Creo en Jesucristo (1) CCE 422-507

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CURSILLO DE FORMACIÓN PERMANENTE [IX]
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
CREO EN JESUCRISTO,
HIJO ÚNICO DE DIOS
(CCE 422-507)
1. Introducción (CCE 422-429)
En estos números nos encontramos con la introducción a la doctrina de la Iglesia sobre Jesucristo.
El Catecismo nos recuerda, en primer lugar, que lo nuclear de la Buena Noticia se resume diciendo
que Dios nos ha enviado a su Hijo.
El número 423 afirma expresamente que nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret es el
Hijo eterno de Dios hecho hombre. Esto es lo que afirman fundamentalmente los evangelios y los
otros escritos del Nuevo Testamento acerca de Jesús. Esto es lo que afirmó Pedro en la ciudad de
Cesaréa, cuando Jesús les preguntó quién era Él. Y esto lo que hoy y siempre la Iglesia profesa de
Jesús. Así lo creemos y lo confesamos los creyentes, movidos por la acción interior del Espíritu
Santo, que nos ha sido regalado por el Padre para conocerle a Él y conocer a aquél que nos revela
quién es el Padre: Jesucristo, nuestro Señor.
En segundo lugar, ya en el número 425, se nos dice que lo que creemos y confesamos a propósito
de Jesús es lo que debemos anunciar, la fe que debemos transmitir a las futuras generaciones. En
ello hemos de seguir el ejemplo de los primeros discípulos, que no dudaron en contar lo que sus
ojos vieron y sus oídos oyeron, posibilitando así que los hombres de todos los tiempos estuvieran en
comunión de fe y participaran también de la comunión con Cristo y con el Padre.
Por último, en los cuatro siguientes números del 426 al 429, se nos habla de la centralidad de Cristo
en la catequesis de la Iglesia. En concreto se nos dice que en la catequesis esencialmente nos
encontramos con una Persona, la de Jesús de Nazaret, de quien decimos que es el Hijo único de
Dios. Catequizar, por tanto, es ayudar a descubrir en la Persona de Jesús, en lo que hizo, en lo que
dijo, en los milagros que realizó, en su muerte y resurrección, el designio de Dios para con todos los
hombres. No se trata, por tanto, de hacer sin más una presentación de la vida de Jesús; la catequesis
ha de presentar el significado último de las palabras y gestos de Jesús, tal y como nos han sido
transmitidos de generación en generación, comenzando desde la predicación de los Apóstoles. Por
último, la finalidad de la catequesis es también la de conducir a la comunión viva con Jesucristo,
pues, tal y como Él prometió, el que lo acoge a Él, acoge al Padre que lo envió. Estando con Jesús,
por tanto, participamos igualmente de la vida trinitaria.
1
Todas las demás verdades de la fe cristiana que se enseñan en la catequesis deben, pues, manar de la
misma fuente: Jesucristo, el Verbo de Dios que se hizo carne por nosotros. En consecuencia, la
articulación de todos los contenidos de la catequesis ha de ser fundamental y esencialmente
cristológica.
Los catequistas, por su parte, harán bien, como dice el Catecismo, en recordar que no hay más
Maestro que Cristo y que toda enseñanza en la Iglesia no consiste sino en hacernos eco de la voz del
Buen Pastor, que llama a sus ovejas. No olvidemos que sus ovejas le siguen porque reconocen la
voz de su Pastor.
Cuanto mejor conozcamos a Cristo más arderemos en deseos de anunciarlo y de darlo a conocer. Y
cuanto más nos configuremos con Él, mejor reflejaremos su imagen y más fácilmente se verá que
enseñamos en su Nombre y con su autoridad y poder.
2. «Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor» (430-455)
Este apartado comienza haciendo un repaso a los nombres que sirven para adentrarnos en el
misterio de la persona de Jesucristo. Y, como es lógico, el primer nombre al que se alude es el de:
Jesús
“Jesús”, en hebreo, significa «Dios salva». María le puso este nombre a su Hijo por indicación del
Ángel Gabriel. Este nombre expresa, al mismo tiempo, la identidad del personaje y su misión. Jesús
es el enviado del Padre, que vino precisamente a salvar y a dar su vida en rescate por todos.
También en la anunciación que recibió José, cuando María ya estaba encinta, el Ángel le dijo que
pusiera al niño el nombre de“Emmanuel”. De este modo se le comunicaba a José que el niño que
iba a nacer por obra del Espíritu Santo, era el Dios con nosotros, y que venía a salvar
definitivamente al pueblo de los pecados.
Dar a conocer el nombre de Jesús, es lo mismo que dar a conocer quién es Jesús y qué es lo que
vino a realizar. Y los que conocen su Nombre y creen en Él se salvan, de ahí la importancia de que
su Nombre sea conocido e invocado.
La Iglesia, además de darlo a conocer, nos bautiza en su Nombre, cumpliendo así el mandato de
Jesús. De esta forma, quedamos injertados en Él y participamos con Él de su misma vida.
