Justicia y autoridad en la teoría política de Hobbes

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“Justicia y autoridad en la Teoría Política de
Hobbes”
M. Laura Eberhardt
 Año: 2003
 Institución: FLACSO
2
Introducción
Justicia y Autoridad son dos conceptos centrales en la Teoría Política de Hobbes y, aunque
asumiendo contenidos diferentes, en la teoría política moderna en general.
Ahondar en dichos conceptos, asumiendo la problematicidad y politicidad de los mismos,
constituye la inquietud inicial de este trabajo.
A partir de las escuetas, aunque no menos claras y concretas, definiciones que nuestro
sistemático autor nos ofrece; pretendo ahondar en las mismas; las que, notoriamente, presentan un
origen común en el Contrato fundacional del Estado.
Cuestiones como los distintos criterios de justicia (y de juez último), así como los alcances y
fundamentos de la autoridad legítima; abren la puerta a interrogantes teóricos en cuyo fondo se
dejan traslucir claras alternativas políticas. Detenerme en tales problemáticas a partir del
abordaje directo del autor, pero sin descuidar las lecturas críticas que al respecto se han realizado,
constituye mi principal objetivo en esta ocasión.
Finalmente, pretendo retomar la lectura liberal-mercantilista macphersoniana sobre la teoría de
Hobbes, evaluando sus aportes y limitaciones al esclarecimiento de la misma.
En síntesis, a partir de la indagación en dichos términos, procuro arribar a una comprensión
más profunda de la filosofía política hobbesiana, de la cual constituyen, ciertamente, dos de sus
principales ejes, pero evitando recaer en las ampliamente difundidas aunque ciertamente limitadas
lecturas reduccionistas.
3

Justicia
Thomas Hobbes adopta una concepción de Justicia que consiste en “que los hombres cumplan
los pactos que han celebrado”1. Es ésta su tercera ley de naturaleza, derivada de una segunda
norma según la cual estamos obligados a transferir a otros, en la medida en que los demás hagan lo
mismo y en forma simultánea, aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la humanidad2.
De este modo, el autor liga el criterio de lo que es justo e injusto a la observancia del primer
Contrato fundacional del Estado, a partir del cual se constituye un Poder Soberano capaz de
establecer la ley positiva y garantizar su vigencia. Contrariamente, en la condición natural de los
hombres, nada de lo que estos hagan puede ser injusto ya que no existen nociones tales como el
derecho y la ilegalidad: donde no hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley, no hay
justicia”3.
Desde una postura “intersubjetivista”, Hobbes descarta la posibilidad de que justicia e injusticia
puedan ser facultades propias del hombre individual. Las mismas son pensadas como atributos del
sujeto en sociedad y no de un individuo aislado en el mundo. Sin embargo, la vida en las sociedades
humanas sólo estará asegurada cuando éstas sean, simultáneamente, civiles y políticas. Es decir,
cuando los hombres reunidos se encuentren bajo un poder común capaz de contener las pasiones
conducentes a la discordia: la competencia, la desconfianza y la gloria.
Sin un poder semejante, subsistirá un estado de guerra de todos contra todos en el cual la
voluntad de luchar estará manifiesta de modo suficiente4. Es en este estado donde la concepción
hobbesiana negativa de la naturaleza humana se evidenciará en todo su esplendor: una situación
“natural” en la que la fuerza y el fraude constituirán las “virtudes” cardinales. Aquí no habrá lugar
para la propiedad legítima sino únicamente para la posesión temporaria, respecto de aquellos bienes
conquistados por la fuerza y solo en la medida en que logren ser salvaguardados del arrebato ajeno.
La idea de justicia sólo será posible entonces bajo un soberano capaz de mantener a raya los
impulsos destructivos de los hombres, el cual surgirá como resultado (y no como parte contratante
sujeta al acuerdo) de la mutua transferencia de sus derechos naturales a todas las cosas por medio
del contrato. Sin la garantía de la espada, los pactos constituirán meras palabras, incapaces de
brindar protección a sus firmantes. Todo lo contrario ocurrirá, en cambio, cuando se instaure el
mencionado Leviatán que, por el terror que inspire en base a su fortaleza derivada de la autoridad
que le fuera conferida por cada individuo, logre hacer coincidir todas las voluntades para la paz.
En definitiva, Hobbes formula su concepción de justicia a partir de la mutua transferencia del
derecho de todos los hombres a todas las cosas, contenida en el contrato fundacional del Estado:
“En efecto, donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho, y todos
los hombres tienen derecho a todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser
injusta. Pero cuando se ha hecho un pacto, romperlo es injusto. La definición de
INJUSTICIA no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo
que no es injusto es justo”5.
