“El Señor está cerca de quien tiene el corazón herido”

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“El Señor está cerca de quien tiene el corazón herido”
Carta a los matrimonios en situación
de separación, divorcio y de nueva unión
Queridas/os hermanas y hermanos: desde hace mucho tiempo llevo en el corazón el deseo di
dirigirme a vosotras/os, de una manera lo más directa y personal posible.
De hecho, me gustaría pediros permiso para entrar en vuestra casa, como un hermano y poder
disponer de un poco de vuestro tiempo.
Lo hago ahora con esta carta mía, que quiere ser sencilla y familiar, como una petición para poderme
sentar a vuestro lado a fin de tener un diálogo que, espero sea de vuestro agrado y pueda continuar con el
tiempo.
Todos los que entre vosotras/os sois creyentes y sentís de pertenecer a la Iglesia reconocéis en el
Obispo, también un padre y un maestro. Y a mi como Obispo llevo muy en el corazón igualmente a todos los
bautizados que quizás ya no se consideran creyentes o se sienten excluidos, por incomprensiones o
desilusiones, de la grande comunidad de los discípulos del Señor.
Quisiera, por lo tanto encontrarme con los unos y los otros y con todos abrir un diálogo para
compartir un poco los gozos y las fatigas de nuestro común camino; para intentar escuchar algo de
vuestro vivir de cada día; para dejarme interpelar de alguna de vuestras preguntas; para confiaros los
sentimientos y los deseos que nutro en mi corazón hacia vosotras/os .
Exactamente es así: leyendo estas páginas, abrís un poco vuestra puerta de casa y me permitís
entrar. Pero yo también, escribiendo estas páginas , me abro a vosotras/os con el deseo de una mutua
confianza.
LA IGLESIA ESTÁ CERCA DE VOSOTRAS/OS
Sobre todo quiero deciros que no nos podemos considerar mutuamente extraños: vosotras/os, para
la Iglesia y para mi como Obispo, sois hermanas7os amadas/os y deseadas/os . Y este mi deseo de entrar
en diálogo con vosotras/os brota de un afecto sincero y del ser consciente de que tenéis problemas y
sufrimientos que, a veces, os parece están descuidados o son ignorados por parte de la Iglesia.
Por esto os quisiera deciros que la comunidad cristiana tiene en cuenta vuestro sufrimiento humano.
Ciertamente, algunas/os de vosotras/os habréis hecho experiencia de alguna dureza en las
relaciones con la realidad eclesial: non os habéis sentido comprendidos en una situación ya difícil y dolorosa;
no habéis encontrado, quizás, alguien dispuesto a escucharos y ayudaros; puede ser que hayáis oído
pronunciar palabras que pareciesen, más bien, un juicio sin misericordia o de una condena sin recurso. Y
habéis podido alimentar el pensamiento de haber sido abandonadas/os o rechazadas/os por la Iglesia.
Lo primero que deseo deciros, sentándome junto a vosotras/os es, por lo tanto ésta: “ La Iglesia no os
ha olvidado! Mucho menos os rechaza u os considera indignas/os”.
Me vienen a la mente las palabras de esperanza que Juan Pablo II dirigió a las familias de todo el
mundo en ocasión del Jubileo del año 2000: “de frente a tantas familias Deshechas, la Iglesia se siente
llamada, no ha pronunciar un juicio severo y desinteresado, sino más bien a “ inyectar en la llagas de tantos
dramas la Luz de la Palabra de Dios, acompañada del testimonio de su misericordia”.
En este caso, si habéis encontrado en vuestro camino hombres o mujeres de la comunidad cristiana
que de alguna manera os han herido con su comportamiento o con sus palabras, deseo compartir con
vosotras/os mi disgusto y encomendar a cada una /o al juicio y a la misericordia del Señor.
Como cristianos sentimos por vosotras/os un afecto particular, como el de una madre o un padre que
mira con mayor atención a la hija, al hijo que se halla en dificultad y sufre, o como hermanas/os que se
sostienen con mayor delicadeza y profundidad después de que por mucho tiempo han trabajado duramente
por comprenderse y hablarse abiertamente.
VUESTRA HERIDA ES TAMBIÉN NUESTRA
Quisiera ahora escuchar vuestras preguntas y vuestra reflexiones.