Cuando oramos, evidentemente lo hacemos en su nombre. Jesús ora en nosotros, porque habita en
cada uno de nosotros; ora con nosotros, pues es nuestro hermano; y ora por nosotros porque es
nuestra Cabeza e intercede por nosotros ante el Padre. Además sabemos que, cuanto le pidamos al
Padre en su Nombre, nos lo concederá. Nada ha de extrañar que la liturgia de la Iglesia gire
completamente en torno a la fórmula por Nuestro Señor Jesucristo.
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Cristo
En castellano Jesucristo es una sola palabra, pero en realidad son dos términos que resumen una
sencilla pero fundamental confesión de fe: Jesús es el Cristo; es decir, el Mesías; es decir, el que fue
ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo para realizar la obra de la salvación.
Puesto que en la antigüedad los ungidos eran los reyes y profetas, también decimos que Jesús, el
Cristo, es el Rey por excelencia, y el Profeta, o sea, aquél que nos habla en nombre de Dios con su
misma autoridad y poder porque es Dios.
Este título de Mesías está muy unido a la esperanza que Israel tenía de que Dios suscitaría en medio
del pueblo un pastor y un rey mayor que David. Heredaría su trono para siempre y su dominio sería
eterno. Pues bien, José fue elegido para hacer de padre de Jesús en la tierra, porque era de la casa y
de la tribu de David, y de este modo aseguraba la ascendencia davídica de Jesús también según la
carne. Pero la consagración de Jesús no fue una unción ritual, como era el caso de los reyes, sino
que el Padre mismo, desde siempre, lo ungió como Hijo suyo y posee, por tanto, la unción plena, es
decir, la plenitud del Espíritu Santo. Lo cual se reveló de un modo singular en el momento del
bautismo en las aguas del río Jordán.
Durante su vida mortal Jesús fue confesado como el Mesías, en primer lugar por el apóstol san
Pedro, pero también por otros que le invocaron como el Hijo de David. Sin embargo, su condición
de Mesías se reveló en toda su plenitud en el momento de la pasión, cuando le colocaron la corona
de espinas en la cabeza y reconoció ante Pilato que él era verdaderamente rey. Al ser levantado
sobre la cruz, entonces comenzó su exaltación, y el Padre, al resucitarlo, le sentó a su derecha y le
concedió el dominio sobre todas las cosas. Todo fue creado por Él y toda la creación le reconoce a
Él como Mesías y como Rey.
Hijo único de Dios
En el Antiguo Testamento se da el título de “hijo de Dios” a los ángeles, al pueblo elegido, a los
hijos de Israel y también a sus reyes. En todos estos casos se trata de una filiación adoptiva. Dios se
comportó como un Padre con todos ellos y ellos consideraban que habían sido adoptados como
hijos de Dios.
En el caso de Jesús, la cosa cambia. Jesús es el Hijo de Dios con mayúsculas. Así lo confesó Pedro
en Cesaréa: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios altísimo». Y así lo confiesa la Iglesia desde las
primeras predicaciones de los Apóstoles.
Los evangelios dan mucha importancia a este título. El Padre por dos veces da testimonio de Jesús
como Hijo suyo. La primera vez fue en el Jordán, cuando el Bautismo, y la segunda en el monte
Tabor, cuando la Transfiguración. La predicación de Jesús sobre el Reino y sobre la paternidad de
Dios descansó en buena medida en la autoridad que Él tenía como Hijo. Asimismo Jesús no dudó en
hablar de Dios como su Padre, afirmando que lo conocía desde siempre, antes incluso de que el
mundo existiera; e invitó a sus discípulos a orar a Dios, dirigiéndose a Él con el título de “Abbá”.
Tan escandalosas resultaron estas enseñanzas que le costaron la vida.
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Jesús fue condenado por el Sumo Sacerdote cuando, a instancia suya, no dudó en reconocer que
realmente era el Hijo del Dios; y en la cruz tuvo que soportar las burlas de aquellos que le
increpaban diciéndole: “No decías que Dios es tu Padre, baja y creeremos en ti”.
Fue, no obstante, tras la resurrección cuando se pudo comprobar que era verdad lo que Jesús
enseñaba. Al liberarlo de la muerte, el Padre les reveló a los discípulos que realmente Jesús era el
Hijo de Dios, y pudieron conocerle lleno de gloria y majestad. La que siempre tuvo, pues Jesús es el
Hijo desde toda la eternidad.
Señor
En el Antiguo Testamento se empezó a usar este título como solución para nombrar a Dios sin decir
su nombre: Yahvé. El Nuevo Testamento, al hablar de Jesús como el Señor, se le aplica el mismo
título con el que los creyentes se dirigían al Padre. Por tanto, se está reconociendo, al menos
implícitamente, que Jesús es también Dios como el Padre.
El mismo Jesús puso en un difícil aprieto a los fariseos al preguntarles por qué David en el
salmo 109 llama al Mesías Señor; y también en cierta ocasión les dijo a los apóstoles que hacían
bien en llamarle Maestro y Señor, porque realmente lo era (cfr. Jn 13).
