LA FORMACIÓN DE LOS PROFESIONALES AUTOGESTIONADOS: ESTUDIANTES-TRABAJADORES UNIVERSITARIOS EN TIEMPOS DE CRISIS RESUMEN Existe una línea de investigación muy desarrollada sobre cómo las actuales experiencias laborales y las nuevas formas de organización del trabajo conducen a una búsqueda de trabajadores autorregulados, autónomos y que muestran iniciativa y responsabilidad en su trabajo. El objetivo de esta comunicación es mostrar cómo esta situación alcanza a los estudiantes-trabajadores universitarios, entre los que predomina un discurso que enfatiza el mérito, el esfuerzo, el sacrificio y la inversión con vistas al futuro, lo que les conduce a hacer todo lo que está en su mano para mejorar sus expectativas laborales. Sin embargo, esta orientación se enfrenta a una realidad laboral extremadamente desfavorable para la juventud española, donde la precariedad y el desempleo son la norma. Muchos estudiantes universitarios trabajan en empleos poco cualificados poco cualificados, durante o al término de los periodos educativos en trayectorias azarosas y poco conectadas a sus estudios. La única esperanza que les queda es realizar prácticas o becas que les permiten conectarse con el mundo laboral y adquirir habilidades y conocimientos que puedan poner en el mercado. Sin embargo, los estudiantes manifiestan la precariedad dominante en este tipo de situaciones pre-laborales, pero, aun más importante, cómo esas prácticas finalmente no cumplen esa función profesionalizante de forma adecuada, en la medida en que tienden a verse obligados a realizar tareas de baja cualificación y se les niega la formación propia del personal de la empresa. Por todo ello, ven en buena medida traicionadas sus expectativas de lograr un mejor acomodo sociolaboral a través de la educación superior. Existe un diagnóstico compartido de que la experiencia laboral se plantea cada vez más en términos individuales. Cada vez más las organizaciones demandan de sus trabajadores (o colaboradores) una implicación que vaya más allá de una labor censada que hayan de sacar adelante. Habrían de involucrar su subjetividad, en forma de actitudes, valores, emociones, relaciones, que se tienen que poner a trabajar, hacer productivas. Por otro lado, la individualización de las relaciones laborales implica el final de los procesos colectivos, de las identidades colectivas, de la negociación colectiva y la lucha obrera, lo que deja indefensos a aquellos trabajadores más débiles, que no pueden defender adecuadamente por sí mismos. Este proceso se deriva de la desarticulación de las instituciones que permitieron entender el trabajo como algo colectivo. Las organizaciones burocráticas tayloristas y fordistas, con su énfasis en la indiferenciación de los trabajadores, bien a través de la segmentación de las tareas o a través de las normas impersonales, permitieron la existencia de unas experiencias subjetivas similares para muchos sujetos (Alonso, 2000), lo que vino además unido de unas instituciones sociales que reforzaban tal régimen laboral y proveían de derechos de ciudadanía a la población. Todo esto redundaba en un importante sentimiento de participación en un orden social que parecía ser positivo para todos los actores. El paso del régimen de regulación fordista al postfordista significó la fragmentación de las experiencias laborales, merced a la transformación de los procesos de trabajo y de las organizaciones: flexibilización, automatización, precarización como respuesta a la competitividad acrecentada y mundializada. Si a esto añadimos el debilitamiento del Estado del bienestar, la consecuencia es la ruptura de las solidaridades obreras, y la precarización de los vínculos ciudadanos. Igualmente las organizaciones se han transformado sustancialmente (ver Kalleberg, 2001; Powell, 2001), lo que ha generado el desarrollo de nuevas formas de organización del trabajo, ayudadas por las nuevas tecnologías de la información, y que generarían nuevos demandas sobre los trabajadores. A esta visión más bien negativa y añorante de los procesos de cambio se contrapone otra que aprecia en esta individualización de los procesos de trabajo una oportunidad para los sujetos implicados. La apelación a la implicación subjetiva que estarían realizando las organizaciones laborales podría enriquecer la experiencia laboral de unos sujetos que recuperarían el interés en una actividad que resultaba tan empobrecedora cuando estaba sometida a ese régimen burocrático e impersonal. En efecto, la apelación a lo subjetivo obliga a otorgar cierta autonomía de decisión a los trabajadores, solos o en grupo, para que lleven a cabo de forma adecuada sus tareas. Existe, además, una larga tradición de estudios que relacionan la autonomía en el trabajo con la satisfacción laboral e incluso el mejor rendimiento. La autonomía entra en