La explosión de la “DOTEREL” Desde el año 1840, en que se navegó por primera vez en buques de vapor, el estrecho de Magallanes constituyó el camino obligado de todo el transito marítimo, ya fuese mercante o de guerra, entre Europa y las costas americanas del pacifico y las del Extremo oriente; y este privilegio geográfico, utilizando en escala creciente al correr de los años, se mantuvo hasta 1916, fecha en que se libró al servicio internacional el canal de Panamá. Y el puerto de punta Arenas- ubicado dentro del Estrecho, al reparo de una bahía relativamente segura, situada a casi igual distancia de ambas embocaduras- fue a su vez, durante ese lapso, el punto de recalada de todos los buques, que llegaron allí, para abastecerse, carbón, agua límpida y abundante provisión, además de la oportunidad brindaba a los capitanes de los navíos de guerra para conceder a sus tripulaciones un necesario descanso y expansión. Entre todas las marinas del universo, la inglesa fue la que más utilizó aquel paso del estrecho de Magallanes. Junto con los buques de la carrera mercantil, que llegaban a Punta Arenas una vez por semana, los de su marina de guerra- vigilantes y eficaces auxiliares de su comercio- aparecían también con frecuencia en la rada y eran recibidos con nostálgica alegría por los miembros de la colonia británica y con ilusión más utilitaria por tenderos, traficantes de pieles y curiosidades, dueños de cantinas y locadores de caballos. El pueblo de Punta Arenas, en cuanto se tenía noticia de la llegada de una nave de la escuadra de S. M. Británica, cobraba animación inusitada. Aunque siempre el mismo, desde tiempos inmemoriales, el programa se cumplía con renovado entusiasmo: tan pronto terminaban las operaciones de fondeo, las autoridades de a bordo y las de tierra intercambiaban las visitas de estilo al compás de atronadoras salvas; después se verificaba la consabida recepción del Gobernador del Territorio, luego el baile, que auspiciaba el vicecónsul de S. M., en algún salón de la localidad. No faltaba tampoco en los días siguientes el picnic tradicional, que el pueblo de Punta Arenas organizaba en alguna chacra de las afueras, en obsequio de los suboficiales y marineros. Es claro que los visitantes soportaban con resignación aquellas festividades oficiales que brindaban compatriotas y autoridades locales. Pero poco después hallaban una compensación en los programas libres, los que, por supuesto, eran siempre de índole deportiva. Par los oficiales nada era más atractivo que la cacería. En el bosque cercano abundaban cotorras, zorzales, carpinteros; y en las lagunas: patos bandurrias, becacinas y avutardas. En cambio las tripulaciones- aún no se había difundido el fútbol en Américaencontraban su mejor entretenimiento paseando a caballo. Todos los rocines del pueblo se ponían a disposición de los marineros, quienes cuando aquellos escaseaban, no ponían reparos en montar en ancas de a dos y hasta tres en cada cabalgadura. Esta disposición sobre la expectativa que producía en la colonia puntarenense la llegada de las naves de guerra británicas y sus consecuencias viene a cuento para compenetrar al lector con el ambiente hogareño durante aquella mañana del 26 de abril de 1881, en que apareció la Doterel, cañonera de S.M. Británica, de mil ciento treinta y dos toneladas de desplazamiento, la que recalaba en transito para el Pacífico. Cuando apareció la silueta blanca de la cañonera navegando hacia el lugar de su fondeadero, frente al muelle de la Compañía Carbonífera, al cual se enfilaba tomando como referencia el faro de la Avenida Colón esquina Magallanes, ubicado sobre un torreón pintado de colores claros- característica que lo tornaba útil tanto de noche como de día-, no había en la rada de Punta Arenas más barcos que el pontón Yungay, de la marina de guerra, que servía para deposito de carbón, y algunas goletas. Entre éstas podemos mencionar la Allen Gardiner, perteneciente a la misión protestante de la Tierra del Fuego con su jefe a bordo, el reverendo Tomás Bridges, y la lobera San José, propiedad de José Nogueira, el Texto gentileza de :Patagonia Multimedia – email: [email protected] La explosión de la “DOTEREL” conocido armador local, la que a un cable de la playa terminaba los preparativos para hacerse a la mar rumbo a la requerías del cabo pilar e islas adyacentes. Al tiempo que daba fondo la cañonera extranjera, salían del costado del maltrecho muelle de pasajeros- en cuya endeble cabecera se agolpaban muchos curiosos- dos botes de la Capitanía que llevaban al capitán de puerto Jorgensen, al vicecónsul inglés Enrique L. Reynard, al doctor Tomás Fenton, medico de la ciudad, y algunos acompañantes. En tanto navegaban los botes es propicia la oportunidad para advertir a los tradicionalistas que tal muelle de pasajeros, aunque instalado en el propio lugar, no era el mismos de aquel que durante medio siglo, además de su