Pero el título comenzó a generalizarse tras los acontecimientos de la Pascua. Fue el apóstol Tomás,
quien puesto de rodillas le confesó como Señor y como Dios. Las primeras predicaciones, como la
de san Pedro en la mañana de Pentecostés y las de Pablo tras su conversión en el camino de
Damasco, se centraban en anunciar que Dios había proclamado a Jesús, Señor y Mesías,
exaltándolo y sentándole a su derecha, desde donde volverá glorioso al final de los tiempos.
Al confesar que Jesús es Señor, la Iglesia está reconociendo su señorío no sólo en el cielo, sino
también aquí en la tierra. La vida de cada hombre, las sociedades, los pueblos, el mundo, la creación
entera, encuentran en Cristo, Señor de todo, su principio y su fin. Nada escapa al señorío universal
de Cristo, y los cristianos hemos de trabajar para que así sea.
El señorío de Cristo libra a los hombres de toda esclavitud. Los que creen en Jesús no tienen más
Señor que a Él, y no se someten a ningún otro poder o dominación. Incluso cuando honran y
obedecen a las legítimas autoridades terrenas, lo hacen en obediencia al que es su único Señor.
Por último, el Catecismo nos recuerda que la oración cristiana está marcada por este título de Señor.
En la liturgia son muchas las invocaciones en que aparece: «El Señor esté con vosotros»; «Por
Jesucristo, nuestro Señor», etc. Y, durante el tiempo de adviento, hay una exclamación que se repite
mucho, y que forma parte esencial de la esperanza cristiana: «Ven, Señor, Jesús».
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3. «Jesucristo fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y
nació de santa María Virgen» (CCE 456-478)
A. El hijo de Dios se hizo hombre (456-478)
Bajo este título, el Catecismo aborda cuatro cuestiones sucesivamente.
— ¿Por qué el Verbo se hizo carne?
Para responder a la cuestión, el Catecismo parte de la misma confesión de fe del Credo: «Por
nosotros los hombres y nuestra salvación».
No le interesa, pues, al Catecismo dirimir disputas teológicas absolutamente legítimas acerca de si
la Encarnación si hubiera dado igualmente aunque no hubiera existido el pecado.
La fe de la Iglesia lo que confiesa es que el Verbo se encarnó porque el hombre, que había pecado
en Adán, necesitaba ser salvado, pues, por sí mismo el ser humano era incapaz de restaurar lo que el
pecado había dañado, tanto en él, como en sus relaciones con Dios, con sus semejantes y con todo
lo creado.
El Hijo de Dios vino, por tanto, para ofrecerse como víctima de reconciliación. Para devolver al
hombre a la comunión con Dios, para arrancar del hombre su corazón de piedra e implantarle un
corazón de carne, para derribar los muros que separaban a los hombres, para establecer un orden
nuevo en la creación entera, esclavizada y sometida por el pecado de los hombres. Dios, en
definitiva, compadecido del estado miserable y desgraciado de la humanidad tuvo misericordia, y
nos envió a su Hijo, luz que alumbra a los que están en tinieblas, libertador que rompe las cadenas
de los cautivos y salvador de los que están en peligro.
Al hacerse el Verbo carne, los hombres obtuvimos, de una vez por todas, la prueba suprema del
amor de Dios; un amor que no quiere nuestra muerte, sino nuestra vida. Y para eso vino, para que
tuviéramos vida y vida abundante, vida eterna.
Al hacerse uno de nosotros también se convirtió en modelo a seguir. De hecho, quiso vivir como
uno de tantos, para que creyéramos que es posible vivir conforme a lo que él enseñó. Pues en
realidad no propuso nada que no hubiera él vivido en primera persona: si nos invitó a vivir en
pobreza, él fue pobre. Si nos invitó a ser humildes, él quiso ser el último. Si nos invitó a amar hasta
dar la vida, él derramó su sangre por nosotros. Si habló de llevar la cruz, él cargó con ella, aun
siendo inocente y sin que encontraran en él culpa alguna. Si nos invitó a perdonar, él le pidió al
Padre el perdón para los que le crucificaban, etc. Todo ello porque Jesús sabía que ésa era la
medicina que necesitábamos para poder ser y actuar de un modo diferente a como lo hacemos, al
estar sometidos al domino de las pasiones.
Por último, nos dice el Catecismo que el Verbo se encarnó para hacernos partícipes de su misma
naturaleza divina. El hombre, en cuanto criatura de Dios, había sido creado a su imagen y
semejanza; pero en la recreación que Cristo realizó con su encarnación, pasamos a ser hijos en el
Hijo. Si Adán y Eva se separaron de Dios por querer ser dioses, el Verbo de Dios, asumiendo
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realmente nuestra naturaleza humana, nos hace en verdad dioses, o sea, hijos de Dios como Él lo es.