También nosotros, hombres de Iglesia, sabemos que la rotura de las relaciones matrimoniales para la
mayor parte de vosotras/os no ha sido una decisión tomada con facilidad y mucho menos con ligereza. Ha
sido más bien un paso penos de vuestra vida, un hecho que os ha interpelado profundamente sobre el por
qué del fracaso de aquel proyecto en el que habíais creído y para el que habíais gastado muchas de vuestras
energías.
Ciertamente la decisión de este paso deja heridas que se cicatrizan con fatiga. Quizás os entre
incluso la duda de la posibilidad de llevar a cabo algo grande en lo que se había esperado fuertemente; surge
le inevitable pregunta acerca de posibles responsabilidades recíprocas; se hace agudo el dolor de sentirse
traicionados en la confianza puesta en el compañero o en la compañera que se había escogido para toda la
vida; se es cogida/o por un sentimiento de inadecuación hacia los hijos implicados en un sufrimiento del
que ellos no tienen ninguna responsabilidad.
Conozco estas inquietudes y os aseguro que exprimen un dolor y una herida que afecta a toda la
comunidad eclesial.
La rotura de un matrimonio es también para la Iglesia motivo de sufrimiento y fuente de pesados
interrogativos: ¿Por qué el Señor permite que se rompa aquel vínculo que es el “grande signo” de su amor
total, fiel e indestructible?
¿Y cómo nosotros quizás tendríamos o podríamos haber estado cerca de estos esposos?
¿Hemos hecho con ellos un camino de verdadera preparación y de verdadera comprensión del
significado del pacto conyugal con el que se habían unido recíprocamente?
¿Les hemos acompañado con delicadeza y atención en su itinerario de pareja y de familia, antes y
después de su boda?
Estas pregunta y estos dolores nosotros los compartimos con vosotras/os y nos afectan
profundamente porque se juegan algo que nos toca de cerca: el amor, como el sueño y el valor más grande
en la vida de todos y cada uno.
Pienso que como esposos cristianos podéis comprender en qué sentido todo esto nos afecta
profundamente.
Vosotras/os habéis pedido de celebrar vuestro pacto nupcial en la comunidad cristiana viviéndolo
como sacramento, el grande signo eficaz que hace presente en el mundo el mismo amor de Dios. Un amor
total, indestructible, fiel y fecundo como es el amor de Cristo por nosotros.
Y celebrando vuestra boda la comunidad cristiana ha reconocido en vosotras/os esta nueva realidad y
ha invocado la gracia de Dios a fin de que este signo permaneciera como luz y anuncio gozoso para todos
con quienes os encontráis .
Cuando esta unión se rompe la Iglesia, en un cierto sentido, se empobrece, privada de un signo
luminoso que le tendría que haberle sido de gozo y de consolación.
Por lo tanto la Iglesia no os mira como extrañas/os que no han sido fieles a un pacto, sino que se
siente partícipe de aquel sufrimiento y de aquellas preguntas que os afectan tan íntimamente.
Podréis entonces comprender, junto a vuestros sentimientos, también los nuestros.
ANTE LA DECISIÓN DE SEPARARSE
Ahora quisiera ponerme a vuestro lado e intentar reflexionar con vosotras/os acerca de los muchos
pasos y la muchas pruebas que os han llevado a interrumpir vuestra experiencia conyugal.
Solo puedo intentar imaginarme que antes de esta decisión habréis experimentado días y días de
sufrimiento viviendo juntos, nerviosismos, impaciencias, intolerancia, desconfianza recíproca, a veces
también falta de transparencia, sentimiento de traición, desilusión de una persona que se ha manifestado
distinta de como la había conocido al principio.
Estas experiencias , diarias y repetidas , terminan por hacer de la casa no ya un lugar de afectos y
gozos, sino una pesada prisión que parece quitar la paz del corazón.
Se termina levantando la voz, quizás incluso faltarse al respeto, encontrar imposible el ponerse de
acuerdo.
Se siente que ya no se puede continuar a vivir juntos.
No, el escoger interrumpir la vida matrimonial no se puede nunca considerar una decisión fácil e
indolora. Cuando dos esposos se dejan, llevan en el corazón una herida que marca , más o menos
fuertemente , sus vidas, la de sus hijos y la de todos sus seres queridos (padres, hermanos, parientes,
amigos).
Esta herida vuestra también la Iglesia la comprende.
