ASCESIS, GNOSIS,PRAXIS:

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ASCESIS, GNOSIS, PRAXIS:
La Sabiduría Religiosa frente al Mal.
José Gómez Caffarena s.j.
Querría ensayar en estas páginas unas reflexiones filosóficas ( de filosofía de la
religión) sobre el afrontamiento religioso del mal. Parto de que cabe ver las relogiones
como sistemas simbólicos con los que los seres humanos hemos buscado en nuestra
historia una sabiduría para afrontar el mal. Es ésta una noción parcial pero no
desviada de la religión.
Y es exigible que la filosofía, que es , “búsqueda de sabiduría”, no afronte el
problema del mal sin tener en cuenta la aportación de las religiones. Podrá verse
desconcertada por la gran variedad de las formas religiosas de sabiduría. Pero le será
un ejercicio muy útil intentar orientarse en esa diversidad de claves que así se le
ofrecen.
He de ser muy modesto. Disto mucho de conocer bien todos los datos históricos
pertinentes. Y no tengo de entrada una tipología de la diversidad. Trataré de buscarla
sobre la marcha. También sobre la marcha haré las precisiones antropológicas sobre el
mal.
1.Mal (físico) y sufrimiento. Ascesis mental como sabiduría.
Pienso que el punto de partida correcto ha de situarse en “el mal que sufrimos”.
Es, sin duda, lo que más universalmente llamamos “mal”: La experiencia que los
humanos hacemos del mal cada día. En cuanto experiencia subjetiva es “sufrimiento”..
Lo que hay de objetivo, eso que en cada caso nos hace sufrir, es “malo”, “mal”.
Usando una contraposición clásica, propongo llamarlo “mal físico”1.
El adoptar este punto de partida tiene otra ventaja: nos conduce sin más a un
primer tipo, el más neto de sabiduría religiosa: la que encontró el Buddha (siglo VI
a.C) y todavía hoy viven con convicción los fieles del Budismo Theravada. Podemos
prescindir de lo que en los relatos del canon pali es ropaje simbólico. Quedará en pie
sin duda que Siddhatta Gotama centró su mensaje de sabiduría en las “cuatro nobles
verdades”; con ellas afrontaba con enorme centralidad el mal que afecta a la condición
humana, sigiriendo para él una salvación muy coherente en una complena ascesis,
principalmente anímica.
Tratándose de textos muy conocidos2, es suficiente evocarlos. 1) Todo es
dukkha (sufrimiento), desde el nacimiento a la muerte. 2)Podemos saber su origen: es
la sed , tanha, el deseo concreto que nos lleva a existir y actuar con avidez. 3) Y así,
podemos superar a dukkha, extinguiendo esa sed, hasta llegar al Nimbaba (Nirvana).4)
Hay para ello un “sendero”, magga; que es óctuplo: recto punto de vista, recta
. Tomo “físico” en el más obvio sentido en que es sinónimo de “natural”. Y tomo “moral”, su
contrapuesto, en el sentido ético, como el mal de que somos responsables los humanos. Nunca del todo
separable del mal físico, sobre su origen y sentido reflexiono después. Caben usos más matizados de la
contraposición; pero complicarían innecesariamente el tema. Por “sufrimiento” entiendo también sin
más matices la vertiente subjetiva de la experiencia humana del mal.
2
. Excelente estudio de conjunto es el de Peter Harvey El budismo. Cambridge University Press, trad.
Castellana 1998. Ver pp. 31-98. De particular interés también los de dos monjes theravadines, Walpola
Rahula, Lo que el Buddha enseñó (1959), Kier, Buenos Aires 1965; y Pyadassi Thera, El antiguo
Sendero de Buda (1974), Cedel, Barcelona 1992.
1
intención, rectas palabras, recta acción, rectos medios de vida, recto esfuerzo, recta
atención, recta concentración.
Es una respuesta al mal netamente distinta de cualquier otra. No quiere entrar
en nada teórico; y, expresamente, se distancia de lo sugerido en la sabiduría meditativa
del Vedanta: Es liberación, moksha, que trae el conocimiento de la identidad del “yo”
profundo, Atman, con lo Absoluto, Brahman3. Gotama no es metafísico; se atiene a
una no-sustancialidad del “yo”, anatta. (No carece por ello de todo supuesto teórico:
ve el Cosmos regido por la ley del karma y la serie de reencarnaciones, samsara; todo
lo cual incrementa dukkha.).
No es una sabiduría optimista. Es absorbente su preocupación por el mal; y la
salvación – lógica y realista – se confía a una ascesis anímica muy exigente.
Advirtamos: se trata siempre del que he llamado “mal físico”, el mal que sufrimos, en
toda su amplitud. No era relevante en aquella cultura una noción de “mal moral” como
responsabilidad humana: las nociones agas y enas querían expresar violaciones del
orden, voluntarias o no4. La ley del karma vincula las situaciones humanas con
anteriores acciones: pero es una ley cósmica, inexorable5.
2.Precisiones antropológicas de las nociones “bien” y “mal”.
Es oportuno insertar ya aquí las precisiones que anuncié. Y comenzar por esta
reflexión: No está dicho, con la denuncia de tanha como origen de dukkha, cuanto se
puede decir sobre el deseo humano. Visto en su contexto vital, Gotama nos aparece
guiado por un gran deseo, heterogéneo con los deseos concretos: el de alcanzar la
sabiduría y la paz. Sería contradictorio aconsejar su extinción.
2.1.”Bien y mal” (físicos) en la óptica del deseo.
Esto es reconocer niveles en el deseo y que no todos piden igual consideración:
Lo que el “malo” desde un nivel puede ser “bueno” desde otro. Nunca dejamos los
humanos de actuar desde algún deseo, más explícito o menos – y añádase o no a él
nuestra razón como factor más determinante de nuestra actuación.
Lo cual invita a elaborar un constructo teórico más amplio, viendo a los
humanos como “seres de deseos”. Es algo que podemos razonar desde la conjunción
de nuestro doble carácter de dinámicos y finitos: la toma de consciencia de la finitud
nos hace desear avanzar hacia lo que nos completa y desarrolla. Esta ontología no es
ajena, como sabemos, a una línea tradicional en el pensamiento occidental: que arranca
de Platón, pasa por Agustín y por el appetitus naturae escolástico y ha sido destacada
por Blondel6. La asumiré en todo mi razonamiento sobre el mal. Llamaré “deseo
radical” (“constitutivo”) a ese constructo filosófico que aclara el origen y orden de los
deseos concretos.
Ya es fácil precisar desde aquí las nociones de “bien” y “mal”. Es importante
ver que ninguna de las dos - ¡ tampoco la de “bien”! – expresa de entrada algo de
índole fáctica. Fue ésta ya una sugerencia de Aristóteles: “bueno es lo que todos
3
. Breve visión de conjunto sobre la doctrina central del Vedanta de Mircea Eliade, Historia de las
creencias y de las ideas religiosas (1976, trad. Madrid 1978), I. 255-261. Excelente introducción y
comentarios los de Ana Agud y Francisco Rubio en La Ciencia del Brahman. Once Upanishad antiguas
(trad del sánscrito por los mismos). Ed. Trotta y Edicions de la Universitat de Barcelona 2000.
4
.Pueden encontrarse textos significativos tanto en el Rig-Veda como en el Atarva-Veda. (Debo el
acceso a ellos al prof. Francisco J. Rubio del Dpto. de Literatura Indoeuropea de la Univ. De Salamanca,
a quien deseo agradecerlo).
5
Ver Mircea Eliade, pasaje citado en nota 3; Peter Harvey, El budismo (oc), 62 ss.
6
. Buen estudio de conjunto Jean Lacroix. Le dèsir et les dèsirs, Paris 1975.
desean”7, “lo deseable”. Aceptado lo cual, será adecuado definir “malo” como “lo que
frustra el deseo” ( más o menos expreso); algo que resulta aplicable ante todo a un
acontecer.
Hay que admitir que ello supone una subjetivización. Pero que es, en el fondo,
obvia: ¡”malo” y “bueno” varían según la perspectiva de cada deseante y de sus deseos
concretos!. La subjetivización no es total precisamente en la medida en que se asuma
lo dicho sobre el “deseo radical”. Éste es, en un primer sentido, también individual;
pero se universaliza fácilmente por intersubjetividad: entre los acontecimientos
frustrantes hay algunos que por su índole misma, lo son para lo que podamos tener por
“deseo radical humano”. Son ésos los que, con cierta objetividad, llamamos “males”8.
2.2.Sobre el “mal moral”.
Mantengo mi insistencia en que el sentido “físico” ( con su relación con el
deseo) es el primero cuando hablamos de “bien y mal”. Debo añadir que con ello no
quiero en modo alguno quitar relevancia a la noción de “mal moral”. Pero es
importante percibir el radical cambio de enfoque que supone. “Mala moralmente” es
una actuación de un humano; actuación que, según el enfoque inicial, puede ser
“buena” (físicamente) para él; y así la vera él ante todo, como algo que lo completa,
realizando un deseo suyo.
Hay que contar, pues, con una incómoda homonimía de las nociones de “bien
y mal” (físico/moral). Cabe preguntarse si no hubiera sido todo más claro eligiendo
vocablos diversos para conceptos diversos. La estrategia léxica de muchas lenguas
muestra haber buscado separación9. La matriz lingüística greco-latina de nuestras
culturas nos obliga a contar con la homonimia. Ello habrá, probablemente, contribuido
a más de un planteamiento incorrecto. Se impone, en todo caso, aclarar la lógica de la
derivación ocurrida.
Incluso lingüísticamente es documentable en las tradiciones griega y latina la
anterioridad del sentido físico tanto en la noción de “bien” como en la de “mal”10. Para
entender la derivación hasta la homonimia “fisico/moral”, quizá lo mejor es suponer
que intervino una metonimia: que llevó a llamar “bueno” aquello que causa “bien”
(facilita la realización de deseos) y “malo” aquello que causa “mal” (origina
frustraciones). Esto es tan claro que son prácticamente sinónimos “benéfico” y
“moralmente bueno” , “maléfico” y “moralmente malo”.
Estas observaciones lingüísticas cuadran con la ya antes aludida paradoja
constitutiva de la acepción “moral” de “malo”: que, teniendo como referencia a otro
humano ( a quien se hace el más propio “mal”), califica a un sujeto humano que busca
un “bien” para sí. La clave de esta paradoja, que aclara también por qué se acude al
calificativo “moral”, está en que el actuante es consciente de que su actuación causa
7
. Aristóteles. Ética a Nicómaco. 1172 b 9-11.
.Lo obvio de esa universalización, y del consiguiente manejo lingüístico de “los males”, está a mi
entender en la base del lenguaje tendente a lo fáctico con que se suele hablar del tema y de los no poco
malentendidos que ello trae en el plantemiento del “problema del mal”.
9
.El caso más destacado es el de la lengua alemana, donde Böse es el “mal moral”, mientras que Übel es
mal físico; más genérico es schlecht, das Schlechte. No se da una contraposición tan neta en ingles (bad,
evil). Las lenguas romances, aunque heredan de la latina la homonímia que anida en bonum y en malum,
tienen al menos vocablos peculiares para el mal moral: mèchant; malvado, maldad...He encontrado
excelentes las páginas que Hermann Häring, en su Das Böse in der Welt. (Primus Verlang, 1999) 3-6,
dedica “una definición provisional” de böse.
10
. Ver, en el Historisches Wörterbuch der Philosophie ( hrsg. J. Ritter), los artículos “Gut” (III, 937972) y “Malum” (V, 652-706). Es significativa la elección – excepcional- del latín para esa última
entrada léxica: se busca, sin duda, afrontar la homonimia como parte de la historia del tema.
8
“mal” a otro humano y lo asume. Y lo decisivamente diferente respecto a lo “físico” es
que él mismo se hace “malo” por asumirlo.
Por supuesto, es paralela la derivación que conduce de la noción “física” a la
“moral” de “bien/bueno”. Y es menester subrayar que, tanto en “bueno” como en
“malo”, el acceso al ámbito propiamente moral supone un salto: desde lo objetivo al
sujeto y a una específica valoración del mismo. Son muchos los debates filosóficos
hoy abiertos sobre su “fundamentación”; pero no es necesario entrar en ellos.
“Fundamentable” de uno u otro modo, se nos impone insobornablemente la conciencia
humana que hace esa valoración11.
Ciñéndonos al “mal”, esa voz de la conciencia denuncia la inhumanidad de
quien sólo se guía por solo su deseo y se desentiende del de el otro humano. Es una
voz de la solidaridad humana. Que ha ido haciéndose más perceptible en cada
conciencia individual precisamente al irse acentuando la autoconciencia individual
frente al primado de la pertenencia grupal12. En la historia de esa voz – que es quizá lo
más esencial de la historia de la humanización han tenido parte relevante algunas
tradiciones religiosas, sobre todo la bíblica. Pronto les daré la mayor atención. Pero
antes es oportuno reflexionar sobre algunas implicaciones religiosas más genéricas del
mal moral.
3.Implicaciones religiosas del mal moral.
3.1.Mal, violencia y sacralidad.
Si “mal moral” es la decisión de buscar como bien propio lo que se es
consciente de que causa mal a otro, eso no difiere mucho de “hacerle violencia”. Lo
cual pide atención, pues es notorio que las religiones se han implicado en su historia de
modos complejos con la violencia.
El término “violento” no podría correctamente ser tenido sin más por sinónimo
de “malo”, porque admite acepciones neutras ( “lo que se impone a algo contra su
naturaleza”). En nuestro contexto, hay que entenderlo restringido a la conducta
humana agresiva; y destructiva, no simplemente competitiva”. El homicidio señala su
máximo. Pero hay toda una variadísima gama de agresiones, mediante las que un
agente humano destruye el bien de otro.
Tomar en consideración esta implicación del mal moral con la violencia ayuda
hoy a preguntar por su génesis. Sobre la agresividad y la agresión aportan luz
investigaciones científicas – biológicas, con especial relieve de la etología,
psicológicas, sociológicas 13. Hay que tener por admitido que no cabe pensar en vida
humana totalmente libre de alguna violencia. Pero es también dato indudable que la
violencia desplegada en su historia por los humanos ha sido llamativamente elevada.
¿tenía que ser así?. Los antropólogos se plantean hoy esta cuestión – en una reflexión
11
. Como es sabido, escribió I. Kant (en 1785) una Grundlegung zur Metaphysik der Sitten. No logró, a
mi entender, el “fundamentar” en el sentido en que inicialmente lo buscaba; pero, rindió, en cambio, un
lúcido y admirable testimonio a la insobornable voz de la conciencia. Eso expresan sus términos
“imperativo categórico”, “valor absoluto”, “la humanidad, en la propia persona y en la de cualquier otro,
siempre fin, nunca solo medio”, “dignidad y no precio”.
12
. Es el proceso que hemos llamado “personalización”, uno de los característicos del que Karl Jasper
(cfr. Origen y meta de la historia,1949; trad. Alianza 1953, p.7 ss llamó “tiempo-eje”: los siglos
inmediatamente anteriores y posteriores al año 500 antes de nuestra era. Un tiempo en el que surgen las
actuales grandes religiones universales. Y en el que también nació la filosofía.
13
. Es clásico Konrad Lorenz, Agresión: Das sogenante Böse (1996). Especialmente bien matizado
Erich Fromm. Anatomía de la destructividad humana (1975, trad. F.C.E. México. 1978).
que desborda ya lo propiamente científico. Para algunos la violencia es natural e
insuperable. Otros la buscan claves más concretas.
De uno entre los estudios recientes no cabría aquí prescindir. René Girard ha
elaborado una teoría explicativa que ve la raíz antropológica de la violencia en el deseo
humano y , concretamente, en su “índole mimética”. El “deseo mimético” general
rivalidad ( cuando de la simple imitación del modelo se pasa a la apropiación del
mismo bien que es objeto de su deseo). Y la rivalidad genera violencia; amenazando
con llevar a espirales de violencia14.
Piensa por otra parte Girard – y es lo que da aquí más relieve a su estudio – que
es ahí donde radica “lo sagrado” y los rituales religiosos. El mecanismo
antropológico capaz de neutralizar el peligro de la victimación vicaria: El grupo
segrega una víctima propiciatoria sobre la que se descarga – ya legítimamente – la
violencia vengativa. El “sacrificio” (en su versión fuerte, homicidio) es un rito
históricamente atestiguado; que ha buscado ulteriores suplencias vicarias en víctimas
no humanas y su repetición ritual. Las religiones viven de lo sagrado, encauzándolo
ritualmente; y de son de ese modo matriz del desarrollo institucional y del orden
jurídico. La ilustración lo heredará , racionalizándolo15. Pero, según la tesis más
llamativa de Girard – será una línea evolutiva religiosa ( la tradición bíblico-cristiana)
lo que abra una vía de superación de la violencia, más eficaz que la sola ilustración
racional 16.
No es fácil tomar solventemente postura ante tesis tan audaces; los críticos
están divididos17.Pero quizá es posible aceptar su fondo sin comprometerse con cada
detalle. Dejo para algo más adelante la discusión del último punto mencionado.
Ciñéndome por lo pronto a las tesis antropológicas, creo puede aceptarse el situar en la
rivalidad la principal raíz de la violencia (dejando abierto, como más discutible si se
origina de modo exclusivo por el mecanismo “mimético”) ; así, en cualquier caso, la
violencia no es intrínseca a los seres humanos hasta el punto de no haya de poder ser
superada por una conciencia moral solidaria18. Cabe aceptar también la tesis de la
victimación vicaria como aclaración de hechos innegables de la historia de las
religiones; pero sin mantener que tal haya sido el origen único de lo sagrado, puesto
que ha habido en la historia religiosa más variedad de “sacrificios” de que supone la
teoría girardiana19.
Echando una rapidísima ojeada a esa historia, los sacrificios humanos (
atestiguados en la India, como también en China y Japón, en Oriente próximo y
14
. Las obras principales de René Girard son: La violencia y lo sagrado (Paris, 1972, trad. Anagrama,
Barcelona 1983), Des coses cachèes depuis la fondation du monde. (Paris 1978. trad. El misterio de
nuestro mundo. Sígueme. Salamanca 1986). La ruta antigua de los hombres perversos (Paris 1985, trad.
Anagrama, Barcelona 1989). El chivo expiatorio (1982, trad. Anagrama. Barcelona 1986). Hay un buen
resumen de la tesis antropológica en la primera parte del segundo libro citado.
15
. Las tesis sobre la implicación de “sagrado” y “sacrificio” con la violencia es el tema central del
libro, La violencia y lo sagrado (citado en la nota anterior).
16
. Ver, sobre todo, Des coses cachèes... (o.c.), 165-304.
17
. Dos recensiones muy matizadas de la primera hora, las de J.-D. Robert, L’hominisation d’après René
Girard” en NRT 1978, 865-887 y P. Valadier, “Bouc èmissaire et revelation chrétienne selon Rene
Girard” en Ètudes, 1982, 5-17. El reciente número (LVI, Jan/Jun 2000) de la Revista Portuguesa de
Filosofia contiene importantes escritos de y sobre el autor y una amplísima bibliografía.
18
. Veo , por mi parte, en esta última afirmación, el resultado más estimulante de toda la compleja
aportación.
.Las visiones histórico-fenomenológicas del “sacrificio” son mucho más complejas. Cfr. Juan Martín
Velasco, Introducción a la femomenología de la religión (Cristiandad, Madrid. 5ª edición . 1993
pág.184-189) y las referencias que allí se hacen.
19
Mesopotamia20; persistentes, quizá en alguna religión tradicional) fueron siendo
superados de modo progresivo en la religiosidad posterior al “tiempo-eje”. Más
persistieron sacrificios no humanos con violencia sólo simbólica ( muerte de
animales): así en Israel y su entorno y en el mundo mediterráneo incluida Roma; pero
perdieron también relevancia. La misma noción “sacrificio” fue evolucionando hacia
un sentido espiritual. Y fue eliminada en el Budismo21. Y mientras tanto, se
desarrollaba en la India – en la religiosidad del Vedanta y, más aún, en el Budismo y
en el Jainismo – una radical valoración de la ahimsa ( “no-violencia”), diametralmente
contraria a la violencia sacral. Hay, pues, que ampliar la última tesis de Girard más allá
de la tradición bíblico-cristiana.
3.2.Prehistoria de la noción “pecado”.
Pero voy a centrarme en las tradiciones religiosas que más relieve han dado al
mal moral; en las que maduró inicialmente la conciencia moral humana. Se destaca la
bíblica, con su específica noción “pecado”. Pero para comprenderla, dan luz una serie
de aproximaciones que son como su pre-historia. Intentaré reconstruir en lo más
esencial ese proceso.
No es desviado acudir al término “tabú” para referirnos al verosímil punto de
arranque. Podríamos evocarlo así. Los humanos, al actuar en el mundo en fuerza de
sus deseos, así como obtienen muchos logros previstos – también frustraciones
previsibles -, encuentran otras veces lo enigmático y ambivalente que desborda su
previsión. Hay en el mundo fuerzas incontrolables que ponen límites prematuros al
esfuerzo humano; a veces favorables, con más frecuencia vedan el acceso a lo deseado,
con capacidad de sancionar con males al que ignora el veto.
Pero no es necesario el recurso al exótico mundo polisémico – lugar natural del
término “tabú” – para entender la actitud humana que sugiere. Como destacó Paul
Ricoeur en su ya clásico estudio22, late aún hoy, en el fondo de nuestros sentimientos
en relación con la culpa, un miedo irracional a “la mancha” ( que nos contamina, al
margen de criterios éticos más razonados). Un símbolo, arcaico pero duradero en la
cultura occidental por su herencia de las tradiciones bíblico-cristiana y griega; un
proceder incorrecto nos impurifica.
Los escritos cuneiformes mesopotámicos, las fuentes más antiguas a que
tenemos acceso para reconstruir lo más arcaico en esas herencias, ayudan a evocar con
alguna mayor precisión pasos de un itinerario verosímil desde ahí a la noción de
“pecado”.
Según los indicios23, la preocupación en Mesopotamia era el mal físico y el
sufrimiento; lo que acaece en lo que llamamos “mal moral”era visto sólo desde el
sufrimiento del paciente. Por otra parte, los muchos casos en que el origen de los
males físicos no está en fuerzas conocidas fueron atribuidos a la interferencia de un
complejo mundo sobrehumano aún no divino; por su desconsideración se incurría
automáticamente en males. El remedio se confió de entrada a técnicas de exorcismos.
20
.Cfr.S.G.B.F. Brandon. Diccionario de Religiones comparadas. (Londres 1970), Cristiandad, Madrid
1975. 1267-1268.
21
. Ver los varios artículos del Dictionnaire des Religions (dr. Poupard), PUF. 1984, 1492-1504.
22
. Paul Ricoeur. La symbolique du mal (2ª parte de Finitude et culpabilitè – 2ª pte, a su vez de
Philosophie de la Volonté) Aubier. Montagne. Paris 1968, 31-50. Él mismo(p.38) insinúa la
aproximación de su tema de “la mancha” y el del “tabú”.
23
. Sigo el cuidado estudio de Jean Bottéro, “El problema del mal: mitología y ‘teología’ en la
civilización mesopotámica”, pags.128-147, en el bloque dedicado a Mesopotamia (103-195) en el Vol.I.
del Diccionario de las Mitologías dirigido por Yves Bonnefoy (Paris 1981) , edición castellana a cargo
de Lluis Duch y Jaume Pòrtulas (Destino, Barcelona, 1996).
Cuyo fracaso fue lo que, presumiblemente, llevó a sustituirlas por plegarias, dirigidas
ya a dioses personales: Los males humanos se deberían a castigos suyos, por omisiones
( incluso inconscientes) respecto a ellos.
He aquí una primera noción, por paradoja aún no propiamente “moral”, de
pecado. (Los notables escritos acadios de “lamentación ante un dios” no superan, al
parecer, este horizonte; por lo que no es plena su semejanza al libro bíblico de Job: sin
preocupación se agota en el desigual reparto de las desgracias.)
Todo sugiere que la noción a la vez religiosa y moral de “pecado” sólo surgió
en Israel, vinculada a la “Alianza” con Yahvéh. El es quien, como contraprestación, de
a “su pueblo” el mandato de hacer el bien y evitar hacer mal al “prójimo” 24. La
violación será desobediencia y una cierta rotura unilateral del pacto. Pide sanción: el
pecador queda amenazado por el castigo divino; pero no de modo automático. Cabe el
perdón. Y pecador se es incluso si no llega el castigo: porque “pecar, pecado” hacen
referencia a una situación humana más radical. Esta es, probablemente, la primera
figura histórica de la conciencia de culpa moral.
3.3.Sobre la condición humana en el Cosmos.
Es oportuno ampliar aún lo dicho en esta pre-historia de la noción del mal
moral como pecado con otra serie de testimonios en los que el afrontamiento del mal
se hace desde otro ángulo. Son esas construcciones (míticas, poéticas, dramáticas) que
plasman una ponderación evaluativa de la condición humana en el Cosmos. Esta
ampliación del horizonte permite también recoger algunas valiosas sugerencias de
Paul Ricoeur en la conocida tipificación de mitologías que hace en la segunda parte de
su Simbólica del mal.
Como se recordará, son cuatro los tipos ideales que propone: el “teogónico”, el
“trágico”, el “adámico” y el “órfico”25. El logro más convincente de esa síntesis es
destacar el contraste del tipo “adámico” ( presente en la narración del libro bíblico del
Génesis)26 con los vigentes en su procedente entorno cultural ( mitologías
mesopotámicas y griega). El tipo adámico opera una “disolución de los supuestos
teogónicos y trágicos” de dichas mitologías, permitiendo, al responsabilizar al ser
humano (“Adam”), atribuir el mal a un origen distinto del origen de las cosas. Lo cual
deja además todo abierto a una complementaria búsqueda de solución “escatológica”.
Lo más peculiar del tipo “trágico” (de los clásicos griegos) es el papel de la
Moira: esa fatalidad con la que esta realidad, que la mitopoiesis plasma en dioses
caprichosos – a veces malévolos – se impone a los humanos: el héroe, que lucha por
ser ético, acaba aplastado por el destino27.
. Lo que solemos llamar “segunda tabla” del Decálogo es tan constitutiva suya como la “primera” ( la
referida al culto). Los profetas la urgen con no menor fuerza al atribuir al quebranto de la justicia
interhumana los males históricos de Israel. Sobre la gestación de las formulaciones del Decálogo,cfr.
Rainer Albertz Historia de la religión en Israel en tiempos del Antiguo Testamento. (1992. trad. Trotta.
Madrid 1999), 401 ss.
25
.Paul Ricoeur, La symbolique du mal. Oc. 162 ss
26
. Que hay que leer sin relacionarlo con la posterior compleja interpretación cristiana del “pecado
original”. (Sobre ésta volveré más adelante) – El relato del paraíso y el pecado (Gn.2, 4b-3) proviene de
la arcaica tradición “yahvista” y contrasta en varios puntos con el relato más ritual de la creación
(Gn.1,1-4ª) con el que ha venido a formar cuerpo. No encuentro que sean aquí relevantes esos
contrastes, ni ulteriores posibles indagaciones filológicas. Lo esencial del “mito adámico” lo transmite el
relato tal cual nos viene de la redacción final hecha por el grupo “sacerdotal” en siglo V aC.
27
. La malevolencia de los dioses olímpicos expresaría un juicio más duro sobre la realidad prehumana
que la simple lucha teogónica de orden contra el caos. (Y, desde este ángulo, lo más esencial en las dos
emblemáticas figuras dolientes de Prometeo y Sísifo - ¡tan diferentes en otros puntos! – sería lo que
24
Pero ese tipo no se distancia del más arcaico tipo “teogónico” en cuanto a la
visión sombría de la realidad prehumana. Bajo una u otra de las versiones que nos han
legado dos milenios de culturas mesopotámicas ( sumeria, acadia, babilónica), el
mensaje es común; y lo es también con el de la Teogonía de Hesiodo. Lo real
primigenio no sólo es caótico sino violento (y, así, malo). Poco propicio, desde luego,
al logro por los humanos del bien físico que buscan. Y nada ejemplar. Los dioses
antropomórficos – en los que la mitipoiesis simboliza su evaluación de lo real – son
violentos y arbitrarios, carentes de la calidad moral que los humanos se van exigiendo.
No tendría aquí sentido entrar en ningún detalle de esas mitologías. Es, sin
duda acertada la conclusión que enuncia Ricoeur28 sobre el sentido más general de la
teogonía babilónica: revivido cada año en el solemne ritual del Año nuevo, el mito del
triunfo de Marduk ( que leemos en el Enuma elish) sugería la salvación en una
imposición del orden sobre el caos. El monarca, protagonista de la fiesta, quedaba
legitimado por cuanto heredero de esa tarea.
Pero, desde mi enfoque, atraen aún más otros rasgos de la condición humana
que aparecen en la mitología mesopotámica. La conocida epopeya del Gilgamesh es
una elegía por la índole mortal de los humanos. Y más aleccionador es aún el mito
sobre el origen humano que abre el poema de Atrahasis, dedicado al diluvio29.
Todo está encuadrado en un periodo de conflicto de dioses, aquí curiosa
retroproyección de los conflictos sociales humanos. Los Igigi, dioses proletarios,
tenían que trabajar duramente a favor de la aristocracia ociosa que formaban los siete
dioses Anunnaki. En un momento dado se sublevan y atacan la mansión del dios
principal, Enlil. Al negarse a deponer su actitud y mantener solidarios la rebelión, son
destruidos. Y es para suplirlos como mano de obra explotada de la que los Anunnaki
no quieren privarse para lo que se crea a los humanos. Su materia es el barro. Sobre
ella, el dios Ea y la diosa Mammi hacen encantamientos que evocan los roles sexuales
en la generación. Se sentirán, por ello, protectores de los humanos cuando, al haberse
multiplicado y resultar molestos, Enlil decida destruirlos: con la epidemia, la sequía y
por fin con el diluvio. Atrahasis, el más sabio de los humanos, recibirá de Ea las
instrucciones para construir el arca que permita un salvamento.
