extremo donde servían para levantar muros de protección,
¿acaso no estaban llevando a cabo una experiencia poética? Esa
transformación móvil, dinámica, del pavimento en muros, ¿qué es sino
una metáfora?
En América Latina, con el fin de llevar a cabo su tarea de información, la
izquierda revolucionaria debe sustituir los dólares que no tiene, por la
imaginación creadora que sí puede tener. Admitamos que vencer al
Imperio donde solo cuenten el poder y la coacción del dinero, es algo
virtualmente imposible; sí es posible vencerlo en un terreno donde el
ingenio y la imaginación actúen como detonantes. Todos los pasados
acumulados enseñan que el humor, la ironía vital, siempre han sido arma,
por cierto eficaces, de los pueblos que se resisten a ser sojuzgados, y en
cambio esos rasgos han brillado por su ausencia en el estilo prepotente de
quienes alguna vez se han sentido amos del mundo. (Nadie menos dotado
3
2
Citado en Les murs ont la parole, París, 1968, selección de Julien Besancon, pag.
146/47
María Rosa Oliver: Solamente un testimonio, en revista Casa de las Américas, n°
47, marzo-abril 1968, p´g 94.
4
Carta del Che a Ernesto Sábato, del 12 de abril de 1960. Ver revista Casa de las
Américas,,Nos. 51-52, p 204, La Habana, 1968-69
4
de ingenio y sutileza que Hitler o que Johnson). Aparentemente, la mala
conciencia no suele congeniar con la agudeza.
En el campo imaginativo, el aporte del artista latinoamericano puede ser
de una eficacia resonante, impredecible, ya sea a través de una manera
indirecta, en función exclusiva de su arte. Una obra de indudable calidad
artística, nada panfletaria, como La ciudad y los perros, puede originar
violentas reacciones en los círculos militares del Perú, una novela de
estupendo desborde imaginativo, como Cien años de soledad, puede
convertirse en subversiva a partir de la mala conciencia de las clases
dirigentes colombianas.
En el presente, la narrativa latinoamericana ha alcanzado un dignísimo
nivel artístico, y en base a la resonancia que es la consecuencia directa de
esa calidad, pueden originarse algunas variantes significativas en el plano
de responsabilidades del escritor latinoamericano con respecto a su
público. Se trata de algo más que del prestigio literario a secas. Hay
miradas y esperanzas puestas en esos escritores que han sabido
diagnosticar en profundidad la realidad del continente, y que, cada uno a
si manera y en su estilo, han impugnado directa o indirectamente las
estructuras del poder en la escena latinoamericana. Carpentier, Cortázar,
Onetti, Rulfo, Sábato, Arguedas, Roa Bastos, Lezama Lima, Viñas, García
Márquez, Martínez Moreno, Vargas Llosa, Garmendia, Fuentes, son
nombres claves en ese equipo de testigos e imaginadores.
Ninguno de ellos ha escrito la novela rígidamente política, esa que no
dejaba lugar a dudas, la historia a lo Icaza o a lo Jorge Amado.
Justamente, uno de los mejores rasgos de estos nuevos mundos de
ficción, es que dejan amplio lugar a dudas. Sin embargo, entre todos, dan
una imagen colorida, integral, conflagrante, secreta, dinámica y profunda,
de la biografía y el instante continentales. Los que deliberadamente no
tocan lo social, se complementan con los otros, infatigables hostigadores
de la hipocresía, del impudor político; los que se atienen a la realidad (una
realidad que afortunadamente ahora incluye el inconsciente, las
pesadillas y otras zonas oscuras) como quien se asigna a sí mismo una
tarea de exploración y de síntesis, se complementan con los fantásticos,
esos que prolongan los datos de lo real hasta hacerlos penetrar en el
infierno o en el cielo. Y todo ello sin contar que en varios casos (Cortázar,
García Márquez) se dan en un solo creador las dos actitudes, los dos
rumbos.
La mayoría de estos narradores son (en arte, en experiencia)
suficientemente maduros como para que tensiones, provocaciones y
estímulos circunstanciales lleguen a deformarlos. Sin embargo, algunas de
las presiones externas que insistentemente los acosan, pueden de algún
modo reflejarse en las promociones más jóvenes, que miran hacia ellos
con clara expectativa y a veces con sincera admiración. Por razones
obvias, la industria editorial ha visto con enorme interés este crecimiento
repentino de los creadores y su consecuencia inmediata: la creación casi
milagrosa de un mercado de lectores, con estupendas posibilidades
comerciales. Se ha creado entonces (particularmente en Argentina) un
aparato publicitario que funciona, con impecable destreza, en varios
niveles y zonas, desde los influyentes semanarios “para ejecutivos” hasta
la crítica de sostén, en algunos casos directa o indirectamente estimulada
por las casas editoras; desde los no siempre confiables cuadros de bestsellers hasta el aviso comercial propiamente dicho; desde el chisme
escandaloso hasta el reportaje sutilmente indiscreto.
