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Homenaje a Luis Federico Leloir
Por el académico Horacio C. Reggini
Con motivo del centenario del nacimiento de Luis Federico Leloir, se han
rendido ya numerosos homenajes. Tanto en su labor científica, como en lo que
respecta a su calidad humana, el reconocimiento ha sido enorme, aunque
quizás tardío. Es difícil encontrar algo que no se haya dicho sobre la figura de
Leloir. Sin embargo, me permito hacer primero una breve referencia
biográfica.
Leloir nació en uno de los barrios más elegantes de París, el 6 de septiembre
de 1906. Sus padres habían viajado en busca de un tratamiento para Federico
Leloir padre, quien murió antes del nacimiento de su hijo. Cuando Luis
Federico tenía dos años, su madre, Hortensia Aguirre Herrera, regresó con él a
Buenos Aires. Hasta la adolescencia su vida transcurrió entre Europa y
Argentina. Era el menor de nueve hermanos y aprendió a leer solo. Es posible
que Leloir heredara el carácter modesto y sencillo de su madre y tal vez algo
de la personalidad relevante y culta de sus primas por parte materna, Victoria
y Silvina Ocampo.
Luego del colegio, Leloir cursó la carrera de Medicina en la Universidad de
Buenos Aires. Se recibió en 1932 y trabajó en el Hospital de Clínicas. Para
realizar su tesis se acercó a Bernardo Houssay, en ese momento director del
Instituto de Fisiología de la Facultad de Ciencias Médicas, e ingresó al
Instituto como ayudante honorario de investigación. Allí obtuvo el premio de
la Facultad por su tesis sobre “Suprarrenales y metabolismo de los hidratos de
carbono”. Leloir había decidido ser investigador en forma cabal.
Houssay sentía un gran respeto por Leloir, destacaba su intuición para ver los
rumbos que podía seguir una investigación y le aconsejó, en 1936, que se
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trasladara a la Universidad de Cambridge para perfeccionarse en bioquímica
en el laboratorio de sir Frederick G. Hopkins (premio Nóbel en Fisiología y
Medicina en 1929).
Uno de los colaboradores y biógrafos de Leloir, Alejandro Paladini, dijo en
1971: “Houssay fue el guía de la formación científica de Leloir, y Leloir es el
homenaje mayor que ha recibido Houssay”. Y refiriéndose al Biochemical
Laboratory de Hopkins, expresó: “Allí adquirió la disciplina científica propia
y característica de la ciencia inglesa, tan afín con su propia personalidad:
pocos
elementos
instrumentales,
un
pequeño
espacio,
problemas
fundamentales elegidos con cuidado y laborados rigurosamente, habilidad
manual, ciencia básica”.
Luego de Cambridge, Leloir regresó al Instituto de Fisiología. Allí realizó
trabajos con Juan Mauricio Muñoz sobre el metabolismo de las grasas y
obtuvo la primera preparación libre de células capaz de oxidar ácidos grasos in
vitro. También trabajó en equipo con Eduardo Braun Menéndez, Alberto
Taquini, Juan Carlos Fasciolo y Juan Mauricio Muñoz, experimentando en el
mecanismo de la hipertensión arterial de origen renal. Este equipo, que
descubrió así la “hipertensina”, realizó, según palabras de Paladini, “...
notables contribuciones con aparatos rudimentarios, pero con entusiasmo y un
impulso vital que señaló en la vida de sus integrantes una época de aventura y
camaradería que todos recuerdan con nostalgia”.
En 1943, Leloir se casó con Amelia Zuberbühler, con quien luego tuvo una
hija: Amelita. Ambas apoyaron siempre la labor de Leloir, e incluso
colaboraron en cuestiones del instituto. Leloir, como investigador permanente
en todos los actos y detalles de su vida, apreciaba la importancia de la
observación atenta de las cosas y de los hechos, y en este sentido, fue un
maestro. Y al respecto, quiero recordar que “la única licencia honrada y
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demostrable para enseñar es la que se posee en virtud del ejemplo”, según lo
afirma George Steiner en Lecciones de los Maestros. “Solamente la vida real
del maestro tiene valor como prueba demostrativa. Jesús y los Santos
enseñaron existiendo”. O en otras palabras: en un profesor no hay distinción
entre vida pública y vida privada. El ejercicio de la docencia y la investigación
abarca su vida entera, las veinticuatro horas del día.