También la Iglesia sabe que, en ciertos casos no solo es lícito, sino que puede ser incluso inevitable el
tomar la decisión de separarse: para defender la dignidad de las personas, evitar traumas más profundos,
salvaguardar la grandeza del matrimonio, que no puede transformarse en un insoportable responderse
mutuamente con dureza.
NO
A LA RESIGNACIÓN
Ante una decisión tan seria e importante, no puede vencer la resignación y la voluntad de cerrar
rápidamente esa página.
La separación tiene que ser ocasión para mirar con más ventajas y quizás con más serenidad la vida
conyugal. No es oportuno – nos enseña un sabio criterio de la vida espiritual – no tomar decisiones
definitivas cuando nuestro ánimo esté sacudido por inquietudes y tempestades.
No quiere decir que todo esté perdido: todavía hay energías para comprender qué es lo que ha
sucedido en la propia vida de pareja y de familia: quizás se puede aún desear y escoger el buscar una ayuda
sabia y competente para iniciar una nueva fase de vida juntos; o quizás solo queda la posibilidad de
reconocer honradamente las responsabilidades que han comprometido decididamente el pacto de amor y de
entrega contraído con el matrimonio.
Hay siempre responsabilidades. Y si con frecuencia las atribuimos al ambiente, a la sociedad, a la
casualidad, sabemos que la verdad es que también están nuestras responsabilidades.
Aunque no hayan sido voluntarios, aunque, al principio, no haya habido malicia sino solo superficialidad,
hay gestos, palabras, costumbres y modos de actuar que han pesado y han sido decisivos para la vida entre
los dos.
¡Cuántas/os esposas/os encuentra solos y sienten esta situación como una injusticia sufrida: “¡Yo no
tengo culpa!” “¡Yo no lo quería!” “¡Yo he hecho todo lo posible!”.
LA PALABRA DE LA
CRUZ
A todos aquellos que, a la luz de la verdad, comprenden de haber sido de alguna manera responsables,
incluso gravemente, en el modo de disipar el tesoro del propio matrimonio, quisiera fraternalmente de
acoger la llamada al amor misericordioso de Dios, que nos juzga según la verdad, nos llama a la conversión,
nos cura con la propuesta de una vida nueva.
Reconocer la propia responsabilidad no quiere decir vivir en un inútil y perjudicial sentido de culpa.
Más bien quiere decir abrir la propia vida a aquella libertad y novedad que el Señor nos hace experimentar
cuando, de todo corazón, volvemos a Él.
Y todo aquello que todavía es posible hacer para poner remedio a las consecuencias negativas que
afectan a la propia familia, para cambiar de vida … todo esto debe hacerse con valentía y diligencia.
Sin embargo, a aquellos esposos que han experimentado mayormente como una sufrida injusticia la
crisis de su matrimonio, quiero decir que estos, como cristianos no pueden olvidar la dolorosa pero
vivificante palabra de la Cruz. De aquel patíbulo de dolor, de abandono y de injusticia, el Señor Jesús nos ha
revelado la grandeza de su amor como perdón gratuito y como ofrecimiento de si mismo.
Como Obispo, y en primer lugar como cristiano, no solo no puedo olvidar esta Palabra, sino que
siento la necesidad de ofrecérosla discretamente como un apalabra que, si bien hace sangrar el corazón y
la vida no se da sin fruto, ni sin sentido de la vida.
Y si a cada celebración eucarística solo tenéis para llevar vuestra dificultad para entender y
perdonar, en realidad ya tenéis un grande tesoro para ofrecer, junto con Cristo, en el memorial de su Cruz:
el humilde abandono de vuestra pobreza.
En las dolorosa páginas de vuestras vidas los niños, con frecuencia , están entre los principales
protagonistas inocentes y no menos comprometidos.
Lo están también los hijos más grandes, que ven derrumbarse sus seguridades afectivas en la edad
delicada de la adolescencia y con frecuencia entreven con mayor dificultad, para el futuro, la realización de
su sueño de amor.
Pero la esperanza no puede fallar: cada día vemos a nuestro alrededor ejemplos heroicos y
admirables de padres que, al quedarse solos, hacen crecer y educan a sus propios hijos con amor,
sabiduría, delicadeza y entrega.
Agradezco a estas mamás y a estos papás porque nos dan un grande ejemplo. Se lo agradezco, les
admiro y espero de veras que nuestras comunidades les sean de ayuda en sus posibles necesidades .