En un medio como el latinoamericano, donde la institución de la vedette
tiene un radio de acción muy limitado (fundamentalmente el deporte y la
televisión, ya que el cine solo tiene vida propia en dos o tres puntos de
América Latina), semejante armazón publicitaria puede en ciertos casos
encandilar a la gente joven; puede incluso crear una curiosa y
contradictoria ambición de escribir con vistas a la posteridad, aunque, eso
sí, exigiendo desde ya algún anticipo de la futura fama. En varios países de
América Latina se da el caso de estos jóvenes, y no tan jóvenes que han
puesto el ojo en “los valores eternos” y en consecuencia hallan muy
natural despreocuparse de algo tan provisorio y azaroso como eso que
Dubuffet llama despectivamente los intereses del bien social.
Es inevitable que un fenómeno tan complejo como el tan mentado boom
latinoamericano, produzca un cierto deslumbramiento en las jóvenes
generaciones. En sus términos más superficiales, el boom significa fama,
traducción a otros idiomas, elogios de la crítica, viajes, becas, premios,
5
adaptaciones cinematográficas, no despreciables ingresos y la
consiguiente posibilidad (tan insólita para el artista latinoamericano) de
vivir de su arte. ¿Quién podrá no sentirse atraído por semejante canto de
sirena, especialmente cuando se lo escucha desde América Latina, donde
el escritor se ve por lo general obligado, si quiere sobrevivir, a
desempeñarse en varios menesteres extraliterarios? Por otra parte, la
explosiva situación social y política de América Latina, reclama del escritor
que en ella vive, un tipo de pronunciamiento que cada vez estrecha más
la posibilidad de elección: o el intelectual asume, en su actitud (aun en el
caso de que su obra se instale en lo fantástico, zona tan legítima como
cualquier otra) la responsabilidad de denuncia a que el presente lo
conmina, o, por temor, por apatía, por apego al confort, por simple
omisión o, en el peor de los casos, por razones contantes y sonantes, le da
la espalda a la realidad y se refugia en la cartuja de su arte. En el primer
caso, es posible que enfrente incalculable número de dificultades: desde
sufrir, por motivos extraliterarios, críticas demoledoras y agraviantes,
hasta la pérdida de su trabajo de la libertad; en el segundo, puede
hipotecar el respeto de su lector, y no me refiero aquí a la mera estima
literaria sino al respeto a nivel de prójimo. La opción no es fácil, pues, ya
que cualesquiera de las actitudes a asumir traer desajustes,
incomodidades, agravios. Y esto, sin contar los conflictos con la propia
conciencia y con la conciencia social, y los no menos graves desajustes
(siempre posibles) entre una y otra.
De todos modos, quien (actuando u opinando) se decide, corre un riesgo
y asume una responsabilidad. Es natural que para el escritor
latinoamericano que reside en Europa, la elección no sea obligatoria, y la
decisión en cambio sea menos riesgosa. Quizá le ocasione algún problema
(como efectivamente sucedió cuando la llamada revolución de mayo) al
tomar posición frente a acontecimientos específicamente europeos, pero
podrá de todos modos opinar libremente sobre la convulsionada realidad
latinoamericana, sin que ello le acarree situaciones enojosas, o pérdida
del trabajo, o riesgo de prisión. Por otra parte, el lector latinoamericano
curiosamente no le exige a quien reside en París la misma comprometida
actitud de quien comparte con él tensiones, crisis económicas y hasta
persecuciones. Y no se entienda esto como un reproche dirigido al lector
latinoamericano, ni siquiera al escritor que reside en Europa, sino como
una constancia objetiva de algo que efectivamente ocurre. Este es, por
supuesto, un elemento adicional que también puede contribuir al
deslumbramiento; cierta impunidad del creador latinoamericano que vive
del otro lado del Atlántico.