las organizaciones de la mano de la psicología humanista, que enfatizaba la importancia de que éstas se transformaran para permitir que sus miembros pudieran ver satisfechas sus necesidades superiores, de autoestima y de autorrealización (McGregor, 1960). Pero desde Likert (1967) se entendió también que esto no era solamente beneficioso para el trabajador, sino también para la organización, pues un trabajo que permite autonomía redunda en el mayor rendimiento productivo de la organización, de ahí su propuesta del sistema 4 o participativo. Posteriormente, Hackman y Oldham (1980) propusieron el modelo de las características del puesto que tenía en la autonomía una de las dimensiones fundamentales que producían una mayor satisfacción de los trabajadores. En este sentido ya era clara la tendencia a que las transformaciones organizacionales para adaptarse a los nuevos entornos competitivos fueran en la dirección de aumentar el poder de decisión de los trabajadores, como los equipos de trabajo, bajo el entendido de que de esta forma se aumentaría su rendimiento productivo. Sin embargo, a diferencia del proyecto humanista, la responsabilidad por la autorrealización del sujeto pasa por la automotivación, ya no es la organización quien debe producir un entorno adecuado para motivar a los trabajadores, sino que en estos tiempos individualizadores es el propio sujeto el que tiene que y debe automotivarse y buscar su autorrealización. Así, Crespo, Revilla y Serrano (2009) afirman la aparición de una nueva forma de sujeción en las últimas décadas que se puede denominar sujeción moral o autosujeción, que se caracterizaría por situar en el sujeto la responsabilidad por su propia actuación, buscar que el trabajador se autorregule y tenga iniciativa (Du Gay, 1996) como forma de lograr un mejor rendimiento. Supuestamente este tipo de sujeción podría permitir la autorrealización de los sujetos y su desarrollo individual en el trabajo, el proyecto humanista. En cualquier caso, estos procesos de aumento de la implicación subjetiva en el trabajo coinciden en buena medida con el tercer aspecto del poder disciplinario foucaultiano, el autodisciplinamiento (Danaher et al. 2000), el esfuerzo por alcanzar un estado deseado de perfección individual conforme a cualesquiera criterios, y que ha sido desarrollado por los autores que han tratado de aplicar el pensamiento de Foucault a los estudios organizacionales. Sin embargo, como señalan Revilla y Tovar (2011), esto no significa que las formas de control se hayan suavizado o hayan desaparecido, solo que se han transformado. Al fin y al cabo, resulta es difícil entender como autodisciplinamiento una situación en la cual la persona, si no acepta las demandas que se realizan sobre ella, recibirá normalmente algún tipo de sanción. Las nuevas formas de organización del trabajo (trabajo en equipo, pago por objetivos, calidad total, “just in time”, etc.) ayudadas por las nuevas tecnologías de la información están consiguiendo unas nuevas formas de poder disciplinario que tienen como característica común la relativa invisibilizacion del control directo que los superiores imponen sobre los subordinados. De esta forma, aunque se pide que el trabajador se implique y se motive, la organización se asegura de diversas formas de que el esfuerzo discrecional de los trabajadores, su autonomía acrecentada, se dirigirá en la dirección apropiada, el logro de los objetivos organizacionales. Así aparecen en las organizaciones esas nuevas lógicas disciplinarias (Revilla y Tovar, 2011), como la relacional (control concertivo; Barker, 1993), la productivista (control clientelar, mercantil, por objetivos) o la fluida (basada en la flexibilidad funcional o numérica). Como señalan Revilla y Tovar (2011), se puede ver que en todos estos casos el supuesto autocontrol no es tal o, al menos, no es completo. El sujeto, para permanecer en la organización, ha de hacer suyas las demandas disciplinarias de la organización, quedando transformado en el proceso. En cuanto a prácticas organizacionales específicas, algunas de las nuevas formas de organización del trabajo claramente promueven la autorresponsabilizacion del trabajador de distintas maneras. Podriamos mencionar: a) trabajo en equipo, en el que el control mutuo favorece la autorresponsabilidad (Barker, 1993); b) gestión por competencias, que enfatiza las competencias actitudinales y motivacionales, esto es, la voluntad de trabajar y la disposición adecuada para hacerlo (Tovar y Revilla, 2010); c) el trabajo como resolución de problemas, y no como tareas prescritas (Dubar, 2002); d) la orientación al cliente, lo que significa que los trabajadores deben satisfacer como sea a los clientes internos o externos (Dubar, 2002). Por otro lado, la organización utiliza también otro elemento en su intento de