Al mismo tiempo quiero recomendar a todos los padres separados de no hacer más difícil la vida de
los hijos, privándoles de la presencia y del justo aprecio del otro ( madre o padre) y de las familias de origen.
Los hijos necesitan, también siguiendo las recientes garantías legislativas, lo mismo del padre como de la
madre y no de inútiles venganzas, celos o durezas.
Todo lo que he dicho hasta aquí en cuanto a la situación de separación, con mayor razón vale para
quienes, quizás sufrida y casi inevitablemente han escogido el divorcio y un divorcio seguido de una nueva
unión. Vale también para quien no ha estado implicado directamente en un acontecimiento de separación o
de divorcio, pero vive en una situación de pareja con una persona separada o divorciada.
Pensando también a estas personas quisiera hacerme una última pregunta que la llevo muy en el
corazón y deseo compartir con mucha sinceridad con vosotras/os
¿HAY SITIO PARA VOSOTRAS/OS EN LA IGLESIA?
¿Qué lugar hay en la Iglesia para esposos que viven la separación, el divorcio, una nueva unión?
¿Es verdad que la Iglesia les excluye de su vida para siempre ¿
Si bien la enseñanza del Papa y de los Obispos en este ámbito es clara y se la ha vuelto a proponer
muchas veces, todavía hay que oír este juicio: “¡La Iglesia ha excomulgado a los divorciados! ¡La Iglesia deja
a la puerta a los esposos separados!”.
Este juicio está tan arraigada que, con frecuencia, los mismos esposos en crisis se alejan de la vida
de la comunidad cristiana, por temor de ser rechazados o por lo menos juzgados.
Quiero permanecer fiel a mi intención de hablaros con sencillez fraterna y sin alargarme demasiado,
por esto os vuelvo a proponer el punto decisivo de esta reflexión que es la palabra de Jesús. A la que,
como cristianos, tenemos que permanecer fieles. En esta palabra encontramos la respuesta a nuestra
pregunta.
LA PALABRA DEL SEÑOR ACERCA DEL MATRIMONIO
También Jesús ha hablado del matrimonio con una radicalidad tal de sorprender a los mismos
discípulos, muchos de los cuales probablemente estaban casados.
Jesús afirma que la unión matrimonial entre un hombre y una mujer es indisoluble (cfr. Mateo 19,1-12),
porque en la unión del matrimonio se manifiesta todo el diseño originario de Dios sobre la humanidad, es
decir el deseo de Dios de que el hombre no esté solo, sino que viva una vida de comunión duradera y fiel.
Esta es la misma vida de Dios que es Amor, un amor fiel, imborrable y fecundo de vida, que se manifiesta
como una señal luminosa, en el amor recíproco entre un hombre y una mujer. Asía afirma Jesús: “no son ya
dos, sino una carne sola. Por lo tanto lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (v. 6)
A partir de aquel día la palabra de Jesús non cesa de provocarnos y de inquietarnos. Desde aquel
momento los discípulos quedaron escandalizados ante la prospectiva de Jesús, casi protestando que, si el
matrimonio es una llamada tan alta y exigente, quizás “no conviene casarse” (v. 10).
Pero Jesús nos apremia y nos da confianza: “El que pueda entender que entienda” (cfr. V. 11), entienda
que esta exigencia no está hecha para asustar, sino más bien para indicar a qué grandeza ha sido llamado
el hombre según los designios de Dios creador.
Esta grandeza es mayormente exaltada cuando el pacto conyugal se celebra en la Iglesia como
Sacramento, signo eficaz del amor nupcial que une Cristo a la Iglesia . Jesús no nos pide lo imposible, nos
ofrece a si mismo como Camino, Verdad, Vida del amor.
Las palabras de Jesús y el testimonio de cómo Él ha vivido su amor hacia nosotros son el punto de
referencia único y constante para la Iglesia de todos los tiempos, que jamás se ha sentido autorizada para
anular una unión matrimonial sacramental celebrado válidamente y expresado en plena unión, y también
íntima, de los esposos, llegando a ser precisamente “una sola carne”.
En esta obediencia a la palabra de Jesús está el motivo por el que la Iglesia considera imposible la
celebración matrimonial después de que se ha roto la unión esponsal.
EL POR QUÉ DEL ABSTENERSE
DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA
Por el sentido de la palabra del Señor deriva la indicación de la iglesia respecto a la imposibilidad de
acceder a la Comunión eucarística los esposos que viven establemente una segunda unión matrimonial.