No obstante, tal concepción general convive a su vez con otras dos más acotadas: la de justicia
conmutativa y la de justicia distributiva. Por la primera, entiende Hobbes “la justicia de un
contratante”6: el cumplimiento de un pacto de compra venta, de arrendamiento, de préstamo, de
cambio o trueque, y otros actos contractuales. Por la segunda, contempla “la justicia de un
1
Hobbes, Thomas; Leviatán, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil; Fondo de Cultura
Económica; México; 1998; p. 118.
2
Ídem.
3
Ídem; p. 104.
4
Ídem; p. 102.
5
Hobbes, T; Leviatan, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil; Fondo de Cultura Económica;
México; 1998; p. 118.
6
Ídem; p. 124.
4
árbitro”7, el acto de definir lo que es justo, de distribuir a cada uno lo que le es propio, sustentado
en la confianza de quienes lo han erigido. Sin embargo, una vez más vemos que la percepción de
justicia depende de un contrato precedente (conmutativa), a partir del cual, simultáneamente, tienen
lugar el surgimiento del mencionado árbitro (distributiva).
En la medida en que el fin último presente en estas dos nuevas definiciones de justicia es la
equidad, concuerdan ambas con las leyes naturales que, como tales, deberían ser igualmente
observadas por el soberano. A pesar de que dicha autoridad sólo responde por sus actos “ante
Dios”, nuestro autor le asigna, como una de sus funciones recomendadas, la de “esforzarse por que
sea enseñada la Justicia; consistiendo ésta en no privar a nadie de lo que es suyo” 8. Es decir,
forma parte del interés del soberano mismo que, a fin de conservar la seguridad de sus habitantes
dentro del Estado, sean respetadas sus propiedades (su vida, la de sus seres queridos, sus riquezas y
sus medios de vida), así como también que quienes detentan el poder administren la justicia por
igual a todos los sectores de la población9.
De lo contrario, las consecuencias que sobrevendrían a la tolerancia impune de todo tipo de
desigualdades, parcialidades, u otras “faltas” cometidas contra la equidad y en favor de algunos
privilegiados (los llamados “grandes”), implicarían de hecho la insolencia, el odio, y un esfuerzo
inusitado por derribar los obstáculos opresores y contumaces, aún a costa de desatar la ruina del
Estado10 y la decadencia inevitable de hasta el más absoluto soberano.
Finalmente, sobre este punto Nino nos recuerda que ya en Aristóteles existían dos niveles de
definición de lo justo: uno más general relacionado con todas aquellas acciones tendientes a
producir o a conservar la felicidad de una asociación política; y otro más particular relativo, por un
lado, a la justicia distributiva (que implicaría proporcionalidad y conduciría a tratar igualmente a
todos los iguales y desigualmente a todos los desiguales) y, por otro, a la justicia rectificatoria
(destinada a restaurar la igualdad alterada por un delito o por el incumplimiento de contratos)11. Si
bien la definición hobbesiana se distancia en gran medida de las anteriores y adquiere
connotaciones propias dentro de su teoría, puede vislumbrarse un antecedente aristotélico en la
misma.
Por otro lado, cuando Nino atribuye a la justicia hobbesiana una connotación teleológica en
cuanto a que los principios que la constituyen están dados en un contrato social que los hombres
suscriben para satisfacer su auto-interés, religa tal definición a la ya considerada tercera ley natural
referida al cumplimiento de los pactos acordados: “los hombres deben, primero, acordar establecer
un poder (...) que luego los fuerce a cumplir con los otros artículos del pacto. Estos artículos
establecen los principios fundamentales de justicia”12.

Autoridad
Antes de entrar de lleno en la concepción hobbesiana de autoridad, es importante aclarar ciertos
aspectos generales sobre este fenómeno. En primer lugar, que involucra un tipo de subordinación
voluntaria por parte de los súbditos, la cual radica en el deseo de orden más que en el temor a las
consecuencias de la desobediencia o en la persuasión sobre la bondad de los fines. Segundo, que
responde a un tipo de razonamiento relacionado con el acatamiento de la voluntad del soberano.
Tercero, que la existencia de autoridad no excluye por definición la posibilidad de autonomía ya
7
Hobbes, T; Leviatan, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil; Fondo de Cultura Económica;
México; 1998; p. 124.
8
Ídem; p. 280.
9
ídem; p. 282-283.
10
Ídem; p. 283.
11
Nino, C; “Justicia” en Garzón Valdéz, N y Laporta, F. (eds.) El derecho y la justicia; Editorial Trotta; Madrid; 2000;
p. 472.
12
Ìdem.
5
que esta última puede requerir un cierto control de segundo orden sobre las razones primarias que
pueden afectar la autonomía individual a largo plazo13.
Una vez hecha esta aclaración podemos ahondar en la perspectiva hobbesiana. De modo similar
a la justicia, el concepto de autoridad también es derivado de la figura contractual.
