ETIOLOGÍA DE LA VIOLENCIA INFANTO-JUVENIL

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REVISTA FACULTAD DE MEDICINA, 2016, VOL. 16, Nº 1
ISSN online 1669-8606
PERSPECTIVA
ETIOLOGÍA DE LA VIOLENCIA INFANTO-JUVENIL Y SOCIAL
Miguel Ángel Sáez1,2
1
Cátedra Medicina Infanto Juvenil II, Fac. de Medicina de la Universidad Nacional de Tucumán.
Hospital del Niño Jesús de Tucumán. Email: [email protected]
2
Los médicos estamos acostumbrados a
hablar de etiología, quizás porque nuestro
principal objetivo, curar al paciente, depende
íntimamente de descubrir cuál es la causa de su
mal.
Hoy por hoy se dice que “estamos
enfermos de violencia”. Así declaman padres,
periodistas y profesionales de diferentes
disciplinas. “Lo cierto es que la mayor dificultad
radica en hallar la causa de esta enfermedad.
Afortunadamente, existen muchas personas
preocupadas por esta problemática, personas que
por lo menos se han preguntado si se puede hacer
algo para entender y actuar sobre la violencia” (1).
Si analizamos sus posibles causas
vemos que: “No es un problema exclusivamente
emocional. Ni solamente policial. No es un
problema solo escolar. Ni exclusivo de las guerras
(a partir de la 2ª guerra mundial mueren más
civiles que militares, pese a que no hubo ni un
minuto sin guerras). No es solo de los jóvenes. Ni
exclusivo del fútbol. Ni de lo religioso. Ni un
problema solo de la pobreza y del desempleo”.
Todas estas constataciones negativas dificultan
encontrar una o más causas. “Lo cierto es que la
violencia
ha
alcanzado
un
grado
de
acostumbramiento
y
de
insensibilización
innegable” (2).
Intentando hacer un análisis sobre la
etiología de la violencia, podría comenzar
afirmando que “la violencia es plurietiológica, pero
asienta sus bases en la educación”. Como médico
voy a recordar algo que aprendimos de la
Fisiología: La reacción de defensa alerta ante una
amenaza o peligro; es una reacción normal de
autoprotección. La falta de control del instinto de
defensa,
es
instinto
innato
anormal
o
descontrolado. El control interno, la propia
persona, limita su reacción y el control externo, el
entorno, pone límites. Más adelante ampliaremos
acerca de algunas investigaciones médicas y
psicosociales sobre estas reacciones exageradas
que lindan con la patología.
Como pediatra voy a referirme a nuestro
primer motivo de estudio, el niño. Éste “nace con
alto grado de indefensión (infancia deriva de infalare, no puede hablar, ni defenderse, depende
de otros individuos maduros para preservar su
vida)” (3).
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Esta dependencia lo hace absolutamente
fruto de su entorno inmediato. “El primer entorno
con que el niño se vincula es su familia, la cual
contribuirá al proceso de humanización e
individuación del niño” (4).
De allí la importancia de la familia, con
quien establecerá los primeros vínculos y será
quien le brindará cuidados, protección y también le
marcará los límites. “El niño aprende lo que vive”.
O sea que el descontrol, la falta de límites, está
marcado por el entorno que lo rodea. Si éste es
agresivo, el niño aprenderá a serlo, mientras que
si su medio ambiente es cariñoso y contenedor, el
niño será bueno y respetuoso.
Para el psicoanalista Fernando Osorio,
“los orígenes de la violencia provienen de una
cultura autoritaria ya desde la época colonial, a
fines del siglo XVIII con la Casa de Niños
Expósitos, el saqueo de niños durante la
Conquista del Desierto, las primeras legislaciones
sobre minoridad, como la Ley del Patronato de la
Infancia en los inicios del siglo XX, hasta llegar a
la última dictadura militar, época en que la niñez
se convirtió en un botín de guerra” (5).
Sin entrar en un análisis retrospectivo tan
minucioso y pormenorizado como el que hace este
autor, resulta innegable la influencia del entorno
violento (ya sea familiar, escolar o social). No en
vano “al conjunto de familia, medio ambiente y
cultura se lo denomina nido ecológico, al cual el
niño responde a través de un crecimiento y
desarrollo apropiados” (6).