Nunca la mente humana pudo imaginar nada semejante. Cuando miramos, por tanto, al Verbo de
Dios encarnado en la humildad de un niño, estamos viendo realmente a Dios, y estamos viendo
también aquello a lo que el hombre está llamado a ser, y ya lo es, por pura gracia: hijo de Dios.
— La Encarnación
El Catecismo, basándose en un frase de san Juan de la Cruz, llama «encarnación» al hecho de que el
Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo, por medio de ella, nuestra
salvación.
La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana, porque
quien confiesa a Jesús venido en la carne, ése es de Dios y en él habita el Espíritu Santo; quien lo
niega, en cambio, como nos dice el apóstol san Juan, es el anticristo.
— Verdadero Dios y verdadero hombre
Sí, nuestra fe confiesa que Jesús, el hijo de María, la Virgen, es ambas cosas: Dios verdadero y
hombre verdadero. En la unión de ambas naturalezas no se produjo lo que sucede en una reacción
química. Como sabemos, la mezcla en la debida proporción de hidrógeno y oxígeno, da como
resultado algo nuevo: agua. El agua es, pues, una mezcla de hidrógeno y oxígeno, pero en sí misma
el agua es diferente y distinta a los elementos que le dieron origen.
Pues bien, en Jesucristo no se mezclan la naturaleza divina y la humana, ambas subsisten. Jesús,
siendo una persona sola, es Dios y hombre a la vez.
Para explicar este misterio hubo personas que propusieron que Jesús fue un hombre tan
excepcional, tan obediente a la voluntad de Dios, que el Padre lo adoptó como hijo. La Iglesia, sin
embargo, confiesa que en Jesús se encarnó la segunda persona de la Santísima Trinidad, que es el
Hijo de Dios desde siempre, de la misma naturaleza o sustancia que el Padre. Lo cual se dice con
una palabra del griego: homousios. Pues, bien, Jesucristo, en cuanto es el Verbo de Dios hecho
carne, es el Hijo eterno de Dios, que no fue ni creado ni mucho menos adoptado como Hijo.
Otras personas quisieron explicar el misterio de la Encarnación diciendo que ambas naturalezas
simplemente se habían yuxtapuesto en Jesús. Para decirlo de algún modo comprensible, sería como
si Jesús tuviera dos personalidades, la humana y la divina. Tampoco es válida esta explicación,
porque negaría la realidad misma de la encarnación. La fe de la Iglesia confiesa que el Verbo se
hizo carne, hombre como nosotros, pero sin dejar de ser el Verbo de Dios. De ahí que debamos
confesar, al mismo tiempo, que Jesús es una sola persona, en la que subsisten, sin mezclarse ni
confundirse, la naturaleza humana y la divina. Y decimos también que la humanidad de Cristo no
tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios, que ha asumido y hecho suya nuestra
condición humana desde el instante mismo de su concepción virginal. Por tanto, y con toda razón,
María, la madre de Jesús, es llamada la madre de Dios, pues gracias a ella el Verbo de Dios tuvo un
cuerpo dotado de un alma racional, y fue en todo igual al resto de los hombres.
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También han existido intentos de explicación del misterio de la Encarnación, que afirmaban que, al
hacerse carne el Hijo de Dios, la naturaleza humana de Jesús habría dejado de existir como tal. Para
quienes piensan así Jesús parecería un hombre, pero en realidad no lo era. Ante esto, la fe de la
Iglesia, para defender la realidad de la Encarnación, afirma que hay que reconocer un solo y un
mismo Cristo, que en cuanto hombre es un hombre perfecto, compuesto de cuerpo y alma racional;
y en cuanto Dios es consustancial al Padre. Ambas naturalezas han de ser reconocidas sin que entre
ellas exista ni confusión, ni cambio, ni división, ni separación. En Cristo hay, por tanto, una sola
persona, que es nuestro Señor Jesucristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, que es
también hombre como nosotros. Por eso decimos que, cuando Jesús hacía milagros, predicaba a las
multitudes, paseaba por las orillas del lago de Galilea, y también cuando tenía hambre, cansancio,
sed, miedo, temor, angustia, e incluso cuando murió en la cruz, era el Hijo eterno de Dios, uno de la
Santísima Trinidad, quien hacía y padecía todas esas acciones.
Nos puede parecer que todas estas teologías son cosas muy complicadas. Sin embargo, qué
importante resulta creer que quien nos salvó fue precisamente el Hijo de Dios, Jesucristo, cuya
encarnación y nacimiento recordamos cada año por Navidad. Y Jesucristo no fue tan sólo un
hombre excepcional (en ese caso seguiríamos en nuestros pecados), sino el Verbo de Dios, que por
amor se hizo en verdad uno de nosotros. Quiso compartir en todo nuestra existencia, pero sin dejar
de ser Dios. Únicamente de este modo pudo redimirnos de nuestros pecados, pues, al hacerse Dios
hombre, restauró nuestra naturaleza caída, injertándonos en su naturaleza divina. Él, siendo Dios, se
hizo hombre; y nosotros, gracias a Él, siendo hombres adquirimos la condición de hijos de Dios. Es
mucha, por tanto, la trascendencia de este gran misterio de nuestra fe.
