No me quedó otra opción, tuve que apretar el gatillo, ya fuese por

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TODO PLANEADO
No me quedó otra opción, tuve que apretar el gatillo, ya fuese por odio o
amor, pero tuve que apretar el gatillo.
La vida seguía y yo no me quería quitar de la cabeza todo lo que pensaba,
todo lo que mi corazón sentía. Era inútil. Por muchas vueltas que le daba,
siempre terminaba en la misma conclusión, volver a meditarlo.
Puede que sea una de esas personas que se obsesionan con las cosas
pequeñas, ¿acaso no vienen los grandes perfumes en frascos pequeños? Y digo
esto para demostrar que las cosas pequeñas también son importantes. Aunque,
en ocasiones, lo que de verdad me hace sentir bien son los grandes hechos. Es
decir, tener un día redondo. A veces, pienso lo maravilloso que sería comerse
un “donut” y esperar a que ese día no fuese como todos los demás, asqueroso,
frío y púrpura. Esperar que, en ese día, no notes la presencia de la vida
azotándote los talones, seguir adelante, caminando, durante horas, y apenas
notar esa presencia que te dice constantemente que vas a morir.
No sabía qué pensar acerca de todo lo que me había pasado. Volví a casa,
cerré la puerta de mi habitación y me dejé caer en la cama. Cerré los ojos y
volví a mi antiguo problema. Si ella, con su lindo cabello de seda, sus frágiles
manos y su andar tan característico, era tan simpática conmigo así como yo lo
era con ella, ¿qué podía fallar en “nuestra” relación? Claro, puede que ella no
esté pensando en mí, claro, puede ser que solo me vea como un amigo. Quizá
me debería abrir más, contarle sobre mí, explicarle que me gusta la música, eso
de que toco ciertos instrumentos, los estudios que tengo pensado hacer… sí, así
seré más interesante. En medio de estos razonamientos me quedé dormido.
Al día siguiente, entrando en el supermercado, la vi en la caja registradora.
Me asombré sin razón alguna y la miré durante cinco segundos. Sus ojos eran
tan redondos que no podía criticarlos, la delicadeza con la que sacaba la cartera
del bolso era tal, que nadie podría haber evitado mirar el armonioso
movimiento. El pelo le ondeaba, ¿qué digo?, un momento, para. ¿Qué me está
pasando? La cabeza no me responde. El corazón sigue con su filosófica y
romántica descripción de mi diosa. Camino hacia ella y las pulsaciones
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aumentan frenéticamente. El sudor no tardará en aparecer. Solo me queda
saludarla. ¿Cómo la voy a saludar si me derrito sólo con oler el perfume de
rosas que desprende al pasar en un radio de dos metros, teniéndome como
único centro de atención y de circunferencia? Mientras mi cabeza quería
contestar a esta cuestión tan tonta, mi boca se anticipa a todo y suelta la mayor
tontería que se pueda decir en un momento así, o sea, la típica pregunta tonta
de alguien que no se entera. ¿Qué, de compras? Me contestó que sí. No, que va,
si es que viene al supermercado por hobbie. A mí también me mola entrar y
salir por la puerta porque, claro, como no hace falta abrirla, que se abre y se
cierra sola…, pues claro, qué guay, súper, pero ¡qué gilipollez! Me dice que se
tiene que ir, que tiene prisa y se pone un poco colorada mientras la pierdo de
vista en la esquina de la calle de enfrente.
Dos bolsas de patatas fritas, una de lentejas… mmm… lentejas… cuatro
manzanas y… y… eh, ¿mandarinas o naranjas? Ella seguro que cogería
naranjas, por eso de que tienen vitamina A y C, o D y C, no lo sé muy bien…
¡Ei! AC y DC, AC/DC, está bien ese grupo. A mí me gusta. Yogures de
fresa… Ahora que lo pienso, ¿por qué se pondría colorada cuando se fue?
¿Puede ser que…? No. ¿O sí? ¿Cabe la posibili…? No. No creo, ¡vamos! Sería
muy raro. En fin. Es mejor olvidar esa posibilidad.
