Queridos hermanos: ¡El Señor os dé la paz

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Queridos hermanos: ¡El Señor os dé la paz!
Con la gracia del Señor hemos llegado al término de nuestro 187º Capítulo general. Durante cuatro
semanas nos hemos reunido aquí, en la Porciúncula, donde hace ahora 800 años comenzó la
aventura franciscana, bajo la mirada maternal de Santa María de los Ángeles. Éstos han sido días
vividos en intensa actitud orante, en los que hemos invocado la presencia del Señor resucitado y de
su Espíritu en medio de nosotros. Han sido días de gozoso encuentro fraterno que nos permitieron
abrazar a hermanos provenientes de todos los continentes y de más de 110 países, de diferentes
razas y culturas. En la diversidad que nos caracteriza hemos reconocido la feliz noticia de un Dios
siempre fecundo. Han sido días de profunda reflexión, lo que nos permitió hacer un alto en el
camino –moratorium- para ver dónde estamos y hacia dónde queremos y debemos caminar. Han
sido días de proyectación, que nos permiten mirar al futuro con esperanza. ¿Cómo no pensar,
entonces, en aquel primer pentecostés que vio reunidos en el cenáculo a los discípulos en torno a
María, “aguardando” la venida del Espíritu? ¿Cómo no pensar en un nuevo pentecostés para nuestra
Orden que este año celebra sus 800 años de fundación? ¿Cómo no pensar en los primeros capítulos
de la Orden en los que se trataba todo lo relacionado con la vida y misión de los hermanos? Por
todo ello, hacemos nuestro el canto del salmo responsorial: Se alegra nuestro corazón en el Señor,
al mismo tiempo que confesamos llenos de gozo: El Señor nos ha revestido con vestiduras de
salvación.
En estos días hemos mirado a nuestro pasado y a nuestro presente, recordando la gracia de nuestros
orígenes. Por la santidad y la gozosa fidelidad de tantos hermanos de ayer y de hoy, con el corazón
rebosante de alegría, decimos al Altísimo, Omnipotente y buen Señor: por el don de los hermanos,
¡loado seas mi Señor!. Esta mirada positiva y agradecida a nuestro pasado y a nuestro presente no
nos impide ver las sombras y las infidelidades, el cansancio y las rutinas, que, a menudo,
acompañan nuestro caminar. Por ello, mientras pedimos perdón, asumimos con renovado
compromiso la llamada a nacer de nuevo (Jn 3, 3) para acoger, personalmente e institucionalmente,
el Evangelio como forma de vida, sin ceder a la constante tentación de domesticar sus exigencias
más radicales para adaptarlas a un cómodo estilo de vida.
Ahora, terminado el Capítulo, se nos presenta delante el presente/futuro, como tiempo del Espíritu.
Y entonces nos preguntamos: ¿qué hemos de hacer hermanos? (Hch 2, 37)
El Señor durante estos días de Capítulo nos ha dicho de mil maneras: Id y predicad el Evangelio a
todas las naciones (Mt 28, 19-20), y haciéndose presente en medio de nosotros nos urge: Id a
anunciar a mis hermanos que vayan en Galilea, allí me verán (Mt 28, 10). Desde el icono del Cristo
de San Damián, el Señor nos ha dicho como a Francisco, Ve y repara mi Iglesia. Cristo Resucitado
nos espera en el espacioso claustro que es el mundo, allí donde vive el hombre, allí donde se
encuentra en su diversidad, allí donde sufre, trabaja y espera. Una vez más el Resucitado nos dice:
No me retengáis (Jn 20, 17). Nuestra condición es la de ser testigos del Resucitado en la Galilea de
las naciones (Is 8, 23), en medio de las gentes, inter gentes, en cualquier país o nación, a los de
lejos y a los de cerca (Ef 2, 17). Quien se ha encontrado con Cristo resucitado no puede dejar de
anunciarlo, como María Magdalena (cf. Mc 16, 10). Quien ha encontrado la perla preciosa no puede
dejar de comunicar dicho hallazgo a cuantos encuentra por el camino (cf. Mt 13,46). Cristo es
nuestra “perla”, no podemos “retenerla” para nosotros. Id, salid, al mundo entero. La misión
evangelizadora no es para nosotros una actividad más, sino que es nuestra definición, pues, de
hecho somos: Misioneros en el corazón del mundo, como hermanos y menores, con el corazón
vuelto hacia el Señor.
Somos bien conscientes que la misión que nos espera es ardua. El terreno en el que hemos de
sembrar la semilla del Evangelio, el corazón del hombre, está lleno de obstáculos, como nos
recuerda la parábola del sembrador (cf. Mt 13, 3). Pero somos igualmente conscientes que la
fuerza germinativa de la semilla de la Palabra de Dios no ha disminuido. Vivimos en un momento
de crisis, que para algunos posiblemente comporta una amenaza mortal y que para otros puede ser
una prueba de fe en el Señor de la historia y en su presencia indefectible. El momento que nos ha
tocado vivir es delicado y decisivo. Pero hemos de ser bien conscientes de que este es el tiempo de
Dios y, en cuanto tal, revela nuevas oportunidades, purifica, despierta potencialidades, desvela
signos de futuro y de resurrección. En cualquier caso no podemos ser ingenuos. El sembrador, cada
uno de nosotros, ha de conocer bien el campo de la siembra, conocer sus elementos positivos y
valorar, con precisión, los obstáculos (cf. Mt 13, 18-23). Necesitamos conocer bien el corazón de
los hombres a los cuales nos dirigimos, de su modo de pensar y de situarse. Se hace necesario entrar
en una constante actitud de discernimiento, examinándolo todo, para quedarnos con lo bueno (cf.