— Cómo es hombre el Hijo de Dios (CCE 470)
Dado que la fe de la Iglesia confiesa que al encarnarse en Verbo de Dios y hacerse hombre, la
naturaleza humana no quedó absorbida, sino asumida, entonces se nos plantea la cuestión siguiente:
¿Cómo es la humanidad de Jesucristo?
Para responder a esta cuestión hubo muchos años y hasta casi un siglo de polémicas y, de cuando en
cuando, vuelven a resurgir. Y es que, a veces, por afirmar y defender la verdadera naturaleza
humana de Jesucristo, terminamos negando o, al menos, obviando su verdadera naturaleza divina; y
viceversa. Lo difícil siempre es mantener el justo equilibrio.
El Catecismo nos recuerda al respecto que la Iglesia siempre ha defendido que Jesús tuvo un alma
humana, como la nuestra; tenía, por tanto, inteligencia y voluntad como la nuestra. Y, por supuesto,
tenía un cuerpo como el de cualquier ser humano. Ahora bien, la naturaleza humana de Jesús,
siendo exactamente como la nuestra, sin embargo, pertenece propiamente a la persona divina del
Hijo de Dios que la ha asumido. Así pues, todo lo que hace y dice Jesús, todo lo que quiere y lo que
piensa en cuanto hombre, es y pertenece a uno de la Trinidad. En resumidas cuentas, el Hijo de
Dios comunica a su humanidad, asumida desde su concepción en el seno de la Virgen María, el
modo propio y personal de existir en la Trinidad, de modo que en todo su ser y en todo su obrar
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Jesús expresa el modo de ser y de actuar propios del Dios Uno y Trino. El que fue engendrado en el
seno de la Virgen María es Dios; quien nació en Belén es Dios; quien vivió en Nazaret es Dios;
quien fue bautizado en las aguas del Jordán es Dios; quien fue tentado es Dios; quien nos predicó es
Dios; quien curó a los enfermos es Dios; quien acarició a los niños es Dios; quien murió y resucitó
es Dios.
El alma y el conocimiento humano de Cristo
Frente a aquellos que, como Apolinar de Laodicea, pensaban que, en Jesucristo, el Verbo realizó las
veces, o estuvo en el lugar del alma racional propia de los seres humanos, la Iglesia confiesa que
Jesucristo tuvo un alma racional en todo semejante a la nuestra. Así pues, estuvo dotada de un
verdadero conocimiento humano. Por ello, decimos que Jesús, en cuanto hombre, no tuvo un
conocimiento ilimitado y dado de una vez por todas. Jesús tuvo que aprender, como aprendemos
todos los mortales, poco a poco y gradualmente; y, asimismo, tuvo que aprender haciendo
experiencia de las diferentes realidades que captan nuestros sentidos, hasta comprenderlas y
llamarlas por su nombre.
Ahora bien, el conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios expresaba la vida divina de
su persona. En expresión de san Máximo el Confesor, «la naturaleza humana del Hijo de Dios, no
por ella misma, sino por su unión con el Verbo, conocía y manifestaba en ella todo lo que conviene
a Dios» (CCE 473). Por este motivo, la doctrina católica sostiene que Jesús tuvo conocimiento
íntimo e inmediato de que Él era el Hijo de Dios (cfr. Lc 2,49) y que venía del Padre (cfr. Mt 9,13 y
paralelos), a quien conocía íntimamente no por lo otros le habían dicho, sino por lo que Él había
visto y oído desde antes de la creación del mundo (Jn 8,26; 15,15). Además, como también señala el
Catecismo, el Hijo, en su conocimiento humano, mostraba la penetración divina que tenía de los
pensamientos secretos del corazón del hombre (Jn 2,24-25).
Por último, dentro de este apartado, nos dice el Catecismo que Jesús, en cuanto hombre, dado el
contacto íntimo y de unión que tuvo con la Sabiduría divina gozó de un conocimiento pleno de los
designios eternos de Dios; lo cuales, por otra parte, Jesús vino para dárnoslos a conocer (cfr. Jn
3,35; 5,20; 6,40). Y si, en algún caso, Jesús dijo que alguno de esos designios del Padre los
desconocía en cuanto Hijo del hombre, en concreto, el momento final de la historia (Mt 24,36),
cuando estaba para ascender a los cielos, les dijo a los discípulos que «no era cosa suya conocer el
tiempo y el momento que el Padre había fijado con su autoridad» (Hchs 1,7).
La voluntad humana de Jesús (junto a la voluntad divina)
En el tercer concilio de Constantinopla (año 681) la Iglesia confesó que Cristo posee dos
voluntades: la divina y la humana. De aquí es necesario deducir que actuaba al mismo tiempo como
Dios y como hombre. La voluntad divina de Jesucristo, en cuanto Verbo de Dios, conoció y aceptó
desde siempre el plan de la salvación, tal y como fue diseñado en el seno de la Santísima Trinidad.