Pero ¿por qué?
Porque en la Eucaristía hallamos el signo del amor nupcial indisoluble de Cristo por nosotros; un amor,
éste, que viene objetivamente contradicho por el “signo quebrantado” de los esposos que han cerrado una
experiencia matrimonial y viven un segundo enlace.
Así comprendéis que la norma de la Iglesia no exprime un juicio acerca del valor afectivo y de la
cualidad de las relaciones que unen los divorciados que se han vuelto a casar. El hecho de que con
frecuencia estas relaciones se vivan con sentido de responsabilidad y con amor en la pareja y hacia los
hijos, es una realidad que no pasa inadvertida a la Iglesia y a sus pastores. Por lo tanto no existe un juicio
hacia las personas y lo que han vivido, sino una norma necesaria por el hecho de que estas nuevas uniones
en su objetividad no pueden expresar el signo del amor único, fiel, indiviso de Jesús por la Iglesia.
Queda claro que la norma que regula el acceso a la Comunión eucarística no se refiere a los cónyuges
en crisis o simplemente separados; según las debidas disposiciones espirituales, pueden acercarse a los
sacramentos de la confesión y de la comunión eucarística. Lo mismo se debe decir también de quien se ha
sometido injustamente el divorcio, pero considera el matrimonio celebrado religiosamente como el único de
su propia vida y a él quiere permanecer fiel.
De todas las maneras es falso que la norma que regula el acceso a la comunión eucarística signifique
que, los cónyuges divorciados y vueltos a casarse, estén excluidos de una vida de fe y de caridad
efectivamente vivida al interno de la comunidad eclesial.
AL CORAZÓN DE LA VIDA DE FE
EN SEÑAL DE LA ESPERA
La vida cristiana ciertamente tiene su cumbre en la plena participación a la Eucaristía, pero no se
reduce solamente a su cumbre. Como en una pirámide, aunque privada de su vértice , la masa sólida no cae,
sino que permanece.
Poder comulgar en la Misa ciertamente es para los cristianos de particular importancia y de grande
significado, mas la riqueza de la vida de la comunidad eclesial, que está de muchas cosa compartidas entre
todos, queda a disposición y al alcance también de quien no puede acercarse a la santa comunión.
La misma participación de la celebración eucarística el Día del Señor supone, sobre todo, la escucha
atenta de la palabra de Dios y la invocación común hecha al Espíritu para que nos haga capaces de volver a
vivir con fidelidad en la espera del Señor que viene.
Es precisamente la espera de la llegada del Señor y del encuentro definitivo con Él lo que
principalmente está en el corazón de la fe cristiana, como nos dice la Iglesia en la Liturgia inmediatamente
antes de la Comunión eucarística: “en la espera que se cumpla la bienaventurada esperanza y venga nuestro
Salvador Jesucristo”. De hecho Él ya ha venido, pero todavía debe venir a manifestar plenamente la gloria de
su Reino de amor. Y nosotros somos ya hijos de Dios, pero lo que realmente somos aún no se ha manifestado
en todo su esplendor.
Por esto os pido que participéis con fe a la celebración eucarística, aunque no podáis acercaros a
comulgar: Será para vosotr@s un estímulo para intensificar en vuestros corazones la esperanza del Señor
que vendrá y el deseo de encontrarlo de persona con toda la riqueza y la pobreza de nuestra vida. Non lo
olvidemos jamás: la Misa, por su naturaleza, supone una “comunión espiritual” que nos une al Señor y, en Él,
nos une a nuestr@s herman@s que se están acercando a su mesa.
El Papa Benito XVI en una carta reciente, después de haber confirmado el no poder ser admitid@s a la
Comunión eucarística l@s divorciad@s vuelt@s a casarse, continúa diciendo que “no obstante su situación,
continúan perteneciendo a la Iglesia que les sigue con especial atención, en el deseo de que cultiven , en lo
posible, un estilo cristiano de vida a través de la participación a la Santa Misa, aún sin recibir la Comunión, la
escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la participación a la vida comunitaria, el
diálogo confiado con un sacerdote o maestro de vida espiritual, la dedicación a la caridad vivida, los actos
de penitencia, el interés educativo de los hijos” (Sacramentum caritatis, n. 29).