Eran las siete de la tarde, ya había dejado las bolsas de la compra en casa y
decidí salir a dar una vuelta. No tuve que andar mucho para encontrarme con la
peor de las escenas. Habría preferido caerme por las escaleras, quedarme
ciego… ¡cualquier cosa antes de ver eso! Intenté mirar a otro sitio, pero no
podía, pensé en un charco de lava, una roja y ardiente lava, de la cual me
encontraba muy cerca y ansiaba tocar, apreciar todo el calor que desprendía,
saborear en la punta de los dedos los casi mil doscientos grados centígrados,
sentir esa relajante sensación de ardor y, por unos segundos, cerrar los ojos y
olvidarme de todo, bueno, más bien, de lo que acababa de ver. Ella se
encontraba en los brazos de un chico, prisionera de sus garras, de sus largas y
afiladas uñas. La agarraba como las retorcidas ramas de un matorral, tapando
todos los huecos y sin dejar entrar nada del exterior. Guardándola para él.
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Protegiéndola de mí y riéndose de la desgracia que vivía, de todo el mal que
me hacía quitándome su cariño, su amor, su suave piel acariciando mi cara,
dándome ánimos, diciendo que no me rindiese, forjando un sentimiento que me
hacía seguir adelante, sin mirar atrás en ningún momento, sin reparar en el
pasado y fijando mi objetivo única y exclusivamente en obtener su amor.
Al día siguiente me derrumbé. Quizá mis conocidos no sabían que ya había
obtenido toda la información necesaria para encontrarme en aquel estado pero,
aún así, me lo contaron, mejor dicho, me lo recordaron. De su boca no salían
más que palabras sin sentido. Mentira tras mentira les iba creciendo la nariz.
Pude apreciar como sus ojos se volvían rojos, denotando maldad, su pelo
tornaba en gris mientras sus palabras cambiaban de tono y me reprochaban los
hechos fallidos, las malditas acciones que nunca llevé a cabo. Todo lo que me
dolía en lo más profundo del alma, pasaba ahora ante mis ojos. Cosas como
que habían dejado la relación, que tenía otra oportunidad para declararme, que
por intentarlo no pasaba nada… pero ¿qué se creían? ¿Acaso pensaban que era
idiota, que no había visto la escena con todo lujo de detalles? Sería eso. Me
tomaban por imbécil, por un fracasado, pero no me dejaría humillar así.
Esquivé los “ánimos” y me dirigí al mirador del pueblo. Me senté en una gran
roca, una que me dejaba en la memoria muchos recuerdos de aquel mágico día
en el que la invité a un picnic al atardecer. Era perfecto. Ella, yo, el sol y el
mar. Solo nos separaba un haz de luz, un infinito haz que se perdía en la
oscuridad que los árboles poseían. Creí recordar algo que me había dicho, algo
que se me grabó instantáneamente en la parte frontal del cerebro. “Estaré
contigo”. No recordaba el contexto. Sólo eso. Ni lo que le había dicho, ni de
qué hablábamos…, nada. Solo esas preciosas palabras. “Estaré contigo”. Me
quedé pensando largo rato encima de la roca, mirando al horizonte, y luego
proseguí, con los ojos cerrados, escuchando el batir de las olas.
Los peores días de mi vida fueron, posiblemente, los que continuaron al día
en que la vi con aquel ladrón de almas. Ese cuervo que se llevó en segundos lo
que yo había tardado meses en forjar.
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Todo se derrumbó ante mis pies. No la veía como la mujer perfecta, como a
esa diosa que alabas todos los días, no. Abrí los ojos de una vez por todas.
Había estado jugando conmigo. En cambio, yo aún estaba loco. Loco por
envenenarme de su perfume. Loco por acariciar su pelo de estropajo. Loco por
besar su escamosa piel y acomodarme en su frío pecho. Caminaba tras ella.
Todo a su alrededor era luz y dolor. El sol estaba marchito ese día y cuando
quise darme cuenta, había florecido la luna en lo alto del cielo.
Hice todo lo que pude por evitar a cualquier persona. Entré en un antiguo
almacén. Había quedado a las cuatro de la tarde con un compañero que me iba
a pasar un par de cosas. Me preguntó para qué las quería, pero me abstuve de
contestar. Salí rápidamente, camino abajo, sin parar. Llegué a casa y realicé
una llamada telefónica a otro de mis contactos. Sólo le pregunté si tenía lo que
le había pedido. Entendió a lo que me refería y me contestó que sí,
acompañando esta respuesta con la estupenda pregunta cotilla de ¿para qué lo
quieres? ¡Qué pregunta más tonta! Decidí responderle irónicamente y,
simplemente le dije: ¿para qué lo voy a querer? Mis últimas palabras en aquel
día fueron: A las nueve en el viejo almacén.