Y la voluntad humana, por su parte, hubo de someterse igualmente a este plan.
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Era necesario que Jesús, hombre como nosotros, fiándose de la bondad de Dios, aceptara su
voluntad y nos redimiera de este modo del pecado de desobediencia de nuestros primeros padres.
Como nos enseña la carta a los Hebreos, fue precisamente en virtud de esta voluntad humana de
Cristo, que aceptó la voluntad divina del Padre, como fuimos santificados los hombres.
Si negáramos que Jesús tuvo una voluntad como la nuestra, negaríamos, en consecuencia, la
realidad de nuestra redención; pues quedamos salvados en la medida que nuestra voluntad se rinde
libremente al amor de Dios y acepta y se somete a sus designios. Y esto fue lo que hizo Jesús. Era
hombre, quería como hombre y actuaba como hombre; y con su voluntad de hombre aceptó y se
sometió libremente a la voluntad de Dios. Así fuimos salvados.
El verdadero cuerpo de Cristo
A propósito del cuerpo de Cristo, recordemos que la carta a los Hebreos habla igualmente en su
capítulo 10 de cómo Dios le formó un cuerpo para que fuera instrumento de una oblación
voluntaria, hecha de una vez para siempre, para la redención de todos los hombres. Pues bien, la fe
de la Iglesia, desde siempre, reconoció como algo esencial el hecho de que el Verbo asumiera
nuestra carne y, por tanto, tuviera un cuerpo como el de cualquier otro hombre, con sus capacidades
y también con sus limitaciones. Jesús se alegraba y se entristecía, se entusiasmaba y también se
enfadaba; se conmovía lleno de ternura, pero igualmente se enojaba ante la dureza de algunos que le
hostigaban. Jesús comió, bebió, descansó y durmió; sintió hambre, sed, cansancio y sueño. Tenía
también sus propios gustos: pasear por la orilla del lago, salir a pescar, hablar con sus amigos
durante la noche, retirarse a lugares apartados y solitarios a rezar, etc.
En todos estos detalles la Iglesia reconoce que, gracias a la humanidad de Jesús, Dios invisible se ha
hecho visible. Y, si cada cual, por medio de su cuerpo, expresa los rasgos más característicos de su
personalidad, lo mismo sucede con Jesús. Las particularidades individuales del cuerpo de Cristo
expresan la persona divina del Hijo de Dios. Los rasgos humanos de su cuerpo son, pues, propios
del Hijo de Dios, de ahí que las imágenes que intentan reproducirlos, pueden ser veneradas como
representación de la humanidad asumida por el Verbo de Dios. Con razón son llamadas imágenes
sagradas.
El Corazón del Verbo encarnado
De todos los miembros del cuerpo de Jesús, los creyentes han mirado y han sentido una especial
veneración por su corazón. El corazón de Cristo, atravesado por la lanza del soldado, es el mejor
resumen del amor del Hijo de Dios. Porque Jesús amó al Padre y vivió siempre de ese amor y, de
igual modo, amó a los hombres hasta dar su vida por ellos y conducirlos de nuevo al redil de Dios.
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B. «... Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nacido de santa María
Virgen» (CCE 484-486)
El Catecismo, como no podía ser de otra forma, se fija en María y en la acción del Espíritu Santo,
pues ellos son los protagonistas que hicieron posible la Encarnación del Verbo.
Gracias a la intervención del Espíritu Santo se realizó lo que parecía imposible, y aquella jovencita
que vivía en Nazaret pudo concebir sin concurso de varón. En efecto, el Espíritu Santo santificó el
seno de María y fecundó sus entrañas purísimas, haciendo que el Hijo eterno de Dios se uniera a la
humanidad santísima tomada de María misma.
Dicho esto, el Catecismo se centra en la persona de María y nos va a hablar de su papel como
Madre de Jesús.
— Nacido de la Virgen María
Lo primero que hace el Catecismo, en el número 487, es recordarnos que todo lo que la fe católica
cree de María se funda en lo que cree acerca de Cristo; y que, a su vez, todo lo que se enseña sobre
María ilumina la fe en Cristo.
Efectivamente, fijarnos en María nos ayuda a comprender que el Verbo de Dios se hizo carne
precisamente para salvar a la humanidad. Y en María reconocemos la eficacia del poder salvador de
Dios, pues desde siempre la eligió y por eso la santificó y la libró del pecado desde el momento
mismo de su concepción. Ese mismo poder de Dios hizo que María realmente lo concibiera, lo
llevara durante nueve meses en su seno virginal y, por último, le diera a luz sin perder la gloria de
su virginidad, que mantuvo sin ningún menoscabo hasta el final de sus días.
A cada uno de estos misterios referentes a la Virgen María dedica el Catecismo un apartado.
4. Misterios de María (CCE 487-507)
A. La predestinación de María
Ya hemos hablado de cómo Dios quiso redimir a los hombres, contando con su libre colaboración.