En 1944, Leloir actuó como investigador en New York, y luego, en 1945, en
Washington. De regreso al país, volvió a los laboratorios de Houssay, y en
1947, organizó el Instituto de Investigaciones Bioquímicas Fundación
Campomar, gracias a una mediación de Carlos E. Cardini y el apoyo
económico de Jaime Campomar, dueño de una fábrica textil. El grupo inicial
de investigación de la Fundación Campomar estuvo formado principalmente
por Luis Federico Leloir, Ranwell Caputto, Carlos Cardini, Raúl Trucco y
Alejandro Paladini.
Los cuatro pilares del espíritu del Instituto eran: honestidad, voluntad,
estoicismo y responsabilidad. En su inauguración, Leloir dijo: “... es poco
común llegar a comprender cuáles son los pasos necesarios para que la ciencia
avance. Todos valoran la enorme influencia que ésta tiene sobre la necesidad
moderna, pero son escasos los que dirigen sus esfuerzos hacia el progreso
científico. Esta falta de interés es debida en gran parte al hecho de que los
resultados de la investigación aparecen lentamente y bajo formas poco
espectaculares. A veces se requieren muchos años antes de que un
descubrimiento se manifieste en forma que pueda ser apreciada por el gran
público”.
Leloir llegaba al Instituto en su Ford, que muchas veces manejaba su esposa, y
descendía cargado de frascos de todo tipo, que juntaba la familia para el
laboratorio. Así, siempre hubo policromía y heterogeneidad en la frasquería
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del Instituto, ya que Leloir sostenía que era más conveniente para no
equivocarse de frasco.
Leloir poseía un innato sentido del humor, aún en los momentos de desaliento.
Le gustaba poner sobrenombres jocosos a las cosas. Era comprensivo y
considerado con el tiempo y la capacidad de los demás. Nunca hablaba mal de
nadie, y encontraba siempre alguna cosa rescatable de la gente. Resaltaba sus
propios errores para hacer sentir mejor al que fracasaba en algo. Era un sabio
con espíritu metódico, sencillez y gran generosidad. Tenía una extremada
honestidad y reconocía delante de cualquiera si no tenía conocimientos
suficientes sobre algún tema. Siempre colaboraba en las actividades
extracientíficas, para las que era habilidoso y entusiasta.
En 1950, la Sociedad Científica Argentina le otorgó un premio por su notable
y continua labor original. En 1958, fue reconocido por una fundación
norteamericana, por su descubrimiento de los nucleótidos de uridina y de su
papel en el metabolismo de los azúcares animales y vegetales. En 1965,
recibió el premio Bunge y Born por “... haber realizado estudios y
descubrimientos de importantísima repercusión en fisiopatología humana [...];
integrar en forma descollante un grupo de investigadores argentinos que ha
dado especial relevancia a nuestra actividad científica en el campo de la
medicina; formar una escuela ejemplar [...]; recibir becarios de distintas partes
del mundo; observar una inobjetable conducta ciudadana y ética”. Leloir
nunca pensó en irse de la Argentina, aun habiendo recibido tentadoras ofertas,
porque era sinceramente patriota y se preocupó siempre por el destino del
país. Fue presidente de la Asociación Argentina para el Progreso de la
Ciencia, profesor extraordinario de Investigaciones Bioquímicas en la
Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la U.B.A. y miembro de varias
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academias de la Argentina y del exterior. Y aquí no se agotan las
innumerables distinciones hacia Leloir, pero me extendería demasiado.
El 27 de octubre de 1970, la Real Academia de Ciencias de Suecia otorgó el
Premio Nóbel de Química al doctor Luis Federico Leloir “por su
descubrimiento de los nucleótido-azúcares y su papel en la biosíntesis de los
hidratos de carbono”. Leloir se convirtió súbitamente en figura pública luego
de muchos años de arduo trabajo sigiloso y desconocido para una Argentina
exitista. De carácter siempre tímido, persona de una vida ordenada, casi
ascética, Leloir no se sentía cómodo para enfrentar auditorios numerosos. Al
recibir el premio, atribuyó el mérito a sus colaboradores y dijo que él sólo
representaba la centésima parte de las tareas de investigación.