1Ts 5, 21). Se hace necesario, también, vivir en estrecha relación con todos los hombres y mujeres,
nuestros contemporáneos. Somos, y hemos de continuar siendo, los frailes del pueblo. Con el
pueblo, particularmente con los más pobres, somos llamados a sentirnos mendicantes de sentido,
haciendo nuestras sus mismas búsquedas, dejándonos interpelar por tantas situaciones negativas del
contexto en que vivimos.
También es necesario estar bien preparados intelectualmente, para una lectura atenta de los signos
de los tiempos y de los lugares, y poder, de este modo, dar una respuesta evangélica a todos ellos.
Esa respuesta comporta, por nuestra parte, elaborar y llevar a cabo nuevos proyectos de
evangelización para las situaciones actuales (VC 73). Esa es nuestra gran responsabilidad en estos
momentos. De nosotros, hijos de Francisco de Asís, el mundo espera, y tiene pleno derecho a ello,
que trabajamos como instrumentos de paz y de reconciliación, en una sociedad profundamente
marcada por la violencia y las divisiones, así como por la salvaguarda de la creación, cuando ésta
está seriamente amenazada. De nosotros, hijos del Poverello, el mundo espera, y tiene pleno
derecho a ello, que seamos hombres que fomentan el diálogo entre las culturas, las generaciones, las
religiones, las corrientes de pensamiento, a fin de propiciar el conocimiento y el reconocimiento
mutuos y la búsqueda de caminos comunes para instaurar un mundo hermanado en las ricas y sanas
diferencias. De nosotros, Hermanos Menores, el mundo espera, y tiene pleno derecho a ello, que
seamos menores entre los menores, y solidarios con todos, hombres que trabajen para que de una
economía de mercado se pase a una economía solidaria, que cree redes de comunicación que
beneficien la interdependencia de bienes y recursos con miras a una vida digna para todos. Nuestra
misión evangelizadora comporta todo ello, como comporta ir allí donde todavía no estamos,
abriendo nuevos proyectos misioneros para colaborar con la Iglesia en la implantación del Reino de
Dios, a veces sólo con la presencia silenciosa, pero siempre fecunda, y en la implantación de la
Orden, allí donde esto sea posible. Por todo ello pasa nuestra misión evangelizadora, a la que hemos
dedicado nuestras reflexiones durante este Capítulo de Pentecostés 2009. Por todo ello pasa la
fidelidad creativa y gozosa que estamos llamados a testimoniar (cf. VC 37) en estos momentos
delicados y duros, no exentos de tensiones y de pruebas, pero lleno, también, de grandes
posibilidades (cf. VC 13). Todo ello es necesario si queremos reproducir con audacia y creatividad
la santidad de Francisco (cf. VC 37), y de tantos hermanos que nos han precedido en estos 800 años
de camino de nuestra Fraternidad.
Durante el Capítulo hemos sentido fuertemente la llamada a una profunda renovación para ser fieles
a la gracia de los orígenes, pero sabemos muy bien que la garantía de una tal renovación está en la
búsqueda de la conformación cada vez más plena al Señor (cf. VC 37). Sólo él puede mantener
constante la frescura y la autenticidad de los orígenes y, al mismo tiempo, infundir el coraje de la
audacia y de la creatividad para responder a los signos de los tiempos (CdC 20). Sólo reencontrando
el primer amor seremos fuertes y audaces, pues sólo ese amor puede infundir valor y osadía, en
tiempos como los nuestros. He ahí, entonces, la llamada más urgente que nos viene del Evangelio y
de nuestra condición de discípulos y misioneros: una profunda conversión del corazón y una vuelta
constante hacia el Señor. No podemos olvidar que es Dios el que hace fecundo y fértil el terreno de
la misión evangelizadora. Es él, y sólo él, quien hace crecer la semilla (cf. Mc 4, 27). La
evangelización es ante todo obra de la fuerza de lo alto. En el Cenáculo los discípulos reciben el
Espíritu. Es él el que da a Pedro la fuerza para proclamar el Evangelio el día de Pentecostés. Del
mismo modo, quienes quieran anunciar con fuerza el Evangelio en la Galilea de las naciones han de
encontrarse en el Cenáculo, con María, y recibir el Espíritu Santo. Él es el único que puede mover
nuestros corazones y nuestros pies para ir hasta los confines de la tierra y allí, en las condiciones
más diversas y, a veces, más adversas, predicar a Jesucristo como la Buena Noticia del Padre de las
misericordias a la humanidad. Él es el único que puede abrir el corazón de los hombres y mujeres
de nuestro tiempo para acoger dicha Buena Noticia. Es la fuerza del Espíritu la que nos hará
verdaderamente libres. Por otra parte, sólo quien, como María, se deja habitar por la Palabra, podrá
comunicarla a los demás (cf. Lc 1, 39-44). Sólo quien, como Francisco, se deja encontrar por el
Evangelio, podrá ser Evangelio viviente.
María, virgen de la atención, alcánzanos del Señor la capacidad para conservar en nuestro corazón
el misterio de Dios y de los hombres.
María, creyente abierta al Espíritu, alcánzanos del Señor la docilidad incondicional a sus
inspiraciones.
María, primera evangelizadora, alcánzanos del Señor la audacia de llevar la Buena Noticia a
nuestros contemporáneos.
María, mujer hecha servicio, alcánzanos del Señor la capacidad de servir al Evangelio y a sus
primeros destinatarios, los pobres.
María, bendita entre las mujeres, alcánzanos del Señor la gracia de saber estar siempre al lado de
quien nos necesite.
María, doncella de Nazaret, alcánzanos del Señor la valentía de decirle siempre SI, ahora y en la
hora de nuestra muerte. Amén.
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