Cando se habla del boom es muy fácil incurrir en peligrosas
simplificaciones. En primer término, no todos los escritores del boom se
sienten cómodos en él. Hay algunos que no han movido un dedo para ser
incluidos en esa categoría un poco espectacular. Al decir esto, pienso
concretamente en Cortázar, cuya sobriedad en el manejo de sus
“relaciones públicas” es ya proverbial. Pero hay otros que sencillamente
se desesperan por ser “boomizados”. En París existe un café-restorán, La
Coupole, en el que noche a noche puede verse a editores, traductores,
autores, críticos, etc. Cuando viví en París durante un año, solo dos veces
concurrí allí, pero me bastó. Confieso que no pude evitar cierta vergüenza
delegada al ver a tanto intelectual latinoamericano, connotado o sin
connotar, pero siempre provincianamente deslumbrado, mariposear de
mesa en mesa, sonreír, adular, festejar, como etapas de una operación
mayor que consiste en tratar de avanzar en la interminable cola que
apunta a la edición europea, y a lo que ellos entienden que será el seguro
éxito a escala universal. Por supuesto, no todos los mariposeadores
ingresan al boom, en primer término porque no todos tienen la cuota de
talento que es condición sine qua non; y luego, porque al aparato
publicitario y editorial le conviene en cierto modo aplicar al fenómeno,
leyes semejantes a las de un club exclusivo. Hay que reconocer que, en
más de un aspecto, el boom es una ampliación, a escala internacional de
la maffia mexicana. Tal vez convenga agregar, sin embargo, que el boom
no es el mismo cuando se lo ve desde América Latina (donde revistas de
gran circulación, como Primera Plana o Siempre!, le otorgan preferente
atención) y cuando se lo aprecia desde la misma Europa.
No hace muchas semanas Marcha publicó un interesante artículo5 de un
traductor europeo, quien alertaba a los autores latinoamericanos acerca
de la falta total de respeto con que son encaradas las traducciones de sus
5
Wolfgang A. Luchting, En vías de arollo, en Marcha, Montevideo, 8 de
noviembre de 1968
6
obras en algunos países de Europa (él se refería concretamente a
Alemania Occidental y mencionaba algunos ejemplos en verdad
convincentes) donde mutilan y modifican los textos originales con un
desparpajo que acaso sea un inesperado síntoma del desarrollo. No
importa que en estos momentos la narrativa latinoamericana sea la más
creadora, la más dinámica, la más rica. Los europeos siguen dedicando a
los novelistas de estas tierras (y en este aspecto no importa demasiado
que pertenezcan o no al boom) una frívola ojeada que no se diferencia
mucho de la que el colonizador consagró siempre a los aborígenes. Cabría
agregar que en Francia, las traducciones de autores latinoamericanos
nunca aparecen en plena temporada editorial, reservada a los autores
franceses y de otros países europeos; las mejores novelas de América
Latina aparecen en medio del inmóvil estío, cuando todo París está de
vacaciones y las librerías están desiertas; no son rodeadas de la mínima
promoción publicitaria, y es excepcional que alguna revista literaria de
cierta importancia se ocupe de su aparición (frente a tal indiferencia
organizada, no cabe hablar de lanzamiento). Y menciono esto, sin
detenerme en estropicios de traducción como por ejemplo los sufridos
por La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. De modo que el famoso boom
es mucho más espectacular desde la cazuela bonaerense o mexicana que
desde la platea parisién; la verdad es que, por razones obvias, están
mucho más interesados en él los editores latinoamericanos que los
europeos.
Se trata sin embargo de un proceso intrincado, con zonas de ambigüedad
que resulta arduo esclarecer. Por más que, como ya señalara, es
imprescindible una evidente calidad literaria para aspirar al boom, llama
sin embargo la atención que todos los integrantes del mismo residan en
Europa. Ni Rulfo ni Onetti ni Arguedas ni Garmendia ni Manuel Rojas ni
Antonio Calado ni Roa Bastos ni Carlos Heitor Cony ni Marechal ni Viñas ni
Sábato ni Revueltas ni Marta Traba ni Galindo, participan de esa
promoción publicitaria, pese a que su calidad tal vez no sea
promedialmente inferior a la de Fuentes, Cortázar, García Márquez,
Cabrera Infante, Vargas Llosa, Sarduy, Donoso. El detalle está
posiblemente en que los primeros viven en América Latina, y parecería
que esa terquedad los hace menos cotizables en el mercado editorial.
Esto no significa (entre otras cosas, porque no sería justo) proponer que
los modestos y mártires viven aquí, y que los exitistas y frívolos viven allá.
Más bien sirve para relevar una clara tendencia de editores, agentes y
“críticos de sostén”.