George Steiner, catedrático en el campo de las humanidades, quien valora el mundo
científico-tecnológico y las grandes preguntas sobre el misterio de la vida y del
universo, ha dicho que los grandes científicos se expresan siempre con cierta
modestia porque no pueden fabricar un engaño. En el área científica, el que hace un
engaño es eliminado de inmediato. Recuerda que nos toca a todos comprender las
ciencias: “Hoy no se puede hablar de hombres y mujeres de cultura, si no conocen la
ciencia”. También advierte que la ciencia se enfrenta con un problema mayor que
amenaza con hipotecar su futuro: la ultra especialización. La velocísima
multiplicación de las ramas del saber termina por hacer cada vez más difícil una
visión de conjunto de los conocimientos y resultados adquiridos. En un reportaje se
manifestó así: “Creo que en las ciencias se puede encontrar una moral de la verdad,
una poética del mañana, un sentido del porvenir, que podrían ser los gérmenes de
ciertos criterios de excelencia humana […] Allí donde nos fallaron los sistemas
filosóficos, la ciencia sigue activa”.
Leloir fue designado miembro de número de la Academia Argentina de Letras el 24
de mayo de 1979 y ocupó el sillón José María Paz. Ese lugar había sido asignado
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antes a Martín Gil, Francisco Romero y Miguel Ángel Cárcano. Después lo sucedió
Delfín Leocadio Garasa y actualmente el sillón pertenece al académico Horacio
Castillo. Leloir contribuyó con su presencia y su conducta al fortalecimiento y la
elevación de la cultura argentina. En su discurso de incorporación a la Academia
(Boletín 175/178 de 1980, p. 105), dijo que antes “se confiaba demasiado en el poder
de la mente por sí sola. Faltaba que se descubriera que muchos problemas no se
resuelven sólo pensando, sino que hay que interrogar a la naturaleza por medio de
experimentos. La aplicación sistemática de la experimentación fue una etapa
fundamental para el desarrollo de la ciencia y para darle al mundo el aspecto que
tiene hoy”. Y cita el relato de Sir Richard Gregory, editor de Nature, sobre la
experiencia de Galileo de 1591:
Algunos miembros de la Universidad de Pisa y muchos curiosos están
reunidos al pie de la maravillosa torre inclinada de mármol blanco de
aquella ciudad. Un joven profesor sube la escalera en espiral hasta que
llega a la galería encima de la séptima fila de columnas. La gente lo
observa desde abajo mientras se apresta a lanzar dos bochas [desde el]
borde de la galería. Una pesa cien veces más que la otra. Las bochas son
soltadas en el mismo instante y se las ve caer por el aire bien juntas
hasta que se las oye golpear el suelo en el mismo momento. La
naturaleza ha hablado con un sonido indudable y ha dado la respuesta a
una cuestión debatida durante dos mil años.
“Este entrometido Galileo debe ser suprimido”, murmuraron los
profesores de la Universidad mientras salían de la plaza. “¿Pensará él
que mostrándonos que una bocha pesada y otra liviana caen juntas al
suelo podrá debilitar nuestra creencia en la filosofía, que enseña que una
bocha que pesa cien libras cae cien veces más rápido que una que pesa
sólo una libra? Tal desprecio por la autoridad es peligroso y
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procuraremos que no se difunda”. Y volvieron a sus libros para poder
rechazar la evidencia de sus sentidos, y odiaron al hombre que había
perturbado su serenidad filosófica.
Por haber sometido las creencias a la prueba del experimento y por
basar conclusiones sobre las observaciones, el premio para Galileo en su
vejez fue la prisión, por orden de la Inquisición, y un corazón partido.
Así es como un nuevo método científico [fue] juzgado por los
guardianes de la doctrina tradicional.
Lo relatado por Leloir, lamentablemente, se da en la actualidad en otros
órdenes: en lugar de la curiosidad genuina y el deseo espontáneo de
contemplar al mundo a través de los anteojos del otro, los contrarios
rechazan tal opción y reiteran inexpugnables posiciones, recreando así la
postura de los profesores de la Universidad de Pisa, quienes rehusaron la
invitación de Galileo a mirar el cielo por medio de su telescopio.
Por último, deseo señalar la amplitud de miras de Leloir, además de su
permanente práctica del método experimental. Al final de su conferencia de
incorporación, afirmó: “Pero aun con la ayuda de las máquinas electrónicas y
de todos los recursos más sofisticados, los científicos necesitarán de las
cualidades humanas indispensables para la creación. La imaginación tiene,
como en la creación artística, un papel fundamental. Hace falta además,
inteligencia y dedicación [y trabajo]”.
Sesión pública de la Academia Argentina de Letras
Buenos Aires, 23 de noviembre de 2006
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