“El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la
invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que
por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir
satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de
hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos puedan reducir su voluntad a una sola
voluntad (...) Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de
todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás
(...) Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina ESTADO (...) Porque
en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado,
posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de
conformar todas las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la
mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero”14.
Es importante detenernos, en este punto, en la distinción que el autor realiza entre pacto y
contrato; los que, una vez aclarada su definición, serán utilizados indistintamente a lo largo de su
obra. Veamos por qué.
El contrato consiste en la mutua (y simultánea) transferencia de derechos a la cosa, la que se
distingue de la entrega de la cosa misma, ya que ésta puede ser concretada (por ambos) en el
momento en que se transfiere el derecho, o algún tiempo después. Contrariamente, el pacto o
convenio implica la entrega de la cosa convenida por parte de uno sólo de los contratantes, el que se
mantiene, confiadamente, a la espera de la contraprestación del otro una vez cumplido el plazo
predeterminado15.
Frente a la ausencia, en el estado de naturaleza, de una fuerza legítima superior que obligue a la
observancia de las promesas pactadas a ser efectivizadas en tiempos diferidos, el acto primero que
origina la autoridad política debe tener la forma de un contrato en el que la transferencia de
derechos sea mutua y simultánea. Es sólo a partir de tal contrato que se creará también el poder
coercitivo capaz de velar por el cumplimiento de los pactos que hayan de estipularse a futuro.
No obstante, el contrato inicial, al encerrar al mismo tiempo el compromiso de los súbditos de
obedecer a las leyes dictadas por el soberano naciente, involucra además una instancia de promesa a
largo plazo que le confiere el carácter de pacto, pero, esta vez, de un pacto efectivo a la luz de la
nueva autoridad creada para hacerlo cumplir.
Es decir, que sin un poder que, por el “terror que inspira”, garantice la observancia de las mutuas
promesas, los pactos de cumplimiento diferido, basados en la sola confianza entre los hombres,
resultarían totalmente nulos. Por lo tanto, la acción fundante de la obligación política ha de ser un
contrato por medio del cual todos cedan, simultáneamente, su derecho sobre todas las cosas. Dicho
acuerdo, al crear en ese instante la fuerza capaz de respaldarlo, otorga validez a los pactos que en
adelante (incluyendo la promesa originaria) establezcan prestaciones entre las partes a ser
concretadas en momentos diferidos.
Una consecuencia inevitable que de lo anterior se deriva es la pregunta de por qué si ya existían
previamente las condiciones propicias para dar nacimiento al contrato inicial, fue necesario hacerlo.
Inversamente, si la condición del estado de naturaleza era en verdad una situación de desconfianza y
peligro de muerte violenta, cómo fue posible dar el primer paso para dicha concertación.
Cuestión ésta a la que rápidamente se responderá que tal estado de naturaleza no es más que una
construcción hipotética, no sustentada en un estudio antropológico anterior, útil sólo a los fines de
Rosler, A; “Racionalidad y autoridad política” en Documentos de trabajo del CEMA Nro. 206; Universidad del
CEMA; diciembre de 2001; p. 1-10.
14
Hobbes, T; Leviatan, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil; Fondo de Cultura Económica;
México; 1998; p. 140-141.
15
Ídem; p. 110
13
6
justificar el tipo de Estado pretendido. De todos modos, pienso que la pregunta por el sentido de
dicha construcción teórica se mantiene en pie.
Para Hegel, cuál haya sido el origen histórico del Estado en general o de un Estado en particular
(el miedo, la confianza, relaciones patriarcales, etc.), y cómo han sido aprehendidos y se han
afirmado en la conciencia los fundamentos de sus derechos y disposiciones (como algo divino,
como derecho natural, contrato o costumbre), es tema que no incumbe a la idea misma del Estado16.
Sostiene que los fundamentos de la autoridad de un Estado real deben ser tomados de las formas
del derecho válidas en él; y, en cuanto fenómeno plausible de conocimiento científico, debe ser
abordado como un asunto histórico: “A la consideración filosófica sólo le concierne la interioridad
de todo esto, el concepto pensado”17.
Partiendo de la concepción hegeliana de Estado según la cual:
“El estado, en cuanto realidad de la voluntad sustancial, realidad que ésta tiene en la
autoconciencia particular elevada a su universalidad, es lo racional en y por sí. Esta
unidad sustancial es el absoluto e inmóvil fin último en el que la libertad alcanza su
derecho supremo, por lo que este fin último tiene un derecho superior al individuo, cuyo
supremo deber es ser miembro del estado”18.
Hegel centrará su crítica al pensamiento contractualista en la mencionada fundación de la
autoridad pública estatal sobre la base de una herramienta de derecho privado como lo es el
contrato.