Desperté y vi el paquete que había recogido el día anterior a las nueve. Al
lado, la cajita que fui a buscar a las cuatro. Respiré hondo, me levanté y me
vestí rápidamente. El día iba a ser largo. Hice un buen desayuno para llenar el
vacío que sentía y después me aseé. Pensaba otras posibilidades acerca de lo
que tenía pensado hacer ese día al atardecer, pero, por desgracia, no encontré
ninguna mejor. No, no quería hacerlo, pero en aquel momento no lo pensé.
Estaba poseído por la ira, por el odio, por todo lo desagradable que pueda
imaginarse. No quiero que me perdonen. Solo ansío estar con ella, acurrucarme
en sus brazos y escuchar su suave voz susurrándome un “te quiero”.
Cogí mi teléfono y la llamé. Era algo que no solía hacer a menudo, mejor
dicho, que no había hecho nunca. Le dije que tenía que decirle algo muy
importante, que necesitaba verla, cuanto antes mejor. La respuesta fue
inmediata, apenas le había dicho que la quería ver y ya me había dicho que sí.
Me pareció fatal. A pesar de que estaba con el otro, aún se atrevía a decir que
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ella también quería verme, así, con toda la confianza del mundo. Nunca
pensaría que la chica que amaba era de aquella forma. Tan… no sé… ¿cínica?
¿puede ser ese un buen adjetivo para esta situación? En fin. De poco importaba
eso ahora, es más, no sé ni a qué ha venido. Seguí diciéndole que nos
encontraríamos a la hora que quisiese en el almacén abandonado que había
cerca de su calle. Me dijo que si me parecía bien a eso de las ocho, ocho y
media. Perfecto. Colgué. Estaba todo perfectamente planeado. Creo que no se
me escapaba ningún detalle. Decidí preparar todos los artilugios e irme.
Eran las siete y cincuenta aproximadamente. Puse encima de una pequeña
mesa los dos pedidos que había hecho. Los miré. Cerré los ojos y vi la cara de
mi diosa por última vez. Intenté mantener la mente fría y la sangre relajada.
Sentí de nuevo cómo aumentaba la velocidad de la hemoglobina. Yendo por las
venas. Regresando por las arterias. Marcando un ritmo casi imposible de
seguir. Recapacité una vez más. Era inútil evitar lo que sucedió. Abrí, de una
vez por todas, la caja de mayor tamaño, ya sabiendo lo que me iba a encontrar
dentro. Allí estaba, brillando como el salvador que había llegado a rescatarme.
Saqué el revólver de la caja y abrí el otro paquete. Saqué de su interior otro
elemento necesario. Dos balas de nueve milímetros. Las cargué en el arma y
esperé, sentado, en la misma posición en la que había estado todo este tiempo.
Ya era hora. Entró por la puerta principal del almacén y me apresuré a
decirle que lo sentía mucho, que no sabía qué hacer, que me había
decepcionado y mil frases tontas más. Apunté con el revólver, me temblaba el
pulso, lo pensé de nuevo. Iba a disparar cuando me enternecí al ver sus
inocentes ojos mirándome, denotando cariño. ¡Qué hiena! ¿Cómo se atrevía a
mirarme de aquella forma después de todo? Le expliqué cuánto la quería, el
amor que sentía por ella desde hacía tiempo y que nunca me atreví a confesar.
Se decidió a intervenir pero la interrumpí de nuevo, no quería que intentase
convencerme, no, no quería cambiar de opinión, ya estaba decidido. Le expuse
lo que había visto hacía unos días. Cuando la vi abrazada a aquel desconocido,
a aquel por el que me había reemplazado. ¡Después de tantos años! Quise
evitar más sufrimiento. Apreté el gatillo. Me paralicé al ver sus hermosos ojos
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mirándome con la misma expresión que me había mostrado anteriormente. Le
devolví la mirada de mis empañados ojos. La inundada habitación en la que
estábamos resonaba en mi cabeza dos fuertes palabras. Su cuerpo inerte se
precipitaba. El corazón había parado de latir y, en cambio, su mirada no
cambió. Su cuerpo se precipitaba. La delicadeza con la que cerraba sus
brillantes ojos era indescriptible. Se precipitaba. Se derrumbó en el suelo. Su
caliente sangre formaba un pequeño charco bajo su espalda. Quedé paralizado
durante un buen rato. No lo podía creer. La otra bala la merecía yo. Lo último
que dijo fue un “te amo”. Sollocé. Grité. Pataleé. Imploré. Supliqué. Caí
tendido en el suelo. Me arrastré hasta llegar a su lado. Miré su linda expresión,
que no había cambiado en todo este tiempo, mientras la habitación aún aullaba
esas dos fuertes palabras. Yo también te amo, perdóname, yo… yo… no
quería... Finalmente acabé decidiendo que a mí me pertenecía la otra bala.