Pues bien, para llevar a cabo la encarnación era necesario que una mujer concibiera realmente al
Verbo de Dios y le diera una humanidad exactamente igual a la del resto de los mortales. Para
preparar ese momento, desde toda la eternidad, Dios pensó en María. Sí, como suena, toda la
omnipotencia divina se fijó en la pequeñez de esta mujer sencilla de Nazaret, en Galilea, una aldea
que ni siquiera se cita una sola vez en las páginas del Antiguo Testamento.
Los padres de la Iglesia, siguiendo el símil de la Escritura que compara a Cristo con Adán,
compararon a María con Eva. De ésta nos vino la muerte, mientras que de aquella nos vino el autor
de la vida. Entre Eva y María, la historia de la salvación está llena de mujeres que han ido jalonado
la preparación de la humanidad hasta la llegada del Mesías:
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Sara, la esposa de Abrahán, que concibió un hijo, Isaac, cuando había perdido toda esperanza de
que se cumpliera la promesa hecha por Dios de una descendencia numerosa como las arenas del
mar y las estrellas del cielo.
Ana, la madre del profeta Samuel, que obtuvo un hijo porque Dios se compadeció de sus lágrimas y
borró la deshonra de su esterilidad.
Así también Débora, Rut, Judit, Esther y muchas otras.
Todas ellas confiaron en el poder de Dios, y, sobre todo, en las promesas que Dios había hecho a su
pueblo. Ninguna de ellas quedó defraudada, por eso María, cuando se vio agraciada con la visita del
Señor que le anunció que iba a ser Madre del Mesías, no pudo sino cantar la fidelidad del Dios de
Abrahán, que en Jesucristo daba cumplimiento a todo lo que habían dicho los profetas desde tiempo
inmemorial.
Con María, la Iglesia no deja de cantar las excelencias de este Dios, que nos entrega a su Hijo y nos
lo presenta como el esperado de las naciones.
B. La inmaculada concepción
Dios no improvisa las cosas, en su plan de salvación, desde siempre pensó en enviar a su Hijo,
porque nos destinó en la persona de Cristo a ser sus hijos y para recapitular en Él todas las cosas,
del cielo y de la tierra (cfr. Ef 1,3-10).
Para llevar a cabo dicho plan, Dios tuvo que pensar en una mujer, y la preparó para que fuera la
madre de su Hijo, dotándola, como dice la Lumen gentium (cfr. LG 56), con dones a la medida de la
misión que iba a cumplir.
De ahí que la Iglesia haya leído siempre el saludo que le dirigió el Ángel en el momento de la
anunciación: «llena de gracia» (Lc 1, 28), como un claro indicio de que María fue la primera
redimida en función de haber sido elegida para ser la madre de Jesús. Pues si Jesús vino a salvar a
su pueblo de los pecados, es lógico que la primera en beneficiarse de la acción redentora de su Hijo,
fuera la Madre. Mas la peculiaridad y la originalidad estuvo en que María fue redimida del pecado
antes de ser concebida, de modo y manera que nunca fue manchada por el pecado la que iba a ser el
tabernáculo, el sagrario, donde el autor de la gracia iba a establecer su morada.
Por otra parte, si al hablar de la respuesta de la fe al Dios que se revela, ya insistíamos en que se
trata de una respuesta libre que el hombre da, pero siempre con el auxilio interior del Espíritu Santo,
que nos atrae para dar el salto de la fe; también María tuvo que contar con una asistencia especial
del Espíritu Santo para dar su consentimiento creyente a lo que Dios le pedía. Algo que, sin duda,
superaba la capacidad natural del entendimiento y la razón: «¿Cómo será eso, pues no conozco
varón?»
María pudo, por tanto, responder su «hágase», porque estuvo totalmente poseída por la gracia de
Dios. Ella creyó verdaderamente, sin dudarlo, que «nada es imposible para Dios». Por eso dio su
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consentimiento libre, para se cumpliera lo establecido por la voluntad divina. Desde ese momento,
María iba a colaborar estrechamente con su Hijo, que vino, no para hacer su voluntad, sino la
voluntad del Padre.
La confianza plena de María en el plan de Dios, unida a la oblación de Cristo en obediencia a la
voluntad de Dios, sirvió para que la humanidad quedara liberada del nudo de la desobediencia de
Eva. Como decían los Santos Padres, lo que ató la virgen Eva por su falta de fe lo desató la Virgen
María por su fe. Por eso ya, desde muy antiguo, María fue llamada Madre de los vivientes y los
Padres de la Iglesia contraponían a María y a Eva diciendo: «La muerte vino por Eva, la vida por
María».
Todas estas cuestiones la Iglesia las ha ido deduciendo con el transcurrir de los siglos, a base de
meditar y profundizar en el misterio de la encarnación. Sobre todo, el misterio de la redención,
preparado durante siglos y que llegó a su culminación por medio de Nuestro Señor Jesucristo. Los
padres de la Iglesia de tradición oriental, desde muy antiguo, saludaban a María como «Panagia».