Reconoce a Rousseau el mérito de haber establecido como principio del Estado un elemento que,
tanto por su forma como por su contenido, es el pensar mismo: la voluntad. Sin embargo, lo acusa
de aprehender la voluntad sólo en su aspecto individual: “la voluntad general no era concebida
como lo en y por sí racional de la voluntad, sino como lo común, que surge de aquella voluntad
individual en cuanto consciente”19.
Rechaza el razonamiento según el cual la unión de los individuos en el Estado se basa en un
contrato cuyo sustento último es la voluntad particular, la opinión, el consentimiento expreso y
arbitrario de los individuos. Al mismo tiempo, descarta el intento de iniciar completamente desde
un comienzo y por el pensamiento la constitución de un gran Estado real, dándole por sus cimientos
solo lo pretendidamente racional20.
Contrariamente, Hegel propone que la voluntad objetiva es en su concepto lo en sí racional, sea o
no reconocida por el individuo y querida por su arbitrio particular. El saber y el querer son sus
opuestos, la “subjetividad de la libertad”, la cual contiene sólo un momento unilateral de la idea de
la voluntad racional, la que sólo es tal si es al mismo tiempo en sí y por sí. El hecho de tomar la
exterioridad del fenómeno (lo contingente de las necesidades, la falta de protección, la fuerza, la
riqueza, etc) como la sustancia del Estado en vez de como meros momentos de su desarrollo
histórico, es algo que también se opone al pensamiento que aborda al Estado en el conocimiento
como algo por sí racional21.
El mayor problema advertido por este autor en la teoría contractualista radica en que es la
singularidad empírica del individuo la que constituye el principio del conocimiento, según sus
propiedades accidentales; pasando por alto lo por sí infinito y racional que hay en el Estado y
eliminando el pensamiento de la captación de su naturaleza interna.
Volviendo a Hobbes, es importante destacar una característica fundamental de la autoridad que él
propone y que se fue anunciando durante este recorrido: su condición de ser absoluta. En primer
lugar dicho poder es soberano y no tiene, por lo tanto, instancia superior a la que someterse (más
que a la observancia de las leyes naturales de lo que sólo Dios puede ser juez). Por otra parte, los
16
Hegel, G. W. F; Principios de la filosofía del derecho; Editorial Sudamericana; Buenos Aires; 1975; p. 284 .
Ídem.
18
Ídem; p. 283.
19
Ídem; p. 285.
20
Ídem.
21
Hegel, G. W. F; Principios de la filosofía del derecho; Editorial Sudamericana; Buenos Aires; 1975; p. 285.
17
7
súbditos se reconocen como autores de todas las acciones del soberano, cediendo sus juicios y
voluntades a los de éste. Finalmente, las facultades propias de la autoridad son vistas como
incomunicables e inseparables.
Frente a las posibles críticas que lo anterior suscitaría, el argumento defensivo consiste en que:
“lo más grande que en cualquiera forma de gobierno puede suceder, posiblemente, al
pueblo en general, apenas es sensible si se compara con las miserias y horribles
calamidades que acompañan a una guerra civil, o a esa disoluta condición de los
hombres desenfrenados, sin sujeción a leyes y a un poder coercitivo que trabe sus
manos, apartándoles de la rapiña y de la venganza”22.
No obstante, Hobbes concede a los gobernados la necesidad de que los gobernantes soberanos no
busquen por su mayor logro el deleite o los derechos que pudieran resultar del daño o el
debilitamiento de sus súbditos, en cuyo vigor consiste su propia gloria y fortaleza. Sino que, por el
contrario, su interés residiría en la creación y el mantenimiento de las condiciones que les permitan
obtener de los súbditos cuanto fuese posible en tiempos de paz a fin de disponer de tales medios en
ocasiones de necesidad emergente o de ataque externo23.
Por último, y si acaso subsistieran más opositores, acusa a los hombres de poseer, por naturaleza,
lentes de aumento para los agravios ajenos; pero de carecer, al mismo tiempo, de otros prospectivos
para ver las miserias propias que no podrían ser evitadas sin tales intervenciones24.

Justicia y autoridad
Retomando las concepciones hobbesianas de justicia y autoridad vemos que ambas comparten un
origen común, sustentado en el contrato entre individuos libres e iguales en el estado de naturaleza.
Macpherson será ahora el encargado de elaborar una lectura mercantilista de este hecho.
Dicho autor reconoce a Hobbes el mérito de haber deducido de los hechos la obligación moral de
los súbditos para con el soberano25. Los hombres, esperando evitar el peligro constante de muerte
violenta, propio de la situación natural, y deseando asegurar las condiciones de una vida
acomodada, ceden simultáneamente todos sus derechos y poderes de autoprotección por medio de
un pacto recíproco a un poder o autoridad absoluta surgida del mismo. Sin embargo, su crítica se
dirige al punto de que tales hechos de los que se infiere la obligación política presentan, en realidad,
un carácter histórico o social que se corresponde con el ámbito de la sociedad posesiva de
mercado26.