Por otra parte, también conviene señalar que en algún repentino ascenso
hasta la Gran Plataforma, o por lo menos en el intento de lograrlo, suelen
intervenir espurios móviles políticos. Este es sin duda el caso de los
escritores cubanos del exilio, tales como Cabrera Infante o Severo Sarduy,
que no bien se apartaron de la Revolución Cubana encontraron fuerte
apoyo en revistas directa o indirectamente vinculadas al Congreso por la
Libertad de la Cultura, organismo como se sabe financiado en unas etapas
por la CIA y en otras por la fundación Ford. Ambos escritores cubanos
participan del boom, y en el caso del primero con bombo y platillos; son
narradores de buen nivel, pero ¿quién sería honestamente capaz de
anteponerlos, en una estricta escala de valores, a creadores extra boom
como Rulfo u Onetti? ¿Quién sería asimismo capaz de anteponerlos a un
creador como Alejo Carpentier, cubano como ellos pero revolucionario
(reside en París, pero ocupando un alto cargo en la Embajada cubana) y
por lo general “ninguneado” por los agente publicitarios del boom?
A esta altura puede sacarse en limpio que entre los posibles ingredientes
del boom figuran el talento y la calidad rentable, como elementos
obligatorios, pero en algunos casos (por suerte, no demasiado frecuentes)
también figura la tendencia a eludir el pronunciamiento de carácter
político; la autoneutralización (tan ansiosamente buscada por la
penetración imperialista); la exaltación del artista como individuo fuera
de serie y por lo tanto voluntariamente marginado de toda rigurosa
transformación política y social6; la progresiva frivolización del quehacer
artístico, destinada a convertirlo en elemento decorativo y a apartarlo de
todo cateo en profundidad.
6
Puede ser ilustrativa esta opinión del novelista chileno José Donoso, citada por la
revista Mundo Nuevo (París, setiembre 1967): “El esritor no debe tomar la libertad
de ser socialmente inútil para ser culturalmente útil”. Y la revista agrega: “Debe
pues, desligarse de lo intersubjetivo (lo social) para darse a lo objetivo (la creación
de bienes culturales)”.
7
Así como estoy seguro de que, tarde o temprano, el ritmo de la historia
estará marcado por el socialismo, también empiezo a intuir que habrá que
inventar una nueva relación entre este y el intelectual. Una relación que
no podrá ser, por supuesto, la propuesta por el estalinismo, pero que
tampoco será la que imaginan muchos escritores que sinceramente se
proclaman de izquierda, y que sin embargo conciben la revolución como
un fenómeno agradable, mondo, virginal, confortable, incontaminado,
lineal, al que no es necesario sacrificar nada. La revolución es una
sacudida brutal, que todo lo revuelve, que todo lo transforma, desde la
razón de la vida hasta la comunicación con la propia conciencia.
Lógicamente, tiene que transformar también las relaciones del individuo
con la sociedad, algo que después de todo es una manera de transformar
las relaciones del individuo consigo mismo. Un mundo revolucionario
tiene derecho a exigir del escritor, no una obra panfletaria, ni siquiera una
obra comprometida, pero sí, una actitud ciudadana que significa lisa y
llanamente su inserción en el medio social, una participación (así sea
mínima) en la creación de los bienes colectivos que él luego disfrutará
como consumidor, una acepción de la libertad individual que no se
oponga a la liberación política sino que participe de ella. Y tiene derecho a
exigírselo, no por mala voluntad hacia el escritor, sino porque se lo exige
igualmente a todos los sectores de la sociedad, y no creo que ningún
artista que se precie de tal, ha de querer que un mundo en revolución lo
considere un privilegiado. Si aceptamos la posibilidad de crear un hombre
nuevo, también tenemos que aceptar la posibilidad de crear, dentro del
socialismo, dentro de la revolución, una nueva relación entre el artista y
su contorno. No importa que no haya antecedentes válidos; mayor
estímulo aún para inventarla.
sensibilidad pueden contribuir inmejorablemente a que el mundo de la
revolución concilie la aventura del arte con su violenta belleza.
Mario Bendetti
(1968)
Tengo la impresión de que cuando esa nueva relación comience a
perfilarse, el boom puede llegar a partirse en dos. De un lado acaso
queden los que piensan que la revolución debe hacerse inexorablemente
de acuerdo a su concepción, su gusto y su confort; lo que si eso no se
cumple, habrán de retraerse a su parcela individualista. Del otro lado,
acaso permanezcan aquellos que, debajo de sus preocupaciones,
esperanzas, frustraciones y deseos, tracen doble raya y abran cuenta
nueva. Ojalá los mejores figuren entre estos, ya que con su talento y
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