La sabiduría que así se nos sugiere no piensa en la censura y corrección de
males morales - ¡el diluvio mesopotámico no es castigo! – sino en los males físicos
que aquejan a la condición humana. Todo tiene aire de lamentación, aunque un tanto
irónica. El deseo radical de los humanos, valga explicitar, no encuentra grato lo real
aunque lo acepta. ¡Qué lejos de aquel optimismo que rezuma el ya aludido relato
bíblico de la creación y su: “Vio Dios que lo hecho era bueno”!.
4.Ontología y gnosis sobre el mal moral.
Pero antes de entrar a fondo en el afrontamiento bíblico del mal como pecado,
hay que atender a esa otra corriente que, por los mismos siglos, dio aún más relieve al
mal moral hasta hacerlo pre-humano, ontológico y de orden divino30 . Ello era dar
tienen en común.) Lo que prevalece es quizá la queja ética humana frustrada, menos ingenua ya que en
los mitos teogónicos, y sin sus pretensiones metafísicas.
28
. P.Ricoeur. oc.págs. 180-187.
29
.Tomo la información del artículo de J.Bottéro, “La inteligencia y la función técnica del poder: EnkiEa. Aproximación a la sistemática del panteón”, en Yves Bonnefoy, Diccionario de Mitologías (oc)
págs. 185-186. El poema, en la redacción acadia que conservamos, data como muy tarde del año 1650
aC.; anterior, pues, en 500 años al Enuma elish. – Sobre el poema W.G.Lambert y A.R. Millard Atrahasis, the Babylonian Story of the Flood, Oxford 1969.
30
. Esta tendencia en la que ahora voy a centrar mi atención empalma obviamente con las mitologías
teogónicas y trágicas, que atribuían a los dioses actuaciones malévolas. Pero lo esencialmente nuevo en
origen a otro tipo muy neto en la posible tipología de afrontamientos del mal.
Convertido en enigma trascendente, “el Mal” suscita la búsqueda de una gnosis como
sabiduría salvadora.
4.1.El itinerario dualista en el Mazdeísmo.
Como es conocido, la corriente religiosa a que acabo de aludir tuvo su cuna en
Irán y su desarrollo fue complejo. Trataré de esbozar los rasgos esenciales. La religión
irania pertenece en su origen al bloque de tradiciones indoeuropeas, cuyos rasgos
comunes ha estudiado Georges Dumézil31. Bajo el Avesta se entreve un panteón
politeísta de estructura ternaria, según funciones; próximo, incluso en la lengua al de
los Vedas. Lo original del Avesta está en que recoge ( en los himnos Gathas) la
reforma, de tendencia moral y monoteísta, del profeta Zaratustra. Su mensaje
convocaba, en nombre del único divino “Señor Sabio” (Ahura Mazda), a abandonar
ritos sacrificiales y técnicas extáticas del haoma, para hacer una decisión moral: por “el
bien” (Arta), contra “el mal” (Druj)32.
Arta (como el védico Rta) es inicialmente el orden cósmico. No es, pues, una
fidelidad personal lo que vincula al mazdeísta con “el Señor Sabio” – como ni el “mal
moral” que cometa será un “pecado” contra Él. El fiel es llamado al bien ( y contra el
mal) por el valor intrínseco del bien y mal; en un combate ya en marcha en que no
cabe neutralidad. Sus consignas son por ello sumamente abstractas: “rectos
pensamientos, rectas palabras, rectas obras”. La sustantivación de “Bien” y “Mal”
hace primar lo ontológico.
No fue logro fácil el monoteísmo de Ahura Mazda. El reducir el carácter divino
del precedente panteón trimembre tuvo como precio el relieve de los Amesha Spentas
(ángeles), así como de los contrarios daevas (demonios). Y el antagonismo abstracto
del bien y el mal buscó personificarse en dos “espíritus” (Manyu) contrarios. El
espíritu del mal, Angra Manyu, adquirió, muerto Zaratustra, progresivo relieve.
Proceso que se consumó cuando, para compensarlo, se identificó al Espíritu del bien
(Spenta Manyu) con el mismo Ahura Mazda. Así se llegó, en el Mazdeísmo tardío, al
dualismo más radical que conoce la historia de las religiones.
Se ocurre preguntar, buscando la lógica del sistema, qué involucra a los
humanos en el drama cósmico. Cabría responder que, en la pugna de Bien y Mal, el
interés del deseo humano está por el triunfo del “Bien”, que puede redundar en logros
modestos del bien (físico) para los humanos; y contra el triunfo del “Mal” ( que
aumentaría los males de frustración). Pero la llamada de Zaratustra parece debe
entenderse como más austeramente moral. Eso hace comprensible que lleve un
refuerzo escatológico. A nivel personal, cada “alma” humana, Fravarti, será tras la
muerte sometida a juicio y su suerte depende de la índole moral de las obras que
realizó en vida. A nivel cósmico, se espera la gran renovación y la llegada del
ella es que se hace central esa maldad presente en lo divino y se busca, frente a ella, una clave religiosa
de salvación.
31
. Una presentación sintética de sus estudios publicó Dumézil en 1952 con el título Los dioses de los
indoeuropeos (trad. Seix-Barral, Barcelona 1978). Son innegables los paralelos de los panteones romano
y germánico con los de la India védica e Irán; y responden a la clave “triple función”. Tener en cuenta
este fondo es esencial para captar las grandes dificultades que hubo de encontrar la reforma monoteísta
de Zaratustra.
32
. Ver Jean Varenne “Iran preislámico” en Y.Bonnefoy, Diccionario de las Mitologías (oc),I. 339-371;
sobre todo, 355 ss (Druj es, literalmente, “mentira”; aún hoy reconociblemente cercano en la raíz
germánica Trug)
“paraíso”, Paradesha33. Hay obvias semejanzas con posteriores creencias cristianas e
islámicas, aunque sería precipitado hablar sin más de influjo.
4.2.Las búsquedas “gnósticas” de salvación.
Cuando cunde la persuasión de que la vida humana se inserta en un gran
conflicto cósmico-moral, resulta “salvador” conocer el secreto de ese terrible mundo
de fuerzas divinas en pugna del que depende el destino humano. Podrían derivarse de
tal gnosis pautas de acción algo más acomodadas que las inculcadas por Zaratustra.
Sugiero, puede verse, el origen iránico como clave verosímil del Gnosticismo.
Sé que esta opinión, hasta hace poco bastante común, hoy no lo es tanto 34. Pero mi
afirmación no excluye otras claves. Las hay, sin duda, en lo que fue fondo común de
las “religiones mistéricas”; así como también en ciertas tradiciones filosóficas del
mundo helenista, esa herencia del “orfismo”35, aún detectable en Platón.
Lo claro históricamente es que hubo, en los primeros siglos de nuestra era, unas
tendencias que parasitaron al naciente cristianismo causando en él “herejías”, que
tenían en común una serie de rasgos que cabe recopilar bajo el título de
“Gnosticismo”: 1) Complejo dualismo antropológico, neta distinción de “alma” ( de
origen de algún modo divino) y “cuerpo”; 2) dualismo cósmico, con visión peyorativa
de lo material como originado de algún modo en un “Principio de mal” prehumano, y
origen del pecado humano; 3)Y, con ello y por ello, la relevancia salvífica de la gnosis,
del conocimiento de todo lo dicho recibido por revelación y privilegio de iniciados36.
4.3.El Maniqueísmo.
Venga o no del Mazdeismo tardío y su dualismo, esas creencias tienen afinidad
con él. Una afinidad que explica el posterior surgir del sistema que mejor tipifica la
tendencia que trato de exponer: El Maniqueísmo – que es el Gnosticismo iránico por
excelencia37. Como es sabido, Mani quiso instaurar una religión universal sincrética,
en la que heredaba algo de la de Jesús y podía presentarse como la manifestación
corporal del Paracleto cristiano. Pero era consciente de que su principal deuda era con
el Mazdeismo tal como se vivía en el Irán de su momento. Y fue con dos emperadores
iranios, sasánidas, con quienes estuvo ligado su sino personal: con Shahpuhr, que le
dio grandes posibilidades (24 p.X) y con Bahram I que lo martirizón (277).
El sistema de Mani asume la realidad del Principio divino del mal, a que había
llegado el Mazdeismo tardío. Y construye, sobre ese fondo, un mito asombrosamente
complejo, que verifica de modo extremado los rasgos gnósticos, para explicar la lucha
del “Dios-Luz” contra las “Tinieblas”, origen del mundo material y de la caída de las
almas en la “amalgama”. No interesan detalles de esa construcción en la que el
33
. Ver J.Varenne, a.c. 355-357.
. Sobre el tema ha habido dos congresos recientes, en Mesina (1966, edic.Leiden 1967) y en Lovaina
1980, actas ib.1982). Me remito a la presentación sintética de Ugo Bianchi como epílogo resumen del
primero de ellos, págs. 716-746.
35
. La complejidad del fenómeno “orfico” y su antropogonía, así como las no pequeñas oscuridades
históricas a su respecto, me han disuadido de intentar incorporarlo más expresamente en mi intento de
síntesis. Su sabiduría es también pesimista y en todo caso afin a la que, con más dosis de metafísica, se
daría en el Gnosticismo.
36
. Tengo por válidos los estudios de Jean Dórese, La Gnose, en la Historia de las religiones de La
Pléide (1972), trad. Siglo XXI) y en Henri Ch. Puech, En quéte de la Gnose (1978)
37
. Ver Henri-Charles Puech, Maniqueísmo. El fundador, la Doctrina (Paris 1948, trad. IEP, Madrid
1957).
34
Salvador ha de empezar por salvarse a si mismo. Interesa captar qué sabiduría se
busca.
Prevalece la atribución del mal físico al Mal moral: a una Maldad anterior a los
humanos, situada en la raíz de lo real. En un mundo esencialmente amalgamado, la
salvación solo podrá venir de la gnosis que domine su enigma. Quien la posee tiene
aún un camino difícil hasta salvarse retornando desde la amalgama a lo puro. La
sabiduría resultante deja un fuerte sabor a pesimista sobre lo real.
5.La matizada sabiduría bíblica.
El contraste con ese tipo de respuestas religiosas, cuyo ápice es el
Maniqueísmo, proporciona la mejor entrada para el capítulo más importante de mis
reflexiones. Una visión optimista de lo real es parte esencial del “tipo adámico”. (Al
ser indudable el mal del mundo, sólo el responsabilizar por él a los humanos permite
afirmar una más radical bondad de las cosas.) Tal es el trasfondo coherente de la
relación de Alianza, central en la religión de Israel (como indiqué ya al presentar su
noción de “pecado”). Dios, que crea buenas las cosas, pide a los humanos que actúen
en su mismo sentido. Todo con tintes personales: pide fidelidad, le ofende la
desobediencia. Castiga. Pero esta abierto a perdonar.
Pero analicemos más de cerca esa evaluación optimista de lo creado. Se
atribuye a Dios - ¡el más autorizado para hacerla! -, pero está sin duda concebida desde
lo humano; lo que dice no es que Dios anticipe en ese juicio provechos que espere
sacar del mundo que crea. Y, visto desde lo humano, el “bueno” es físico. Expresa
satisfacción agradecida porque nuestro mundo responde, a pesar de todo, al “deseo
radical humano”. Los redactores – el grupo “sacerdotal” del inmediato postexilio –
buscaron distanciar esa visión del mundo que querían anteponer a la historia de la
Alianza de aquella que encontraban en los relatos babilónicos, que conocían bien y
tomaban como modelo literario. Quisieron oponerse al pesimismo de dichos relatos.
Con lo que subrayaban la índole benífica de Yahvéh, su “bondad moral”.
5.1.¿Todo lo creado es bueno?.
Pero a partir de ahí surgen serias preguntas. Sobre todo: ¿tenían alguna
respuesta para alguien que objetara aquellos aspectos oscuros del mundo que no iban a
quedar sin más aclarados por la adición del posterior relato sobre la desobediencia de
Adán?.
Sabemos bien que el enigma del sufrimiento inocente no iba a estar ausente en
la reflexión yahvista del posexilio38 y que daría lugar no mucho después al libro de
Job. La solución básica del autor de este libro, superada la ingenua teología de la
retribución visible, es invocar, contra la queja humana, el poder creador de Yhavé, ya
inapelable. El discurso avasallador que pone en labios divinos se complace en destacar
aspectos duros, crueles, de la Naturaleza. Lo haya pretendido más o menos, es de
hecho un poner sordina al idílico “todo lo hecho era bueno”. Por otra parte, otorga a
Job una aprobación divina que niega a sus amigos y a su empeño por reducir todo al
reconocimiento por Job de su culpabilidad. Lo que es, pienso, valorar positivamente la
dignidad humana ejercida en la protesta39.
38
. Hay, entre otros testimonios, tres salmos (36,48,72); que no llegan a superar la solución más obvia
pero no obstante crítica: Si se sabe aguardar, y contra la primera apariencia, puede verse cómo Yahvéh
premia al junto y castiga al impío.
39
.Sobre el libro, comentarios reconocidos: Gerhard von Rad, Sabiduría en Israel (1970, trad.
Cristiandad. Madrid 1985), 261-286, Luis Alonso Schöckel y José L. Sicre, Job, ib.1983. En otro
género, de honda religiosidad, no puedo dejar de recordar el ensayo de Peter Lippert, Der Mensch Hiob
redet mit Gott ( del que hubo trad. Castellana, Jus México 1944.
Es correcto encontrar, con Ricoeur, cierta reasunción en el tipo adámico de
elementos del tipo trágico. Yo los veo ante todo ya en ese mismo hecho de que no haya
para los humanos verificación empírica del “todo lo hecho era bueno”, sino que hayan
de topar continuamente con la dura facticidad natural tantas veces nada benévola para
ellos. ¿no resulta más verosímil para el sentir humano una visión como la que había de
mantener Baruch Spinoza, en la que el “Dios” creador no es distinto de la misma
Naturaleza con su tremenda ambigüedad – “la Natura naturans”?. Un problema de
teodicea aguarda, en todo caso, a quien crea, más allá de la Naturaleza, en Dios
amoroso.
Ricoeur insiste, por su parte, en que, precisamente lo mucho que el relato
yahvista matiza la responsabilización de Adán (esa presencia de lo fáctico externo,
simbolizada en la serpiente...) reintroduce - ¡felizmente! – un elemento natural, fáctico
( y por ello no imputable), en el pecado humano. El no ser fácilmente discernible lo
que es realmente libre en la actuación humana da a ésta una ambigüedad de tono
trágico – aquel “¡ no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero!”. Pero el fiel
monoteísta no cuenta ya con unos dioses a los que atribuir su fallo; y se verá llevado a
una segunda serie de preguntas dolientes al Dios único. Puede también arrancar de
aquí otro capítulo de teodicea: pero será oportuno, ya vemos, no fundirlo en uno con el
anterior.
Y es también, oportuno notar, aunque sea de paso, cómo puede aquí surgir la
tentación de ontologizar y absolutizar el Mal moral, para aliegerar algo el peso moral
de la condición humana. Se deja comprender así el relieve dado a figuras demoníacas
en las religiones monoteístas40. Como también el que estas religiones se hayan visto
solicitadas, en tantos momentos de su historia, por el atractivo de las posturas
radicalmente dualistas- Maniqueísmos y sus epígonos41. Derivaciones incompatibles
con la lógica profunda del monoteísmo.
5.2.Posteriores elaboraciones bíblicas sobre el mal.
El mito adámico, ya hemos visto, implica una exaltación de la libertad y la
dignidad humana. Da pie para una sabiduría que podría llamarse “humanista”, en todo
caso ya no pesimista sino confiada en la bondad de lo real. Ahora bien, ese proyecto
tropieza con dos escollos. Uno son los límites de la misma libertad, que devuelven a
los humanos a su modesta condición de partes de una Naturaleza que los constituye y
los desborda (el escollo puesto de relieve por Job). Otro son las consecuencias
absurdas que se seguirían de una desmedida culpabilización. Pienso que el ámbito d la
sabiduría buscada habrá de inscribirse como complejo equilibrio que evite ambos
escollos. Y que cabe leer la reflexión bíblica como tanteos por lograrlo.
No era fácil a las tradiciones bíblicas, en su contexto cultural, ser consecuentes
con el respeto de la dignidad humana. Han guardado recuerdos horribles de la
persistencia de una imagen divina despótica, con su sacralización de la violencia: el
anatema (herem) urgido contra los vencidos, el sacrificio ordenado a Abraham...Por
otra parte, la tendencia monoteísta forzaba una interpretación autoculpabilizante (
“castigo de Yahvé”) para cualquier desventura histórica del pueblo.
La humillación del exilio favoreció la maduración de la sabiduría buscada. Los
“Cantos del Servidor” del segundo Isaías ( aun guardando un lenguaje de castigo y
. Sobre el tema en el ámbito cristiano – que es quizá dónde ha tenido, paradójicamente, más relieve - ,
los trabajos más completos son los bien conocidos de Herbert Haag Abschied vom Teufel (1969; trad. El
diablo, un fantasma. Herder. Barcelona 1973); Teufelsglaube (1974, trad. El diablo. Su existencia como
problema Ib. 1976.
41
. Una tal inspiración no es negable en muchos movimientos cristianos heterodoxos. Pero,
naturalmente, en cada caso (cátaros...) han confluido otras preocupaciones, que el estudio histórico
deberá discernir, evitando juicios demasiados simplificadores.
40
victimación vicaria) expresan nuevos sentidos del sufrimiento: fecundidad de su
asunción amorosa, posible uso generoso de la libertad, apertura al amor solidario más
allá de fronteras étnicas. ( Ya en profetas anteriores apuntaba reconocimientos afines:
“Misericordia quiero, no sacrificios”).
En esa sabiduría, mal físico y mal moral guardan proporción equilibrada. Y, al
superarse la violencia sacral, lo que prevalece es una demanda a los humanos: a que
disminuyan el exceso de mal, evitando el pecado – la violencia, con la que se causan
mal unos a otros – y tratando de aliviar mutuamente los inevitables males naturales.
Un problema asediará siempre a algo que se formula como demanda a la
libertad humana: tal demanda puede no surtir efecto, con lo que el exceso de mal
puede perpetuarse. A lo que se añade otro problema: El mal que lo natural traerá
siempre, al margen de los proyectos humanos. Estas últimas reflexiones hacen pensar
en lo escatológico. Una sabiduría sensatamente optimista tiene su apoyo en la
esperanza. El recurso escatológico, ya notó Ricoeur, es esencial al mito adámico. Pero
hay que admitir que fue un problema irresuelto del Yahvismo: siéndole esencial, nunca
logró forma satisfactoria. No bastaban a dársale las bellísimas intuiciones utópicas
presentes desde el s.VIII a.C (Isaías); ni la posterior ambigua expectativa mesiánica,
ligada como iba a la restauración de la monarquía davídica. La posterior compleja
apocalíptica, nacida con las guerras de independencia bajo los seléucidas, expresó una
aún más intensa añoranza, pero en símbolos ambiguos por sus apelaciones violentas y
su insistencia en dividir dualmente a los humanos.
5.3.Reflexión judía sobre la “Shoâ”.
Hoy no sería justo dejar el recuerdo de la reflexión bíblica sobre el mal sin
mencionar, aunque haya de ser como apéndice y con suma brevedad, su repercusión en
las hondas meditaciones que los pensadores judíos del siglo XX han dedicado al mal
sufrido por su pueblo en la persecución nazi: el que solemos llamar “Holocausto” y
ellos llaman, más bien, “la calamidad”. Es cierto que la historia del pueblo judío
conoce, desde los tiempos bíblicos, persecuciones y matanzas, grandes desgracias. Su
admirable tenacidad y cohesión lo ha hecho capaz de sobrevivir muchos siglos en
situación de diáspora. Pero parece que los hechos del siglo XX desbordan todo: ese
intento de extinción total originado por una voluntad sistemática y llevado adelante
con medios crueles a la vez que sofisticados, que tiene un “Auschwitz” su símbolo
emblemático.
Las reflexiones distan mucho de ser unánimes. Desde las radicales que piensan
– en un planteamiento de “teodicea” con solución negativa – que lo ocurrido ha
refutado la fe en la existencia de Dios, hasta las que lo interpretan como muestra de “la
paciencia de Dios” en quien sigue creyendo; o las que lo ven, dejando la teoría, como
una “llamada de Dios” a sobrevivir como creyentes para no dar al opresor esa victoria
póstuma que sería la apostasía42. Sólo quiero añadir estos dos comentarios: como podía
esperarse, las soluciones positivas son de inspiración bíblica y sólo son concebibles en
el marco del mito adámico; por otra parte, es importante notar cómo el pensamiento
judío mira siempre lo acaecido como sufrimiento del pueblo: ése es el mal que crea el
42
.Richard Rubenstein, Eliécer Berkovits y Emil Fackenheim pueden ejemplificar las tres posturas
aludidas. Pero con ellas no se agota el repertorio. Una información amplia de todo el tema con
excelentes reflexiones filosóficas sobre él puede verse en el nº.23 de la revista Isegoria, recién
aparecido.
problema (del orden, pues, del que vengo llamando, “mal físico”), aunque lo agrave el
que su causa sea la libre voluntad asesina del “solución final” del tirano43.
6.La aportación cristiana.
Es lógico buscar ahora con alguna mayor amplitud lo que tiene de específico
una sabiduría cristiana frente al mal. No se comprende el Cristianismo sino en el
marco del tipo adámico de la tradición bíblica. Pero tiene innegables originalidades. La
novedad más clara es, sin duda, la fe en la resurrección como precisión de la esperanza
escatológica. Y, con ella – haciéndola comprensible -, la acentuación de lo amoroso
en la imagen de Dios y en la relación interhumana.
Pero, para evaluarlo, hay que saber que relevancia atribuir a ciertas doctrinas
teológicas cultivadas en la tradición cristiana. Me refiero a) a la versión vulgata del
“pecado original” ( con base en una lectura literalista del mito adámico); b) al “infierno
como castigo” infligido por la “justicia vindicativa” divina; y c)al significado de la
muerte de Jesús como “sacrificio expiatorio”. Estas doctrinas se implican mutuamente
y, para quien recibe información somera sobre lo cristiano – quizá también para no
pocos cristianos - , eso constituirá su núcleo, centrado en el pecado y su remedio. Ahí
se configuraría la sabiduría cristiana ante el mal. Esto aconseja presentar aquí lo
cristiano en dos versiones diferentes.
6.1.Versión “sacrificial”44 de lo cristiano.
Prevalece en ella fuertemente el mal moral. Ante todo, por cuanto el pecado de
Adán ( “original-originante”) marca decisivamente la historia: heredado por sus
descendientes ( “originado”), no sólo aclara su labilidad, sino que, como castigo
divino, induce los males físicos, incluida la muerte ( una lectura literal del relato
bíblico da esta protología “arcádica” tan inverosímil). Y no es eso todo. La misma
existencia de Jesús de Nazaret, el “Hijo de Dios encarnado”, depende del pecado y es
función de su expiación: su rol en el plan divino es el de víctima sacrificial mediante
su muerte45.
La teología cristiana de la segunda mitad del siglo XX ha hecho ya una
corrección muy radical de la presentación de todo el tema46. No me incumbe aquí.
Pero también desde la filosofía de la religión hay algo importante que decir. Ante todo,
que son sería históricamente correcto reducir lo cristiano a su versión “sacrificial”:
rasgos de ella son tempranos y dejaron huella en el Nuevo Testamento: pero sólo
mucho después se acentuaron y se hicieron prevalentes. En la versión cristiana referida
43
. Comprensiblemente, los pensadores cristianos que reasumen el tema sí ponen a veces el centro de
gravedad en el “mal moral” constituido por la voluntad asesina. “¿Cómo ha sido posible tanta maldad?”
es pregunta ante todo antropológica, que no puede no afectar a la filosofía de la religión aunque con
otros matices que la del sufrimiento.
44
. Empleo el vocablo “sacrificial” por comodidad, dándole el sentido que ya dije le da René Girard. Es
claro que los teólogos cristianos, no aceptando la simplificación que supone, usarán un vocabulario más
matizado – respetando así lo más esencial del lenguaje del Nuevo Testamento ( incluida la Carta a los
Hebreos) sobre un sentido sacrificial de la vida y muerte de Jesús. Ver, por ej, el libro de Bernard
Sesboüè citado en una de las notas siguientes.
45
. En un esfuerzo por suavizar la concepción penal que sugería “expiación”, Anselmo de Canterbury
pensó en términos de “satisfacción” y razonó, en su Cur Deus Homo, su necesidad desde la gravedad
infinita del pecado ( por la infinitud del Dios ofendido), que merece para los humanos un tormento
eterno (única infinitud aplicable al ser finito) como justo castigo; sólo el Hijo de Dios encarnado puede
ofrecer a Dios una satisfacción a la vez humana y de valor infinito. Es claramente desafortunado el
intento; aunque sería injusto culpar a Anselmo de algo que era ambiental en teología.
46
. Era un trabajo urgente, porque de la prevalencia de sea versión dependía quizá no poco de la repulsa
moderna de lo cristiano; y no fácil, por cuanto en ella se implicaban, al parecer, doctrinas tenidas por
dogmáticas. Por citar un estudio reciente, muy complejo y matizado, el de Bernard Sesboüé Jèsu-Christ,
l’Unique Médiateur. Essai sur la redemption et la salut (Paris 1988; trad. Salamanca 1990)
es de una magnitud desmesurada. Sin que esa dependencia de tanto mal físico (
incluida la muerte) respecto del pecado histórico tranquilice a quien alce la queja de
Job. ( A las demás razones añadirá: ¿es justo?, ¿ no puede Dios evitarlo?). La versión
busca subrayar la misericordia en la imagen de Dios. Pero es muy dudoso que lo
consiga: prevalecerá la índole justiciera47.
6.2.Una versión alternativa.
Para esbozar una posible alternativa, no voy a entrar en el repensamiento
teológico cristiano, sino a sugerir un camino que resulta natural desde una visión
histórico-filosófica. Encontrar un valor salvífico en la muerte de Jesús fue necesidad
elemental para sus discípulos a la hora de superar el escándalo. Ello, en sí correcto,
admitía varias versiones; y pronto prevaleció una que utilizaba la imagen sacrificial,
hasta organizar, poco a poco, el conjunto en el sentido dicho. Pero los discípulos, que
buscaron ese apoyo, no pudieron tener en él la motivación inicial. ¿Cómo comenzó
entonces, tras la muerte de Jesús, su “conversión cristiana”?. ¿No sería lo correcto
intentar comprenderla desde el recuerdo dejado por el mismo Jesús48?. Hoy no es
inviable este planteamiento. La búsqueda histórico-exegética ha superado su anterior
escepticismo ante “el Jesús histórico” y admite que cabe destacar con solidez un perfil
que ayude a comprender lo cristiano. La pregunta es, pues, si cabe reconstruir cuál fue
la sabiduría ante el mal de Jesús de Nazaret. En la medida en que quepa, será la mejor
clave para la interpretación de la aportación cristiana. Voy a ensayar una posible
respuesta.
La lectura crítica de los Evangelios sinópticos hace captar un fuerte
concernimiento de Jesús con el sufrimiento humano: el “reinado de Dios” que
anunciaba cercano y pensaba anticipar en signos, venía a remediarlo. Ese mal - ¡físico!
– tiene mucho que ver con el mal moral; pero no tanto por ser su castigo por Dios,
cuanto porque el pecado ( la violencia) agrava el sufrimiento, sobre todo el de los
débiles. El mismo sufrimiento del pecador, sobre todo del socialmente proscrito,
parece haber sido para Jesús un mal que hay que curar.
Preferencias y palabras suyas rezuman compasión por la condición humana.
Dan coherencia a su insistencia en misericordia y amor en la imagen de Dios (“el
Padre”). Por otra parte, lo que cabe reconstruir sobre su afrontamiento de la muerte no
tiene sabor sacrificial. Se deja comprender desde la lealtad coherente con lo que había
anunciado y como confianza extrema – no sin oscuridad – en “el Padre"49.
Esta versión “jesuana” de lo cristiano es, como sabiduría frente al mal,
prolongación de la que se venía desarrollando en la tradición bíblica. Guarda el
equilibrio ente mal físico y mal moral. Novedad jesuana es la apertura universal,
coherente con la imagen bondadosa de Dios. Que refuerza lo verosímil del “vio Dios
que todo era bueno”. “El Padre”, eso sí, seguirá vulnerable a la queja de Job: ¿por qué
47
. Tormento eterno del pecador como ejercicio punitivo de la justicia divina y muerte expiatoria del
redentor ponen tal condición al perdón misericordioso que lo eclipsan. Una sabiduría que asuma tales
imágenes no habrá superado el horizonte de la violencia sacral denunciado por Girard. Y puede temerse
que se traduzca en prácticas que oscilen, por paradoja, entre la acomodación cínica al mundo violento y
una piedad ascético-mística victimista.
48
.Es una idea persuasivamente sugerida por E.Schillebeeckx en su gran obra Jesús. La historia de un
Viviente. (Bloemendaal. 1974; trad. Cristiandad. Madrid 1981; págs.351-367.
49
. Ver, por ej. Xavier Léon-Dufour, Jesús y Pablo ante la muerte (Paris 1978; trad. Cristiandad, Madrid
1982); Heinz Schürmann, ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte?. (Freiburg in Br. 1976, trad.