Por otra parte, afirma que Hobbes sustenta el principio de obligación en el interés egoísta del
hombre y en el sentimiento de temor, pero, al mismo tiempo (y en esto radica su condición moral),
postula su fundamento último en la razón humana, evitando caer en la apelación a deidades o
esencias imaginarias e incognoscibles.
No obstante, Macpherson da un paso más: sostiene que nuestro autor deduce el derecho y la
obligación del postulado de la igualdad, conformada tanto por la igualdad de capacidades de los
hombres como por la igualdad de expectativas frente a la satisfacción de sus deseos27. Es decir, que
si todas las personas son iguales, no hay razón para que una se considere a sí misma como superior
a las demás y legítimamente pretenda, en base a esto, un beneficio cualquiera al que otros no
22
Hobbes, T; Leviatan, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil; Fondo de Cultura Económica;
México; 1998; p. 150.
23
Ídem.
24
Ídem; p. 150.
25
Macpherson; C. B; “Hobbes: La obligación política del Mercado” en La teoría política del individualismo posesivo;
Fontanella; Barcelona; 1970; p. 69.
26
Macpherson; C. B; “Hobbes: La obligación política del Mercado” en La teoría política del individualismo posesivo;
Fontanella; Barcelona; 1970; p. 70.
27
Ídem; p. 71.
8
puedan del mismo modo aspirar. En efecto, la cesión de tales derechos iguales de los individuos a
un soberano, crea, a su vez, una obligación política igual entre ellos.
Esta deducción del derecho y la obligación a partir del hecho, por vía del postulado de la
igualdad, surge, al mismo tiempo, del supuesto materialista de que los hombres se constituyen como
sistemas automáticos de materia que tratan en forma similar de mantener su movimiento (vida), al
igual que del supuesto de mercado de que dicho movimiento de cada individuo se opone
necesariamente al de todos los demás28.
De este modo, los hombres que se encuentran viviendo en sociedad, comprenden una necesidad
igual de movimiento continuado y una oposición universal de movimientos que resultan en una
necesidad e inseguridad iguales, los que, junto a una igualdad de capacidades, permiten suponer
derechos iguales que actúan como fuente de una obligación moral igual.
Esta lectura mercantilista de la autoridad/obligación en Hobbes, también se extiende a su
concepto de justicia. Para Macpherson, en la sociedad posesiva de mercado, el valor o el mérito de
cada hombre está determinado exclusivamente por el mercado. Por lo tanto, las viejas ideas de
justicia conmutativa y distributiva, basadas en un criterio de derecho al margen y por encima de
cualquier hecho, quedarían ahora totalmente superadas:
“Los hechos del sistema del mercado proporcionaban un criterio de valor. Pensaba que
se podía considerar también como un criterio de justicia, porque satisfacía una
exigencia de todo principio moral, es decir, trascender los deseos subjetivos de los
hombres. A partir de ahí podía considerarse innecesario seguir basándose en principios
morales introducidos desde fuera de los hechos” 29.
Llegado a este punto, Macpherson da un nuevo ajuste a su lectura mercantilista de la
obligación/autoridad y justicia hobbesianas. Asegura que, además de la igualdad hipotética del
estado de naturaleza (en capacidades e inseguridad), es necesaria una igualdad real sobre la cual
fundar tal obligación, la que consistirá en una igual subordinación al mercado. La sociedad
posesiva de mercado establece los derechos por los hechos, por la relación competitiva real
existente entre los poderes de los individuos.
“Si la determinación de valores y derechos por el mercado es aceptada como justicia por
todos los miembros de la sociedad, existe una base suficiente para una obligación
racional vinculante para todos los hombres, hacia una autoridad que mantenga y
sancione el sistema de mercado”30.
Según Macpherson, Hobbes resignificó su idea de justicia en la justicia de mercado, como el
único criterio viable para un individuo racional capaz de comprender su verdadera posición como
mera unidad de una sociedad mercantil. Para él, una vez consolidado el sistema de mercado, sería
éste tan poderoso que ningún individuo podría evitarlo y todos los hombres racionales aceptarían el
criterio mercantil de justicia como el único posible. A su vez, la base mercantilista de la concepción
de obligación implicaría que, si frente a la sociedad de mercado la única opción es la anarquía, no
existiría más alternativa racional (de acuerdo con su propio interés individual) que obedecer a una
autoridad política capaz de mantener esa sociedad como un sistema de orden regular competitivo.
La crítica macphersoniana es categórica en este punto: considera que, contrariamente al
postulado hobbesiano, es igualmente posible que unos hombres racionales se opongan al
mecanismo del mercado en su conjunto, es decir, que lo rechacen31.