utilidad intrínseca, había servido de baliza, faro, observatorio y de paseo público a los puntarenenses. Este muelle, del cual despegaron los dos botes que se dirigían a la Doterel había sido construido en tiempo del gobernador interino Ramón Riobó, allá por los años de 1886, y se caracterizaba, fuera de su precariedad, por la campana con techo que se encaramaba en el extremo de un poste, campana que se hacía repicar para anunciar la llegada de algún barco a los habitantes que estuvieran desprevenidos. Mas aquí no faltará quien me advierta, y con razón, que en lo que va del relato no son sino digresiones, apartes y paréntesis, donde no aparece ni se vislumbra lo que prometía el título. En efecto: ¿y la explosión? Pues bien: acababan de regresar los pasajeros de los botes, después de realizada la visita reglamentaria -eran las 10:05 a.m.- cuando azotó el aire diáfano de aquel día de abril un estruendo formidable. Las personas que en ese instante tenían los ojos puestos en la cañonera vieron a ésta literalmente levantarse y desmenuzarse por los aires, formando una nube hecha humo negruzco y vapor de agua, mezclada con toda clase de objetos y de formas: pedazos de madera, de hierro, trozos de cubierta, de botes y fragmentos humanos. Esta nube trágica, luego de esparcirse, se aplastó lentamente sobre el mar, dejando dibujada en su superficie una gran mancha oscura. ¡La cañonera Doterel había dejado de existir y con ella la mayor parte de sus ciento cuarenta y cinco tripulantes! Después de algunos segundos de alarma y sorpresa, reaccionaron magníficamente los marinos de las goletas cercanas. El primero: el capitán de la Allen Gardiner, quien se lanzó en un bote, acompañado de los marineros, para recoger a los probables sobrevivientes. El misionero Bridges, quien se hallaba en ese instante en la goleta, advierte en una carta cuya copia tenemos a la vista que se alegró mucho de poder rescatar a cuatro, que resultaron ser todos ellos oficiales, entre los cuales el tercer ingeniero Henry Walker, y el capitán de la cañonera, R. Evans. Segundos antes de la explosión este último se encontraba sumergido en el tibio baño, gozando la tranquilidad de haber llegado felizmente a buen puerto, cuando entró de carrera un ordenanza para advertirle que aparecía fuego cerca de la santabárbara. El capitán, al oír la aterradora noticia, más ligero de lo que tardó en contarlo, sin modificar su adánica postura, subió a cubierta y se lanzo al mar. El nudismo le vino bien para poder mantenerse a flote hasta que llegaran a recogerlo. La explosión lo alcanzo en el único punto vulnerable para quien está sumergido, en la cabeza, chamuscándole el pelo. Cuando subió a la Allen Gardiner, fue llevado a la Cámara, y como el capitán era hombre altísimo y reducido el techo, dio en éste con la cabeza, dejando sobre su alba superficie una mancha negra. Los de la goleta nunca limpiaron la mancha que produjo el pelo deflagrado del capitán: ello significó un recuerdo, que se mostraba a las visitas con satisfecho orgullo de testigos y salvadores. Texto gentileza de :Patagonia Multimedia – email: [email protected] La explosión de la “DOTEREL” Otros botes que salieron en el acto de los costados de la San José, alcanzaron a recoger a ocho náufragos más; se salvaron así milagrosamente doce de los tripulantes de la H.M.S. Doterel. La explosión fue terrible y extraordinarios sus efectos. Una lancha que estaba próxima a la cañonera fue alcanzada por un fragmento y se hundió inmediatamente; no se supo si fue granada de cañón disparada por efectos de la explosión o un trozo de hierro de los que fueron proyectados para todas partes. La flotilla de José Nogueira también fue sacudida por la explosión y la fortísima oleada que origino el súbito hundimiento del casco de la cañonera. El consiguiente brusco balanceo hizo que se desparramaran todos los objetos que estaban sobre la cubierta en la San José. Nogueira era agente y proveedor de las compañías inglesas y al mismo tiempo de las naves de guerra de su bandera. Cada vez que éstas llegaban al puerto, su factor, Mauricio Braun, joven entonces de dieciséis años, era el primero en acudir para ponerse a las órdenes del capitán; y en cada oportunidad, al tiempo que volvían a tierra las autoridades, era invitado a quedarse a bordo. Dio la casualidad que la llegada de la Doterel coincidiera con la salida de la San José, de ahí que cuando el capitán de puerto anuncio que lo esperaba en el muelle para ir a recibir a la nave de guerra, tuvo que contestar, con gran sentimiento – puesto que esa visita le resultaba siempre una novedad- que partiera sin esperarlo, pues iría luego. Esta coincidencia le salvó la vida. Durante todo aquel día, algunos botes recorrieron el sitio de la catástrofe dedicados a la humanitaria tarea de recoger los cadáveres y restos humanos dispersos que poco apoco devolvía al mar. Al día siguiente los cajones con los despojos