Sígueme, Salamanca 1982). – La lectura que hace Girard, como denuncia expresa del sistema sacrificial,
es verosimil como interpretación.
tanto mal?. Si hay una aportación cristiana a esa queja, habrá de estar en la esperanza
escatológica. Veamos cómo podría incidir.
6.3.La esperanza escatológica cristiana.
La fe cristiana comenzó cuando los discípulos anunciaron la
resurrección de Jesús. Tal anuncio supone esperanza para los humanos, y más para los
que más sufren mal: podrían no ver definitivamente frustrado su “deseo radical” 50. No
caben reconstrucciones fáciles de lo esperado. Se les ofrece vida definitiva ( más allá
del tiempo) en el Misterio eterno que es Dios. Es ésta una oferta que queda lejana para
la sensibilidad humana. Pero que se hace algo más cercana en dos repercusiones que
creo legítimo deducir tocantes a la historia.
La primera es la posibilidad de una lectura dinámica, tanto de la historia natural
como de la humana. Los rasgos “arcádicos” del relato yahvista pasarían a ser símbolos
de un ideal futuro. Con ello, los males de esa historia serían los pasos inevitablemente
incómodos de un largo proceso de superación. Dios habría dejado a la Naturaleza el
desarrollo del mundo, reservándose la última palabra51.
La segunda: el “reinado de Dios”, sólo pleno más allá del tiempo, debería – en
la llamada de Jesús, cercana a la “profética” más que al vaticinio “apocalíptico” – ir
siendo anticipado por la acción humana. Con esto, la sabiduría cristiana, como la del
mejor Yahvismo, seria primariamente “práxica”: no centrada en gnosis ni en ascesis
sino en actuación esperanzada con la que aproximar algo la historia al final esperado.
En la espera de su misteriosa intervención definitiva, Dios pediría a los humanos
actuar en solidaridad, justicia y misericordia.
7.Ponderaciones conclusivas.
Espero que el recorrido que he hecho por diversas tradiciones religiosas,
aunque incompleto52, pueda aportar algo en esa búsqueda de claves sapienciales de
afrontamiento del mal, que la filosofía no podría eludir y que a su manera ejerce cada
ser humano reflexivo. Mi propósito primario está cumplido con la presentación de
datos. Pero entiendo que no debo terminar sin añadir algunas reflexiones que el
recorrido me sugiere. Serán de dos clases. Ante todo, sobre cómo sintetizar lo más
destacable de los datos; buscando una tipología que los haga más comprensibles.
Después, ya en registro más personal, esbozando los rasgos de una sabiduría humana –
y humanista – que se inspire en las tradiciones religiosas para afrontar hoy el mal.
7.1.Esbozo de síntesis y de tipología.
Me preocupa mucho, como ha podido verse, la clasificación conceptual de las
dos nociones “mal físico” y “mal moral”. Y he encontrado que es el primero, el
sufrimiento, el que prevalece en la preocupación de las tradiciones religiosas ( aunque
. Valga referir aquí, como glosa marginal, las conocidas expresiones de M.Horkheimer, “nostalgia de
la justicia plena...de que el asesino no pueda triunfar sobre la víctima inocente”. Creo que no tienen por
qué entenderse como una exigencia de revancha contra el asesino; para la víctima lo que primaes su no
definitiva frustración. Pero hay que reconocer que un anhelo así difícilmente no está condenado al
fracaso si hay que excluir por principio toda realización escatológica.
51
. Esta hermeneútica, que hace escatológicos los símbolos protológicos, es hoy vista como muy
plausible por muchos estudiosos. La había anticipado, en sus geniales atisbos, Pierre Teilhard de
Chardin. Que encontraba, como es sabido, en ella la aclaración decisiva al “por qué” del mal. Es
convergente el que John Hick llama “tipo ireneano de Teodicea” frente al agustiniano (Evil and the God
of Love, libro que no pierde actualidad, 1966, 1985), págs. 236-240.
52
. La ausencia más llamativa será, seguramente, la del Islam. Soy consciente de ella, pero no se sabido
evitarla. Pienso que su aportación habría de situarse en línea con la bíblica y la cristiana.
50
en ninguna tanto como en el Budismo). La mirada a la historia de las religiones
permite, por otra parte, ver qué largo ha sido el camino que ha conducido a valorar la
relevancia del “mal moral”. Pero ha sido un itinerario muy importante en la historia
humana: la gestación religiosa de la conciencia ética53. Hay que tener por más maduras
aquellas tradiciones religiosas en que ha sucedido. Algo queda, no obstante, imperfecto
en ellas cuando ven la relación del mal físico al mal moral como “castigo”; y más,
cuando buscan curarlo por un ejercicio de violencia sacral (sacrificio). Más maduro es
ver esa relación en que el mal moral (violencia) causa el físico; buscando remedio en la
solidaridad y la misericordia. (El Misterio religioso – Dios – no es, entonces,
primariamente el sancionador, sino el origen de la posibilidad y exigencia de la
misericordia.)
En cuanto a tipología, no tenía ninguna de entrada. Encontré relevantes estos
criterios: a)ante todo, el tono de las visiones del mundo, más o menos optimistas o
pesimistas; b) más radical me pareció después la actitud básica del afrontamiento del
mal: ascesis, gnosis, praxis. Este criterio acabó prevaleciendo y pareció capaz de dar el
mismo título54. A él me atengo primariamente en lo que sigue.
La posición más destacadamente diferente es, sin duda, la budista: de tal modo
práctica ( en su ascesis) que desconfía de cuanto implique creencias trascendentes. Su
antagonismo neto se establece con las tendencias gnósticas, que no sólo profesan tales
creencias, sino que cifran en ellas la sabiduría. La actitud que llamo práxica, que he
caracterizado como “de actuación esperanzada” al presentar la religiosidad bíblicocristiana, prima también la dimensión práctica sobre cualquier gnosis. Se acerca en ello
al Budismo. (Queda un contraste no pequeño entre lo “práctico-ascético” budista y lo
“práxico-esperanzado” bíblico-cristiano; menor en la medida en que, aun diversamente
motivadas, se insiste en karuna, “compasión” y ágape, “amor/misericordia”55 ).
7.2.Para una sabiduría humanista que afronte hoy el mal.
Terminando ya, me atrevo a añadir dos palabras más de mi cosecha. No aspiran
a validez universal: están pensadas – suponiendo que ahí estarán mis lectores – desde
clima occidental ilustrado, atraído por lo científico pero que no ha renunciado al
humanismo. Pues bien, una primera regla, obvia pero que hay que recordar, es: partir
de aceptar lo real tal cual es. No precisamente con resignación. Pero sí con conciencia
de que las quejas sobre lo imposible – bellas y válidas como símbolo amoroso – no
permiten sacar conclusiones ( ESPEranzadoras o desesperanzadoras). El deseo radical
hace a los humanos desbordar los “posibles” establecidos; es su irrenunciable
grandeza. Pero su efectividad directa ha ponerse en la praxis que suscite; una
esperanza ulterior sólo será plausible en cuanto arranque de ahí56.
53
. Que en otras culturas habrá tenido un proceso de maduración no religioso.
. El juego con tres vocablos griegos me ha parecido artificio útil, pero soy muy consciente de sus
límites. Necesita, en todo caso, dos precisiones: “Ascesis” es, por su etimología e incluso por nuestro
uso habitual, muy inadecuado para la gran riqueza del Budismo. “Praxis” no deberá entenderse con los
matices con que lo usó Karl Marx.
55
. Destacar este aspecto – la convergencia del ágape y karuna – es, a mi entender uno de los grandes
aciertos del libro, benemérito aunque no poco problemático, de John Hick, An Interpretation of Religión
(Londres 1989); ver, 325-340. – Hay precisiones más pertinentes en el estudio comparativo de Henri de
Lubac, “ La charitè bouddhique” ( en su Aspects du Bouhdhisme, Seuil, Paris 1951, pags.11-53). Muy
oportunas también las ideas de Hans Küng en su Proyecto de una Ética Mundial (Munich, 1990; trad.
Trotta, Madrid 1991), así como su ulterior iniciativa en promover la Declaración “Hacia una Ética
Mundial” del “Parlamento de las religiones del Mundo” (Chicago, 1993; texto, con comentarios de H.
Küng y K. J. Kuschel, Trotta, Madrid 1994).
56
. Es aquí oportuna una evocación de las reflexiones de Ernst Bloch sobre la “función utópica”
humana. Ha constituido ese “Principio esperanza” que se deja rastrear en la lectura en profundidad de la
54
¿Ascesis, Gnosis, Praxis?. Planteada así la pregunta decisiva, no estimo que
pida como respuesta una opción simple y excluyente. Se tratará , más bien, de marcar
una preferencia, suponiendo que algo de los otros miembros de la oferta sapiencial es
recuperable desde ella. Asumo que para los occidentales ilustrados científicohumanistas la preferencia casi inevitable es por la clave práxica. Y deseo sugerir cómo
veo recuperable desde ella algo de las otras claves.
Respecto a lo ascético, su añoranza es ostensible en muchos de nuestros
coetáneos occidentales ( ligada a otros elementos, no muy discernidos, de
“espiritualidad oriental”). Estimo muy comprensible y certero el instinto que lleva a
esa añoranza, en revancha contra una cultura y civilización racionalista, activista y
consumista. No se tratará de renegar de los valores básicos de la propia tradición
cultural ( que hoy buscan, por su parte, muchos orientales). En el tema de mis
reflexiones: Se trata de reconocer lo absurdo e inhumano del descontrol de deseos
concretos en que caemos – incitados por las técnicas de propaganda consumista -; de
descubrir como más conforme al deseo profundo una vida con paz, disfrute de lo
elemental y buena relación interhumana. Tiene mucho de filosófico este ideal. En su
dimensión religiosa, hacen hoy avanzar en él los varios encuentros de diálogo y de
práctica ( meditativa...), budista-cristianos.
Respecto a lo gnóstico, su peso en la actual cultura occidental es más reducido.
No dejan de producirse entre grupos de cultivadores de las ciencias intentos –
precipitados y unilaterales – por recuperar una visión holística que no pueden dar las
ciencias; a veces con ribetes religiosos. Pero centraré la atención en un tema que si es
general: la búsqueda de teodicea por creyentes agobiados y por quienes apoyan en su
fallo el distanciamiento religioso o la toma de posición contraria. La teodicea – título
leibniziano de algo que se sintió necesario al producirse la crisis de “Dios” en la
Modernidad – es la más modesta de las gnosis, una a la que no parece poder renunciar
un pensamiento responsable en una tradición monoteísta: un mínimo de respuesta
teórica a la pregunta “por qué el mal (el sufrimiento ante todo, también la culpa),
siendo Dios omnipotente y amoroso”57.
Hoy va siendo bastante común admitir que “no hay solución”, es decir,
solución teórica, como pediría el planteamiento58. Importa por ello situar bien el papel
de la teodicea en el afrontamiento del mal por las tradiciones monoteístas (aquellas en
las que ha surgido). La reflexión que he venido haciendo creo muestra que no es
central: Lo central de su sabiduría ante el mal es práxico. Lo que no implica, en modo
alguno, que deba desaparecer la pregunta de la teodicea. Tal pregunta, aunque expresa
un deseo humano de respuesta, no supone la expectativa firme de que habrá respuesta;
si hay razones internas a la misma posición religiosa – la misteriosidad de “Dios” –
historia, sobre todo de las religiones. Además del “posible formal” (lógico) y el “objetivo”-empírico (de
las ciencias), hay un “posible real” que sólo es sacado a la luz por la función utópica, pero no en
cualquier “utopía” sino sólo en la “utopía concreta” de una praxis iluminada que llega a un novum. No
ve Bloch por su parte que esto lleve sino a un “trascender sin Trascendencia”, clave de la historia
humana. Por ello, al menos, deja abierto un nicho donde poder albergarse la esperanza religiosa
trascendente.
57
. Ya hemos encontrado la pregunta desde el libro bíblico de Job; fue, incluso, como un cierto hilo
conductor en la exposición del monoteísmo bíblico-cristiano. Hubo alguna formulación helenista (la de
Epicuro) que quedó como típica: “o Dios puede y no quiere, o quiere y no puede...”. Temo que en el
debate actual, sobre todo en el ámbito filosófico analítico y postanalítico, se tome por obvia una noción
acrítica de “omnipotencia”. Ello acentúa la inviabilidad de cualquiere solución teórica.
58
. Ver, por ej, Juan Antonio Estrada, La imposible Teodicea. (Trotta.Madrid 1998). Veo sugerentes las
advertencias de Andrés Torres Queiruga: ha de tratarse más bien, de una “pisteodicea” o justificación de
la fe; y debe anteponerse una “ponerología” ( discernimiento filosófico de la noción de “mal”) , para que
el problema no se desorbite. (Ver referencias bibliográficas en la nota siguiente).
que disuaden de tenerla por posible. La pregunta siempre estará abierta; poniendo un
saludable dolor en la fe en “Dios” y un acento en la esperanza59.
Este acento es de virtualidad compleja. Ayuda por lo pronto a redimensionar la
pregunta de la teodicea. En una lectura dinámica de la historia natural en que la
“Naturaleza” es un plexo de procesos evolutivos azarosos, no es implausible creer en
Dios como Principio amoroso trascendente. Tal Naturaleza ha de suponer frustraciones
múltiples de dinamismos particulares a favor de los más complejos. Y los humanos,
libres y capaces de amor, podrán encontrar sentido a sus vidas afinando su bondad
moral al superarlos, en un camino de personalización60. Análoga lectura dinámica de la
historia humana puede permitir no ver como irracional creer en Dios amoroso que deja
los albedríos humanos hacerse en ese difícil camino, incluso con sus fallos morales y
el mal, a veces tremendo, que inducen en otros61.
Pero la esperanza religiosa cristiana – y la islámica – no se refiere
primariamente a esa lectura dinámica de la historia. Mira a una misteriosa arribada
definitiva de los humanos y su historia a la misteriosa eternidad de Dios. Ya sugerí en
algún momento que sólo así, con esa dimensión trascendente, puede ofrecer una
salvación a los humanos que más totalmente han visto frustrado su deseo radical, a “las
víctimas de la historia”. ¿Cabría creer en “Dios” sin esperar, al menos, que haya de
tener esa “última palabra”?.
Se habrá notado mi insistencia en decir, en estos últimos párrafos, “creer en
Dios”. La reflexión sobre el afrontamiento religioso del mal pide destacarlo: La fe
religiosa es fe; razonable pero que no se impone. Ello me pide no terminar mis
reflexiones sin preguntarme por la posible alternativa que, en la cultura occidental de
hoy, pudiera heredar la sabiduría religiosa de prevalencia práxica. ¿Sería una sabiduría
naturalista, en que “Dios” abdicara a favor de la “Naturaleza” ( “ naturante”, claro
es, no la “naturata”)?.
No es oscuro lo que acabo de sugerir – ni tampoco inexistente -: es una
posición más sobria, con cierto tono religioso, de la que hay modelos en la historia de
las religiones y más en la historia de las filosofías. No optimista. Tampoco pesimista,
ya que disuade de medir “bien y mal” con la mirada corta del individuo y aun de la
especie. Prevalece el “bien, del Todo”, que nunca se frustra; tal es su peculiar gnosis.
“Deus sive Natura”: vale la fórmula de Spinoza – aunque debería deja el término
“Dios” para la más audaz fe monoteísta.
Es como la versión “en tono menor” de la sabiduría monoteísta. La Naturaleza
tiene sacralidad religiosa: genera admiración adorativa, une lo amable y lo terrible
(fascinans et tremendum). Y fundamenta una seria actitud ética contra el engaño
egoísta; aunque también dura en lo competitivo. Y, desde luego, no una exigencia de
solidaridad generosa y que se extienda hasta la misericordia. Menos aún ofrecerá
59
. Dos debates recientes publicados, contienen escritos de valor que apuntan en esta dirección: A.
Torres Queiruga, J.Muguerza, I. Sotelo, R.Mate y M. Fraijó, El enigma del Mal (XVIII Foro sobre el
Hecho Religioso, Madrid), Iglesia Viva 175/176 (1995). J.B. Metz (dir,) G.Neuhaus y W.Oelmüller
(Coloquio de Aquisgrán 1994), El clamor de la Tierra. El problema dramático de la Teodicea. Trad.
EVD, Estella, 1996. Es certera la insistencia de Metz en pedir no se haga una teología cristiana que no
sea “ sensible a la teodicea”.
60
. En la bella expresión de John Hick en su libro Evil and the God of Love (oc. Nota 51), el mundo
recibe sentido como “camino de personalización” (“Soul-making Valley”).
61
. La coherencia pide añadir esta mención, que hace todo más difícil. La libertad humana es real pero
finita; en aquella dimensión en que es “libre albedrío” es defectible; y no es razonable exigir de ella ( ni
de intervenciones milagrosas en su favor) la actuación perfecta. Menos aún cuando no se trata de
personas aisladas sino de la complejísima trama que llamamos “la humanidad”. Dicho lo cual hay que
admitir que no es eludible la queja: “¿tenía que ser tanto el mal?”. Pregunta para la que no será fácil
tener por sólidamente fundada una respuesta, afirmativa ni negativa.
esperanzas halagüeñas al deseo radical humano en su aspiración a una justicia plena
para los injustamente tratados en la historia.
Pienso que, en el afrontamiento del ineludible problema del mal por la
humanidad occidental de hoy, la opción real entre actitudes sapienciales ( heredadas,
en uno y otro grado, de las religiones) es la que brindan esta tan sobria sabiduría
naturalista y esa otra más esperanzada implicada en la fe monoteísta críticamente
reasumida.
DIOS Y LOS MALES DE ESTE MUNDO.
TEODICEA OLVIDADA E INOLVIDABLE.
Johann-Baptist Metz.
El tema del presente número,”el retorno de las plagas”, sitúa finalmente a la
teología ante el problema que, en el lenguaje de la Escolástica, se estudia bajo la
palabra clave “teodicea”. ¿Cómo se compagina el hablar de Dios – fijémonos bien : no
de cualquier “dios” inventado por la posmodernidad, sino del Dios recordado en las
tradiciones bíblicas, del Dios de Abraham, Isaac y Jacob, que es también el Dios de
Jesús – con las experiencias de los males, de los sufrimientos y de la maldad que existe
en el mundo, en el mundo “de Dios”?. Han sido y siguen siendo muy diversos los
intentos de dar una respuesta teológica, un sentido teológico a los males que hay en el
mundo. No podemos ni tenemos por qué estudiarlos detenidamente en el marco del
presente artículo62, tanto más que parto del principio, y trataré de explicarlo, de que
para este problema, si se plantea adecuadamente, no hay una “respuesta”, no hay una
“solución”, con que la teología pueda zanjar definitivamente la cuestión. Siempre que
se habla de Dios en el sentido de las tradiciones bíblicas, se impone tratar la cuestión
de la teodicea. Ésta es y sigue siendo “la” cuestión escatológica. ¿Qué significa todo
ello?.
La teodicea del Éxodo, la teodicea de Job.
El tema del presente número de Concilium (n.273) enlaza con unas palabras
que nos resultan familiares por tradiciones bíblicas: las denominadas “plagas de
Egipto”. En el libro del Éxodo se describen detalladamente estas plagas, y se añade
también una “justificación” para esa dolorosa aflicción que se hizo caer sobre Egipto.
En efecto, se trata de una acción divina de castigo contra el corazón, pecadoramente
endurecido, del Faraón egipcio, que impide la salida de Israel hacia su liberación. Un
mal que se inflige como castigo por el pecado: se trata de un motivo que retorna sin
cesar, hasta nuestros mismos días, para dar una “respuesta justificativa” al problema de
la teodicea. Claro que en las mismas tradiciones bíblicas hay ya una historia contraria a
esta teodicea del Éxodo. Se trata de la teodicea de Job. En efecto, esta teodicea de Job
nos hace ver claramente ( y encuentra en los correspondientes pasajes narrativos
incluso la aprobación de Dios) que precisamente las plagas que se abaten sobre Job –
sus sufrimientos y sus desgracias – no tienen nada que ver con un pecado suyo, con un
delito suyo ante Dios.¡ Aquí sufre un justo, un inocente! ¡Por tanto, no hay conexión
causal entre el sufrimiento y la culpa!.
“La” cuestión escatológica.
Para hacer justicia a la complejidad de la cuestión de la teodicea, propongo que
tomemos como punto de partida, no directamente las “plagas”, sino lo que yo llamaría
62
. De manera concisa, pero convincente, K.Rahner critica en su breve trabajo titulado Warum läbt Gott
uns leiden? (¿por qué Dios hace que suframos?” . Schriften zur Theologie XIV, 1980, 450-466) los
intentos corrientes por dar un sentido al sufrimiento y a los males que hay en este mundo.
aquí la “historia de los sufrimientos de los hombres”63. Esta categoría mental de la
historia de los sufrimientos deja sin efecto, a mi parecer, la conocida distinción entre
los “males físicos”
( mala physica: catástrofes de la naturaleza, epidemias, enfermedades...) y los “males
morales” ( mala moralia: la culpa, la maldad...); pero sobre todo impide una
precipitada ontologización del problema, tal como la conocemos por la historia de la
teología y de la filosofía, sobre todo por todos los intentos de explicación dualísticos o
cuasi-dualísticos, propuestos por ejemplo en la teodicea de la gnosis y en las
reapariciones de ideas gnósticas en el seno del cristianismo64. Pues bien, si enfocamos
el temo como la “historia de los sufrimientos de los hombres”, entonces no
entenderemos ya erróneamente la teodicea como el intento de una “justificación de
Dios”, llevada a cabo de manera tardía y, en cierto modo, obstinada por parte de la
teología, a la vista de los males, de los sufrimientos y de la maldad que hay en el
mundo, sino que conoceremos que, en la teodicea, se trata – y, por cierto,
exclusivamente – de la cuestión de saber cómo se puede hablar en general de Dios, a la
vista de la historia de los sufrimientos abismales del mundo: de ese mundo al que
reconocemos en la fe como la creación divina. Este problema no debe ser eliminado ni
transferido por la teología; se trata, como ya dije, de “la” cuestión escatológica, la
cuestión para la cual la teología no elabora una respuesta que lo reconcilie todo, sino
para la que tiene que buscar incesantemente de nuevo un lenguaje y una praxis que la
haga inolvidable.
Dos críticas fundamentales.
Naturalmente, hay objeciones contra semejante concepción “débil” de la
teodicea. Estudiaré – con toda brevedad – dos críticas fundamentales, a saber, las
protestas que se formulan en nombre de la razón (1) y las protestas que se formulan en
nombre de la doctrina cristiana (2).
1.Esta concepción de la teodicea, ¿no se halla en contradicción con un principio
de la razón humana, como el que se expresa por ejemplo en el principio de la
economía (lex parsimoniae) de Occam ( “Ockam’s razor”): Entia sine ratione non sunt
multiplicanda?. Aplicándolo a nuestro tema: ¿no estará indicado por motivos
racionales el dejar a un lado y olvidar una cuestión para la que, según se admite, no
hay respuesta?. Pero, ¿qué sucederá si los hombres, un día, sólo pueden defenderse con
el arma del olvido contra la desdicha del mundo, si sólo pueden edificar su felicidad
sobre el despiadado olvido de las víctimas, sobre una cultura de la amnesia, eso si es
verdad que el tiempo es lo único que cura todas las heridas ( y algún día también la
herida que lleva el nombre de Auschwitz)?. ¿De qué se iba a nutrir entonces la rebelión
contra lo absurdo del sufrimiento en el mundo?. ¿Qué es lo que inspirará entonces la
atención al sufrimiento ajeno y la visión que anhela una justicia nueva y mayor?. ¿Qué
quedará cuando se haya consumado esa amnesia cultural?.¿Qué quedará?. ¿el
hombre?, ¿qué hombre?. Me parece a mí que, en este caso, invocar la
autoconservación de lo humano es una apelación demasiado abstracta. Esa apelación
brota no raras veces de una antropología a la que se le ha ido de las manos, hace
. Sobre este enfoque, véase mi estudio: “Cómo hablar de Dios frente a la historia del sufrimiento del
mundo”, Selecciones de teología 130 (1994) 99-106
64
. Véanse, a propósito, las investigaciones de H. Blumenberg, Säkularisierung und Selbstbehauptung (
Francfort 1974). Th W. Adorno señaló que los conceptos de teología que argumentan ontológicamente
vienen a parar en una ontología de las torturas infligidas a la criatura. Véase actualmente, a propósito de
esta cuestión, el estudio sobre Adorno realizado por J.A. Zamora, Krise-Kritik-Erinnerung (Münster,
1995).
63
muchísimo tiempo, la cuestión acerca del mal y la “intuición de la teodicea” en la
historia de la humanidad, y que olvida que no sólo el ser humano individual sino
también la “idea” del hombre es vulnerable, más aún, destructible.
2.La concepción “débil”de la teodicea, aquí presentada, ¿no estará en contradicción
con la comprensión teológica del cristianismo, tal como se ha ido formando a lo largo
de siglos?, ¿no será entonces el cristianismo la respuesta lograda, y con ello la
paralización de aquel problema de la teodicea que, en forma de lamento, de clamor y
de expectación no mitigada, ha acompañado siempre a la historia de la fe de Israel, tal
como se refleja en los salmos, en Job, en las lamentaciones y en muchos pasajes de los
libros proféticos?. La cristología, y sobre todo la soteriología cristiana, ¿ no será la
respuesta a la cuestión acerca de la historia de los sufrimientos de los hombres en la
creación – una creación buena de Dios?65.
Pero aún la cristología de los cristianos no carece de inquietud escatológica. No
sólo Israel se transformó incesantemente en un país de escatológico “clamor de la
tierra”66, sino que también el Nuevo Testamento, la biografía de la cristiandad
incipiente, termina, como es bien sabido, con un clamor, con un clamor que entonces
se hace cristológicamente agudo, y que entretanto se ha hecho enmudecer, casi siempre
con ideas míticas o de una hermeneútica idealista. En su estudio, “¿Por qué Dios hace
que suframos?”67, menciona K. Rahner un relato de Walter Dirks, citado desde
entonces con mucha frecuencia, acerca de una visita a Romano Guardini, que se
encontraba ya marcado por la muerte inminente, un relato en el que se ve con
dramática claridad hasta qué punto el problema de la teodicea inquieta incesantemente
a toda la doctrina cristiana: “El que lo ha vivido no olvidará jamás lo que aquel
anciano moribundo le confió en su lecho de su enfermedad. En el juicio final, el no
dejaría sólo que le interrogaran, sino que también él haría preguntas; confiaba
plenamente en que el ángel no le negara la respuesta a la pregunta a la que no el había
podido responder ningún libro, ni siquiera la Sagrada Escritura, ningún dogma,
ninguna enseñanza del Magisterio, ninguna ‘teodicea’ ni teología, tampoco la propia
teología: ¿por qué, oh Dios mío, para la salvación los terribles rodeos, el sufrimiento
de los inocentes, la culpa?”. ¿A qué venía la carga y la exigencia excesiva impuesta
por la historia de los sufrimientos de los hombres?.¿A qué venía la culpa?. Esta
pregunta aclaratoria subsiste: Cur peccatum?. Esta cuestión “primordial” de la
teodicea no brota de un culto típicamente intelectual a la formulación de preguntas, un
culto que precisamente estuviera muy alejado de los que sufren. No preguntas vagas y
difusas, sino una pregunta aclaratoria, formulada apasionadamente, forma parte de
aquella experiencia de Dios, sobre la que los cristianos querrían que les instruyera
incesantemente. Y esto, principalmente, porque la mística que Jesús vivió y enseñó no
es propiamente una mística de los ojos cerrados, sino una mística de los ojos abiertos,
que se siente obligada por la forma intensa en que percibe el sufrimiento ajeno.
.Sobre las aporías de los posición clásica de San Agustín y de los intentos actuales de “dar una
respuesta” al problema de la teodicea hablando del Dios que sufre, véanse todos los artículos que
aparecen en la obra: J.B. Metz (dir). El clamor de la tierra. El problema dramático de la teodicea. Ed.
Verbo Divino. Estella 1996. Véase también: W.GroB /K.-J. Kuschel, “Ich schaffe Finsternis und Heil”.
Ist Gott verantwortlich für das Übel?. Maguncia 1992.
oB
66
. Es una formulación de Nelly Sachs.
67
. Véase supra nota 1.
65
La primera mirada de Jesús.
El cristianismo comenzó como una comunidad de relato y conmemoración y en
la que se iba en seguimiento de Jesús, cuya primera mirada se había dirigido, no al
pecado de los otros, sino al sufrimiento de los otros. Esta sensibilidad para el
sufrimiento ajeno, esta atención prestada al padecimiento de los otros, (incluido el
sufrimiento de los enemigos), demostraba en la propia conducta, constituye el centro
de la “nueva manera de vivir” que se vincula con Jesús. Es la expresión más
convincente de aquel amor que Jesús nos pide y que él confía que tengamos, cuando –
siguiendo enteramente las enseñanzas de su herencia judía – expone la unidad íntima
que existe entre el mandamiento del amor a Dios y el mandamiento del amor al
prójimo.