Y muchos teólogos hablaron y defendieron su concepción inmaculada. Además, fue una celebración
litúrgica que pronto arraigó en el sentido de fe del pueblo creyente.
Sin embargo, hubo que esperar al siglo XIX para que el beato Pío IX proclamara en 1854 el dogma:
«La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original
en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en
atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano» (DS 2803).
C. La maternidad divina de María
Un título también muy antiguo que se aplica a María es el de Theótokos, es decir, Madre de Dios.
Algunos consideraban esta forma de hablar blasfema, porque Dios no puede tener madre. Sin
embargo, la fe de la Iglesia llegó a afirmar esto de María, contemplando el misterio de la
Encarnación. Si Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, María, siendo como es la madre de
Jesús (Jn 2,1; 19,25; cfr. Mt 13,55, etc.), es decir, la que engendró en sus entrañas, por obra del
Espíritu Santo, al Verbo de Dios, es, en toda regla, también Madre de Dios. No solo engendró la
humanidad de Jesús, pues a la humanidad de Jesús, desde el instante mismo de su concepción, se
unió la Segunda Persona de la Santísima Trinidad de modo singular y perfecto, llegando a ser una
sola persona con dos naturalezas. Así pues, María, si es la madre de Jesús, es también madre del que
es Dios y hombre verdadero. De algún modo ya lo confesó Isabel, la pariente de María, cuando la
saludó diciéndole: «¿Cómo es que me visita la madre de mi Señor?» (Lc 1,43).
D. La virginidad de María
La virginidad de María, antes que nada, nos habla de que ella concibió a Jesús no por obra de varón,
sino en virtud de la acción del Espíritu Santo. Así se lo anunció el Ángel a María en Nazaret y a José
en sueños; y así lo creemos nosotros.
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Conviene aclarar, como lo hace el Catecismo en el número 498, que lo que la Iglesia profesa al
confesar que María concibió a Jesús virginalmente por obra del Espíritu Santo, nada tiene que ver con
los relatos de uniones carnales entre dioses y seres humanos, de los que está llena la mitología
mesopotámica, griega y romana.
Se trata de un misterio que desborda las capacidades de comprensión de la razón humana, pues nos
habla de cómo la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, sin dejar de ser Dios, se encarna en el
seno de una joven que no había conocido varón y cuya integridad fue respetada hasta las últimas
consecuencias.
Sólo el Creador del Universo, aquel que hizo salir todo de la nada, por medio de su Espíritu, pudo
también hacer tan prodigioso milagro, que va más allá de cualquiera de las leyes que rigen la
reproducción humana.
La virginidad de María remite, por tanto, al poder de Dios, que realiza su obra, pero respetando al
mismo tiempo la pureza y la integridad de la que fue elegida para ser la madre de Jesucristo. Por eso la
Iglesia confiesa que María conservó su virginidad no sólo en el momento de la concepción, sino
también en el parto y después del parto. El credo, en sus distintas versiones, desde las más antiguas
hasta las más modernas, siempre aplicó a María el título de la “Siempre Virgen“.
Cuando contemplamos este misterio descubrimos a un Dios que respeta hasta las últimas
consecuencias la libertad del hombre y su integridad. El Señor nunca violenta la naturaleza de las
cosas, al contrario, se somete a ellas y así lleva adelante su plan salvador. Eso fue lo que sucedió en
María, que Dios respetó sin violentar lo más mínimo su condición virginal. María no perdió nada, sin
embargo, lo ganó todo.
El Catecismo nos habla asimismo de que la maternidad física de María se prolonga en su maternidad
espiritual con todos los hombres, a los que Jesús, su Hijo, vino a salvar.
Todos nosotros, los redimidos, somos esa nueva prole que proviene de Jesucristo, el nuevo Adán, y
miramos a María, la nueva Eva, como la madre que nos ha concebido por obra del Espíritu Santo. La
vida divina en nosotros no nació ni de la carne ni de la sangre, sino que es don de Dios. Por tanto,
también nosotros debemos acoger virginalmente la gracia, pues nos es dada de forma gratuita en virtud
de la acción del Espíritu en nuestros corazones. No es, pues, el resultado de nuestro esfuerzo ni de
nuestra investigación.
La virginidad de María, nos habla igualmente de que ella fue la mujer creyente por excelencia, la que
no dejó que nada adulterara ni contaminara su confianza absoluta en Dios. San Agustín decía que
María fue más dichosa por haber concebido a Cristo por la fe, que por haberlo concebido en su seno de
forma carnal.
Por último, el Catecismo nos recuerda que la condición virginal de María es figura y realización
perfecta de lo que es la Iglesia. Como María, la Iglesia es madre porque engendra nuevos hijos para
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Dios por medio de la predicación y los sacramentos. Y la Iglesia también es virgen, pues guarda y
conserva íntegra la fe que recibió de su amado esposo, el Señor Jesús.
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