Por lo tanto os pido a vosotr@s espos@s divorciad@s casad@s de nuevo de no alejaros de la vida de
fe y de la vida de la Iglesia.
Pido de participar a la celebración eucarística el Día del Señor.
También a vosotr@s va dirigida la llamada a la novedad de vida che nos ha sido dada en el Espíritu.
También a están a vuestra disposición los muchos medios de la Gracia de Dios.
También de vosotros la Iglesia espera una presencia activa y una disponibilidad a servir a cuantos
tengan necesidad de vuestra ayuda.
Pienso sobretodo al grande deber educativo que como padres much@s de vosotr@s están llamados a
desempeñar en el cuidado de las relaciones positivas a realizar con las familias de origen.
Pienso también al testimonio sencillo, si bien sufrido, de una vida cristiana fiel a la oración y a la
caridad.
Y todavía pienso también cómo vosotr@s mism@s, a partir de vuestra concreta experiencia, podéis
ser de ayuda a otr@s herman@s que atraviesan momentos o situaciones semejantes o cercanas a las
vuestras .
En particular dada la situación de algun@s de vosotr@s os repito lo que ha escrito Juan Pablo II: “Es
necesario reconocer también el valor del testimonio de los cónyuges que, si bien han sido abandonad@s
del/a consorte, con la fuerza de la fe y de la esperanza cristiana non han contraído nuevas nupcias: también
estos cónyuges dan un auténtico testimonio de fidelidad del que tanta necesidad tiene el mundo de hoy. Por
tal motivo tienen que ser animados y ayudados de los pastores y de los fieles de la Iglesia” (Familiares
consortio, n.20).
Con tod@s vosotr@s, haciendo mías las palabras de los Obispos de otras Iglesias de Lombardía, pido al
espíritu Santo “que nos inspire gestos y signos proféticos que clarifiquen a a tod@s que ningun@ está
excluido de la misericordia de Dios, que ninguno está jamás abandonad@ por Dios, sino siempre le ha
buscado y amado. La conciencia de saber que se es amado hace posible lo imposible” (Carta a las familias,
n.28).
EL SEÑOR, QUE ESTÁ EN MEDIO DE NOSOTR@S,
OS ESTÁ CERCANO
Voy a cerrar esta carta mía, en la que he procurado de poner mi corazón junto al vuestro, querid@s
espos@s que atravesáis situaciones difíciles, de crisis, de separación o que os habéis vuelto a casar
civilmente después del divorcio.
Ciertamente no pretendo haber comprendido todo lo que hay en vuestro corazón, ni de haber dado
respuesta a todas las preguntas que tendríais para poner.
No obstante creo que hemos podido comenzar un diálogo para comprendernos con más verdad y
amor recíproco. Espero que pueda ser un diálogo que continúe, con la sencillez y amor que me han guiado
para escribir esta carta. Un canal privilegiado puede ser el de el diálogo con vuestros sacerdotes.
Os invito a buscarles, a dialogar con ellos, a tener confianza con los mismos. Para algun@s de
vosotr@s, quizás no será fácil reconstruir una relación serena con la Iglesia si no después de haber hablado
con toda libertad y sinceridad con un sacerdote de vuestra confianza.
No pidáis a los sacerdotes que os indiquen soluciones fáciles o atajos superficiales. Buscad en
vuestros sacerdotes, hermanos que os ayuden a comprender y vivir con sencillez y fe la voluntad de Dios:
con vosotr@s que sepan escuchar la palabra de Dios que es exigente pero vivificante; os sean de ayuda para
continuar, también en estos momentos, en comunión con la Iglesia.
Siempre en una prospectiva de diálogo, os deseo de corazón el que podáis encontrar también parejas
y familias cristianas que, ricas de humanidad y fe, sepan acogeros, escucharos y caminar junto con
vosotr@s por el camino que todos estamos llamados recorrer en la vida: la del amor a Dios e al prójimo.
Os agradezco por haberme acogido realmente en vuestra casa.
Con vosotr@s ruego al Señor para que nos conceda el poder siempre, tod@s junt@s como herman@s
en la misma Iglesia, experimentar la seguridad alentadora de que “el Señor está cerca del que tiene el
corazón herido” (Salmo 34,19) y que su amor está siempre en medio de nosotr@s
+ Dionigi Card. Tettamanzi
Arzobispo de Milán
Milán, Epifanía del Señor 2008
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