Por otro lado, Macpherson advierte un “exceso” innecesario (y erróneo) para una sociedad
positiva de mercado en el postulado hobbesiano según el cual la persona o grupo de personas que
detentan el poder soberano en un momento dado, tienen la capacidad de perpetuarse a sí mismos en
28
Ídem; p. 75.
Ídem; p. 76.
30
Ídem; p. 80.
31
Macpherson; C. B; “Hobbes: La obligación política del Mercado” en La teoría política del individualismo posesivo;
Fontanella; Barcelona; 1970; p. 81.
29
9
el poder (por medio de la designación de sus sucesores), poniendo esta facultad fuera del control
del pueblo. Dicho exceso es atribuido a la escasa importancia concedida a la cohesión de clase,
capaz de compensar las tendencias fragmentadoras de la sociedad y de sostener un gobierno
soberano adepto por medio de la elección de sus miembros32.
Frente a esta lectura mercantilista de la teoría hobbesiana, es necesario hacer, no obstante,
algunas precisiones fundamentales. Indudablemente, las nociones de justicia, autoridad y propiedad
están estrechamente interrelacionadas en la teoría política de Hobbes, para quien “donde no hay
suyo, es decir, donde no hay propiedad, no hay injusticia; y donde no se ha erigido un poder
coercitivo, es decir, donde no existe un Estado, no hay propiedad”33. La naturaleza de la justicia
radica en la observancia de los pactos válidos, pero éstos sólo llegan a serlo cuando se ha
constituido una autoridad capaz de garantizar su cumplimiento y, por esto mismo, de dar origen a la
propiedad.
Sin embargo, es posible poner en cuestión el carácter liberal/mercantilista atribuido por
Macpherson a nuestro autor, a partir de un breve repaso de las libertades efectivamente concedidas
a los súbditos (principio básico del liberalismo) dentro del Estado hobbesiano.
Como vimos anteriormente, la fuente de origen y legitimidad de la autoridad política en Hobbes
es el contrato entre individuos libres e iguales en el estado natural. El poder que resulta del mismo
es soberano en tanto no existe otro poder situado por encima de él (más que Dios) que pueda
imponerle límites a su accionar. Dicho soberano es, en este sentido, el juez último de las
controversias internas y se encuentra, frente a los demás Estados, en una situación de anarquía.
Asimismo, esta autoridad soberana es quien dicta las leyes positivas a las cuales, por tal razón,
no se encuentra sujeta. Simultáneamente, tampoco existe la división de poderes, ya que esta es
considerada como un peligro para el Estado, el que se encontraría, de otro modo, dividido en
fracciones independientes e irreconciliables: “si el rey representa la persona del pueblo, y la
asamblea general también la representa, y otra asamblea representa la persona de una parte del
pueblo, no existe en realidad una persona ni un soberano, sino tres personas y tres soberanos
distintos”34.
Hasta el momento, si bien existe una concentración de fuerzas en el hombre o asamblea de
hombres que detentan el poder soberano, es propio de la definición misma de soberanía el que ésta
se constituya en absoluta, en la medida que constituye la autoridad suprema de un Estado. No
obstante, se agrega un elemento más de gran significación en esta teoría: el que cada súbdito se
reconozca a sí mismo como autor de cualquier cosa que haga o promueva quien representa su
persona, y se someta en su voluntad y juicio a los de aquél35.
Así, el pacto constitutivo de la autoridad política implica no sólo consentimiento (sujeción) sino
también una “unidad real” de todos en una misma persona (sumisión). A partir de lo anterior se
deriva una serie de conclusiones que restringen notablemente las libertades individuales: los
súbditos no pueden cambiar la forma de gobierno, el poder soberano no puede ser enajenado, nada
que haga un soberano puede ser castigado por el súbdito, el soberano es juez de lo que es necesario
para la paz y defensa internas y de qué doctrinas son adecuadas para su enseñanza, entre otras.
Si bien Hobbes reconoce un espacio para la libertad del súbdito, la que radica en el silencio de la
ley o “en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones ha predeterminado el soberano: por
ejemplo, la libertad de comprar y vender y de hacer, entre sí, contratos de otro género, de escoger
su propia residencia, su propio, alimento, su propio género de vida, e instruir sus niños como crea
conveniente, etc”36; queda automáticamente limitada por dos motivos.
32
Ídem; p. 87.
Hobbes, T; Leviatan, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil; Fondo de Cultura Económica;
México; 1998; p. 119.
34
Ídem; p. 271.
35
Ídem; p. 140-141.
36
Hobbes, T; Leviatan, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil; Fondo de Cultura Económica;
México; 1998; p. 173-174.
33
10
Uno de dichos motivos radica en que es el soberano el único poder con capacidad de dictar la ley
positiva, sin más consideraciones que la de observar en tal acto la ley natural (de lo que sólo Dios
es juez), y a la cual no se encuentra sujeto. La segunda razón, es que, a pesar de ser reconocida tal
libertad, no por ello queda abolido el soberano poder de vida y muerte, y el súbdito, al aparecer
como autor de los actos de su representante, no reserva para sí posibilidad alguna de cuestionarlo
legítimamente.