Hay parábolas de Jesús en las que él narra lo que es un memorial de
humanidad. Una de las parábolas más conocidas es la parábola del “buen samaritano”,
con la que Jesús ilustra cómo es ese amor. El criterio de la parábola es...el sufrimiento
ajeno. En ella vemos (en las imágenes de una sociedad provinciana arcaica) cómo una
persona se halla malherida en medio del camino, porque ha caído en manos de unos
malhechores que le desvalijaron y golpearon. Un sacerdote y un levita ven al herido,
pero pasan de largo, porque tienen “intereses más importantes” que atender. Quien
busca a “Dios” en el sentido que Jesús enseña, no conoce “intereses más importantes”
que le disculpen. Jesús confiere a los que sufren una autoridad a la que nadie puede
rehusar obediencia ( ni siquiera invocando “intereses superiores”). Esa autoridad de los
que sufren es la única autoridad en la que se manifiesta a todos los hombres la
autoridad de Dios que juzga al mundo: Mt. 25,31-46. En la obediencia a esa autoridad
se constituye la conciencia moral; y lo que nosotros llamamos la voz de la conciencia,
es nuestra reacción al ser visitados por ese sufrimiento ajeno.
Sin embargo, el cristianismo perdió muy pronto su elemental sensibilidad hacia
el sufrimiento. La cuestión que inquietaba a las tradiciones bíblicas y que interrogaba
acerca de la justicia para los que sufrían injustamente, sufrió muy pronto una
refundición y se convirtió en la cuestión que interroga acerca de la redención para los
culpables. Y así la teología pensaba que podía extraer al cristianismo el aguijón del
problema de la teodicea. La cuestión del sufrimiento se vio metida en un círculo
soteriológico. El cristianismo se transformó de una religión primariamente sensible al
sufrimiento, en una religión primariamente sensible al pecado. La primera mirada no
se dirigía ya al sufrimiento de las criaturas, sino a las culpas de esas criaturas. Esto
paralizó la sensibilidad para el sufrimiento ajeno y oscureció la visión bíblica de la
gran justicia de Dios, quien, según Jesús, se preocupa del hambre y de la sed de todos.
Preguntas sobre la aventura de la teodicea.
En este estudio se trataba sobre todo de ofrecer una reflexión de fondo sobre la
cuestión que interroga acerca de Dios y de los males que hay en este mundo, acerca de
la suerte y de la permanente significación del problema de la teodicea para el
cristianismo. Ahora bien, esta concentración en el problema de la teodicea, ¿no está
demasiado marcado por la resignación y la evasión?.¿Hay oídos abiertos para el
cristianismo de la intensificada sensibilidad hacia el sufrimiento ajeno?.¿no deberá
protegernos la religión contra el dolor de la negatividad?. La religión, si está al servicio
de algo, ¿ no está al servicio del triunfo de lo “positivo”,de la optimización de las
oportunidades de supervivencia?. Y, finalmente, esa sensibilidad hacia el sufrimiento,
a la que aquí nos referimos, ¿ no es algo muy difícilmente accesible a los jóvenes, y
que muy difícilmente se puede hacer accesible a ellos?. La juventud y la teodicea ¿ no
será una combinación condenada de antemano al fracaso?.
Aquí sólo podré responder formulando una contrapregunta: ¿A quién se puede
pedir que preste al sufrimiento ajeno la atención a que aquí nos referimos, la actitud de
empatía y lo exagerado de ella ( “No hay sufrimiento alguno en el mundo que no nos
atañe a nosotros”68)?. ¿A quién se le puede pedir la idea aventurera de existir para
otros, antes de haber recibido nada de ellos?. ¿A quién puede ofrecérsele la “manera
diferente de vivir” que con ello se sugiere?.¿A quién, pregunto yo, sino precisamente a
los jóvenes?.¿ Acaso hemos olvidado por completo que el cristianismo comenzó
antaño como una revolución de jóvenes dentro del mundo judío de aquel entonces?.
¿Es que el cristianismo se ha hecho ya demasiado viejo para la sensibilidad al
sufrimiento exigida por Jesús?. El rechazo de la teodicea, ¿es realmente la señal de un
cristianismo vivo, o no será más bien la señal de un cristianismo que está
envejeciendo?. Cuanto más antiguo es el cristianismo, tanto más “afirmativo” parece
hacerse, tanto más cierra sus filas para hacer frente a las adversidades que hay en la
creación. El órgano de la sensibilidad hacia la desdicha ajena se atrofia; la firmeza de
la fe se va convirtiendo secretamente en firmeza para el aturdimiento. El que ahora
tiene todavía preguntas que hacer, el que dirige apasionadas preguntas a Dios pidiendo
aclaración, se hace sospechoso de desatar la lengua únicamente para la duda o de
propagar el culto a la negatividad. En semejante actitud se refleja, creo yo, la forma
específicamente cristiana de fundamentalismo. Semejante forma de fundamentalismo
es un síntoma de envejecimiento, que no se atreve a mirar realmente a la cara a los
rasgos negativos del mundo. Para él se ha perdido ya la primera mirada – la mirada
prioritaria - de Jesús.
(traducido del alemán por Constantino Ruiz-Garrido).
Tomado el artículo, con la autorización, de la revista Concilium 273
(1997) págs.829-836.
68
. Es una formulación de Peter Rottländer.
MISTERIO DE LA MUERTE, MISTERIO PASCUAL.
José Joaquín Alemany Briz s.j.
Esta ponencia fue redactada para el Congreso
Internacional de Teología “Mysterium Redemptionis”:
Do sacrificio de Cristo à dimensäo sacrificial da
existencia cristà, celebrado del 9 al 12 de Mayo de 2001
en Fátima. Portugal.
La terminó una semana antes de morir en Roma el
9 de Abril de 2001.
La reproducimos en nuestra revista con la
autorización del servicio de Publicaciones de la
Universidad Comillas. Madrid.
Cuenta la conocida teóloga evangélica Dorothee Sölle que en una ocasión
recibió a un equipo de la televisión holandesa para hacerle una entrevista. El tema que
habían convenido no tenía en principio nada de teológico: Se trataba de la marcha de
los asuntos de Vietnam en aquellos momentos. Pero, como no se habla impunemente
con un teólogo, al cabo de poco tiempo la conversación, introduciéndose
connaturalmente en el área de lo religioso, dejó el terreno de lo objetivo y ajeno para
tomar un giro más personal, cosa más bien desacostumbrada en Alemania y desde
luego no prevista en aquella ocasión.
“Yo – continúa la señora Sölle -, algo irritada por el modo un tanto espontáneo
en que se iba desarrollando la entrevista, expuse la idea, acariciada largo
tiempo, de que sólo se puede ‘creer’ cuando ya se ha muerto alguna vez. A lo
que el entrevistador respondió: ‘¿cómo es eso?.¿ya lo ha experimentado
usted?’. Me detuve un instante y luego añadí: ‘Sí, con motivo de mi separación
matrimonial”69.
“Sólo se puede ‘creer’ cuando ya se ha muerto alguna vez”. No rebajemos el
peso de la palabra “creer”, atribuyéndola significados reductivos o solamente análogos,
por el hecho de que D.Sölle la escribe entre comillas. Por el contrario, la utilización de
tal recurso ortográfico es más bien un modo de subrayar la profunda seriedad y el
pleno contenido que asigna al término. Pero antes de indagar algo más sobre este
punto, detengámonos un momento en la sorpresa del entrevistador, que probablemente
hemos compartido, y que parece un eco, referido esta vez al otro extremo de la vida, de
la pregunta de Nicodemo a Jesús. “¿podrá uno volver a nacer después de haber
nacido?” era la perpleja cuestión del fariseo (Jn.3,4). “¿Cómo es posible morir antes de
haber muerto?” fue el interrogante no menos asombrado del periodista holandés. Jesús
le aclaró al primero que hay muchas formas de nacimiento; a nosotros nos interesa
retener ahora que hay modos de muerte en vida no menos radicales, no menos
decisivos en sus consecuencias, que la muerte definitiva.
Pero dejemos que sea la propia señora Sollë quien nos lo explique. Ella relata
cómo aquella separación matrimonial le supuso la muerte bajo la forma de total
69
.Sölle, D. Viaje de ida. Experiencia religiosa y experiencia humana. Ed. Sal Térrea. Santander.
1977.pág. 33-34.
destrucción de su primer proyecto vital, de su expectativas, planes, deseos y
esperanzas más queridos y acariciados. Los sentimientos de una posible culpabilidad
acerca de algún fallo irreparable en la relación no hacían sino acrecentar una
desesperación para la que no pensaba haber más salida que el suicidio, pensamiento
con el que luchó durante tres años. Y ahora, en sus propias palabras:
“En un talante semejante, durante un viaje a través de Bélgica entré una vez en
una de esas iglesias góticas. La expresión ‘orar’ me parece ahora falsa: toda yo era un
grito. Grité pidiendo ayuda, y esa ayuda sólo podía imaginármela de dos maneras: o
que mi marido volviese a mí o que yo muriese, finalizando para siempre este morir
constante. En esa iglesia, absorta yo en mi clamor, me vino a la mente una palabra de
la Biblia:’Que te basta mi gracia’.(...).
No sabía en verdad qué podía significar la palabra teológica ‘gracia’, cuando
toda la realidad de mi vida nada tenía que ver con ella. Pero ‘Dios’ m ‘había
dicho’ precisamente esa frase. Salí de la iglesia y desde aquel momento ya no
volví a pedir que mi marido volviese a mí ( todavía seguí por mucho tiempo
pidiendo el poder morir). Comencé a aceptar con la dimensión de una cabeza
de alfiler que mi marido siguiese otro camino, su propio camino. Me sentía
acabada y Dios había hecho añicos mi primer proyecto. Él no me había
consolado como un psicólogo que me explicase que eso era previsible, no me
propuso los atemperantes que suelen ser corrientes en la sociedad: me tiró
rostro por tierra. No se trataba ni siquiera de la muerte que no deseaba;
tampoco era, por supuesto, la vida. Era otra clase de muerte”70.
Creo que ahora estamos en situación de comprender el alcance y la seria
realidad de los dos términos fundamentales que juegan en esta experiencia, y de captar
la profunda verdad de la relación que les une. Ella nos pone de manifiesto que hay una
muerte muy real anterior a la muerte fisiológica, que puede ser válidamente designada
como tal porque, excepto la continuidad en las funciones vitales del organismo, posee
todos los otros rasgos propios de la muerte fisiológica: La suspensión radical de
proyectos y planes, el corte brusco de las dinámicas que orientaban la vida, la
anulación de los vínculos más importantes y nutricios de la relación interhumana, la
carencia de sentido como respuesta a todo lo que en la persona clamaba por la vida.
Queda sólo un débil síntoma de que la persona continúa viva y es que su
corazón sigue bombeando sangre al ritmo sostenido de sus sístoles y diástoles; si le
hicieran un encefalograma, su cerebro mostraría las agudas curvas de una plena
actividad. Pero, porque ya ha muerto en todos los demás aspectos que decisivamente
configuran una vida, la persona desea morir ya por fin del todo: anhela que el suicidio
o una muerte venida de lo alto completen de una vez la obra de aniquilación ya
avanzada en todos los demás terrenos de su existencia.
Pero he aquí que en ese abismo de la experiencia de muerte resuena una
Palabra y, de forma sorprendente e inesperada y venciendo todas las resistencias que se
le oponen, ella se hace un espacio. Poco a poco este espacio, minúsculo al principio, se
puebla de sentido, alienta una esperanza, hace germinar la construcción de una nueva
vida. Nueva, porque los impulsos que la animan ya no proceden del empuje y la
iniciativa del sujeto; nueva, porque el centro de gravedad se ha desplazado desde los
planes y proyectos del sujeto a los planes y proyectos que Otro, aquél que ha
pronunciado la Palabra que da lugar a la nueva vida, tiene sobre él; nueva porque
permite abrirse, seguramente no sin incomodidad y perplejidad, a esa llamada
sustentadora de una existencia cambiada. No nos costará aceptar que el discurso de la
70
Sölle. O.c.pág.36-37.
fe tiene aquí su lugar, que es coherente emplearlo para referirse a la apertura a tales
posibilidades no previstas, a la fuerza que guía este salto desde la muerte a la vida.
“Sólo se puede creer cuando ya se ha muerto alguna vez”. No está muy alejada
esta afirmación de la que hace el conocido teólogo benedictino S.Moore en un
contexto en el que el subsuelo narrativo queda ya sólo intuido bajo las formas
especulativas: “Si yo no soy ahora como un muerto, no hay Dios” 71. Es cierto,
D.Bonhoeffer no ha alertado contra aquellos cristianos que, habiéndose visto forzados
por la evolución secularizante de un mundo mayor de edad a ceder terreno en todos
los otros sectores de la existencia se declaran satisfechos cuando comprueban que Dios
ocupa todavía un puesto como respuesta a las cuestiones últimas de ésta, y entre ellas a
la muerte72. Debemos escuchar con respeto y seriedad su demanda de que Dios sea
reconocido en el centro de la vida, y no sólo en sus límites, y darle la razón en sus
denuncias de las maniobras “religiosas” de un cierto “metodismo clerical”. Pero he
aquí que la persona humana hace también la experiencia de los límites, y que ésta, en
muchas ocasiones, se muestra como un lugar privilegiado de hallazgo de sentido y de
emergencia de la fe.
¿No estamos ya en realidad con esto situándonos en la perspectiva sobre la que
nos invita a reflexionar el tema de esta conferencia?. Misterio de la muerte, misterio
pascual: tránsito (phase, Pascua) de la muerte a la vida; de la anulación del sentido al
amanecer de una esperanza. Un paso que no niega ni suprime la brutal realidad de la
muerte, no la esclarece, embellece o disimula, lo mismo que la palabra de la gracia no
alteró en absoluto la dura realidad de los trabajos y penalidades de que se quejaba
Pablo como aquélla se le dirigió. Por eso me parece que el relato de D.Sölle constituye
no sólo una introducción apropiada a nuestro tema, sino casi como el guión básico de
su desarrollo. Quizá sea preciso aceptar las muchas formas posibles de muerte que
salen al encuentro del hombre con su misterio como condición de que el misterio
pascual le ofrezca luz para afrontarlas.
Es hora, pues, de adentrarnos algo más en la reflexión sobre ambos misterios.
Advierto, por cierto, que me he permitido invertir el orden señalado para el título de
esta exposición por la organización del congreso: La titulo “misterio de la muerte,
misterio pascual”, pensando con ello salvaguardar mejor la prioridad de sucesión en el
orden del conocimiento: del primer misterio tenemos la experiencia cotidiana; al
segundo accedemos, en un paso ulterior, por la mediación de la fe.
I.
EL MISTERIO DE LA MUERTE.
“Los hombres mueren y no son felices”: en la observación del Calígula de Albert
Camus , que marcó toda una generación de inquietudes existencialistas, había
mucho más que una constatación: había el giro de la rebelión contra un destino que
pone fin inexorablemente a las ilusiones y ansias de vivir de los humanos. Habiendo
conocido entonces una especial agudización, no es con todo ésta una cuestión
. Moore,S. Dios es un nuevo lenguaje. Salamanca. Sígueme 1982. “La muerte como límite del deseo:
un concepto clave para la soteriología”, Concilium 176, 368-.379. pág.126.
72
.Bonhoeffer. D. Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio. Ed. Sígueme. Salamanca
1983. pág.218; 228.
71
condicionada por una situación cultural determinada, como pudo ser la de las
angustias y el oscurecimiento de horizontes que siguieron al fin de la guerra
mundial. Es la pregunta del hombre de todos los tiempos, la pregunta sencillamente
del ser humano sobre la tierra, la pregunta a la que las filosofías, psicoterapias y
religiones han prestado ámbitos de resonancia y a la que ellas se han esforzado y se
siguen esforzando por dar respuesta.
No tengo intención de recorrer ahora el vasto elenco de esas respuestas, la mayoría
de las cuales, por otra parte, nos son bien conocidas. Ni tampoco de referir cómo se
ha vivido o se vive todavía la muerte, cómo se ha afrontado o se afronta su horror
en culturas alejadas de nosotros en el espacio o el tiempo. Voy a limitarme a hacer
algunas indicaciones, de orden más fenomenológico que metafísico, guiadas por la
intención de efectuar alguna aproximación a la complejidad de su misterio; empresa
no precisamente fácil en la limitación del tiempo razonablemente disponible y dada
la variedad de aspectos que lo conforman, y por tanto de consideraciones de que es
y puede ser objeto.
Una observación preliminar se impone: nos encontramos con la paradoja de
tener que disertar y emitir juicios y valoraciones sobre algo que escapa a nuestra
experiencia personal. La muerte nos concierne a cada uno de nosotros profunda,
íntima y personalmente, pero ninguno la hemos vivido directamente; y cuando la
experimentemos, ya no podremos opinar sobre ella. No podemos hablar de ella sino
como testigos más o menos cercanos de muertes ajenas, y en todo caso como
aquéllos a quienes alguna vez sobrevendrá este destino. Y ambas situaciones son lo
suficientemente serias como para que la carencia de experiencia directa de la muerte
no disminuya en nada nuestro interés por adentrarnos en la reflexión sobre lo que
supone.
El misterio de la muerte está definido por rasgos que le son constantes y
perennes, y por otros que están condicionados por características propias de una
situación determinada. Dejemos a un lado los primeros, puesto que por razón de su
universalidad han sido objeto de frecuente ponderación por parte de los pensadores, y
dirijamos nuestra mirada preferentemente a los segundos, en los que inciden algunos
datos que ofrece nuestra época. El marco en que estamos situados actualmente junto
con muchos de nuestros contemporáneos está caracterizado, entre otras, por dos notas
preferentes de fuerte influjo a la hora de inducir mutaciones de conciencia, como son el
tratarse de una vida urbana y el disponer del acceso a una elevada tecnología y del uso
de la misma. Pues bien, los analistas de la cultura contemporánea han puesto de
manifiesto la extraña paradoja que acompaña a la vivencia actual de la muerte. Por una
parte ella, especialmente en sus dimensiones más dramáticas, está particularmente
presente ante nuestros ojos y nuestras conciencias; y por otra, la alejamos, silenciamos
su realidad y la rodeamos de eufemismos cuando nos referimos a ella.
En efecto, el hombre pre-técnico era testigo de las muertes cercanas, de las que
se daban en su entorno más inmediato: en los miembros de su familia, quizá en la peste
que diezmaba la población de su región, quizá con ocasión de una guerra en la que se
veía envuelto. Su visión no disponía de los medios de superar este limitado horizonte.
En cambio, al hombre de la era técnica sólo mediante un extremado esfuerzo de una
voluntad de aislamiento le es posible ignorar una realidad que le rodea y le asedia por
todas partes, mostrando su faz más cruel, y aislarle de ella. Los medios de
comunicación le ponen ante los ojos catástrofes y accidentes, a veces incluso en
estricta simultaneidad con el trascurso de los mismos acontecimientos o en todo caso
le permiten contemplar directa y personalmente sus consecuencias bajo la forma de
seres humanos que han perdido la vida, posiblemente en zonas muy alejadas del
escenario en que se mueve la suya. Puede contemplar desde el salón de su hogar los
cadáveres esqueléticos de quienes han sucumbido por las grandes hambres que azotan
a determinadas regiones o los cadáveres hinchados que flotan en los ríos desbordados,
o los destrozados por guerras, acciones terroristas o accidentes. O simplemente, pero
no menos eficazmente, las escenas saturadas de muertos de muchos filmes en la
televisión. La prensa le informa regularmente sobre el escalofriante número de
víctimas del tráfico en cada fin de semana o en unas vacaciones. En fin, no deseo
insistir en los ejemplos de este macabro cuadro, puesto que se trata sólo de recordar
algunos de los que patentizan hasta qué punto al hombre de hoy no es posible evadirse
de la presencia de la muerte, y quizá todavía menos de la lejana que de la cercana.
Porque – y éste es el reverso de la paradoja – la muerte cercana es
preferentemente alejada. Se prefiere perder de vista a quienes se aproximan a ella,
como una forma de eludir su horror. A los ancianos se les instala en residencias; a los
enfermos se les lleva a hospitales, con la consecuencia de que “la muerte aparece
entonces como un fracaso de la medicina y de la ciencia”( o de los cuidados prestados
en la residencia de ancianos, añadimos por nuestra parte) “como si estas disciplinas
fueran responsables de la ordenación general de la vida humana con sus limitaciones
firmemente establecidas”73. Allí es donde les llega el último instante, no en el marco
familiar que le es habitual, como sucedía en otras épocas. La muerte ya no sucede en
general acompañada de las paredes del hogar, sus colores y olores, entre las cuales
permanece la familia, sino de la fría asepsia de los hospitales , a la cual, en el mejor de
los casos, los familiares van. El tránsito de la vida a la muerte se lleva a cabo en un
lugar de paso, no en un lugar de residencia; como si con este hecho se quisiera
inconscientemente visibilizar de forma simbólica la protesta contra un suceso que
arranca forzosamente a la persona de sus ansias de perdurar en la existencia que les
conocida y que, aunque sea desgraciada, es que le mantiene en su condición de
persona, para ponerle en marcha hacia otra condición rodeada de incertidumbres, y en
que no está segura de poder conservar su identidad, los rasgos diferenciadores que le
hacían un ser de este mundo, que le permitían ponerse en relación con sus semejantes.
A la muerte cercana se la aleja condiciendo a quienes están próximos a ella a
los lugares adecuados; de la muerte lejana es posible olvidarse desconectando la
televisión, no leyendo sus noticias en la prensa o recordando cómo es ficticia la que
representan los filmes de violencia. Pero el hombre contemporáneo que recurre a estos
mecanismos de defensa ante el horror de la muerte, que prefiere refugiarse en el sueño
irrealizable de una inmortalidad utópica ( y cuántos signos de ella prodigamos también
en nuestra cultura), no hace sino disimular malamente y, en general, con escaso éxito,
una realidad que forma parte indisociable de su vida, que estaría destinada a
enriquecerla si se fuera capaz de integrarla en ella.
Una segunda paradoja quisiera referir como expresiva del misterio que rodea al
hecho de la muerte. La muerte no afecta sólo al que se muere; y por otra parte, y en
contraste con la fuerza de su poder aniquilador, la muerte es también capaz de suscitar
vida.
La potencia destructora de la muerte es de tal magnitud que irradia más allá de
la persona física de quien es su víctima. Literalmente, la muerte salpica muerte a su
alrededor. Muerte, desde luego, bajo mil formas, pero que merece esta designación no
sólo en un nivel analógico, porque coincide con el deceso fisiológico en que, como
éste, imponen limitaciones a las manifestaciones usuales de la vida. Para el que
muere, la muerte supone no sólo cesación en sus funciones vitales, sino también en sus
funciones sociales: planes quedan anulados, citas canceladas, las expectativas se
esfuman definitivamente, el futuro se cierra. No con la misma intensidad y definitivez,
pero algo de esto sucede también a los que se hallan cerca de quien padece la muerte,
tanto más cuanto mayor sea su proximidad a esa persona.
La muerte ajena impone limitaciones a sus propias vidas: modificación de
expectativas, cambios en el mundo de relaciones, renuncia a proyectos, reconducción
más o menos pasajera de su control de la temporalidad. Cierto que estas áreas que
exigen ser renunciadas o reacondicionadas pueden parecer insignificantes en
comparación con los cambios drásticos, totales o definitivos que afectan a quien
muere; pero no menos cierto que en ellas se percibe un desazonante reflejo de la fuerza
trastornadora con que irrumpe ese punto decisivo de la condición del hombre.
73
.Jearond, W. Im Feuer des Dornbuschs. Unser Glaube an Gott und die Zukunft der Kirche. Mainz:
Matthias-Grünewald-Verlag.1999.pág.58.
La otra cara de la paradoja es que esa muerte, al mismo tiempo que irradia
muerte en torno suyo, puede también ser causa de nuevas manifestaciones de vida. No
está dicho que los cambios y modificaciones que induce a su alrededor hayan de ser de
signo negativo. La dura experiencia vivida puede estar en el origen de una
aproximación entre aquellos que han participado en ella; la desaparición de un difunto
puede provocar un reajuste positivo en el mundo de las relaciones de los
supervivientes; la dejación de proyectos y actividades permite que otros los asuman.
Quizá se suscitan o consolidan nuevos centros de responsabilidad; quizá es
simplemente la reflexión sobre la caducidad de lo humano y de sus empresas y sueños
lo que contribuye a reconducir el rumbo de una vida. En fin, no hace falta acudir a la
parábola del grano de trigo que sólo cuando muere produce fruto para constatar la
duplicidad de signos de muerte y de vida que aparece, posiblemente de forma
inesperada, como uno de los rasgos del misterio en que está envuelto el fin de la
existencia humana.
Pero todavía una serie de reflexiones me va a permitir ahondar algo más en la
complejidad aneja al misterio de la muerte. En efecto, en las observaciones anteriores,
y a pesar de haber subrayado algunas de las paradojas que acompañan a este hecho
fundamental de la existencia humana, ha podido quedar latente la impresión de que la
muerte, como suceso y como concepto, es unívoca; y de que la valoración de que es
objeto, tanto por parte de quien la padece como de sus observadores, está dominada
por el horror y las notas negativas. Se impone, por tanto, corregir esta impresión por
una visión más matizada de la realidad. Y la realidad es que ni hay una forma única de
vivir y ver la muerte, ni es la vivencia de la destrucción y de un fin horrible lo que
necesariamente predomina en ella. Porque la muerte, sin dejar de ser un hecho
fisiológico es, con tanta o mayor fuerza y relevancia, un hecho cultural y, en cuanto
tal, dependiente de puntos de vistas muy diferenciados, como que están emitidos en
función de la gran variedad de coordenadas en que se encuentra el sujeto.
La multivocidad de la muerte se nos pone de manifiesto cuando recapacitamos
en el influjo que ejerce en ella el modo, lugar y otras connotaciones que la acompañan.
Igualmente muertos están, por ejemplo, la víctima de un accidente de tráfico y quien
sucumbe como consecuencia de un atentado terrorista efectuado en nombre de una
determinada ideología o facción política, y sin embargo, sus muertes no son las
mismas. El primero es un muerto banal, profano, poco más, para la opinión pública,
que una cifra en una estadística; la del segundo queda sacralizada al rodearla de
honores de Estado, litúrgias cívicas con participación de personalidades y altas
representaciones. Tales diferencias se hacen patentes, entre otros muchos signos, en el
nivel de los discursos que suscitan: de la víctima del accidente, si se llega a comentar
algo, será el mal estado de las carreteras, la señalización insuficiente o la imprudencia
del conductor; la víctima del terrorismo provocará declaraciones sobre la voluntad
política de perseguir a sus causantes y de favorecer la convivencia pacífica y
democrática de los ciudadanos.
Otros muchos factores inciden en esta diversificación de la muerte que forma
parte de su misterio. La edad en que se muere, el reconocimiento público que ostenta
el difunto, los caracteres de espectacularidad que la rodean, el percibirse como
culminación de una vida madura y plena, aunque se haya agotado en pocos años, que
permite afirmar de alguien que “consummatus in brevi, explevit tempora multa”; los
elementos emotivos de concomitantes, el aparecer revestida de algún grado de
heroísmo, son solamente algunos de ellos. Pero quiero detenerme un poco más en dos
de esos aspectos, porque se nos mostrarán como especialmente relevantes en la
segunda parte de esta intervención.
El primero es: no es lo mismo morir que entregar la vida. La diferencia que se
da entre ambas situaciones es mucho mayor que el paso gramatical de una fórmula
impersonal a un sujeto activo; o mejor dicho, la variante gramatical no hace sino
trasladar al nivel lingüístico la diferencia existente entre ambas realidades. Para quien
entrega su vida, la muerte nunca es algo que le sobreviene fortuitamente, producto de
un dictado del fatum, o de una violencia ejercida por la naturaleza o por otros hombres.
No es un resultado del azar. En este caso, la deliberación de la conciencia, la
afirmación de la voluntad, domina sobre lo arbitrario de la casualidad y anula sus
efectos. Al entregar su vida en nombre de un ideal, los héroes de las grandes epopeyas
clásicas, y Aquiles como el más descollante entre ellos, encontraban un sentido para la
muerte que la posteridad les ha reconocido al glorificarlos. A quien entrega la vida, la
muerte no se la puede arrebatar. Las Actas de los mártires nos han conservado el
recuerdo de aquella joven cristiana que replicó al pretor que le amenazaba con la pena
suprema si no renunciaba a su fe: “Tu tienes poder para quitarme la vida, pero no
tienes poder para que me deje matar”. Nadie puede suplir por una inducción extrínseca
la donación que lleva a cabo el sujeto en puro ejercicio de su más profunda e íntima
libertad y respecto del don más precioso que posee, como es la vida.
Y no olvidemos que la entrega no se efectúa sólo, ni quizá principalmente, por
un acto momentáneo y puntual, emitido justamente en el instante en que tal entrega ya
va a tener lugar. Se entrega la vida también, y sobre todo, asumiendo unas opciones en
la orientación de ésta que hace verosímil, “lógico” desde una cierta lógica, que la
muerte aparezca al fin en su horizonte. Permítaseme evocar aquí, sabiendo bien que se
podrían mencionar tantos otros, el caso de Ignacio Ellacuría y sus compañeros jesuitas,
asesinados en El Salvador. No pronunciaron ningún discurso, ni emitieron ninguna
palabra ni declaración de principios para dar cuenta de sus posturas al encontrarse ante
las armas de sus verdugos; tampoco les dieron éstos ocasión para ello. Pero estaremos
de acuerdo en que no lo necesitaban: la entrega de sus vidas no era cuestión de aquel
momento ni dependía de ninguna formulación verbal, sino de unas opciones asumidas
durante años en la configuración de sus existencias, que aquel desenlace previsible no
hacía sino coronar y confirmar. Y dejo simplemente resonando en el aire la sugerencia
de que esta entrega prolongada a lo largo de toda una vida bajo múltiples signos y
manifestaciones diferentes, y sin duda acompañada también de innumerables riesgos
intelectuales, sociales, espirituales, y de incertidumbres no menos innumerables sobre
la adecuación del camino emprendido, no tiene nada que envidiar, en cuanto a dureza
se refiere, a la entrega final en el momento definitivo.