Quería estar con ella, vivo o muerto. Siempre pensé que moriría por ella y
ahora lo afirmé. Me tumbé a su lado. Seguí llorando. Apreté el gatillo.
Abro los ojos. 01312. Las negras paredes me limitan la libertad. Los
barrotes encierran mis pensamientos y me vuelvo demente por momentos.
Todo a mi alrededor me recuerda a ella. Todo. Imploro que me dejen morir en
paz, que dejen que me reúna con ella. Yo no quería… Deliro constantemente
palabras sin sentido. No soy consciente de lo que sale de mi boca, intento
recapacitar, pero soy incapaz de pararme a analizar si lo que digo tiene o no
sentido. Llamo al primer hombre de uniforme que veo y le pido que me
dispare, que me quite la vida. Pone la excusa de que él no es quien para matar a
alguien que aún no ha sido juzgado. No me lo puedo creer. ¡Que no puede
matarme, dice! Si me dejase la pistola que lleva encima le demostraría que no
es tan difícil. Le suplico de nuevo que me dispare, se lo repito una y otra vez,
se lo ordeno, lo halago, se lo digo irónicamente, intento hacerlo vacilar… nada.
¿Qué le pasa? ¿Es que no entiende cómo me siento? ¡Sáqueme de aquí! ¡Por
qué me encierran! No logro descifrar todos los impulsos nerviosos que corren
por mi mente. ¡Sí, he sido yo! ¡Merezco todo lo que me pasa! ¡No me hagan
sufrir más! ¡Libérenme de una vez! ¡Mal nacidos! ¿Por qué tarda tanto la
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justicia? ¿Esto es lo que se llama poner las cosas en su sitio? Sigo durante un
buen rato con mi monólogo, ya que nadie me está prestando atención. Golpeo
los barrotes. Ellos no me hacen caso. ¿Por qué no me hacen caso? ¿No me sé
expresar lo suficientemente bien como para que me comprendan? Sólo les pido
justicia. Solo quiero estar con ella. Recuerdo detalles, hechos, sentimientos,
pensamientos… ¡Malditos pensamientos! Ellos me han arrebatado la libertad,
ellos me han traído aquí. Ellos han sido los culpables de todo. ¡Ojalá me
dejasen acabar lo que había empezado en el almacén! ¡Ojalá nada de esto
hubiese pasado! ¡Ojalá pudiese retroceder en el tiempo! Todas mis ilusiones se
desvanecen, mis fuerzas me abandonan y mi cabeza ya no me pertenece, todo
me abandona a mi suerte. Me dejan tirado en este frío desierto de piedra,
perdido entre las baldosas y buscando ese oasis que nunca va a llegar.
Este lugar es algo asqueroso. Me dan escalofríos solo de verlo. Ya van tres
pruebas más que me hacen. Un análisis… Me dicen que no es nada. Quieren
ver si se presentan anomalías de algún tipo. Algo que haya podido provocar
todo lo que he hecho. No lo ha provocado nada… bueno… sí, lo ha provocado
un sentimiento, el peor sentimiento que puede haber. Se quedan extrañados.
¿Qué? Está delirando. Que estoy delirando, dicen. No, no estoy delirando. ¿Y
cuál es ese sentimiento? ¿Que cuál es? Pues un sentimiento que lleva de un
solo paso al odio. El amor. Todo ha sido hecho por amor. He perdido todo por
amor. He dejado mi suerte en sus manos y este me ha traicionado. Nunca
volveré a confiar en nadie. Me miran con caras raras. Me da igual. Yo sé que es
cierto, sí, es cierto, claro que es cierto. Cierran la puerta de la habitación. No
han cambiado mi número. ¿Qué significará? 01312. Siempre llevo una bata
blanca. ¿Por qué no me dan ropa normal? ¿Por qué no me dejan salir? Ya no sé
cuanto tiempo llevo aquí. Perdí la cuenta a los pocos meses. Quiero ir con ella.
No soporto estar aquí. Solo me hacen pruebas y más pruebas, después me
encierran. Por lo menos ya no hay barrotes. Me tumbo en la cama. Abro el
paquete que me ha traído un amigo en la visita de hoy. Cierro los ojos. Está
todo planeado.
Bécquer de la Vega
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