Esto va unido al segundo concepto relevante para este trabajo: la concepción de justicia. La
misma, queda ahora ligada al total acatamiento de las decisiones del soberano por parte del súbdito,
el cual, por haber ingresado voluntariamente en el contrato fundacional, no puede, sin injusticia,
protestar contra algo de lo decretado37.
Si recordamos que lo justo tiene que ver con el cumplimiento de los pactos celebrados, cualquier
reacción de los súbditos que atente contra el acuerdo inicial y desconozca la autoridad de éste
emanada (y de cuyos actos, por otra parte, se reconocen los gobernados como autores), está viciada
de injusticia. El rebelde se colocaría, de esta forma, en una situación de guerra, “caso en el cual
cualquiera puede eliminarlo sin injusticia”38. Además, la segunda restricción antes mencionada a
la libertad de los súbditos, implica que nadie puede cometer injusticia contra sí mismo, por lo que,
siendo actor de las obras de su soberano, no cabe a este último ninguna acusación de falta de
justicia.
Finalmente, otra cuestión de importancia se sintetiza en la pregunta sobre quién sería el juez
último de una controversia suscitada entre un individuo y la autoridad instituida. El mismo Hobbes
se encarga de despejarnos esta duda. Para él, es inherente a la soberanía el derecho de judicatura, de
oír y decidir todas las controversias que puedan surgir respecto a la ley civil o natural, en relación
con los hechos39. Además:
“Si un súbdito tiene una controversia con su soberano acerca de una deuda, o del
derecho de poseer tierras o bienes, o acerca de cualquier servicio requerido de sus
manos, o respecto a cualquiera pena corporal o pecuniaria fundada en una ley
precedente, el súbdito tiene la misma libertad para defender su derecho como si su
antagonista fuera otro súbdito, y puede realizar esa defensa ante los jueces designados
por el soberano. En efecto, el soberano demanda en virtud de una ley anterior y no en
virtud de su poder (...) Pero si demanda o toma cualquiera cosa bajo el pretexto de su
propio poder, no existe, en este caso, acción de ley, porque todo cuanto el soberano
hace en virtud de su poder, se hace por la autoridad de cada súbdito, y, por consiguiente,
quien realiza una acción contra el soberano, la efectúa, a su vez, contra sí mismo” 40.
Tal arbitrariedad por parte de un legislador no sometido a las leyes que dicta, y que no abre la
participación efectiva a lo que debería constituir “el pueblo”, está lejos del Estado mínimo o
gobierno limitado lockeano, más compatible, en cambio, con la sociedad “posesiva” de mercado
estipulada por Macpherson.
No obstante, frente a la omisión en el derecho (positivo) de toda posibilidad de resistencia a la
opresión o de cambio de gobierno, Hobbes contempla una “puerta de escape” de hecho (natural)
para los súbditos. Dicha salida se basa en la no transferencia del derecho a la propia protección
frente a la muerte, las lesiones o el encarcelamiento. Los pactos que incluyen la no defensa ante la
fuerza, son nulos, ya que el deseo de evitar esos males es el fin por el que se constituye el Estado41.
Según nuestro autor “el hombre escoge por naturaleza el mal menor, que es el peligro de muerte
que hay en la resistencia, con preferencia a otro peligro más grande, el de una muerte presente y
cierta, si no resiste”42.
37
Ídem; p. 144.
Ídem; p. 145.
39
Ídem; p. 147.
40
Ídem; p. 180.
41
Hobbes, T; Leviatan, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil; Fondo de Cultura Económica;
México; 1998; p. 114.
42
Ídem; p. 115.
38
11
Es decir, que si bien no se reconoce la posibilidad legal de resistencia al soberano por parte de
los súbditos, autores de sus acciones, éstos tienen, en última instancia, la posibilidad de hecho de
huir de la violencia dirigida en su contra. Por otra parte, un artículo que permitiera incumplir lo
estipulado líneas atrás por el autor, quitaría gran parte de su fuerza a toda Constitución política. En
este punto, Hobbes no se diferencia en gran medida de Locke quien, si bien otorga un mayor peso a
la resistencia a la opresión por parte del pueblo (el que conserva, en definitiva, el poder soberano),
sostiene esta prerrogativa como una especie de “apelación a los cielos” en caso de que las personas
no contasen en el mundo con algún juez terrenal (legítimo) a quién recurrir43 y cuando las ofensas
hayan sido múltiples, repetidas y dirigidas a un elevado número de personas.
