EL RAPTO DE PROSÉRPINA Quiero cantar a la diosa Ceres. Y ojalá mi canto pueda decir algo digno de ella; pues Ceres fue la primera que abrió la tierra con el arado y la primera que hizo brotar cosechas de fruto maduros. Empezaré mi canto en el momento en el que el gigante Tifoeo yacía en el suelo, aplastado por la enorme isla de Sicilia, que los dioses arrojaron sobre él para hacerle pagar su insolencia. Él, con su enorme fuerza, luchaba en vano por quitarse de encima esa pesada masa y, con movimientos violentos, intentaba derribar con su cuerpo ciudades y montes, haciendo temblar la tierra. Hasta el Tártaro, el mundo subterráneo en el que reina Plutón, se estremeció. El dios incluso temió que el suelo se abriera y que la luz, filtrándose por las grietas, sembrara el espanto en ese mundo de sombras; así que salió a la superficie y se puso a recorrer las tierras de Sicilia, para comprobar el peligro. Entonces lo vio la diosa Venus desde la cima del monte en el que tiene su templo. Abrazando a su hijo Cupido, que con sus flechas siembra el amor en sus corazones, le dijo la diosa: "Coge, hijo mío, esos dardos con los que vences a todos y traspasa el pecho de Plutón, el dios que reina en el Tártaro. Con ellos has vencido ya al propio Júpiter y a las divinidades del cielo, a las divinidades marinas y a Neptuno. ¿Por qué va a librarse del yugo del amor el Tártaro? Considera, además, hijo, que en el cielo aún no es reconocido del todo el poder del amor, pues han escapado de tus dardos Palas y la cazadora Diana. Y ahora, si no lo remediamos, va por el mismo camino Prosérpina, la hija de Ceres y de Júpiter. Haz que se reconozca como se merece nuestro poder y enlaza con tus flechas a Prosérpina y a Plutón." No lejos de allí había un lago profundo, rodeado de un espeso bosque, que impedía el paso de los ardientes rayos de Febo, el Sol. Eterna era allí la primavera, pues el frescor hacía brotar de la tierra flores multicolores. Allí se entretenía Prosérpina con sus compañeras recogiendo violetas y lirios blancos, cuando en un instante fue vista, amada y raptada por Plutón. Hasta ese punto llega la impaciencia del amor. Aterrorizada, la joven diosa gritó llamando a su madre, mientras se le desgarraba el vestido y caían de sus manos las flores que había recogido. El raptor la cogió en brazos y con ella cruzó sin descanso campos y lagos profundos. Al fin, abrió un cráter en la tierra y, a través de él, llegó hasta el Tártaro, en los infiernos. Ceres, angustiada, buscó a su hija por todos los rincones de la tierra, pero todo fue inútil. Prosérpina había desaparecido. Ni la Aurora de cabellos rosados, que aparece en el cielo por la mañana, ni el Lucero de la tarde sabían nada de ella. Mas no por ello abandonó Ceres la búsqueda. Al fin, un día vio flotando en un lago el cinturón que Prosérpina había perdido en la veloz carrera de Plutón. En ese momento tomó Ceres conciencia de que su hija había sido raptada. Maldijo entonces a todas las tierras, pero, sobre todo, a las de Sicilia, donde había encontrado el rastro de su hija, y las llamó ingratas e indignas de las cosechas que hacía brotar en ellas. Llena de cólera, rompió allí mismo con mano cruel los arados y, mientras daba muerte por igual a hombres y a bueyes, ordenó a la tierra que no fructificaran las semillas ya sembradas. Famosas por su fertilidad eran hasta entonces las tierras de Sicilia; ahora se convirtieron en un desierto. Compadecida de la situación, sacó entonces la cabeza de las agua Aretusa y apartándose del rostro la cabellera goteante, habló así a Ceres: "¡Oh tú, que eres a la vez desdichada madre de una hija desaparecida y madre de las cosechas bienhechoras para los hombres! No te enfurezcas contra esta tierra, que siempre te ha sido fiel y ninguna falta ha cometido, porque, muy a su pesar, tuvo que abrirse, obligada por Plutón, para que él consumara el rapto de Prosérpina. Con mis propios ojos he visto en Tártaro a tu hija. Triste y asustada estaba aún, pero reina es al fin; y no de un lugar insignificante, sino de todo el mundo subterráneo, como esposa del soberano Plutón." Ceres, al escuchar las palabras de Aretusa, se quedó perpleja, mientras un intenso dolor se adueñaba de ella. Sin decir palabra, se alejó en su carro hacia las regiones celestes; allí, con el rostro ensombrecido por la ira y los cabellos sueltos, se plantó ante Júpiter y le dijo estas palabras: "Vengo ante ti para suplicar por mi sangre y también por la tuya, Júpiter. Pues espero que te conmueva la suerte de nuestra hija. Después de larga búsqueda, al fin la he encontrado, si es que se puede llamar así a saber dónde está y qué le ha ocurrido. Grandes han sido mis sufrimientos, bien lo sabes; con todo, estoy dispuesta a perdonar el rapto, si Plutón me devuelve a mi hija, quien no se merece tener por marido a un ladrón." Así contestó Júpiter a esas palabras: "Comparto contigo la preocupación y el amor por nuestra hija; pero, en honor a la verdad, lo que ha ocurrido no es un crimen, sino obra del amor. Y, si tú estuvieras conforme, no me importaría tener por yerno a Plutón, pues es mi hermano. A pesar de ello, si tanto deseas que se separen, Prosérpina volverá contigo al cielo; pero lo hará con una estricta condición: no debe tocar con su boca ningún alimento de allí. Pues esa es la ley del mundo de las sombras." Eso dijo Júpiter. Ceres decidió recuperar a su hija, pero no lo permitió del todo el destino. Prosérpina, con la ingenuidad de sus pocos años, no cumplió la condición expresada por su padre. Mientras paseaba un día por un huerto de frutales, cogió el fruto de un hermoso granado. Siete granos le arrancó con sus dientes y los masticó en la boca. Tuvo entonces Júpiter que hacer de mediador entre el dolor de Ceres y las exigencias de Plutón: dividió el año en dos mitades y, a partir de ese día, Prosérpina, diosa compartida entre el mundo de la luz y el de las sombras, pasa con su madre el mismo número de meses que con su esposo en el Tártaro. Y está alegre la expresión de su rostro, antes tan triste, como lo está el sol cuando sale triunfante d entre las nubes que antes lo cubrían.