Esta última observación nos conduce con naturalidad al segundo aspecto que
deseo resaltar: es el modo como uno vive lo que califica la muerte. Entre estos modos
juega un papel importante la convicción que tenga el individuo de ser dueño y señor
exclusivo de su existencia. Si es así, la muerte se estimará como el asalto de un ladrón
que irrumpe injustamente para arrebatar lo que es propiedad del individuo. Tal
pertenencia está fuertemente vinculada con la identidad del hombre: el estar vivo es
justamente lo que le constituye como persona pensante y operante, como actor que
comparte escenario con otros muchos individuos igualmente en posesión de sus vidas.
Cuando las pierden, la identidad se disuelve, y con ella algo esencial del individuo; por
eso la mentalidad antigua veía a las almas vagando por espacios indeterminados,
privadas del amarre sólido a la realidad que recibían de su posesión de la vida.
Y la mentalidad de todos los tiempos ha intentado suplir mediante mecanismos
de apoyo de la memoria aquella otra forma de privación de la identidad que es el
olvido. Olvidar a un persona viva es matarla un poco; olvidar a un muerto es relegarlo
definitivamente al terreno de la inexistencia. Los mausoleos y monumentos, las lápidas
y conmemoraciones devuelven ficticiamente a los muertos, mediante el recuerdo de los
vivos, algo de aquella identidad, les reconocen una apariencia de seguir en posesión de
sus vidas, posesión que los vivos juzgan tan importante para sí mismos. Tal
reconocimiento, a su vez, ejerce un efecto tranquilizador sobre quienes lo practican; les
dice que gracias a los recursos de la memoria existe una posibilidad de perdurar de
alguna manera en la posesión de la existencia, de la que ellos mismos en algún
momento pueden ser los beneficiarios.
Pero la entrega de la que hablaba hace un momento sólo es posible si el
individuo no considera su vida como una posesión. Y a la inversa: la muerte queda
desposeída de su condición de violento ladrón y usurpador si la vida se vive como una
entrega. Quien se ha despojado de antemano no teme el despojo a que le fuercen
agentes ajenos a su voluntad. Quien se sabe no dueño y señor, sino administrador
responsable de su vida para un tiempo limitado, estará dispuesto a colocarla, como el
mayor bien de que dispone, “en una mano más fuerte”, como escribía Bonhoeffer ya
hacia el final de la suya “ y sentirse contento”74; tanto si es consecuencia de haber
sufrido una violencia exterior como si lo es de un lento agotamiento natural de las
funciones biológicas propias.
II.EL MISTERIO PASCUAL.
“Muerte ignorada, evadida, escondida...muerte expulsada del desarrollo del
proceso que no soporta las interrupciones y los silencios” (B.Forte); muerte exorcizada
como un intruso indeseable o, en el extremo opuesto, circundada de la aureola
prestigiosa y embellecedora de entenderse como una inmolación en nombre de
determinados ideales y utopías. Dejemos de lado hasta qué punto estas aproximaciones
hacen justicia al misterio de la muerte desde las filosofías, las cosmovisiones o los
presupuestos culturales. Lo que nos importa ahora es preguntarnos qué iluminación
reciben desde el horizonte de la fe cristiana, haciendo nuestra la persuasión de que “la
gran tarea del cristiano en el día de hoy es encontrar en sí mismo y en la vida del
mundo, de la que forma parte, la asociación real y exacta de Dios con la muerte” 75.
Aceptando de antemano que lo que la fe afirma, teniendo los ojos fijos en el Señor
muerto y resucitado que es su centro, toca también el terreno del misterio, el espacio
donde es preciso moverse entre tanteos, donde se vislumbran certezas de un orden
distinto al de las que cimientan su seguridad en argumentaciones apodícticas. El
misterio pascual sabe también del misterio de la muerte humana: versa precisamente
sobre la muerte y la exaltación de quien, siendo Dios, es también indisolublemente
hombre y en esa doble condición comparte sin mengua ni reducción el destino de la
humanidad. No es otra la razón de que esté en condiciones de proyectar su luz sobre él.
74
75
.Bonhoeffer.oc.pág.259.
. Moore.oc.pág.149.
¿Qué es, en realidad, lo que el misterio pascual nos pone ante los ojos con toda
su arrolladora capacidad de impacto, de trastorno y de iluminación?. Es, precisamente,
la figura de alguien que vivió su muerte no como causada por un poder extrínseco y
dominante, a pesar de que todas las apariencias podían conducir a extraer esta
conclusión, sino como una entrega personal y consciente de su vida; y esto de tal
manera que la conciencia y voluntariedad que aquí se manifiestan no aparecen como
datos sobrevenidos en este momento último y definitivo de la existencia, sino como la
culminación de un modo de vivir coherente con esta lógica, desde el que la muerte
recibe su calificación; y finalmente, de tal modo que tal forma de enfocar la existencia
y su fin recibe el sí de Dios, la complacencia divina por todo lo acaecido ( que
viniendo de un Dios de amor no puede ser la de un tirano que se goza en la crueldad el
derramamiento de sangre); el asentimiento por el que, para su primer protagonista y
para toda la humanidad convocada en su nombre y de la que él es constituido cabeza,
el destino de muerte se transforma en vocación a la vida: el misterio pascual. Misterio
que no sustrae a la muerte nada de su terrible seriedad pero que reclama una seriedad
similar para la consideración de la vida a la que se refiere. Quizá en la difícil
conciliación de ambas seriedades, a la que no le está permitido evacuar de sentido a la
una en beneficio de un subrayado unilateral de la otra, radica justamente uno de los
rasgos de esta misteriosidad del misterio pascual en la que la fe está invitada a
adentrarse.
A Pilato, el juez que, irreflexivamente llevado de la inercia de los que piensan
ostentar una autoridad suprema, presume de poder llevarle a la muerte en cruz, Jesús le
niega que tenga potestad alguna propia para decidir sobre su final (Jn.19,10s). Frente a
todas las apariencias, no es él el agente causante de esta dinámica de destrucción
definitiva. Sin embargo, el romano le envía efectivamente a la cruz, donde Jesús
morirá entre terribles sufrimientos; pero solamente un observador convencional verá
en este fin una consecuencia de la sentencia del gobernador. La tradición cristiana lo
había de contemplar más bien a la luz de la declaración previa de Jesús de que nadie le
quitaba la vida, sino que él la entregaba por sí mismo (Jn.10,18); y la lectura teológica
de la primera comunidad lo entendería como la realización de algo que,
manifestándose en el nivel de las acciones humanas, pertenece sin embargo al orden de
los designios divinos (Hc.4,28). Y ni siquiera la injusticia y la violencia que están
detrás de la condena tienen la capacidad de desvirtuar o enmascarar el sentido
auténtico de lo que aquí está en juego. La donación de su vida por Jesús priva de todo
protagonismo a quien pensara arrebatársela.
Al entregar su vida en el momento puntual de expirar, Jesús no hace sino
culminar un proceso prolongado a lo largo de toda su existencia. Recordaba en la
primera parte de esta exposición que es el modo como uno vive lo que califica su
muerte. Jesús se muestra como un caso paradigmático de quien entiende toda su vida
no como una posesión que hubiera que defender celosamente, sino como una donación
extendida en el tiempo. Tanto sus palabras científicamente aceptadas como ipsísima
como las que la tradición neotestamentaria pone en sus labios pensando reflejar
fielmente su pensamiento documentan que Jesús, lejos de concebir como un objetivo
primordial la salvaguardia y la seguridad de su existencia, tiene sólo ante los ojos el
cumplimiento de una misión, aun sabiendo que el llevarla a cabo puede entrar en
colisión con tendencias muy naturales y humanas al mantenimiento de la vida.
Precisamente es la semilla hundida y reventada en la tierra la que asegura su
fecundidad; es la renuncia al afán por preservar la vida en este mundo lo que asegura
su conservación para el otro ( proposición esta última, por cierto de la que S.Moore no
duda en afirmar que “es la que está más cerca del mismo centro de nuestra fe”76.
Y los que las palabras enseñan sobre sus criterios y actitud, es confirmado por
sus acciones, incluso allí donde ellas introducen un factor de creciente peligrosidad
para su vida. El desgaste del cansancio, la fatigosa inmersión entre las muchedumbres
que le asedian, el afrontamiento de las polémicas con sus oponentes, la arriesgada
conducta frente a las interpretaciones formalistas de la ley, el testimonio sobre un
Dios no coincidente con las convicciones reinantes en su entorno, no son sino
aspectos, entre tantos otros, de una existencia que pone decididamente por delante las
necesidades de los demás y de la realización de la misión, y el servicio a la verdad de
la que él es portador. Jesús anticipa su muerte en el Calvario en una aceptación de
amenazas físicas, sociales o religiosas, no buscadas por sí mismas por una especie de
amor al peligro, y que por supuesto no tiene nada que ver con la estéril presuntuosidad
de quien se enfrenta con un riesgo para poner a prueba su propia resistencia o en la
confianza de superarlo por sus propias fuerzas. Jesús anticipa su muerte en muchas
pequeñas muertes, en muertes sectoriales o parciales respecto de fragmentos de su
existencia en que aquélla va como ganando espacios, pero no menos eficaces en orden
a adelantar la consumación definitiva en la cruz, y, sobre todo, a dar a ésta un sentido y
hacérnoslo manifiesto.
En la muerte de Jesús, por otra parte, se verifica una de las paradojas que
reconocíamos anteriormente como presentes en la experiencia humana de la muerte; el
que ésta irradia muerte en torno a quien la padece personalmente, y al mismo tiempo
es también un factor de creación de nueva vida. Apenas necesitamos recordar, como
expresión de lo primero, el trastorno, el desconcierto, el temor causado en sus
discípulos por la muerte de Jesús; esperanzas e ilusiones desmentidas y arruinadas,
cominos vitales socavados, muerte que salpica fragmentos de muerte en la seguridad y
continuidad de otras existencias. Y por otro lado: con qué inaudita intensidad esta
misma muerte es agente de instauración de una nueva e inesperada vida. La
peligrosidad de su memoria se hace, para los reunidos en su nombre, restauración de
las existencias en un nivel incomparablemente más decisivo que aquél en que habían
sufrido el derrumbamiento de las mismas como consecuencia de las amenazas; se hace
“buena noticia”, elemento central de una convocatoria a creer que aquél que habían
contemplado muerto vive (Hc.3,15), y es donador de vida para cuantos se acercan a él.
Experiencia de muerte y de nueva vida tanto más fuertes cuanto más próximo
se está a quien la realiza personalmente, decía más arriba. Pero en este caso, por cierto,
ambas no afectan sólo a los discípulos de la primera hora, los que las hicieron por
razón de su inmediatez física y emotiva al Jesús histórico. A lo largo de toda la
historia, no es concebible un discipulado, un seguimiento consecuente del Señor que,
precisamente cuanto más seria y resuelta sea su proximidad a él , no se introduzca
con él en la muerte para advertirse después con asombro situado en nuevas
posibilidades de vida. Viéndose afectado por la irradiación de la muerte de Jesús hacia
múltiples dimensiones de la propia existencia, se ve igualmente impulsado hacia tales
posibilidades, capacitado, sostenido y fortalecido para insertarse en ellas por estar
situado en el seguimiento de quien con su muerte obtuvo la vida para “los muchos”.
76
Moore.oc.175.
Pero la fuerza de esta dinámica sobrepasa las estructuras y los límites de la
existencia terrena para conferir igualmente realidad a lo que constituye el último
horizonte de las expectativas humanas e, introduciendo en él las connotaciones
pertinentes, también de las cristianas: La pervivencia en la vida definitiva, el ser
acogidos en la infinitud, colmadora de todos los deseos, del amor de Dios. Pues bien,
respecto de él, también,
“la esperanza de una inmortalidad bienaventurada no surge sólo de la muerte
como algo que se prevé y sobre lo que se especula, o como algo ‘revelado’,
sino de la muerte en cuanto anticipada por el discípulo del crucificado, que es
sensible a la sabiduría de Cristo, en el Espíritu, del fundamento eterno del
ser”77.
¿A dónde hemos llegado con estas reflexiones?. Simplemente a sugerir que
existen puntos de conexión entre elementos centralmente constitutivos del misterio
pascual, el misterio de la muerte y la vida nueva del y en el Señor, y las experiencias
realizadas en torno la misterio de la vida humana. Al plantearlas me ha movido el
deseo de poner de relieve que lo que el creyente cree y celebra como punto central de
su fe y elemento decisivo para su visión del mundo y para la valoración de su
existencia en él, es algo que tiene mucho que ver con sus propias vivencias respecto de
la muerte y la vida, y con los factores culturales de que éstas están decisivamente
resvestidas. El misterio humano de la muerte y el misterio cristiano de la Pascua no
pertenecen al mismo orden del conocimiento, no se mueven en el mismo horizonte de
comprensión y de experiencia, pero no se presentan como dos magnitudes
recíprocamente ajenas e inconexas. Precisamente es esta puesta en relación lo que
permite realizar una lectura del misterio de la muerte a la luz del misterio pascual.
Pero a la inversa, es la misma puesta en relación lo que favorece algo no menos
importante: comprender la muerte de Jesús, elemento constitutivo del misterio pascual,
a la luz de las experiencias humanas y culturales de la muerte, situarla en medio de
ellas. “Sólo se puede ‘creer’ cuando ya se ha muerto alguna vez”, nos decía D.Sölle al
comienzo de esta intervención. Creo que no incurro en una osadía carente de
fundamento si me permito complementar esta acertada observación añadiéndole la
formulación inversa, que juzgo igualmente verdadera: sólo se puede ‘morir’ cuando ya
se ha creído de alguna manera. Y si antes atribuía seriedad al empleo de la palabra
‘creer’ por la teóloga alemana a pesar de que la escribe entre comillas, quisiera asignar
al menos un grado análogo de seriedad a la palabra ‘morir’ cuando yo ahora hago uso
para ella del mismo signo ortográfico.
Tiene suma importancia tomar conciencia, en su doble dirección, de esta
relación entre el misterio de la muerte humana y el misterio de la muerte de Cristo que
abre las puertas a la resurrección. Porque, con palabras todavía inéditas del teólogo
Bruno Forte en una intervención reciente,
“para la conciencia cristiana este retorno a la muerte, este ponerse en búsqueda
del sentido perdido, constituye el estímulo de volver hacia aquella muerte,donde sólo
se consumó la muerte de la muerte: el abandono del Hijo de Dios en la tiniebla del
Viernes Santo. En el acontecimiento infinitamente doloroso de la ‘muerte de Dios’ se
revela y se promete el sentido último del vivir y el morir humano. A ese
acontecimiento se dirige la mirada de la fe en búsqueda de un significado que haga de
la vida no sólo el camino del aprender a morir, sino también de la muerte el ‘dies
77
. Moore.oc.pág.379.
natalis’, el acto supremo y misterioso del nacer a la vida más allá de la muerte.
Recordar aquella muerte en la cual se narra la historia de la historia y la esperanza del
mundo, es abrirse a la vida, no sólo a aquella llena del mundo futuro, sino también a la
más profunda cualidad de esta vida presente”.
El pesimismo posmoderno ha hecho lo posible por olvidar la dimensión trágica
del existir; al creyente se le pide que recupere la significación del fin de su existencia
fijando los ojos al mismo tiempo en aquella muerte y en lo que ella le dice para su
propia vida, la individual y la social. Lo que le dice es que desde la muerte de Cristo
entendida como acto supremo de una vida entregada desde sus comienzos procede una
luz y una energía capaces de transformar todas las vidas y toda la historia. Capaces:
porque la transformación no se realiza automática ni mágicamente, sino en la medida
en que tal potencia transformadora es libremente acogida en las existencias de los
humanos y con ello contribuye eficazmente a producir en ellas modificaciones de la
conciencia y de las consiguientes conductas. ¿En qué se apoya esta energía?.
Se apoya en el hecho de que en la cruz se destruye la soberanía del pecado que
esclaviza al hombre y tiene su manifestación suprema en la idolatración de sí mismo,
en erigirse como señor de su propia existencia, en entender ésta como una posesión de
la que hay que alejar al precio que sea cualquier contingencia que la ponga en peligro,
cualquier acto de entrega que dé preferencia a las necesidades de los prójimos con
riesgo propio, físico o moral, psicológico o social. La cruz revela el enfrentamiento
mortal entre Dios y el egoísmo como pecado fundamental de la humanidad, porque en
ella el mismo Dios muere en la culminación de una entrega que ha caracterizado
sustancialmente toda su existencia terrena. La aceptación por Dios de la muerte del
justo inocente que lleva a cabo la entrega total de su vida es perdón para todos los
culpables de estar sumergidos en el pecado fundamental: querer reservar para sí
mismos la propia vida como un tesoro intocable que les es debido. Al hombre que
desde su culpa acoge la fuerza de esta acción se le potencia para liberarse de la
esclavitud en virtud de la gracia de aquél que muere por ser totalmente libre de todas
las ataduras del egoísmo y que, al hacerlo así, posibilita que todos los hombres
participen de esa misma libertad.
La muerte en la cruz hace visible por un instante y para siempre “el revés de la
trama”, el trasfondo real de la historia, En el anverso de esta historia, en su superficie,
los que preservan sus propias vidas son admirados por ello, y reciben el premio de tal
comportamiento, mientras que los infelices que las ponen al servicio de los demás son
compadecidos o despreciados porque lo pasan muy mal compartiendo sus
sufrimientos. Pero he aquí que Dios en la cruz abraza el mismo destino de los
condenados por el sistema, de los menospreciados por la lógica imperante de la
opinión pública, y con ello les hace sabes que este esquema el que hace suyo: el que ve
un sentido en el sufrimiento, el que reconoce que son todos los derrotados y
desprivilegiados de la historia los que gozan de su predilección. Con ello priva de
consistencia los planteamientos de una cierta ‘racionalidad’ trabajosamente edificada
por el hombre y la sociedad en beneficio de su propia preservación. El que renunció a
cualquier prerrogativa divina que hubiera podido eximirle de una total participación en
los destinos de los hombres para asumir sus riesgos en la radicalidad de un acto de
total obediencia, hace a los demás partícipes de la exaltación de la que él mismo ha
sido objeto como respuesta afirmativa de Dios a tal forma de proceder (cf. Fil.2,5ss).
No ofrece ya dificultad, desde aquí, percibir cómo el misterio pascual de la
muerte y resurrección de Cristo significa salvación de la muerte. No exención de la
condición de mortales inseparable de la caducidad de la naturaleza humana. Pero ya he
recordado en la primera parte de esta exposición que hay muertes y muertes y que la
muerte no es igual para todos los que la sufren ni para todos los que la contemplan en
otros. Si los concomitantes culturales ejercen una influencia en esto, con tanta o mayor
fuerza lo hacen las convicciones que proceden de la fe cristiana. También ella nos dice
que hay muertes y muertes. Que hay una forma de morir oscurecida por la
desesperanza y la frustración como frutos naturales del egoísmo fundamental, y otra
forma de morir iluminada por el fulgor del sí de Dios sobre la muerte de quien pudo
ser definido como “el hombre para los demás, y por ello, el crucificado”78.
La fe cristiana cuestiona, pues, la consistencia de quienes se adhieren a la vida
como un bien supremo e intocable. El cristiano está invitado a defenderla, a
promoverla, porque esta vida es un bien recibido de Dios, puesto en sus manos para
que él la administre mientras dure su avance temporal hacia su fin último. Pero
precisamente: un don; no una posesión a la que agarrarse inamoviblemente. La muerte
de Jesús y la respuesta que ella recibe de Dios en la resurrección liberan al hombre de
sucumbir a las fuerzas victoriosas de la muerte que pretenden enseñorearse sobre él
como consecuencia de su pecado. Le hacen libre para la entrega y la aceptación. No
solamente le enseñan, como quien imparte una lección teórica, sino que muestran esta
liberación como ya realizada y le señalan a él como invitado a insertarse en la
dinámica que brota de ella, transformadora de los individuos, la sociedad y la historia.
No estoy diciendo con ello nada especialmente nuevo, que no haya sabido la
tradición cristiana desde sus comienzos. Pero es posible que tras las consideraciones
precedentes escuchemos como dotadas de una nueva resonancia las viejas palabras de
Pablo a los Romanos (6,3 ss):
“¿Es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos
bautizados en su muerte?. Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la
muerte, a fin de que, igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de
la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.
Porque si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a
la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que
nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este
cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. Pues el que está
muerto, queda exento del pecado.
Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo
que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la
muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado de una
vez para siempre; más su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros,
consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús”.
¿No convenía que Cristo padeciera todas estas cosas?, es la pregunta que abre
los ojos a los desconcertados discípulos en el camino de Meaux (Lc.24,25). Quizá
nosotros, llegados por fin al término de estas reflexiones, estemos ya en situación de
responder: sí, convenía. Convenía porque era la forma de que la muerte como lugar de
no pertenencia, de ruptura y cesación, quedaran potencialmente transformada en
78
.Bonhoeffer. oc. Pág.244.
umbral hacia una nueva pertenencia, abriera el acceso hacia alianza, vínculos y
comunión. Los olvidos de que pronto se rodea a los muertos a pesar de las pompas
sociales, los olvidos por los que mueren una segunda vez, quedan superados por la
memoria reiterada y celebrada de esta muerte singular que llevan a cabo los que
dirigen sus miradas inamoviblemente hacia la cruz en que tiene lugar y hacen de ella
criterio para la conducción de sus existencias terrenas. Pues ellos entonces, animados
por una esperanza así consolidada, no se limitan a disfrutarla en la seguridad de los
salvados, sino que, humildes y reconocidos, se ponen en marcha para una nueva
andadura: se ofrecen a sí mismos a Dios como muertos retornados a la vida, y ponen
sus miembros como armas de justicia al servicio de Dios (cf.Rm.6,14).
Una narración, origen de Vida.
Las constantes del “relato de la Pasión”.Breve
ejercicio de teología narrativa.
José Luis Quintero cp.
I.El ser humano, ese narrador imaginativo insaciable.
Necesitamos tanto el escuchar como el aire para ser, sobre todo, humanos. El ser
humano es un oyente, un ser de imágenes y de historias. El hombre es un ser de
narración, de memoria, de futuro y éste solo existe en cuanto es narrado. ¿Quién no se
ha movido por narraciones que desde las imágenes recibidas de otros ha narrado un
futuro nuevo, un paraíso?.¿ Quien no ha soñado como seria la vida con la persona
amada y se lo ha imaginado y contado a si mismo?
En el horizonte de la historia, en la perspectiva de la memoria, en la tarea de
realizarse, somos con otros, desde otros, para otros. Cuando el ser humano pregunta
sobre si mismo y quiere responder a la pregunta, ¿quién soy?, necesita referencias,
narrar acontecimientos. Y existen referencias globales y particulares. Algunas de estas
referencias están encarnadas en personas, otras han pasado a ser ideas o valores
globalmente asumidos.
Hay personajes de la historia que por su contenido experiencial, por la carga de
su proyecto de vida, incluyen absolutamente a los demás. Y por ello éstos pueden
mirar y verse acogidos y reflejados. Al mirarle están viéndose interpelados, acogidos,
referidos e incluidos. Luchadores por la libertad, constructores de puentes, buceadores
de lo profundo, escaladores de simas, caminantes arriesgados abriendo veredas par
valles intransitables.
. ¿No sucede algo de esto en un primer nivel cuando se contempla recorriendo
nuestras calles un malherido sangrante?;¿no es un injustamente condenado?;
¿no se ref1eja en él todo el dolor de las victimas, de los luchadores por causas
nobles?;¿ no se ve reflejado en él el valor de la generosidad, el coraje de la
defensa no violenta?; ¿no se exalta el valor de los últimos, de los siempre
crucificados?
. Exaltación y veneración no tanto al dolor sino a la dignidad con que se vive
el dolor fruto de la fragilidad humana y de la conflictividad que caracteriza
también nuestra dimensión social. Camina por nuestras calles un pobre y una
victima, para recordarnos que hay victimas, que no podemos olvidar a las
victimas. Que todos somos victimas y también verdugos... Sale a la calle el
dolor, lo oculto ¿para qué?;¿por qué? .
. Sale a la calle el dolor fruto de la generosidad y de la lucha. No se exalta el
héroe victorioso, el triunfador que somete destruyendo aniquilando. No trae
esclavos violentamente sometidos, vejados en su dignidad. No se presenta con
el rostro desafiante o colérico. Algo de esto se evoca en nuestra “procesiones
de Semana Santa”.
Narramos, oímos muchas historias, pero no nos vale cualquier historia. Siendo
criaturas de memoria y de futuro no nos valen para el presente cualquier historia.
Necesitamos narrar y contar para ser, y desde dónde queremos ser. Creemos que
algunas historias son más verdaderas que otras, o narran dimensiones de nosotros
mismos que nos dignifican, nos salvan y nos ponen en vías de dignificación y
salvación.
La historia humana no es una realidad ajena: Somos seres de historia, ella nos
viene con la cultura, la lengua. Por nuestras venas corren Cain, Abel… nuestros héroes
nacionales y la picaresca del siglo XVII. Más que la naturaleza que nos hominiza. es la
historia y la cultura - la interpersonalidad - la que nos humaniza. Y este segundo
proceso no esta tan determinado como el primero. En este se funden líneas de
pensamiento, narraciones, escalas de valores, ideas y creencias. El que dice, "...érase
una vez.." esta evocando, pretende evocar, la verdad última que engloba la vida.
Pretende decir más que una idea para la inteligencia, o una motivación para la
voluntad; pretende hablar a todo el ser humano: Despertar el oído, encandilar la
atención, abrir los ojos, recrear la imaginación, sobrecoger, emocionar, temblar. Puede
incluso hacer correr y saltar, encogerse o sobrecogerse, reír o llorar.
II. Evocamos una historia, no cualquier historia.
Hay historias e historias. Las historias de los vencedores y la de los vencidos. Unas
llenas de orgullo, de justificación, en las que la narración es interesada, sesgada ; e
historias cargadas de dolor o de resignación o de deseo de paraísos perdidos o
anhelados. En cada historia se vierte algo de lo que somos y algo de lo que deseamos
ser. Estas no son indiferentes, ni nos dejan indiferentes. Sin embargo, pareciera que
con determinadas historias sintonizamos desde lo más profundo porque son como un
"barrunto" de lo más íntimo de uno mismo.
La narración que pretendemos evocar en el Triduo Pascual trae a acción
personajes tipo que recogen la dinámica de la historia humana, hacienda aparecer de
un modo radicalmente nuevo, sin ser nombrado, al "Ausente, radicalmente presente".
La narración en este caso no lo hace un personaje más sino el "escenario" o el que
actúa creando libertad para actuar. Esta historia comienza antes y no acaba en si
misma. Por ello puede ser contada, recreada, representada, apropiada, dejándose
apropiar por ella.
III. ¿Qué nos disponemos a evocar, a escuchar a narrar? La peculiaridad
de la narración.
Construye la sociedad (familia, amigos, relaciones laborales, poder político y
religioso), expectativas humanas (deseos, sueños, aspiraciones). "Érase una vez un
país... .", que si existió alguna vez y que tiene parangón con todos los países y todas las
sociedades humanas.
Una historia que tiene como trasfondo una experiencia humana. En el
centro de la narración está Jesús de Nazaret al que le caracterizan tres elementos:
Apasionamiento por la llegada del Reino de Dios, debilidad con los débiles e intimidad
con el Abba. Estos tres elementos que configuran su mundo interior se fueron
concretando en gestos y palabras que provocaron distintas reacciones.
Una experiencia humana cargada de profundidad porque abrió horizontes
nuevos de sentido, porque ofreció un modo de vivir "inclusivo", porque no se agotó en
si misma sino que su pretensión rompió los límites de su circunstancialidad. y Dios
ratificó su pretensión retomando esa historia, haciéndola suya y ofreciéndola como
posibilidad humana para todo hombre y para todas las épocas.
Sin nombrarle explícitamente se narra la historia de Dios en ese hombre
Jesús de Nazaret, pero hasta tal grado de identificación que con un lenguaje pobre
podríamos decir lo siguiente: Si Dios se hiciera hombre, sería así y resulta que esta
sospecha, esta intuición, Dios la ratificó la mañana de resurrección. Justamente, así soy
yo cuando en mi Hijo me hago hombre, humanidad, diría el Dios cercano.
Estamos narrando una forma de ser humano que explicita el proyecto de
Dios para todo ser humano. Y además en virtud de su modo de vivir, de lo que Dios
ha hecho con él, de lo que él era para nosotros, es una posibilidad no solo ofrecida
desde fuera, sino dinámica que nos transforma desde dentro. No sólo es un modelo a
contemplar o a imitar sino que en virtud de su generosidad es una "vida ofrecida ", una
comunión abierta más allá de una teoría o de una explicitaci6n de los sentimientos
humanos.
Es una historia, una narración que rompe los limites de la temporalidad y
su narración no simplemente evoca lo sucedido sino que la realiza, porque Él es el
permanentemente ofrecido porque su "disponibilidad", el Padre la hizo posible y la
"eternizo" haciéndola su permanente modo de estar ante nosotros.
IV. El modo de ser humano, que se nos evoca. (el extra nos que se
nos ofrece).
Son las opciones humanas que aquí se proponen a nuestra humanidad. El
relato de la pasión, es fundamentalmente la evocación de la actitud con la que Jesús de
Nazaret vivió el conjunto de acontecimientos que desencadenó sus gestos, sus
palabras, su vida. Su actitud sitúa todas las demás. El nivel de lectura puede ser
ejemplar y creador:
. El ejemplar pretende describir las actitudes con las que este varón justo,
profeta de Yahvé, afronta esta situación trágica que tiene como origen la
radicalidad de su experiencia de Dios vivida en este mundo atravesado par los
hilos de la violencia y del pecado.