Llegados a esta instancia, es importante agregar un elemento más que atenúa la posible
arbitrariedad de la autoridad hobbesiana y es que, a pesar de la falta de límites en la que se
encuentra imbuido el soberano nacido del pacto (más allá de las leyes naturales y la justicia divina),
es de su interés, en primer lugar, el hecho de cumplir con el fin por el cual fue investido (procurar
la seguridad del pueblo en cuanto a su vida y a todas las excelencias necesarias para la misma) en
lugar de hacer un mal uso de sus facultades en contra de los súbditos. Esta última opción, sólo
conduciría a una situación calamitosa en la que, aunque no contemplada su legitimidad en el
derecho (positivo), el poder y subsistencia soberanos se verían amenazados de hecho. En este
sentido, es conveniente para el soberano el cuidado de promulgar buenas leyes (no solamente justas
ya que ninguna ley puede no serlo en la medida en que es dictada por la autoridad) en tanto resulten
necesarias y evidentes para el bien del pueblo44. De igual modo, puede también otorgar
recompensas (no sólo castigos) a quienes hayan servido bien al Estado en forma de estímulo para
los demás45. Finalmente, como la fortaleza del Estado y, por consiguiente, del soberano, se sustenta
básicamente en la del ejército popular que pueda reunir en caso de ataque externo o revuelta interna
a los fines de su propia defensa y la de su pueblo a cargo, es igualmente de su interés mantener a
sus súbditos felices, bien alimentados, contentos con el gobierno y bien predispuestos a la hora de
defender a su soberano, como el único medio realmente efectivo de mantener y perpetrar su propio
reinado.
Concluyendo, más allá del supuesto “error” percibido por Macpherson en la teoría hobbesiana,
en la cual nuestro autor prevé la perpetuación del soberano sin posibilidad de elección por parte de
los gobernados, por el pretendido “descuido” de no haber comprendido anticipadamente que el
poder cohesivo de las clases sociales emergentes lograría imponer y mantener legalmente
gobernantes adeptos a sus intereses; considero que las restricciones de derecho a las libertades de
los súbditos son mucho más profundas (a pesar de las concesiones otorgadas de hecho y las
resultantes de la propia conveniencia del soberano) y alejan a su autor de fáciles asociaciones
liberal/mercantilistas al estilo lockeano. Por el contrario, resulta más viable aún pensar que sus
intenciones teóricas originales estuvieran dirigidas con mayor preferencia a los intereses
monárquicos que a la instauración de un gobierno liberal-republicano de “Estado mínimo”.
43
Locke, John; Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil; Alianza Editorial; Madrid; 1998; p.230-231.
Hobbes, T; Leviatan, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil; Fondo de Cultura Económica;
México; 1998; p. 285.
45
Ídem; p. 287.
44
12
Conclusión
Tras este breve recorrido realizado a través de las concepciones de justicia y autoridad en la
teoría política de Hobbes, estamos en condiciones de evaluar críticamente la lectura mercantilista
que de ambos términos ha realizado Macpherson.
Si bien dichos conceptos tiene un origen común en el contrato fundacional del Estado, el que,
según Hegel, en tanto figura de derecho privado no puede sustentar institución alguna de derecho
público; de esto no se deriva necesariamente que el interés político hobbesiano radique
fundamentalmente en el mantenimiento de una “sociedad posesiva de mercado”.
Por el contrario, las ilimitadas prerrogativas concedidas a la autoridad soberana, junto con la
omisión en el derecho positivo de toda posibilidad de resistencia o crítica por parte de los súbditos;
son elementos clave que ponen en cuestión los supuestos intereses “liberales” atribuidos a nuestro
autor.
A pesar de que se prevén ciertas concesiones a favor de la vida y seguridad de los gobernados
(el interés de “autoconservación” del soberano, la posibilidad de hecho de huir del castigo de la
autoridad, la opción de apelar a un juez instituido cuando las controversias con el gobernante no
se sustentan sobre su calidad de soberano, la misión última por la cual fue constituido tal poder de
proveer a la paz y seguridad de sus súbditos -de la que, sin embargo, sólo Dios es juez de su
cumplimiento); no se reconoce legalmente un espacio de cuestionamiento a las decisiones
adoptadas por la autoridad (de las cuales se reconocen autores), motivo éste que nos aleja de una
fácil asociación de las ideas hobbesianas con los intereses del mercado.
Esto, unido a la “deficiencia” igualmente percibida por Macpherson en la incompatibilidad
existente entre la capacidad de autoperpetuación del gobernante en el poder con la sociedad
posesiva de mercado (a la cual supuestamente Hobbes pretendía salvaguardar); nos brindan
importantes elementos en pos de una lectura más abarcativa, y no simplemente restringida a la
mera asociación liberal-mercantilista.
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Bibliografía
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Hobbes, T; Leviatan, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil;
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Locke, John; Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil; Alianza Editorial; Madrid; 1998.
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206; Universidad del CEMA; diciembre de 2001.
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