Existe en la sociedad actual una crisis de
valores asociada a falta de límites que explota en
actitudes
violentas.
Esto
se
transmite
generacionalmente, de padres a hijos; vemos a
diario que los modelos actuales no contemplan la
preocupación por dar el buen ejemplo ni tampoco
por marcar lo que está bien y lo que está mal. El
resultado es la violencia social, ya sea entre
personas, de género, contra la propiedad o el
medio ambiente, contra el que es diferente o el
que piensa distinto.
Profundizando en la definición de
maltrato infantil; “es toda acción u omisión humana
que lesiona o pone en peligro la salud física,
emocional o el pleno desarrollo de un niño o
adolescente ocasionado por un adulto a cargo” (7).
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Se desprende de todo esto que la
violencia se puede expresar en agresiones y
maltrato físico o psicológico, sean de hecho o por
omisión, dirigida hacia personas o productoras de
daños ambientales que luego terminan poniendo
en peligro a la sociedad. Actitudes violentas no
son solo agresiones o amenazas; también lo es el
trato descortés o irrespetuoso, e igualmente el
aislar o ignorar a personas físicas, instituciones o
sectores sociales.
En el contexto actual la violencia se ha
instalado en la sociedad. Además de descargarse
sobre los más vulnerables, o sea los niños y
adolescentes,
esa
violencia
ejerce
una
preocupante influencia sobre su formación éticomoral (8). “Un mundo actual cargado de
agresividad y mensajes contradictorios; confunde
autoridad
con
autoritarismo,
normas
de
convivencia social con medidas punitivas,
educación
con
coerción,
libertad
con
irresponsabilidad, ignorancia con despreocupación
o negligencia”. “Confunde a los menores por su
inmadurez psíquica y a los adultos por su
inmadurez social, que no le permite relacionar
violencia con muchos de sus actos, en especial
aquellos derivados de sus descuidos o inacciones”
(9).
Dicho aspecto es muy importante en la
convivencia de las sociedades, porque “estas
diferentes percepciones, diversidad de causas,
grados de severidad y dificultades para identificar
un umbral, dependen en última instancia de los
distintos grados de aceptación social de la
violencia”. “La dificultad mayor en el diagnóstico
de violencia radica en lo difuso de su etiología,
que cuando es física es más fácil de detectar, pero
cuando es emocional, o como ocurre en el caso
de las omisiones mencionadas, es difícilmente
identificable pudiendo pasar inadvertido. Esto es
más notorio en los niños, sea por comportamiento
dócil o temor, o porque difícilmente los
responsables lleguen a admitir dichas omisiones”
(10).
Como profesionales de la salud “es
necesario reconocer a la violencia como entidad
médica” (11). Pero además debemos recordar que
“la violencia trasciende el impacto sobre la salud
de las personas y constituye una lesión a sus
derechos fundamentales de dignidad y libertad”
(12).
“Al respecto el Grupo de Trabajo sobre
Violencia y Salud en América Latina reunido en
Río de Janeiro en 1989 para analizar esta
problemática
desde
diferentes
ángulos
disciplinarios, expresa su preocupación por el
crecimiento de la violencia en sus diferentes
formas, hasta el punto de convertirse en uno de
los
principales
problemas
sociales
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contemporáneos en la región”. Señalan a la
violencia como un “acontecimiento motivado por
múltiples causas y materializado en diferentes
modalidades y formas de expresión, productor de
determinados daños o alteraciones y de
consecuencias mediatas e inmediatas, tanto a
nivel individual como colectivo, que afecta en su
conjunto la vida de las personas, sus condiciones
de existencia, de enfermar y de morir,
constituyéndose en consecuencia en un problema
de Salud Pública”. “Las muertes por actos de
violencia constituyen la 3ª causa de muerte en el
mundo,
después
de
las
enfermedades
cardiovasculares y el cáncer”. Pero destacan
también que: “si bien hay que enfrentar las formas
más letales de violencia, como homicidios y
suicidios, se requiere prestar especial atención a
las formas de violencia que en ocasiones no
matan, pero alteran profundamente la estructura
psicológica y el bienestar de las personas” (13).