. Y puede ser leído, escuchado, en clave de historia que abre horizontes
nuevos, en clave de creación nueva (en clave de redención). Es decir, en esta
historia se nos narra cómo Dios, en Jesús, ha asumido la historia humana
abriendo una posibilidad de comunión donde todo parecía conducir a un
callejón sin salida, a la muerte y a la destrucci6n o aniquilación del bien y del
"Bueno".
La lectura en clave de "modo de ser humano" presenta un modo de ser
hombre entre otros modos sabiendo que en la humanidad hay "otros modos", "otras
historias", "otras claves para vivir". Aquí se ofrece una historia de no violencia que
suscita conflictos; de generosidad hasta la confianza ilimitada e infundada en el frágil,
quebradizo, pero libre ser humano.
Se ofrece una concepción de la vida que tiene como razón última la confianza
en el fondo amoroso y personal de todo: El Abba. Y en razón de esta "experiencia
radical y fundante" se entiende un modo de estar en la vida, de concebir la relación con
los demás.
Desde esta experiencia se describe cómo sería el mundo y las relaciones
humanas desde el "reinado de Dios"; es decir, desde la acogida libre y consciente de la
invitación a la comunión que presenta. La experiencia de Dios llamado Abba llena de
entrañas de misericordia y esto es lo que caracteriza y despierta una sensibilidad
especial para descubrir y valorar especial y absolutamente la dignidad de todo ser
humano. Y por ello un amor preferencial a los que son profanados o no valorados en
su dignidad, a los pobres, excluidos, explotados, mal vistos.
La experiencia del Abba provoca junto con el amor y la compasión, la rebelión
contra toda estructura que manche, oculte o violente su imagen e impida a todo ser
humano el acceso a la experiencia de su presencia amorosa, liberadora y dignificadora.
Esta referencia en la narración de la historia de Jesús ofrece un modo de ser
hombre, un modo de estar en la historia, un modo de vivir a Dios, una historia de
salvación y de luz.
V. Narración de acontecimientos finales en clave de centrales: La
intensidad del desenlace. El "acto final" que explica y plenifica todo lo
vivido.
El final estaba latente y era la meta de los relatos. Así son los evangelios, un
relato de la pasión con una introducción que se fue ampliando. La narración adquiere
en estas momentos una intensidad especial. Es un drama: Un "teodrama". Se va más
allá de la narración de la muerte de un profeta, de la generosidad de un testigo, de la
valentía de un luchador. El drama que esta sucediendo abre en la historia humana una
brecha, un nuevo comienzo, una nueva posibilidad. Se hace narración salvifica: Algo
sucede que antes no había sucedido.
En el desarrollo de los acontecimientos no lo habían entendido los transeúntes
y espectadores, a lo sumo pudieron llegar a admirarse como el centurión. Los
narradores fueron hechos testigos cuando estos acontecimientos expresaron su verdad
mas plena: Era Dios quien estaba en él. La historia era la lucha por introducir en la
historia un modo nuevo de vivir.
La mañana de Pascua toda la historia adquiere su sentido: La muerte había sido
entrega de la vida, superación de la espiral de la violencia, nuevo modo de solidaridad
y relación. La pretensión del Crucificado había sido garantizada por Dios, ratificada
con su presencia. Era posible el diálogo, la novedad. La narración se prolonga, la
historia no se agota ni se cierra. Todo oyente era referente en la actitud del personaje
de la narración. Todo ser humano estaba siendo acogido y sujeto al que se ofrecía
“Aquel” que había vivido "desde la experiencia de Dios como Padre" toda su vida. Y
esto hasta el extremo de tener que afirmar la Paternidad de Dios a precio de tener que
renunciar a su "exclusividad", consintiendo a que sea posible que el Padre lo sea de las
víctimas y los verdugos, asumiendo que el abrazo es también para la humanidad que se
fue de casa.
La narración adquiere aquí un sentido completamente nuevo pues el actor
principal perteneciendo a la historia ha sido hecho contemporáneo y par ello Peregrino
y Caminante; Salvación y Salvador, fuente de relación nueva . Es la historia de "Dios
con nosotros ".
VI. Una narración que en una historia profana nos dice algo del "Misterio
Absoluto de Dios".
Esta narración tiene un trasfondo que la hace especialísima. Pretende estar
hablando de Dios, "narrando la historia de este hombre ajusticiado en nombre de
Dios". Por tanto en si misma es un correctivo de una determinada imagen de Dios. Esta
historia dice que Dios (el de Jesús) deslegitima, ridiculiza, a unos que en su nombre
han matado a su testigo.
Por tanto esta historia es crítica de una imagen de Dios y es propuesta de otra
como verdadera.
Hay un grito: 'Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?' (cf. Mc.
15,34). ¡Esta pareciera ser la razón mas fuerte para no creer en Dios!.
Y sin embargo, lo extraño es que, de ese hombre que había muerto así, y 'al ver
como había muerto', se comenzó a decir: 'Verdaderamente, este hombre era Hijo de
Dios' (cf. Mc. 15,39). Ahí quedan destrozadas todas las ideas humanas sobre Dios".
(González Faus).
Este relato habla de una radical alteridad y de una radical afinidad de Dios en
Jesús de Nazaret. Tan en él que era Él mismo asumiendo personalmente la historia; tan
más allá de él que percibe el abismo de su amor que sustentándolo y sosteniéndolo lo
abre a una plenitud tan inmensa que experimenta el vértigo del amor absoluto que lo
desborda.
Dios, el Imnominado estaba gestando la Historia…
a nuevos horizontes, es quien la llama a ser más allá de si misma, mostrándose
Él mismo como el horizonte más Absoluto y Realizante.
VII. ¿Qué historia venís a contar, que narración os alimenta, qué
sueños esperáis?. ¿qué narración queréis oír? ¿estáis dispuestos a
dejaros sorprender?
ence dejándose vencer, gana perdiendo.
No responde a todos los deseos del hombre, pero si a los mas profundos.
Sacraliza a todo ser humano pero no a todo modo de ser humano. Radicaliza un modo
de estar en la historia, el que puede ser plenificado porque ser "para-los-demás".
Historia que nos invita a situar a Dios de un nuevo modo y con un nuevo rostro:
Haciendo suyos el rostro y las vicisitudes de un Crucificado, haciéndose el mismo el
""Dios Crucificado".
"La experiencia de Dios pone de manifiesto su ocultamiento, descenso y abajamiento
impensables: En el dolor, en la pobreza, en el desvalimiento, en su propio vaciamiento
por autodonación, en sus epifanías en humildad que nos sorprenden por la pequeñez y
proximidad, cuando habríamos esperado mas bien manifestaciones de gloria, poder y
grandeza. El cambio de maius por minus no es una pura sustitución, Sino una
explicitación, una indicación de aquello en que radica la grandeza. Dios nos
sorprende, nos trasciende por capacidad de empequeñecerse, que nunca habríamos
imaginado, y que de hecho nos cuesta aceptar porque se trata de un
empequeñecimiento hasta el autoalienarse. El minus denota el movimiento de kénosis
o autovaciamiento, que es donación, y es correlativo al movimiento de darse, de hacer
que todo sea “ ( Presencia elusiva .pág.253 . ).
Crucificado por nosotros (1) .
Joxe Lizarralde cp.
I.
"PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO”
El enunciado sobre la pasión y muerte de Jesucristo es, en cierta medida, el eje
y el centro de la confesión cristológica en el "Símbolo de los apóstoles". Si las
afirmaciones anteriores sobre su concepción par obra del Espíritu Santo indican la
iniciativa causal de Dios en la existencia de Jesús, la confesión de su pasión, muerte y
sepultura incide especialmente en el hombre concreto.
La idea de la encarnación de Dios y, por tanto, de la verdadera humanidad de
Jesús no queda aun aclarada par la concepción y el nacimiento que se mencionan en el
credo. De hecho, el nacimiento de Jesús aparece muchas veces en la tradición como
teñido por el halo de lo milagroso y lo extraordinario. De ahí que la predicación
eclesial tuvo que defenderse en este punta contra las tendencias docetistas que trataban
de opacar la verdadera humanidad de Jesús.
1.La sobriedad del credo.
La confesión de la pasión y muerte de Jesús hace referencia al destino
originario del hombre coma ser finito, contingente y limitado. Así pues, esta profesión
de fe expresa como ninguna otra que Jesús de Nazaret fue un ser humano coma
nosotros, un hombre cabal e integro. Llama la atención, en el enunciado del credo, el
énfasis con que se destaca este aspecto, refiriéndose a la muerte desde cuatro
perspectivas: "padeció, fue crucificado, muerto y sepultado".
Por otra parte, llama también la atención la sobriedad y la rudeza de esta
confesión que se limita a indicar el hecho, sin añadir ninguna interpretación. Con todo,
cabe reconocer en ese enunciado el esfuerzo de la Iglesia primitiva par atribuir a la
muerte de Jesús una significación básica para el anuncio de la salvación.
Esto quiere decir que, antes que todas las consideraciones sobre el hecho
mismo y sobre la interpretación de la pasión y muerte de Jesús, esta el signo de su
humanidad real y verdadera. El problema no es que Jesús fuese verdadero hombre,
sino cómo conciliar eso con su filiación divina. Todavía hoy, cuando uno habla con
personas creyentes y comprometidas con la Iglesia, se advierte cierta angustia y
preocupación de ver que una descripción demasiado cruda de la humanidad de Jesús
puede ir en detrimento de la fe en su filiación divina. Aquí asoma el problemaoriginario de la cristología: Jesucristo es Dios y hombre verdadero, sin que el uno
anule u oculte al otro ("dos naturalezas en una persona, sin confusión ni. separación",
como dijo el concilio de Calcedonia). Jesús es hombre verdadero y, como tal, Dios
verdadero; tal es el sentido de la confesión de su pasión y muerte.
2.Inserción en la historia.
¿ Qué sentido tiene mencionar al procurador romano Poncio Pilato en el credo
de la Iglesia? ¿No es algo paradójico que un político pagano figure en nuestra
profesión de fe? .
La consignación de este nombre tiene un significado fundamental: quiere decir
que el Mesías, Jesús de Nazaret, pertenece a un espacio y a un tiempo concreto, que su
vida y su muerte se pueden localizar con exactitud histórica, y que ese acontecimiento
divino-humano tuvo lugar en unas circunstancias socio-políticas concretas. El credo
viene a decir que la acción salvífica de Dios está ligada a una historia concreta.
Se insiste, pues, nuevamente en la humanidad e historicidad de Jesús para que
nadie lo confunda con un mito o con una fábula piadosa. La salvación de la humanidad
pasa par un hombre concreto que ha vivido en esta tierra, en un lugar y en un tiempo
precisos.
Y puestos ya en ese nivel de la historia, es interesante tomar nota de algunos
datos históricos que iluminan el hecho de la pasión y muerte de Jesús.
3.Una muerte en la lógica de su vida.
Hay una relación de continuidad, externa e interna, entre la vida y actividad de
Jesús y su final. Eso no quiere decir que Jesús, desde el comienzo, solo pretendía morir
por nosotros. Ninguna de sus palabras, transmitidas par los evangelios, delata en él un
anhelo prematuro de morir o un hastío de la vida, ni una actitud de resignación o de
desesperación. Las predicciones sobre su pasión (formuladas en los evangelios en
términos pospascuales) tampoco autorizan a concluir que vivió aspirando como meta
la muerte violenta. Lo único que cabe decir es que Jesús, a la vista de la resistencia
que encontró desde el principio de su actividad, pudo temer lo peor. Sería insensato
suponer que Jesús, conociendo el asesinato de Juan Bautista y la suerte que habían
corrido tantos profetas de su pueblo, no hubiera pensado en la posibilidad de una
muerte violenta.
Mas todavía, la parábola de los viñadores (Mc 12,1-12), su viaje a Jerusalén y
la acción simbólico-profética de la expulsión del templo dan la impresión de que Jesús
mismo contribuyó a que los judíos tomaran una decisión a favor o en contra de él en
Jerusalén.
Por otra parte, los judíos observantes consideraron coma una provocación. la
plena autoridad que Jesús se atribuía al interpretar la ley. La profunda identificación
que establecían los judíos con- temporáneos y, sobre todo, las autoridades religiosas
entre la voluntad de Dios y la ley mosaica hace suponer como históricamente muy
verosímil la acusación de blasfemia lanzada contra Jesús por sus infracciones a la ley.
4.El proceso de Jesús.
Según los autores que han estudiado el proceso de Jesús ante Pilato, la
iniciativa para el arresto y la ejecución de Jesús partió de las autoridades ,judías. Pero
consta asimismo que la ejecución no se hizo conforme al derecho judío, que preveía
una pena contra los blasfemos, sino que fue obra de la potencia romana de ocupación y
se realizó al estilo pagano, mediante la crucifixión. "En cualquier casa, la verdadera y
mas profunda causa del proceso, la condena y el ajusticiamiento de Jesús, ha de
buscarse en el conflicto con las autoridades judías a consecuencia del carácter global
de su conducta, y que se condensa en la acusación de blasfemia contra Dios" (W.
Pannenberg).
Se discute si la potencia romana se había reservado la jurisdicción en los
delitos de sangre o si las autoridades judías pusieron a Jesús en manos de Pilato por
consideraciones técnicas; por ejemplo, para evitar la revuelta de los seguidores de
Jesús.
El papel de las autoridades judías en la liquidación de Jesús suscitó reacciones
negativas en la conciencia y conducta de los cristianos de épocas posteriores y ha
servido de pretexto para una trágica historia de persecución contra los judíos en el
Occidente cristiana. Por eso conviene hacer aquí algunas consideraciones. Es obvio
que los miembros del Sanedrín no actuaban simplemente como personas privadas, sino
en nombre de todo el pueblo y como sus representantes oficiales. El error ha estado en
considerar al pueblo judío como el único culpable de la muerte de Jesús, en lugar de
ver en él la representación de toda la humanidad pecadora, necesitada de redención y
redimida.
La primera asamblea plenaria del Consejo Ecuménico de las Iglesias, reunida
en Amsterdam el año 1948, rechazo decididamente la opinión de que hay que
considerar a los judíos como proscritos y maldecidos por Dios a causa de su
intervención en el proceso y muerte de Jesús. El Vaticano II se expreso con la misma
claridad y decisión (Nostra aetate, 4).
Pero, en el fondo, mucho mas importante que la participación o representación del
pueblo judío es la representación que ejerce Jesús mismo en su pasión y muerte: Jesús
recibe y asume en su pasión y muerte una función representativa, en solidaridad con
todos los humanos; él es el "chivo expiatorio" que ofrece su vida en nombre y a favor
de toda la humanidad. En este sentido, la interpretación teológica posterior hablara de
la muerte de Jesús coma muerte vicaria en favor de todos los hombres pecadores. Esa
es la lectura teológica y la dimensión mas profunda de la muerte de Jesús.
II. LA CRUZ DE CRISTO, SIGNO DEL AMOR DE DIOS .
No está fuera de lugar hablar del Crucificado en el tiempo pascual. No
olvidemos que el Resucitado es el Crucificado. La experiencia pascual, en gran parte,
consiste en asimilar el sentido salvífico de la muerte de Cristo. Algo de eso sugiere el
hecho de que, en algunas de sus apariciones, Jesús resucitado enseñe las manos y el
costado (Jn 20,20.27). Y a los discípulos de Emaús les dice: " ¿No era necesario que el
Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" (Lc 24,26).
En el fondo, el misterio pascual es la muerte y la resurrección de Jesús. Así aparece en
el kerigma primitivo (véase el libro de Hechos) y en algunos credos del Nuevo
Testamento (1 Co 15,3-4; Rm 4,25).
1.La pena de la cruz.
La cruz era en tiempo de Jesús un instrumento de ejecución. El suplicio de la
cruz, inventado al parecer por los persas, llego a Roma a través de Cartago y de los
cartagineses, siendo la pena de muerte destinada a los grandes criminales: ladrones de
templos, soldados desertores, reos de alta traición y agitadores políticos. No se podía
castigar a los ciudadanos romanos con esta pena, aunque no siempre los déspotas
respetaron esta prohibición.
La suspensión del madero, que se realizaba conforme al derecho judío en casa
de idolatras y blasfemos empedernidos, no era una pena de muerte, sino un castigo
adicional después de la muerte. Servia para marcar al ajusticiado como blasfemo,
según Dt 21,23: "Un colgado es una maldición de Dios". El judaísmo aplicó esta frase
a Jesús crucificado, de modo que su muerte fue interpretada par muchos como la de un
maldito. Hay que tener en cuenta este trasfondo religioso para comprender el carácter
escandaloso de esta muerte para un fiel judío: un "Mesías" colgado del madero como
un maldito de Dios (cf. Gál 3,13).
Voy a abordar la dimensión teológica de la muerte de Jesús. No se trata aquí de
hacer una amplia teología de la cruz, sino de apuntar algunos aspectos fundamentales
para nuestra fe.
2.Iniciativa del amor de Dios.
La muerte de Jesús en la cruz no aparece en la Biblia como un ajuste de cuentas
del derecho divino lesionado, como se ha pretendido presentarla a veces. No podemos
pensar en un Dios cuya justicia implacable habría exigido una victima cualificada, la
de su propio Hijo. "Uno se aparta con horror de una justicia cuya ira siniestra quita
credibilidad al mensaje del amor. Por muy difundida que esté tal imagen, no deja de
ser falsa" (J. Ratzinger).
La teología de la cruz en la Biblia da al traste, en cierto modo, con esas ideas
corrientes sobre redención y expiación. Las ideas sobre expiación, corrientes en la
historia de las religiones no cristianas, buscan generalmente el restablecimiento de la
relación con Dios mediante acciones expiatorias de los hombres, a través de obras y
ritos destinados a aplacar a la divinidad.
El anuncio que hace el Nuevo Testamento de la cruz como acontecimiento
salvifico va en dirección opuesta: no es el hombre el que ofrece algo a Dios para
reconciliarlo, sino que es Dios el que se acerca a los hombres para ofrecer y realizar la
reconciliación. Es el amor inefable de Dios el que toma la iniciativa y, bajando en su
Hijo a las honduras del pecado humano (2 Co 5,21), restablece la relación, de manera
que Dios destruye nuestra injusticia con su misericordia creadora. Su justicia no es un
ajuste de cuentas o una exigencia de expiación, sino una entrega gratuita y generosa.
La justicia de Dios es su amor salvador.
La tradición primitiva que recoge Pablo expresa este nexo entre la idea de
expiación y la iniciativa de Dios, y describe la reconciliación coma obra de Dios para
con nosotros:.'"Y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención
realizada en Cristo Jesús. a quien exhibió Dios como instrumenta de propiciación por
su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado par alto los
pecados cometidos anteriormente" (Rm3,24-25).
3.Prioridad de la acción de Dios
Dios actúa en Jesús por nosotros y para nosotros. Esta idea es fundamental en
el pensamiento de Pablo sobre la cruz de Cristo: "Porque en Cristo estaba Dios
reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los
hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliaci6n. Somos, pues,
embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de
Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!" (2 Co 5,19-20). No cabe expresar con
mas claridad la prioridad de la acción de Dios en el acontecimiento redentor.
La predicación cristiana primitiva concibe primordialmente el acontecimiento
de la cruz como el gran signo del amor de Dios: "En efecto, cuando todavía estábamos
sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos... mas la prueba de que
Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros"
(Rm 5,6.8). El evangelio de Juan expresa así la misma idea: "Porque tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que
tenga vida eterna" (Jn 3,16).
La cruz aparece, pues, prioritariamente en el Nuevo Testamento como un
acontecimiento de gracia que viene de Dios en Cristo. No es el acto de expiaci6n que
la humanidad ofrece al Dios airado, sino la expresión del amor apasionado de Dios que
se entrega y se abaja para salvar al hombre. Es Dios quien se acerca a nosotros en la
cruz. Con este giro producido en la idea de expiación y en el centro de la experiencia
religiosa, el culto y toda a existencia humana adquieren un nuevo sentido en la
perspectiva cristiana. El culto cristiano consiste sobre todo en acoger con
agradecimiento la salvación que Dios nos ofrece en su Hijo Jesús. De ahí que la
Eucaristía sea la mejor expresión de nuestra fe, "fuente y culmen de toda la vida
cristiana" (LG 11).
III. UNA MUERTE SAL V ADORA
La muerte, y mas concretamente la crucifixión de Jesús, esta en el centro del
credo. Es el primer acontecimiento que se menciona después de su nacimiento. El
símbolo de los apóstoles proclama que Jesucristo "nació de santa Maria Virgen,
padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado". Y el
credo de Nicea: "Y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de
Poncio Pilato; padeció y fue sepultado". Todo ocurre como si el suceso principal de la
vida de Jesús fuera su muerte.
1.Jesús murió por nosotros.
Esta fórmula, con sus variantes, atraviesa todos los escritos del Nuevo
Testamento. Aparece también en la confesión de fe mas antigua que nos ha llegado de
la primitiva comunidad: "Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras" (1
Co 15,3). No cabe hablar de la muerte de Jesús en cristiano sin poner en el centro esta
confesión de fe, juntamente con la de la resurrección.
Es oportuno señalar que el credo latino inserta aquí un "etiam" ("fue
crucificado también por nosotros"), porque comprende ya la Encarnación de Cristo
como el comienzo del acontecimiento redentor que culmina con la muerte y la
resurrección: "que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo".
La interpretación de la cruz de Jesús como padecida " por nosotros”, es decir,
en favor nuestro y en lugar nuestro, está sin duda motivada y provocada por el Cuarto
canto del Siervo de Yahvé (Is. 52,13-53,12). Solo a partir de este texto pudieron recibir
su iluminación la total entrega de Jesús en su vida publica y en su muerte, así como su
enigmática autoridad y su actuación.
Por lo demás, esta interpretación de la muerte de Jesús está en perfecta sintonía
con la predicación de Jesús que, desde el principio, proclama el perdón incondicional
de Dios para los que creen en él. Jesús aparece perdonando los pecados, comiendo con
los pecadores (signo de perdón y reconciliación), curando a los enfermos y
proclamando bienaventurados a los pobres. Indica con ello que esa es su misión
especifica, una misión con dimensiones universales. Así lo interpreta Pablo: "Porque
en Cristo estaba Dios reconciliando al Mundo consigo, no tomando en cuenta las
transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la
reconciliación" (2 Co 5,19).
2.La conciencia de Jesús sobre su misión.
Ante todo no siempre se plantea con suficiente profundidad esta cuestión ni se
hace justicia a los textos bíblicos. No pocas veces se hace una lectura parcial y sesgada
de la Escritura. como si se pudiera tapar el sol con un dedo.
Jesús tuvo que tener conciencia sobre la universalidad de su misión y sobre el
sentido de su existencia "por los otros” , lo que se llama su proexistencia. Así lo
revelan, par ejemplo, los textos de la última cena ("ésta es mi sangre de la Alianza, que
es derramada por muchos para perdón de los pecados": Mt 26,28) Y otros que hacen
referencia a su muerte. "Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado
estoy hasta que se cumpla!" (Lc 12.50). "Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,45). Estos
textos no pueden ser mera interpretación de la comunidad. Parece más lógico pensar
que reflejan lo que Jesús dejó traslucir a través de sus palabras o de su actuación.
Por otra parte, esta conciencia de Jesús acerca de su misión es compatible con
la turbación, y el oscurecimiento que sufrió en la Pasión hasta el punto de gritar: "Dios
mío Dios mío por qué me has abandonado?" (Mc 15,34). Esto quiere decir que Jesús
tuvo que ser consciente del contenido o sentido de su misión, pero que el modo de su
realización le quedó oculto. Y esta sencillamente porque el cómo de la realización "es
inimaginable desde fuera de la experiencia misma" (H. Urs von Balthasar).
Y es que reconciliar al mundo con Dios supone para Jesús la experiencia
interior de lo que es el pecado desde la perspectiva de Dios, como "privación de la
gloria de Dios" (Rm 3,23). Dice san Pablo, con una expresión atrevida, que Dios "a
quien no conoció pecado (a Cristo), le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a
ser justicia de Dios en él" (2 Co 5,21).
¿Quién podrá siquiera imaginarse lo que significa para Jesús cargar con el peso
del pecado de toda la humanidad a lo largo de la historia, experimentar en si mismo la
perversión humana que niega o rechaza a Dios? .
Estamos ante un misterio insondable, dificil de explicar. Los Padres de la
Iglesia hablaban del "'intercambio santo y maravilloso" entre el Hijo de Dios inocente
y el hombre pecador, de modo que Cristo anula en su carne nuestro pecado y crea un
hombre nuevo, haciendo la paz (cf. Ef 2,15).
3.Un escándalo permanente
Corremos el peligro de olvidar el choc profundo que tuvo que suponer para los
primeras discípulos la muerte en cruz de su maestro. Al tomar como emblema la .cruz
de Jesús, los primeros cristianos aceptaron un reto difícil, pues para ellos la cruz era un
patíbulo. Por eso los paganos se burlaban de ellos como adeptos de un mesías
ajusticiado. Un Salvador crucificado era una contradicción. No es extraño que los
autores del Nuevo Testamento tuvieran que hacer un gran esfuerzo par interpretar el
sentido de la cruz.
Es importante no minimizar el escándalo de la cruz de Jesús. Esa muerte sigue
siendo, a pesar de todo, en un primer nivel de lectura, un fracaso de su misión y el
signo palpable de que el pecado y el mal conservan por lo menos la penúltima palabra
en nuestra historia.
Sin embargo, el poder y la sabiduría de Dios pudieron desplegarse a sus anchas
en este suplicio de la cruz. Es porque el mismo Jesús transfiguró desde dentro el
sentido de la cruz y de la muerte: "Porque la necedad divina es mas sabia que la
sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, mas fuerte que la fuerza de los
hombres" (1 Co 1,25).
En todo caso, la cruz no es la exaltación del dolor, y menos la justificación de
las injusticias del mundo, de cualquier signo que sean. Es la obediencia filial al Padre y
su amor y solidaridad con los humanos lo que da sentido auténtico a la cruz de Jesús.
La muerte de Jesús se presenta como el encuentro o el choque de dos lógicas
contrapuestas: la lógica de Jesús que quiere mostrarnos el amor universal del Padre (a
costa de provocar la reacción violenta de los que se sienten cuestionados par él) y la
lógica del rechazo u obstinación de aquellos que están dispuestos a todo para quitarle
de en medio.
Igual que la luz acusa a la sombra, también la muerte de Jesús denuncia el
pecado que se hace patente en su cruz. "El diablo era homicida desde el principio" (Jn
8,44). Pero, al mismo tiempo y sobre todo, la muerte de Jesús es signo de la gracia. El
nos amó hasta el fin. "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó
hasta el extremo" (Jn 13,1).
IV. UNA MUERTE EN LOGICA DE SU VIDA
La significación más honda de la muerte de Jesús está en que Dios Padre
entregó a su Hijo a la muerte por todos nosotros (cf. Rm 8,32). En esa entrega reside la
singularidad de tal muerte y en ella se basa la confesión cristiana de la muerte
salvadora de Jesús.
Esto no impide ni invalida la lectura histórica de la muerte de Jesús, tratando de
averiguar las causas concretas y los factores de orden historico que provocaron la
condena y la ejecución. Par otra parte, Jesús no vivió de forma pasiva su muerte. Por
tanto, hay que preguntarse también par la actitud con que Jesús murió, es decir, ¿cómo
aceptó y vivió Jesús su muerte? Ahí están las tres líneas de fondo que constituyen la
trama de la cruz.
1.Jesús murió rechazado par los hombres.
Jesús fue ajusticiado. En su condenación participaron tanto las autoridades
religiosas de Israel como el poder político de Roma. Seguramente actuaron por
motivos distintos, pero ambos fueron responsables y la responsabilidad alcanza al
pueblo en su conjunto. Se puede decir que la causa principal de la condenación fue la
"pretension" de Jesús, manifestada en sus palabras y en su actuación. En el conjunto de
su actitud había algo inaudito y escandaloso que le hacia blasfemo para el Sanedrín,
convirtiéndose para la autoridad política en agitador popular o en peligro publico.
Jesús acogió con gratuidad absoluta y sin condiciones a los "pecadores" y
marginados, invitándoles en nombre de Dios a la mesa de su Reino. Tal
comportamiento invertía el orden entre la misericordia de Dios y la conversión del
pecador y, según los escribas, ponía en crisis los fundamentos éticos de la sociedad.
Además, Jesús pretendía devolver la voluntad salvadora de Dios a su pureza
original, relativizando "la tradición de los mayores" y reduciendo incluso la instancia
divina de la Ley a un segundo lugar. Fue, sin duda, una actitud revolucionaria. El
Reino de Dios, esperado par largo tiempo y anunciado muchas veces coma inminente,
se hacia presente en la palabra, en la actuación y en la persona de Jesús. Pero esa
reivindicación, ya de suyo insólita, adoptaba una forma chocante y escandalosa para
los representantes oficiales de la religión. El motivo que aduce el evangelio de Juan
para la condena de Jesús responde seguramente a la situación real de fondo:"Nosotros
tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios" (Jn
19,7; cf. 10,33).
2.Una muerte anunciada.
No podemos separar la muerte de Jesús de su vida anterior, pues es
consecuencia de ella. La actitud de Jesús tenía implicaciones graves desde el punto de
vista religioso: y dada la situación política y el significado de la religión para Israel
coma instancia integradora y sustendadora del pueblo, se podía temer con fundamento
el alboroto y la revuelta.