fueron llevados al cementerio para ser inhumados, luego del servicio divino que leyó el reverendo Tomás Bridges con la voz embargada por la emoción de la tragedia horrible que acababa de presenciar. El 1° de julio de aquel mismo año fondeó en Punta Arenas la corbeta de S. M. Británica Turquoise; e inmediatamente sus marinos visitaron el lugar en que estaban sepultados los cuerpos de sus infortunados compañeros de la Doterel, caídos en aquella jornada sin gloria. Allí levantaron el sencillo cenotafio de madera, rematado por una cruz hacha con los masteleros de la cañonera naufraga, que se conservó entre los muros del cementerio viejo. Sobre su frente aparecía la siguiente inscripción, que traducimos: En memoria de los oficiales y tripulantes de la H.M. S. Doterel destruida por una explosión en Punta Arenas, el 26 de abril de 1881, erigida por H. S. Turquoise el 1°de julio de 1881. Que dios le conceda descanso eterno y permita que la eterna luz brille sobre ellos. En sus tres costados, el monumento llevaba escritos los nombres de todos los que perecieron en la Doterel: oficiales de cubierta y de máquina, hombres de mar, suboficiales y soldados de infantería de marina. Todo buque de guerra inglés que llegue a Punta Arenas, desde entonces, lo primero que hará es enviar una dotación al cementerio viejo para restaurar o pintar ese cenotafio. Así hemos visto siempre bien mantenido al sencillo monumento, hasta el cierre definitivo de dicho cementerio para ser transformado en una plaza pública. Los restos de las víctimas de la explosión de la Doterel se hallan depositados en el nuevo cementerio, bajo un monumento más sólido, pero menos elegante y sugerente. Como los restos de la cañonera podían ofrecer un peligro para los barcos que se acercaban al fondeadero de Punta Arenas, el lugar en que se hundió el casco fue señalado por dos boyas: por el lado del mar, con una coronada por una esfera de listones de hierro pintada Texto gentileza de :Patagonia Multimedia – email: [email protected] La explosión de la “DOTEREL” de rojo; en el costado que daba a tierra, por otra de color verde, coronada con un asta y un globo. Años después se agregó una larga percha pintada de blanco con la inscripción: Doterel wreck y coronada por un losange pintado de verde. Estas boyas dieron mucho que hacer a la Oficina Hidrográfica y las autoridades marítimas chilenas. En varias oportunidades el Anuario se hizo eco de los partes de oficiales de mar, extranjeros y nacionales, que daban aviso a los navegantes de que la boya verde, la colorada, o la percha blanca se habían corrido de su puesto e ido al garete. Pero así como soplaron intempestivos temporales que ocasionaron aquellas dificultades, sobrevino uno que las terminó de una vez por todas: en 1896, el pontón carbonero de la Armada, el Yungay, impelido por el vendaval, garreó hasta que sus anclas se enredaron en un firme asidero; eran las varengas del casco a pique de la Doterel. Y allí se lo dejó, por ser mejor marca que la boya para señalar ese peligro, y para guiar de noche a los buques al fondeadero...Años después (1901), en lugar del Yungay desguazado, al cabo de largos años de servicio, fue fondeado allí mismo otro pontón: el Ambassador. Es difícil conocer la causa que originó esta tragedia. Para dilucidarla sería preciso, antes de nada, conocer los resultados del sumario que por seguro habrá ordenado el Almirantazgo británico. Pero ello es prácticamente imposible. No teniendo una noticia oficial no puedo adelantar sino conjeturas; y en este orden de ideas es interesante la información que suministra un ilustrado marino y expedicionario francés, el capitán Luis J. Martial, que visito Punta Arenas en La Romanche al año siguiente del suceso. Según él, existe una versión acerca de la cual no garantiza la autenticidad, que atribuye la explosión el empleo de una nueva pintura que contenía un poderoso secante. Un cajón de este preparado, colocado inadvertidamente en la vecindad de la fragua, habría prendido de pronto, y el incendio, rápida y violentamente comunicado al polvorín o santabábara. Puede haber sido también una combustión o explosión espontánea de la pólvora. Esta clase de accidentes, en efecto, y no obstante los progresos en la calidad de los explosivos, se han repetido muchas veces en la historia de las marinas de guerra, con efectos aun más desastrosos. De todos modos, no deja de ser curiosa esta jugada del destino al señalar la bahía de Punta Arenas, apartada y modesta, como el escenario de una gran tragedia que conmovió los corazones y tuvo gran repercusión. Pero ya lo hemos dicho en otras ocasiones: Punta Arenas, no obstante su corta existencia, su pequeñez y su lejanía, ya posee un precioso caudal de acontecimientos para hacer historia. En este sentido- y en otros que callamos los puntarenenses por modestia- pocos pueblos se le asemejan. 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