Buscando posibles etiologías de la
violencia, y aceptando que “el impulso o instinto
agresivo sirve a los animales para enfrentar
cualquier riesgo, la mayoría de los científicos
sociales rechazan la idea de que deba
descargarse la agresión humana para mantener la
homeostasis biológica. Mientras en los animales la
conducta agresiva responde a un claro objetivo de
satisfacción de necesidades, búsqueda de
alimentos o dominancia, en la agresión humana
intervienen otros factores como los ambientales
(medio sociocultural) y factores subjetivos
(ambición, desigualdad, frustración)”. La teoría del
aprendizaje dice que “la violencia no es innata ni
instintiva, sino que se configura a través de la
experiencia por adquisición y refuerzo de las
conductas agresivas en un determinado contexto
sociocultural”. Según Dollard; “la agresión no
constituye una necesidad inherente, sino un
derivado de la frustración, es una respuesta
emocional desorganizadora provocada por la
frustración y que lleva a un comportamiento
destructivo” (14). (Ejemplo: no consigue algo,
reacciona con violencia).
“Las necesidades básicas insatisfechas y
las esperanzas frustradas –dice Francisco Maglio–
son el caldo de cultivo para las causas médicas,
que no son más que la expresión biológica de la
construcción social de la enfermedad. El pobre
desocupado se enferma no solamente por no
tener acceso a una buena alimentación y a
remedios, sino también y fundamentalmente
porque ha perdido la esperanza (y la posibilidad)
de un trabajo digno para mantener decorosamente
a su familia” (15).
Tanto la violencia como la salud son
productos sociales, de allí que “el tema de la
violencia actual y las inequidades y frustraciones
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que la originan, deban ser enfocados –ya se dijo
antes– como un problema de salud pública por su
incidencia en la salud, el bienestar y el desarrollo
de las poblaciones” (16).
Los
comportamientos
antisociales
generan de parte de la sociedad formas de
rechazo y represión que la potencian,
encendiendo un círculo vicioso que “exige un
abordaje diferente, dirigido a reflotar el rol
trascendental de la familia, de la escuela, de las
instituciones, en la transmisión de los valores, un
enfoque centrado en fortalecer el diálogo como vía
para la solución de los conflictos, incrementando
las inversiones en educación y valorización de la
gente, con programas de integración en todos los
ámbitos, tanto el económico como el social y
cultural” (16).
Después de este análisis sobre algunas
investigaciones que buscan explicar la etiología de
la violencia, seríamos capaces de preguntarnos
con sinceridad y respeto mutuo, sin posturas
extremas: ¿vivimos en un entorno agresivo? El
modelo actual, ¿es violento? ¿Estamos realmente
enfermos de violencia? Y, más aun, pensando no
solo en quienes nos rodean, sino en nosotros
mismos, ¿seríamos capaces de hacer una sincera
autocrítica de nuestros propios comportamientos?
¿Podríamos reflexionar sobre nuestras actuales
relaciones humanas? ¿Estamos reaccionando con
límites y tolerancia? ¿Estamos dando el buen
ejemplo a nuestros niños y adolescentes?
¿Estamos educando sobre valores y respeto hacia
los demás? Si la violencia afecta a toda la
sociedad, niños, adultos y ancianos, ¿cómo
contrarrestar esta enfermedad? La conclusión es
que el único remedio es la educación.
Pero este proceso educativo comienza
mucho antes de la escolarización, ya que los
padres y la familia enseñan demostrando con el
ejemplo, guiando desde los primeros años de vida;
“aprender lo que está bien o lo que está mal es
algo que se va construyendo desde muy
pequeño”, en primer lugar en el contacto con la
familia, el núcleo básico social, posteriormente el
barrio, la escuela, la sociedad, “internalizarán
normas de comportamiento, no escritas en la
mayor parte de los casos, reglas de convivencia
amables y respetuosas, valores y buenos modales
que se harán costumbres y se convertirán en
hábitos, que no requieren refuerzo ni reflexión y
quedan integrados a su personalidad”. “Las
buenas costumbres se expresan en el trato
cotidiano, en cualquier lugar y circunstancia,
desde el buen día, el pedir permiso, perdón o por
favor y el saber decir muchas gracias” (17).
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