Es importante que, en esta lectura histórica de la muerte de Jesús, no se
difuminen las causas y los factores concretos que rodearon el acontecimiento. Jesús de
Nazaret es, desde este punto de vista, una víctima de los intereses y miedos de los
poderosos, así como de la debilidad de la gente humilde. Y es que el egoísmo, las
acomodaciones y la manipulación del nombre de Dios se resisten a ser
desenmascaradas.
Jesús anunció la buena noticia de la misericordia de Dios para todos e hizo un
llamamiento a un mundo nuevo donde los hombres vivan como hijos ante Dios y como
hermanos entre si. Pera esta llamada cayó en un mundo lleno de contradicciones y de
intereses creados: un mundo de ricos y pobres, de luz y tinieblas, de generosidad y
egoísmos, de espíritus abiertos y encallecidos. En esa situación, la predicación y la
actividad de Jesús fue signo de contradicción: buena nueva para los pobres y escándalo
para los ricos. Pobre y rico son aquí realidades concretas de carne y hueso, y al mismo
tiempo son también símbolo del que se abre al Reino o se cierra a él, a causa de su
autosuficiencia o de cualquier otra esclavitud que le encierra en si mismo. Ante la presencia de Jesús, fácilmente los defensores de la Ley se fueron endureciendo, y el
endurecimiento llevaría a lo peor.
Con todo, Jesús muere perdonando: "Padre, perdónales, porque no saben lo que
hacen" (Lc 23,34: cf. Hch 3,17-18:13,27: 1 Co 2,8). Esta ignorancia exonera en parte a
los participantes en la muerte de Jesús y les ofrece la oportunidad de pasar de ser
"asesinos del Autor de la vida" a destinatarios de la salvación. He ahí el gran misterio.
Esto nos debería llevar a considerar la hondura de la historia y los condicionamientos
de la libertad humana.
3.Jesús murió en obediencia a Dios.
El contenido central de la predicación y del comportamiento de Jesús fue el
Reino de Dios que llega. "Mi alimenta es hacer la voluntad del que me ha enviado y
llevar a cabo su obra" (Jn 4,34). Par ser fiel a esta misión, fue rechazado por el pueblo,
desilusionó a ciertos grupos inicialmente simpatizantes y fue perseguido por los
dirigentes. Sin duda, Jesús fue consciente del peligro que corría de ser eliminado vio-
lentamente, pero afrontó su destino con decisión Y sin temeridad, sin rebajar por eso la
radicalidad de su mensaje o las pretensiones personales implicadas en él.
La oración de Jesús en Getsemaní, tal como aparece en los evangelios, revela
una actitud profundamente humana y débil, nada heroica par cierto ( como pudo ser la
de Socrates), pero obediente a Dios y confiada en su misteriosa voluntad. "y comenzó
a sentir pavor y angustia. Y les dice: Mi alma esta triste hasta el punto de morir...; caía
en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora. Y decía: ¡Abba,
Padre!, todo es posible para ti: aparta de mi esta copa pero no sea lo que yo quiero,
sino lo que quieras tu" (Mc 14,33-36).
Mas adelante, los evangelistas ponen en labios de Jesús una serie de palabras
pronunciadas desde la cruz. La que sigue tiene todos los visos de ser histórica:
"Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la
hora nona gritó Jesús con fuerte voz: Eloi, Eloi, ¿lema sabactani?,-que quiere decir-,
¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?.Es el comienzo del salmo. 22.
(Mc 15,33-34}.Como en la oración del huerto, encontramos aquí la expresión del dolor
y del abandono, así como de la confianza filial (aunque esta actitud se subraya con
mas claridad en otras palabras: cf. Lc 23,44-46).
Jesús invoca al Padre cuyo Reino ha anunciado y cuya intimidad tan
hondamente ha sentido como Hijo... y el Padre calla. Este silencio es signo de la
trascendencia de Dios que de esta forma abre espacio para una entrega incondicional.
Jesús se esta hundiendo en las aguas de la muerte y solo puede apoyar su vida sobre la
roca que es Dios. Jesús se entrega al Padre, hacia El muere, sin poder controlar el
término de caída.
Ante la muerte de Jesús no cabe la indiferencia. Por eso preguntamos: ¿Es el
Hijo de Dios, o es un pretencioso, un ingenuo o un blasfemo?. Sólo la resurrección
aclararía estas preguntas: efectivamente, en su muerte Jesús fue acogido por su Abba
(el Dios de Israel) que le confirmó como su Hijo único y como Salvador universal.
Jesús muere dejando el juicio definitivo en manos de Dios. No hay ningún
indicio de que, ante la dureza de la hora, se quebrara en su fidelidad y confianza en
Dios. Los primeras cristianos repetirán que murió como un cordero, que se entregó
voluntariamente a la muerte obedeciendo la voluntad de Dios. "Se humilló a si mismo
obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2,8). "El cual (Jesús), habiendo
ofre- cido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y
lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y
aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia" (Hb 5,7-8; cf. Rm
5,19; Hb 10,5-10; 1 P 2,20-25).
En la muerte de Jesús se dan cita la libertad y el endurecimiento de los
hombres, la obediencia y fidelidad de Jesús a su Padre, y el insondable amor de Dios
Padre. Me queda par tratar este ultimo aspecto: la muerte de Jesús como la entrega que
hace Dios Padre de su Hijo para la salvación del mundo.
V. DIOS ENTREGA A SU HIJO POR AMOR
Se pueden hacer diversas lecturas de la muerte de Jesús. Fundamentalmente,
hay una lectura histórica y una lectura teológica. Dentro de la lectura teológica hay dos
grandes preguntas: ¿Cómo vivió Jesús su muerte, qué sentido le dió? Y, por otra parte,
¿qué hacia el Padre en la muerte de Jesús? Me ceñiré a esta ultima cuestión.
1.Dios entregó a su Hijo a la muerte .
"Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea
en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). Este es el punto decisivo de la
cuestión que nos ocupa. Hacia aquí tienden las lecturas que hemos hecho hasta ahora
de la muerte de Jesús. En realidad, estamos ante un misterio insondable. Es como una
luz que ciega por la intensidad de su resplandor. Por eso a los primeros cristianos (y a
todos los que les han seguido) les costó tanto trabajo comprender la muerte de Jesús.
Hay indicios mas que suficientes para caer en la cuenta de que la piedra de
toque fue, ante todo, el hecho mismo de la muerte en su concreción histórica. En el NT
aparece con frecuencia la expresión "es necesario" o "conviene", que remite
veladamente a Dios como sujeto (cf. Lc 9,22; 24,26; 24,44; Heb 2,10). Esto quiere
decir que la muerte de Jesús no fue cuestión de azar, ni fue sólo resultado del choque
de factores intrahistóricos. El NT dice que tuvo que ver con la voluntad salvifica de
Dios. Es lo que dice Jesús a los discípulos de Emaús: "¡Oh insensatos y tardos de
corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!. ¿No era necesario que el Cristo
padeciera eso y entrara así en su gloria? Y, empezando por Moisés y continuando par
todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras" (Lc 24,2527).
Por la referencia a la Escritura, el sufrimiento y la muerte de Jesús son
integrados en el plan de Dios. Es decir, la muerte de Jesús es iluminada desde la
Escritura, de modo que su destino queda integrado en el designio salvador de Dios.
Mas allá de los hombres que le matan, más allá de Jesús que acepta morir en
obediencia a Dios, está el Padre entregando a su Hijo, como Señor de la vida y de la
muerte.
Pero este designio salvador de Dios no se realiza en una zona abstracta,
desconectada de la historia de los hombres. De ahí la pregunta: ¿ Cómo, en concreto,
es designio de Dios que Jesús haya muerto y haya padecido tal muerte? Aquí entramos
en confrontación con el pecado del mundo y del hombre. En la Escritura encontramos
la figura del justo perseguido, los profetas rechazados y un personaje misterioso,
llamado el Siervo de Yavé (cf. Is 52,13-53,12). No par azar el NT recurre a estas
figuras para explicar la muerte de Jesús. y es que todo hombre fiel a Dios, que dice y
practica la verdad, es siempre una seria interpelación. Es por ello que fácilmente se encuentra con el rechazo y con la persecución, y corre incluso el riesgo de ser quitado de
en medio. Ahora bien, la voluntad de Dios es la fidelidad hasta el fondo, aunque esa
fidelidad sea puesta a prueba e incluso crucificada. Par esta razón, el designio de Dios
pasa de hecho también por la muerte de sus fieles. Dios no quiere en si la muerte, pero
quiere la fidelidad total en medio de un mundo transido por la mentira, el egoísmo y la
injusticia.
2.Una muerte salvadora.
La muerte de Jesús ha sido querida por Dios en favor de los hombres. Dios
entregó a su Hijo a la muerte por nosotros. "El que no perdonó a su propio Hijo, antes
bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las
cosas? (Rm 8,32). Jesús murió para salvarnos como repite sin cesar el NT. bajo
diversas variantes. Y Jesús es nuestro Salvador en las dimensiones ultimas y radicales
de la existencia humana. En su muerte fue vencida nuestra muerte y en su resurrección
hemos resucitado todos. En la Pascua de Jesús se abren las puertas de la vida y se
ofrece la" posibilidad de una existencia nueva con el perdón de los pecados (cf. Ap
1,17-18: Hch 2,38). En esta línea dice Pablo: "A quien no conoció pecado, le hizo
pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Co 5,21).
A esos niveles últimos y profundos hace referencia el "por nosotros" de la
muerte de Jesús, que es algo esencial a la fe cristiana. Jesús ha muerto por nuestros
pecados, en cuanto que nuestro endurecimiento hizo inevitable su muerte. Además,
Jesús ha muerto en lugar nuestro, no porque elimine nuestra libertad, sino porque ha
hecho posible una libertad liberada y una nueva forma de existencia. Por fin, Jesús ha
muerto en favor nuestro, puesto que su muerte nos ha reconciliado radicalmente con
Dios. "Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en
cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la
reconciliación" (2 Co 5,19).
Estamos en lo más hondo del misterio. Solo la razón fortalecida e iluminada por la
fe puede proyectar algo de luz sobre este misterio de la muerte de Jesús. En todo caso, para
evitar simplificaciones Y posibles estrechamientos, es necesario tomar en serio y conjugar
entre si la libertad de los hombres, la voluntad salvifica de Dios y la obediencia fiel y
solidaria de Jesús.
3.El silencio de Dios.
Dios calla en la muerte de Jesús. Ese silencio es el mejor signo del respeto a la
libertad humana (deja que los hombres maten) y es, al mismo tiempo, un espacio abierto
para la entrega del Hijo.
Jesús murió, no porque Dios no se percatara de ello o no hubiera escuchado su
oración ante la muerte, sino parque amó al hombre en la historia de su libertad. La libertad
humana respetada par Dios se cobró el precio en la muerte de Jesús, y Dios amó a su Hijo
hasta el límite del riesgo que implica la libertad.
La muerte de Jesús es, por otra parte, la culminación de la encarnación del Hijo de
Dios. Jesús no jugó a ser hombre, sino que fue hermano y solidario nuestro hasta la muerte.
Ser privado de la muerte hubiera sido una encarnación aparente.
Finalmente, la muerte de Jesús sólo se entiende cabalmente a la luz de la
resurrección. Después de la resurrección de Jesús, esa muerte tuvo que ser integrada en el
designio salvifico de Dios. Esto quiere decir que tenemos que corregir la imagen que
tenemos de Dios a la luz de la muerte y resurrección de Jesús, como lo tuvieron que hacer
los primeros cristianos. En la cruz del Calvario el cristiano descubre que Dios ama
infinitamente a Jesús y que ama también hasta las últimas consecuencias (hasta entregar a
su Hijo a la muerte) al hombre. La liturgia de la Iglesia ha condensado este misterio en
frases vigorosas, como éstas del Pregón Pascual. "¡Qué asombroso beneficio de tu amor por
nosotros!. ¡ Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al
Hijo! Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡ Feliz
culpa que mereció tal Redentor!" .
En la muerte de Jesús, Dios no estaba pasivo, sino que estaba ofreciendo
gratuitamente la esperanza de la nueva vida a los pecadores. Porque la muerte de Jesús es la
oferta gratuita de la gracia, es la misericordia creadora de un hombre nuevo. En Jesús
muerto y resucitado Dios ha invertido la situación de la humanidad.
(Continuará...).
J. Lizarralde cp.
Palabra y palabras desde la Cruz.
”Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?”.
P.Pablo García Macho cp.
Este artículo lo forma la
introducción de la próxima obra del P. Pablo García. Es una
reflexión sobre las siete palabras de Jesús desde la cruz
recogidas por los textos evangélicos. Hemos escogido la cuarta
“palabra”. Su reflexión está llena de teología y de vivencia
religiosa profunda. Le agradecemos la generosidad de esta
primicia.
INTRODUCCION
Toda la predicación y todas las enseñanzas de Jesús son la Buena Noticia de la
salvación y nos guían y orientan en nuestra vida de creyentes. Del Evangelio, sin embargo,
podríamos destacar algunos momentos especialmente significativos, como cuando Jesús
nos enseñó la tan hermosa parábola del hijo pródigo, el padrenuestro o las
bienaventuranzas, de las cuales se ha dicho que, aunque se perdiera todo lo demás del
Evangelio, nos quedaría en ellas lo esencial del mismo. También el discurso de la Última
Cena, antes de su pasión, considerado tantas veces como su testamento.
Sus mejores enseñanzas, sin embargo, el verdadero testamento de Jesús y donde
extremó todas las reglas de la pedagogía fueron las palabras o frases que él dijo desde la
cruz, porque fueron las últimas y porque, a las enseñanzas orales, unía el ejemplo y la vida,
algo más convincente siempre que todas las palabras, por muy elocuentes que sean.
Por eso, bien puede decirse que la cruz es la verdadera y más auténtica cátedra de
Jesús. No fueron largos discursos, ni elocuentes clases de teología o de vida cristiana, ni
siquiera muchas palabras. En realidad fueron únicamente siete, pero de la más alta
sabiduría, de la sabiduría de Dios. Ellas son un compendio maravilloso y vivencial de toda
su doctrina, que es el Evangelio, esto es, la Buena Noticia de la salvación.
Jesús, la Palabra del Padre, está resumido en una sola palabra: AMOR. Se encarnó y
se hizo hombre por amor. Y lo que enseñó siempre, de palabra y de obra, fue el amor,
aunque, como hermosamente dice san Pablo de la Cruz, “la obra más grande y maravillosa
del amor de Dios es la pasión de Jesús”.
La palabra de la cruz.
La cruz es ya en sí misma una palabra de Dios; la cruz como el patíbulo más atroz,
reservado a los esclavos; la muerte en la cruz, como la peor de las ignominias y de las
desgracias. Por eso en el Verbum Crucis hemos de ver no sólo lo que nos enseña, sino
también y sobre todo qué es, para Dios y para nosotros los hombres, la cruz.
Aquí trataremos únicamente de las siete palabras o frases que dijo Jesús desde la
cruz, no de todas sus enseñanzas, ya que desde la cátedra de la cruz nos enseñó no sólo con
sus palabras, sino también, e incluso más, con su silencio y con el ejemplo de tantas y
tantas virtudes como practicó hasta morir así por nosotros.
Cada una de sus palabras descubre un aspecto de este misterio único que supera
cualquier otra palabra y es capaz de dominar todas las agonías de los hombres y de los
pueblos. San Lucas fue el único que nos ha transmitido estas tres palabras de Jesús desde la
cruz: la primera, Padre, perdónales porque...; la segunda, Hoy estarás conmigo en el
paraíso, y la última, Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Juan es igualmente el
único que nos transmitió otras tres: la tercera, Mujer, he ahí a tu hijo; la quinta, Tengo sed,
y la sexta, Todo está consumado. Marcos y Mateo nos recuerdan solamente la cuarta: Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Uno se siente como turbado cuando piensa en el modo casi accidental como nos han
llegado estas palabras. Parece como si, arrojadas al viento para que se dispersaran por el
mundo, hubieran sido recogidas por casualidad por parte de los testigos. Pero bien sabemos
que una sola de ellas, penetrada en su profundidad, bastaría para abrir ante los ojos de la fe
el abismo sin fondo del misterio de la redención.
“Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo”, canta
cada año la Iglesia en la liturgia del Viernes Santo. Es la teología del Dios crucificado, que
sufre en la cruz y prolonga su pasión en el viacrucis de los millones de crucificados.
Durante su pasión, Jesús habló poco, muy poco. A Pedro, después de las
negaciones, no le habló, solamente le echó una mirada cariñosa y de perdón. Durante la
flagelación, nada. En la larga coronación de espinas y las burlas que la acompañaron, nada.
A Herodes, también nada. Impresionan esas palabras del Evangelio de San Mateo “Pero
Jesús callaba” (26, 63).
En cambio, en la cruz habló y podríamos decir que habló mucho. Con el malhechor
crucificado con él y arrepentido, con su Madre y con Juan, su discípulo amado. Pero sobre
todo habló con Dios. Unas veces para pedir, otras para expresarle su soledad y abandono y,
la última vez, para encomendarle su alma.
Ante Jesús que habla desde la cruz, yo te invito no tanto a bajar la mirada hacia lo más
sucio de ti mismo, cuanto a levantarla sin miedo hacia la cruz, donde el amor de Dios se
nos está manifestando de forma tan apabullante, y escuchar. Así, con los ojos fijos en el
Crucificado, descubriremos la realidad de nuestro pecado, pero la veremos reflejada en
quien es todo misericordia. Al conocerle a él, nos descubriremos también a nosotros
mismos como seres locamente amados y totalmente perdonados. Es una experiencia
dolorosa y a la vez sumamente dulce, porque se trata del reconocimiento del amor de Dios
en nuestras vidas, incluso cuando esas vidas se apartan de él. Cuando yo estaba pecando,
Dios me estaba amando. Y me estaba ya perdonando.
Cuando miramos a la cruz, somos también mirados desde la cruz por unos ojos que,
al estar en alto y ser de Dios, lo penetran absolutamente todo y hacen innecesaria cualquier
palabra que pudiera brotar de nuestros labios.
“Mis palabras no pasarán”.
Cristo, vas a pronunciar tus últimas palabras. Piénsalas bien, pues las dices desde la
cruz. Mídelas bien, ya que son frente a la muerte. Pésalas bien, puesto que son tu
testamento. Mira que vas a decir tu última palabra. Aunque tú, siempre que hablas,
pronuncias sobre todos los problemas y situaciones la última palabra. Tú mismo eres la
última palabra de todas las cosas.
Con estas últimas palabras resumes, cierras y rubricas todas las que has pronunciado
durante tres años de campaña apostólica.
En la cruz fueron solamente siete. Siete frases que se reparten entre sí, como tus más
codiciados vestidos, los cuatro evangelistas. Cada cual según su gusto y predilección. Tres
en exclusiva son de Lucas: las más humanas: los pecadores, los ladrones, tu refugio en el
Padre. Otras tres, también en exclusiva, son de Juan, las más íntimas: tu madre y el
discípulo, la sed, tu empresa cumplida. Marcos y Mateo coinciden en la elección de una
misma y sola palabra, la más incomprensible y misteriosa: Por qué Dios te ha abandonado.
Aquí reunimos las siete en un solo racimo, para saborearlas luego mejor y más
sosegadamente una por una.
“Los cielos y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24, 35), habías
dicho ya anteriormente. Y ante la desbandada de los que te volvían la espalda
escandalizados por tus palabras, exclamó Pedro, tu primer Papa: ¿Y adónde iremos, Señor,
si eres tú el que tienes palabras de vida eterna? (Jn 6, 68).
“Los judíos - dirá el apóstol Pablo- buscan milagros, los griegos (esto es, los
paganos de su tiempo) sabiduría, pero nosotros predicamos a un Cristo crucificado” (1 Cor
1, 22s). Así le vamos a contemplar aquí, crucificado, para escuchar sus siete últimas
palabras pronunciadas precisamente desde la cruz.
Pero para entender lo que Jesús nos dice, hemos de ponernos en espíritu de oración
y de fe, recogernos espiritualmente y orar en unión con María su madre, que estuvo al pie
de la cruz cuando él habló.
Yo te invito a contemplar, escuchar, meditar y aplicar a tu vida personal las palabras
postreras, el testamento que nos dejó el Señor para ayudarnos a recorrer bien el camino de
la vida y trabajar por devolver a la historia el rostro de la nueva humanidad, nacida en el
misterio pascual, que es la pasión, la muerte y la resurrección del Señor.
Oración a Jesús en la cruz.
Jesús, tus últimas palabras desde la cruz nos las has dicho a todos. Me las
has dicho también a mí. Déjalas que penetren en mi corazón. Bien profundo. En lo
más hondo del alma. Para que yo las comprenda. Para que no las olvide, sino que
las viva y sean siempre fuerza en mí.
Un día, después de mi muerte, tú me hablarás personalmente a mí. Y esas palabras
marcarán un comienzo eterno y un final sin fin.
Oh Señor, concédeme que entonces, en mi muerte, pueda oír de ti palabras de
misericordia y de amor.
4ª PALABRA: "DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?”
Si has asistido a algún moribundo, habrás podido comprobar cuánto le aterra la
soledad al tener que cruzar ese túnel oscuro que es la muerte. El moribundo siente pánico a
pasarlo solo y por eso emplea sus últimas energías para agarrarse fuertemente a la mano del
que le acompaña más de cerca. Y le espanta la oscuridad: quiere luz, mucha luz, y puertas y
ventadas bien abiertas.
También Jesús tuvo pánico al llegar ese momento supremo de su vida, le espantaron
las tinieblas que se echaron sobre todo el Calvario ese mediodía, y sintió terriblemente la
soledad y el abandono en que se encontraba hasta de su mismo padre Dios. Nos lo cuenta
así el Evangelio:
Al llegar el mediodía, toda la región quedó sumida en tinieblas hasta las tres. Y a eso
de las tres, gritó Jesús con fuerte voz: -"Eloí, Eloí, ¿lema sabaktaní?”, (que quiere
decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"). (1)
La frase más desconcertante del evangelio.
Si tuviéramos que elegir en todo el Evangelio la frase más desconcertante,
tendríamos que escoger ésta de Jesús desde la cruz: -“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”
Estas palabras de Jesús han conmovido a los santos durante siglos y han
desconcertado a los mejores teólogos y escrituristas. Además no fue simplemente decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, fue un grito que sigue resonando a
lo largo de toda la historia.
En el Calvario había un gran silencio y fue entonces cuando Jesús, haciendo un
esfuerzo que parece imposible, se incorporó en la cruz, llenó de aire sus pulmones y gritó
con voz potente: -“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Desde la hora sexta -precisa el evangelista-, es decir, desde el mediodía, las tinieblas
han cubierto la tierra. A las tres primeras palabras, parece que les sigue un largo intervalo
de silencio, pero, a la hora nona, Jesús se da cuenta de que le llega la hora de la muerte y
comienza a pronunciar la primera de sus cuatro últimas palabras.
Su queja de abandono, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, ¿no
es quizás una confesión suprema de Jesús? ¿No les está dando la razón a los más atentos y
los más vigilantes de sus enemigos? ¿No parece evidente que Jesús muere como un
maldito, como un abandonado de Dios?
Ha sido condenado por los jefes, en nombre de la religión y de la ciudad, como
sedicioso y blasfemo. La muchedumbre grita contra él, se lo entrega a los extranjeros, se lo
iguala a los criminales comunes. Un discípulo le ha traicionado, otro ha renegado de él,
prácticamente todos le han abandonado.
Este momento en el que se encuentra sin ningún apoyo, es el que el Padre espera
para despojarlo interiormente y dejar que sobre su corazón caiga el peso de una angustia
indecible. Entonces, como si la prueba fuera excesiva y sus fuerzas de resistencia
estuvieran a punto de acabarse, Jesús reúne esas fuerzas y grita con voz potente: “Dios mío,
Dios mío, ¿Por qué...?” Es de notar que ya no dice Padre, como en la primera palabra.
Aquí dice sólo “Dios”: “Dios mío, Dios mío...”
Palabra fatal ésta de Jesús. ¿Por qué la pronunció? ¿Por qué no la retuvo en su
pecho? ¿No sabía que se servirían de ella contra él? ¿Cómo podrán sus contemporáneos ver
en este hombre, agotado por el dolor, al Mesías que finalmente tenía que liberar al pueblo
de sus humillaciones multiseculares? ¿No es dar argumentos a los que más tarde negarán su
divinidad? Porque, si es hijo de Dios, ¿cómo puede decir que “su” Dios le ha abandonado?
¿Por qué gritó Jesús?
Otro punto digno de destacarse aquí es que el Evangelio dice que Jesús gritó. ¿Por
qué gritó? ¿Qué nuevo género de tormento es éste? Jesús había sudado sangre en el huerto
de los olivos... sin gritar. Había soportado la flagelación... sin gritar. Había sufrido sin
gritos el ver sus manos y sus pies traspasados por los clavos. ¿Por qué grita ahora? ¿Por qué
grita en lo más fácil: terminar de morir?
Inconmensurable, escandaloso el sentimiento de abandono que Jesús debió sufrir en
la cruz. Tan escandaloso, tan impresionante, que la comunidad primitiva no se atrevió ni
siquiera a tocar sus palabras. Por eso las transmitió en su lengua aramea, tal como las gritó
Jesús: -“Eloi, Eloi, lema sabáctani?” Aunque también las tradujo para sus lectores griegos
convertidos: -“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Los que estaban junto a la cruz oyeron este grito del crucificado y reaccionaron con
lo que parece ser su último tormento. Malentendiendo la palabra hebrea “eli” (=Dios mío)
de Jesús, la confundieron con la palabra “Elías“. “Está llamando a Elías”, se dijeron. Es
difícil conocer si el Evangelio de Mateo presenta este malentendido intencionadamente o
no. Lo cierto es que el gran profeta Elías había salvado de la muerte a la viuda de Sarepta y
a su hijo, que hubieran perecido de hambre, y más tarde, muerto éste, se lo resucitó (cf. 1
Reg 17, 7-23). Por todo esto, el profeta Elías era tenido, en la tardía tradición judía, como el
“santo patrón” de las causas perdidas. Para ver si, mientras tanto, venía Elías a socorrerlo,
acercaron a los labios resecos de Jesús una esponja con vinagre para alargarle un poco la
vida.
En la intensidad de su dolor y en lo espantoso de su soledad y abandono, Jesús
invoca por dos veces a Dios como suyo: Dios “mío”, Dios “mío”, y Dios se muestra
totalmente ajeno; le invoca como presente o al menos cercano, pero le siente del todo
ausente y lejano.
Jesús se dirige a Dios con la familiaridad del “tú”, y Dios parece no tener nada que
ver con él; le pregunta terriblemente angustiado, pero no recibe respuesta; le propone
cuestiones: “¿por qué...?”, y todo queda sin resolver. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?”
Sí, ¿por qué?
¿Por qué me has abandonado?
Los comportamientos del Verbo, respecto de su naturaleza sensible, son
desconcertantes. Unas veces la elevan con repentinos transportes y exclama: “Te bendigo
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y
prudentes y las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25). En el momento de la
transfiguración, irrumpen de repente sobre esa naturaleza los torrentes de gloria
acumulados en su alma por el ininterrumpido gozo del amor y de la visión beatífica. Otras
veces, por el contrario, la llevan a una tiniebla terrible, aparentemente queda sin apoyo,
abandonada, sumergida por la amargura de la expiación que debe dar a Dios a cambio de
las iniquidades infinitas de la historia de la raza humana. Así, en el huerto de los olivos,
Jesús “comenzó a sentir terror y abatimiento, y les dijo: Triste está mi alma hasta la
muerte. Quedáos aquí y velad. Y decía: Abba, Padre, todo te es posible, aparta de mí este
cáliz” (Mc 14, 33-34.36).
El abandono de Jesús en la cruz es un misterio que emociona siempre y, al mismo
tiempo, llena de consuelo. Porque, ¿quién no se ha sentido muchas veces abandonado de
los hombres y... hasta de Dios? ¿Y quién no ha visto a muchos otros hombres y mujeres
que se sienten igualmente abandonados: maridos sin trabajo, enfermos desahuciados (saben
que tienen cáncer terminal, o sida), padres buenos cuyos hijos no corresponden (la hija
soltera queda en estado, el hijo resultó un calavera, un terrorista, un drogadicto, o...). –
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
O en la nueva variante de la parábola del hijo pródigo, todavía más triste, porque
ahora es el padre el que se va de casa para gastarse todo y a sí mismo con queridas, y a los
hijos y a la madre "nos ha dejado abandonados". ¿Por qué?
¡Cuántas veces nosotros nos sentimos también solos, abandonados hasta por
aquellos a los que hemos hecho tanto bien, por los que nos hemos sacrificado tanto en la
vida; hasta por aquellos que han sido más íntimos nuestros o tienen más obligación de
acompañarnos y ayudarnos: los padres, los hijos, el esposo, la esposa, el novio, la novia,
nuestros mismos superiores religiosos!
Entonces nos preguntamos: -¿Por qué? Y no encontramos respuesta. Les
preguntamos: -¿Por qué? Y su repuesta es el silencio, el abandono.
Jesús en la cruz tuvo que sentirse terriblemente defraudado y dolorido ante el
abandono de la gente a la que tanto había querido y a la que tantos favores y hasta milagros
había hecho. Los muertos resucitados, los enfermos curados, los pecadores defendidos y
perdonados, los..., ahora ¿dónde están?
Más decepcionado y defraudado todavía de sus discípulos. Después de haberles
elegido y cuidado con tanto cariño durante tres años, después de tantas promesas de
fidelidad por parte de ellos, allí no puede ver más que uno. Los otros once, ¿dónde están?
Pero lo que más lacera su corazón es el abandono misterioso del Padre. Tanto, que
no puede menos de exteriorizarlo. Tan grande es, que su dolor le obliga a gritar con fuerza con desesperación, pensarían los soldados que le custodiaban y lo oyeron-, “Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?”
Según el teólogo judío Pinchas Lapide, el “¿por qué?” de Jesús es, en el Evangelio
de San Mateo, “madúa” y, en el de San Marcos, “lama”. En Mateo se referiría al motivo
del abandono, al pasado: “¿Qué he hecho yo, qué puedo haber cometido para que me
hayas abandonado?” En Marcos al futuro, a la finalidad, al objetivo: “¿A qué fin, qué plan
tienes para dejarme así abandonado, qué bien puedes recabar tú de esto?”
Jesús no cuestiona a Dios, antes bien lo invoca con reiteración y como a algo muy
suyo: ¡Dios “mío”, Dios “mío”! Pero en el estado tan lastimoso en que se encuentra, no
puede menos de proponer cuestiones a Dios. Él no sabe la respuesta; Dios sí, pero no la da;
se oculta y calla. ¡Abandonado de Dios, de un Dios-Padre del que Jesús ha revelado al
mundo el rostro luminoso y el corazón bueno, colmado de ternura infinita!
Visión beatífica y abandono de Dios.
Durante su agonía en el huerto de los olivos, Jesús suplica y dice Abba, “Padre”. En
este momento de su pasión no suplica, se lamenta por haber sido abandonado. Y según ya
se ha indicado, dice solamente: “Dios mío, Dios mío”, como si los lazos de la filiación no
se sintieran ya. En la agonía de Getsemaní se le apareció un ángel del cielo confortándolo
(Lc 22, 43). En la cruz, el cielo parece sordo a su lamento.
¿Acaso no dice San Pablo que Jesús se convirtió por nosotros en maldición? “Cristo
nos redimió de la maldición de la Ley haciéndose él mismo maldición por nosotros, porque
está escrito: Maldito el que está colgado de un madero” (Gál 3, 13). ¿No dice además que
Cristo se hizo por nosotros pecado? “Al que no conoció pecado, (Dios) lo hizo pecado en
lugar nuestro para que seamos justicia de Dios en él?” (2 Cor 5, 21). ¿Qué significan
estos textos?
Jesús no es un maldito, es el Hijo predilecto en el que Dios se ha complacido (Mt 3,
17). Pero, por nosotros, se ha hecho maldición. Jesús no es pecador, es santo, inocente, sin
mancha, separado de los pecadores, elevado más alto que los cielos (Heb 7, 26). Pero, por
nosotros, Dios lo hizo pecado (2 Cor 5, 21). Y en estos momentos se sintió completamente
abandonado hasta de Dios.
Ahora bien, la gran cuestión que nos podemos plantear aquí es cómo compaginar la
visión beatífica con una tal agonía y abandono de Cristo. Es el fondo del misterio de la
encarnación. Ante este misterio, nosotros no podemos sino callar y adorar. Santo Tomás
trata, sin embargo, de abrirnos el camino para ayudarnos a entender algo de él. El Doctor
Angélico dice que la parte superior del alma de Cristo estaba en el paraíso, mientras que las
potencias inferiores estaban en el tormento, como cuando una gran montaña está bañada en
la cumbre por el sol naciente, mientras que su base permanece todavía en la tiniebla. En La
subida al monte Carmelo, San Juan de la Cruz trae esta cuarta palabra para invitar a las
almas, a ejemplo de Cristo, a morir a la naturaleza tanto sensible como espiritual.
¿RECITABA JESÚS EL SALMO 22 (VULGATA 21)?
Las palabras “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” son el comienzo
del Salmo 22, que describe proféticamente las palabras del Justo en su gran tribulación.
Por un lado, es una especie de pregunta que el Justo hace al cielo y, por otro, es la
respuesta que el Justo da a los de su pueblo que le persiguen. Por una parte, es una
lamentación desgarradora que sube hacia Dios y, por otra, una terrible acusación que pesa
sobre la justicia y sobre los tribunales de los hombres. Es el gran gemido de una
sensibilidad agotada por el dolor y es también la última y solemne advertencia de una
voluntad que, dominando el dolor y preocupada por librar las almas de la perdición, las
confía misericordiosamente al juicio de los profetas.
Este Salmo 22 describe las pruebas del Justo con una visión tan penetrante, que
predice, con siglos de anticipación y con precisión sorprendente, el suplicio del Justo por
excelencia, del Mesías.
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¿Por qué no escuchas mis gritos y me salvas?
Dios mío, de día clamo y no respondes, también de noche y no hay respuesta para mí”
(vv. 2 y 3).
Lo que esas palabras son para el salmista y lo que son para los enemigos de Jesús.
Pero el Salmo 22 es también un canto de esperanza. La exclamación del comienzo,
“Dios mío, Dios mío, etc.” es un grito de dolor, no un grito de desesperación. Como los
violentos sollozos de Job y de Jeremías, dice el desconsuelo del alma que siente que ha
llegado a los límites de la propia resistencia y que reúne sus fuerzas para gritar a su Dios:
“Dios mío, Dios mío...”
En el corazón del salmista es un grito de angustia, no de rebelión, y el comienzo de
un canto de esperanza mesiánica. En el corazón del Mesías, cuando él intencionadamente
dice estas mismas palabras dándoles toda su inimaginable profundidad, ¿cómo iban a ser un
grito de desesperación? Son una súplica desgarradora que sube hasta el cielo. Son también
una solemne advertencia para sus enemigos.
Para los del partido de los sumos sacerdotes y de los escribas que están cerca de la
cruz, es claro que Jesús muere como un maldito. Se apropió títulos insensatos, blasfemó, se
creyó un Mesías e Hijo de Dios. Ahora, finalmente, reconoce que Dios lo ha abandonado.
Sí, Jesús se lamenta, pero estaba predicho. Eran las primeras palabras de un salmo
que ellos sabían de memoria, es decir que el Justo, en medio de sus sufrimientos, se
lamentaría con esas mismas palabras por sentirse abandonado de Dios.
Poco antes, sus enemigos habían dicho burlándose de él: “Ha salvado a otros, no puede
salvarse a sí mismo. ¡El Cristo! ¡El Rey de Israel! Que baje ahora de la cruz para que lo
veamos” (Mc 15, 31-32). Los soldados que habían crucificado a Jesús habían dividido sus
vestidos en cuatro partes y habían echado a suertes su túnica. Que es lo que el Justo decía
ya también en el Salmo: “Se dividieron mis vestidos y echaron suerte sobre mi túnica”.
¿Cómo es que esos hombres, que conocían tan bien las Escrituras, no han visto la terrible
ambivalencia de estas palabras que Jesús grita ahora desde la cruz?
¿Son en realidad una confesión de desesperación?
¿No serán tal vez la lamentación del Mesías?
La muerte de Jesús ¿es en verdad la de un insensato, la de un maldito?
¿No será más bien la muerte del Justo de quien habla el Salmo?
¿Son ellos los que hacen justicia a Dios o son, más bien, unos asesinos y nada menos que
los asesinos del Mesías?
Almas que se sienten también abandonadas.
Una idea aproximada del sufrimiento de Jesús al sentirse abandonado del Padre en
la cruz nos la ofrecen los siervos de Dios que, sometidos a la durísima prueba mística de la
noche oscura, parangonan su martirio con la pena de los condenados al suplicio eterno del
infierno, esto es, a la pérdida total y definitiva de Dios. San Pablo de la Cruz, fundador de
los religiosos pasionistas, pasó más de cincuenta años de abandono expiatorio y redentor
con Cristo en la cruz, caso único en la vida de los santos. Según testigos presenciales,
desgarraba el corazón oírle exclamar en su ancianidad: “¡Estoy abandonado! ¡Estoy
abandonado! ¡Estoy abandonado!”
Hasta qué punto algunas almas han participado en el abandono de Jesús en la cruz,
lo vemos también en algunos santos sometidos a grandes pruebas y tentaciones en su vida
ascética. Un ejemplo de ello lo tenemos en San Antonio Abad allá en el desierto, tal como
nos lo cuenta la “Leyenda áurea” y anteriormente la vida del santo escrita por San Atanasio.
Atacado allí despiadadamente por los demonios en forma de fieras feroces, con su alma
atormentada con las mayores tentaciones y su cuerpo horriblemente maltratado y todo
cubierto de llagas hasta el extremo de su resistencia, el Abad San Antonio se quejaba así al
Señor: “Ubi eras, Jesu bone, ubi eras? Quare non adfuisti ut sanares vulnera mea?” Que
traducido sería: “¿Dónde estabas, Jesús bueno, dónde estabas? ¿Por qué no acudiste a
curarme las heridas?” Es otro modo de exclamar Jesús, ahora en los miembros de su
cuerpo místico, como exclamó en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”
Otra clase de personas que se sienten terriblemente abandonadas son algunos
ancianos, especialmente cuando les fallan ya los sentidos, la vista, el oído. Si no tienen la
cercanía y hasta el contacto físico de los suyos, se ven con frecuencia sumergidos en la más
oscura soledad y tiniebla. Por eso hay que acercarse más a ellos y mostrarles cariño y
comprensión. Nunca olvidaré a aquel anciano ciego y enfermo, sentado todo el día a la
puerta de casa, a veces con frío, porque, según su nuera, “tenía que tomar el aire”, pero en
realidad era porque dentro estorbaba. ¡Cuánto aprendí de él cuando, al pasar por allí, me
detenía y estaba un ratito hablando con él y haciéndole compañía!
También hay épocas de la historia en las que Dios parece abandonar no solamente al
alma, sino también a un instituto religioso en particular o incluso a la misma Iglesia. Tal
vez sea éste el momento por el que estemos pasando actualmente. Y hay almas que lo
sienten, lo experimentan más, y sufren mucho. Pero tratan de ser fieles en medio de estas
pruebas, y viven de la esperanza de que Dios se compadecerá de este mal y vendrán
tiempos mejores y de más fidelidad por parte de todos. Estas almas podrían recitar también
el Salmo 22 que Jesús recitó desde la cruz, pues, en medio de su abandono, de la soledad en
que se encuentran (también se sienten solas, abandonadas dentro de su mismo instituto o de
la Iglesia y, a veces, hasta se burlan de ellas), viven de la esperanza en Dios, como lo refleja
la última parte de ese mismo Salmo.
Las palabras de Jesús, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, son el
primer versículo del Salmo 22, que es el canto más antiguo de lamentación que el Espíritu
Santo puso como expresión de dolor en el corazón de los hombres piadosos del Antiguo
Testamento. Así Jesús, en su terrible tormento y sensación de abandono, no quiso decir sino
lo que legiones de hombres y mujeres habían dicho a Dios antes que él y seguirán diciendo
a lo largo de los siglos.
Endurecimiento del corazón.
A los que han recibido mucho de él, pero que en un cierto momento de su vida se
han alejado de él, se han endurecido contra él y corren hacia su catástrofe, Dios les dirige a
veces solemnes, terribles, crueles advertencias que son, tal vez, las últimas invitaciones de
su amor. Por eso les abandona aparentemente, para ver si así, luego, le buscan y le siguen
de verdad.
El deseo magnánimo de salvar las almas, que aparecía tan claramente en las tres
primeras palabras de Jesús, no deja un instante de devorar su corazón y lo lleva a cargar
sobre sí todo el peso del sufrimiento mesiánico. Sin embargo, lo que ante todo nos revela
esta cuarta palabra es la indecible agonía del Salvador en el momento en que la divinidad
deja extenderse sobre su sensibilidad y sobre las regiones inferiores de su alma, la noche de
una desolación infinita. En la pasión del Salvador la luz y la noche, la calma y la agonía, la
serenidad y el desconsuelo son un misterio.
Jesús había dicho “Eloí”, no “Elías”. Sólo los doctores comprendieron que citaba un
salmo. Otros creyeron o fingieron creer que llamaba a Elías. Algunos vieron aquí la última
alucinación de aquella cabeza que la tortura acababa de trastornar, porque Elías, como lo
sabían todos los judíos, vendría para manifestar al Mesías (cfr. Mc 9, 11-13), pero ese
Mesías ciertamente no estaría sobre una cruz.
¡Qué endurecimiento de corazón el de los enemigos de Jesús!
Grita tu abandono a Dios.
Tú, en cambio, grita tu abandono a Dios. Hay días en la vida en los que el dolor, el
abandono que se siente es tan intenso, que la queja y el lamento son la única posibilidad
que nos queda de continuar en contacto con Dios. En nosotros, con frecuencia, tiene que
pasar tiempo hasta que esa queja y lamento se convierta en oración y digamos: -"Hágase tu
voluntad... Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" .
Mientras tanto, no te avergüences de gritar también a Dios: -“Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?”
En medio de toda sensación de abandono por parte de Dios, qué consuelo tan grande
traen al alma estas palabras del Señor en la Sagrada Escritura: -"¿Puede una madre
olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se
olvide, yo no te olvidaré jamás" (Is 49, 15). Y estas otras de Jesús en su Evangelio: -"Yo
estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).
En tus soledades y abandonos de parte de Dios o de los hombres, podrán ayudarte
igualmente estos otros pensamientos:
- Cuando creas que Dios no te oye y te sientas solo y que sufres tanto, grítale si quieres,
pero escúchale también dentro de tu corazón.
- Dios ha dispuesto de tal manera las cosas que, por larga que sea la noche, siempre llega el
amanecer.
- Sólo al alejarse el sol, pueden verse las estrellas.
- Aunque te quiten toda la luz del sol, te quedan todavía la luna y las estrellas, el candil y el
farol de las noches oscuras y frías del invierno.
- No te quejes, pues, de la oscuridad; trata de encender tú una luz, por pequeña que sea.
Santa Edith Stein, que murió en un campo de concentración nazi, escribe: “Cuanto más
oscuridad, más debemos abrir el corazón a la luz que viene de lo alto”.
¿Qué significa para ti el abandono de Jesús en la cruz?.
Y ahora, viendo y oyendo a Jesús que grita al sentirse tan abandonado en la cruz,
reflexiona un poco sobre ti mismo y piensa:
-
¿No te has sentido también tú alguna vez abandonado de los hombres y hasta de Dios?
¿O de los hombres sí, de Dios no?
-
¿Cómo reaccionaste entonces?
-
¿Te sientes también ahora abandonado y solo?
-
En tu abandono, ¿hablas con Dios, le gritas, le increpas, le preguntas, le propones
cuestiones, o te encierras en el mutismo, en tu desesparanza, en tus depresiones, en que
tu vida no tiene ya porvenir ni sentido?
Como ya se ha indicado, estas palabras de Jesús, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”, están tomadas del Salmo 22, que probablemente él recitó entero desde la
cruz. Pero este salmo termina con un canto a la esperanza. Esta es la diferencia entre el
abandono de Dios por nuestro pecado y el aparente abandono de Dios como prueba, como
noche oscura por la que hace pasar a las almas santas para purificarlas más.
A pesar de su terrible sensación de abandono por parte de Dios, San Pablo de la Cruz
escribía a un alma que él dirigía espiritualmente: “¡Qué tesoro tan grande encierra el
desnudo padecer, sin sentirse confortados ni del cielo ni de la tierra! Estimadlo mucho y
dad de ello gracias a Dios...”. (2)
Así, aunque ellos se sientan a oscuras y como abandonados de Dios, los santos son para
los demás luz y fuente de esperanza, de consuelo y alegría en el Señor.
En su famosa obra “Der Herr”, Romano Guardini escribe: "Tal vez podríamos decir
que, en la hora de Getsemaní, el conocimiento de la culpa del hombre y de su perdición
alcanzaron en Jesús su más alto grado de intensidad ante la faz del Padre, que entonces
comenzó ya a dejarle abandonado. Aquí ese conocimiento y ese dolor produjeron el miedo,
el terror y la repugnancia visibles, que le llevaron a la oración más intensa y al sudor que,
como goterones de sangre, llegó hasta el suelo. Pero esto no era sino la última señal legada
a nosotros, como el torbellino en la superficie del mar puede ser el indicio externo de la
catástrofe en su profundidad, catástrofe cuyas dimensiones sobrepasan cuanto nosotros
podemos imaginar" (3). Esa catástrofe, en todas sus dimensiones, tiene lugar aquí, en el
Calvario, cuando Jesús se siente morir, en medio de los mayores sufrimientos y
completamente abandonado y solo.
Las tres primeras palabras de Jesús manifiestan la luminosidad infinita que brilla en el
corazón de su sufrimiento. Jesús se levanta por encima de las torturas, parece olvidarlas y
no se preocupa sino de implorar el perdón para los que le crucifican, de prometer el paraíso
al ladrón, y de dar su madre al discípulo.
Las dos palabras que siguen, expresan la intensidad de su dolor. Son gritos arrancados
de la crueldad del suplicio, lamentaciones que se dirigen hacia el cielo: “Dios mío, Dios
mío...”; y también: “Tengo sed“. No es un regreso de Jesús sobre sí mismo, ni un
replegarse sobre el propio sufrimiento. Tratemos de escrutar mejor este misterio.
Un viejo rabino, muy experimentado en sufrimientos, decía a sus discípulos: “Dios,
amigos míos, habla, es verdad, pero no responde”. Podría haber dicho también: “Dios
ciertamente escucha, pero no responde”.
Los soldados que no comprenden bien, piensan que Jesús llama a Elías y dicen:
"Veamos si viene Elías a salvarlo..."
Elías no vino, Dios no vino a salvarlo, y Jesús murió sin recibir ninguna respuesta del
Padre. Pero es una verdad muy cierta, también en Jesús, que nunca estamos tan cerca de
Dios como en la experiencia del silencio de Dios.
Y vosotros, ¿Por qué me habéis abandonado?.
Jesús era carpintero, era un trabajador. Pues, ¿cómo es que los carpinteros, los
leñadores, los obreros, los ajustadores y los fresadores no son los que más abarrotan hoy las
iglesias?
Dios podría quejarse de nosotros hoy y decir con toda verdad: “Hijos, ¿por qué me
estáis abandonando todos los días, por qué vivís como si yo no existiera, por qué vivís
como si yo fuera una fábula, por qué...?
El evangelista nos dice que Jesús “gritó”. De las demás palabras se nos dice que
Cristo “dijo”; en esta cuarta, se nos dice que Jesús “gritó”. Nunca terminaremos de
preguntarnos: ¿Por qué grita Jesús?
Ante este grito, muchos ateos han pensado que Jesús moría en los brazos de la
desesperación por haber comprendido entonces que se había equivocado. También algunos
teólogos, como Calvino, dicen que, en ese momento, a Jesús le abandonó la gracia y,
aunque era Dios, descendió al infierno y se convirtió en un condenado más.
“Ésta es la hora del poder de las tinieblas”.
El evangelista que cuenta las tentaciones de Jesús en el desierto dice que, después
de haber sido vencido, “el diablo se alejó hasta otra ocasión”. Nunca más en el Evangelio
se nos vuelve a hablar de otra aparición del demonio para tentar a Cristo; sin embargo, en
toda la narración de la pasión hay una clara presencia demoníaca. “¡Esta es la hora del
poder de las tinieblas!”, había dicho Jesús en la Última Cena al ver que Judas estaba ya en
manos del tentador. ¿Por qué no podemos pensar que Cristo en la cruz volvió a sentir la
gran tentación, la más terrible tentación que puede sufrir un hombre, esto es, el miedo a que
su vida, su pasión y su muerte sean inútiles?
Tal vez en ese momento Cristo volvió a sentir la presencia de Satanás que le decía:
“Pobre iluso, has vivido treinta y tres años para salvar a los hombres, y los hombres van a
seguir exactamente igual después de tu muerte. Has predicado un precioso Evangelio, pero,
¿te crees que alguien lo va a vivir?”
Dios mío, Dios mío... De todos los salmos de la Escritura, éste es probablemente el
que más cruda y claramente anticipa el cuadro del Calvario. El taladro de los clavos, la
sequedad de la garganta, el aspecto destrozado del cuerpo del Señor, el reparto de los
vestidos y hasta las emociones del corazón humano se describieron ya en estos versos con
siglos de antelación.
Estamos en la hora más amarga de la pasión. A partir de esta hora, en que hasta la
misma luz del sol es retirada de los ojos de Cristo, veremos al Señor apurar el cáliz del
sufrimiento sin mezcla alguna de consuelo. Hasta este momento, a los padecimientos
intensísimos de Jesús estaban iluminados por una luz: las puertas del cielo abiertas para el
buen ladrón, el apóstol Juan como primicias de la Iglesia naciente... Los ojos de Cristo se
habían clavado en esa luz que preanunciaba los frutos de su pasión y, así, su corazón
destrozado recibía consuelo.
Ahora esta luz desaparece junto con la del sol y Jesús queda sumido en la noche
afectiva y corporal más profunda. Adondequiera que mira, no halla sino tinieblas, espesas
tinieblas que amenazan tragarle en la maldición de Adán.
A todos los sufrimientos corporales (las llagas, las espaldas ardiendo, el
agotamiento) se suma ahora la ausencia de luz para los ojos. Su vista no podrá ya recrearse
ni en su madre ni en Juan, porque allí donde mire, Jesús sólo encontrará tinieblas y pecado.
Es la pura angustia sin mezcla alguna de consuelo, el “desnudo padecer” que diría San
Pablo de la Cruz.
Ahora se cumplen, en toda su crudeza, las palabras que él mismo había dicho a
quienes le prendieron en el huerto de Getsemaní: “Esta es vuestra hora y el poder de las
tinieblas” (Lc 22, 53).
Ahora el príncipe de la noche tendrá poder sobre el cuerpo mismo del Salvador y
sobre las emociones de su corazón. Del mismo modo que ha llenado el cuerpo de heridas,
sangre, esputos y lodo, sumirá también su corazón en un sentimiento de soledad y tristeza
desgarrador. En vano buscará el Señor la compañía de los suyos, que ya están muy lejos.
“Mi compañía son las tinieblas”, dirá con el Salmista (cf. Sal 88, 19).
El mundo ha quedado a oscuras, la luz del sol ha sido arrancada de los ojos del
hombre, la belleza de este mundo ha desaparecido durante unas horas y la creación entera
se ha convertido en un mar de fealdad y tristeza, de tinieblas y angustia.
Otra interpretación de las palabras de Jesús
Algunos escrituristas no creen que, al decir desde la cruz las palabras “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, Jesús estuviera recitando todo el Salmo 22, que
luego continúa como un canto a la esperanza y al triunfo del Justo, como cuando dice: “Él
(Jahvé) será mi alabanza en la gran asamblea” (v. 26). Y también: “Yo viviré para el Señor,
mi descendencia le dará culto” (v. 31). A estos escrituristas les parece que decir que Jesús
estaba recitando todo este Salmo es una manera fácil de eludir el misterio tan profundo
encerrado en estos momentos de suma soledad y abandono en que se encontró realmente
Jesús.
Ciertamente, resulta un contrasentido querer profundizar en la situación y en las
palabras del Señor desentrañando el Salmo 22. Más bien entenderemos el verdadero sentido
de este Salmo, profundizado en las palabras de Cristo que son el manantial primero de toda
palabra revelada.
La situación real por la que está pasando aquí Jesús, estos escrituristas la ven mejor
reflejada en otros salmos, algunos de cuyas palabras pudiera estar recordando o incluso
recitando también Jesús. Por ejemplo: “Mis parientes y conocidos se quedan a distancia”
(Sal 38, 12); “me han desechado como a un cacharro inútil” (Sal 31, 13); “estoy como
lechuza en la estepa, como el búho entre ruinas. Estoy desvelado, gimiendo como pájaro
sin pareja en el tejado” (Sal 102, 7s.).
Para comprender mejor lo que Jesús sufrió en medio de esa noche terrible,
recordemos también los improperios que, basándose en el libro de Miqueas, la liturgia
canta cada año en la tarde del Viernes Santo: “Pueblo mío, ¿qué te he hecho?”, etc. ¿Por
qué...?
Esta mismo pregunta se la hizo ya Job. Y la respuesta de sus amigos fue tajante y
desoladora: “Porque has pecado contra Dios” (cf. Job 4, 7s.). Y eso mismo le preguntaron
también a Jesús sus apóstoles ante aquel ciego de nacimiento: “¿Quién pecó, éste o sus
padres para que naciera ciego?” (Jn 9, 2). Sólo que la respuesta de Jesús fue totalmente
nueva y distinta: “Ni él pecó ni sus padres. Es para que se manifiesten las obras de Dios”
(Jn 9, 3).
Aunque Jesús se agarra a Dios y reivindica a Dios como Dios “mío”, sin embargo, le
invade y le envuelve y le desconcierta el silencio de Dios. Parece un Dios ausente. Ante
esta realidad, uno podría preguntarse:
-
¿Es que Jesús duda que Dios esté con él, que esté de su parte?
-
¿A qué suena ese grito en labios de Jesús, a desconfianza, incluso a blasfemia, o más
bien a una entrega totalmente desasida en las manos de Dios?
-
¿Jesús se revela o más bien pone su vida y el futuro de su causa en las manos de Dios?
-
¿Cómo se puede creer en un Mesías que muere proclamándose él mismo, en último y
desesperado grito, abandonado de Dios?
Son interrogantes que queman y nos introducen en el misterio de la cruz, esa cruz que
expresa el aparente abandono del Padre en el que se siente morir Jesús.
Al llegar aquí, tenemos que reconocer que la rutina de veinte siglos de cristianismo ha
vaciado de contenido, de audacia, estos términos que aparecen casi contradictorios: Mesías
y crucificado. Pero lo cierto es que no existe experiencia, realidad cristiana personal o
comunitaria, eclesial o pastoral si no pasa por el escándalo de la cruz, en la que Dios dejó
morir a su Hijo con la más ignominiosa y terrible de las muertes.
La moda de sentirse abandonado .
Hoy día está de moda sentirse abandonado. Abandonados de todo, porque nada de
lo que nos rodea logra llenar y responder a ese vacío existencial de nuestra vida. Y
abandonados también de Dios, aunque, la infinita mayoría de las veces, no es Dios el que
nos abandona, sino que somos nosotros los que abandonamos a Dios.
Y son muchos los que se preguntan:
-
¿Por qué soy así?
-
¿Por qué nací así?
-
¿Por qué en esta familia, de estos padres, en este medio social y no en otro?
-
¿Por qué esta herencia genética en mi sangre, esta sensibilidad, esta manera de ser, estas
inclinaciones?
-
¿Por qué me ha ido tan mal en la vida?
-
¿Por qué me tuve que casar con esta mujer que no me hace feliz?
-
¿Por qué me entregué para siempre a este hombre que no amo?
-
¿Por qué nos nacieron estos hijos?
-
¿De quién es la culpa?, ¿por qué engendramos esto hijo anormal que no queríamos?
-
¿Por qué todo me sale mal y al otro, que es un sinvergüenza, todo lo sale a pedir de
boca?
-
¿Por qué me fié de quien luego me traicionó?
-
¿Por qué yo no soy como los demás?
-
¿Por qué esos instintos vergonzosos que yo rechazo?
-
¿Por qué, si yo no quiero ni tengo la culpa?
-
Y ¿por qué el dolor, la locura, el sufrimiento, la guerra, el cáncer, el accidente mortal,
por qué la muerte?
-
¿Por qué?
-
¿Por qué?
-
¿Nadie contesta?
Sí, ¿por qué María, la más pura y la más inocente de las mujeres tiene que llorar al pie de la
cruz y llamarse Soledad, y Dolores, y Angustias, ella que se llama y es la “llena de
gracia”?
¿Por qué?
Cristo mismo está clavado en un “por qué”. El más difícil interrogante que podemos
imaginar es Cristo en la cruz, que el Viernes Santo le pregunta también a su Padre: ¿Por
qué?
Jesús le aplica el más cordial y sabroso de los posesivos: “mío”. “Y Jesús gritó con voz
fuerte: “Dios mío, Dios mío ...” ¡Dos veces! Pero junto a su exclamación a ese Dios tan
posesivamente suyo, se ve obligado a colocar el “por qué” de su pregunta a Dios: -Tú que
eres “mío”, ¿por qué me haces esto a mí, que soy “tuyo”?
Dios mío, Dios mío, ¿Por qué nos has abandonado “hoy”?
El grito de abandono de Jesús en el Gólgota lo provocha hoy, por ejemplo, el grupo
de los siete países más industrializados y el capitalismo central, que controlan y
hegemonizan más poder económico, tecnológico y militar que todo el resto de la
humanidad. Ante tal injusticia no es de extrañar que los pobres, los marginados, sobre todo
los del tercer mundo, sigan todavía gritando: Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?
El dominico Bartolomé de las Casas nos dejó una pista importante para entender
esta situación. Les decía a los teólogos de su tiempo: “Si fuésemos indios, veríamos las
cosas de otra manera”. Sí, porque si yo hubiera nacido y viviera en alguna de esas naciones
tan pobres, tan oprimidas y explotadas, sin duda que las cosas las vería de una manera bien
diferente de cómo las veo ahora.
El que tú, Jesús, te sientas abandonado por tu Padre, jamás lo podré entender. Pero
menos aún el que tú, sabiduría infinita, no sepas el por qué de ese abandono; y a fuerza de
rumiarlo en tu interior, en una búsqueda inútil, te explote en los labios esa queja amorosa y
esa pregunta humildísma: “¿Por qué...?”
_____________________________________________
(1) Cf. Mc 15, 33-34; Mt 27, 45-46.
(2) Carta 15 junio 1765. Lt II, 306.
(3) Romano Guardini, Der Herr; cf. Lektionar zum Stundenbuch, II/2, p. 202.
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