conseguir la adhesión de los trabajadores a su proyecto. Es un esfuerzo ideológico, un mecanismo de saber, que toma la forma del diseño y fomento de una cultura organizacional, de una serie de valores que deben dirigir la actividad de todos los miembros de la organización. Para que sea efectiva la cultura, estos valores culturales han de ser compartidos e interiorizados por los trabajadores, convertirse, como señalábamos, en sujeción interiorizada o autosujeción. Aunque supuestamente las culturas organizacionales han de ser específicas, finalmente los valores que se proclaman son bastante similares (Du Gay, 1996), basados en la excelencia, la atención al cliente, etc., lo que homogeneiza la gestión empresarial. Como se puede apreciar, ya no basta con domesticar el cuerpo de los trabajadores, sino que es necesario igualmente transformar sus concepciones básicas, sus valores, o al menos eso es lo que se pretende. Por último, las instituciones públicas están también dirigiendo su diagnóstico de las políticas de empleo hacia conceptos como empleabilidad o activación, que implican igualmente la responsabilidad de los sujetos sobre su propia situación (Serrano, 2009). Bajo la noción de empleabilidad subyace la idea de que permanecer en el mercado de trabajo está relacionado con las características individuales del trabajador individual, cuyas competencias pueden ser o no “vendibles” en el mercado. Igualmente, la activación en las políticas de empleo lleva a condicionar incluso los subsidios u otros beneficios sociales a que el trabajador muestre iniciativa y buena disposición para buscar un empleo. De esta forma, en ambos casos, la responsabilidad por el fracaso es del sujeto que no es empleable o no se activa lo suficiente, nunca del mercado de trabajo o de otros elementos contextuales. Una pregunta que no ha sido demasiado atendida sería hasta qué punto los trabajadores han asumido estas nuevas prácticas organizacionales y estas demandas individualizadoras. Por supuesto, no es razonable pensar que haya una respuesta simple a esa pregunta, sino que probablemente diferentes colectivos de trabajadores se relacionen de distinta manera con estos nuevos discursos. Y esas distintas formas de relación tendrán que ver, al menos parcialmente, con los procesos de socialización, sobre todo secundaria, en los que hayan participado en cuanto receptores. Estamos pensando especialmente en la socialización que reciben los jóvenes en los centros de enseñanza, tanto primaria, como secundaria y superior. Son numerosos los estudios de sociología de la educación los que, de un modo u otro, han mostrado cómo la cultura o la ideología dominantes se transmiten como legítimas y universales a través de la educación, ocultando las relaciones de poder subyacentes (Bourdieu y Passeron, 1970; Althusser, 1976). La escuela transmite normas y valores aparentemente neutrales, y que no forman parte del discurso explícito pedagógico (currículum oculto), pero que representan el statu quo, de forma que naturalizan las relaciones sociales y se neutraliza el conflicto (Apple, 1979). De esta forma, se despolitiza el conocimiento escolar bajo una apariencia de neutralidad, cuando en buena medida legitima el orden social. Así es más eficaz la inculcación de la ideología dominante y se legitima el conocimiento educativo como válido y universal. Por tanto, los distintos grupos sociales no se encuentran a igual distancia respecto de esos discursos dominantes, pues están más cercanos a las clases medias y altas. La escuela orienta mediante el código elaborado (Bernstein, 1975), propio de la clase media, y no por el código restringido de la clase obrera. Esto facilita el rendimiento de los estudiantes de las clases acomodadas, legitimando el resultado diferencial en el esfuerzo y el mérito, cuando en buena medida es resultado de desigualdad de partida y de la cercanía entre los valores transmitidos por la escuela y los de la socialización familiar, de clase. Por tanto, el origen social determina unas disposiciones culturales (habitus) que son filtradas por la escuela para efectuar la selección educativa y social. Esta reproducción de la estructura de la reproducción del capital cultural contribuye a la reproducción de la estructura social (Bourdieu y Passeron, 1970). Esto significa que el acceso a la educación superior, a pesar de todos los esfuerzos en facilitar el acceso de los grupos sociales menos favorecidos, sigue siendo más sencillo para los hijos de las clases medias, quienes, además, tienden a sacar más provecho de su paso por la Universidad. En este sentido, sería de esperar que entre los estudiantes universitarios predominaran valores cercanos a los de las clases dominantes, valores de clase media, que, como han mostrado los estudios de socialización de clase, enfatizan el mérito y el esfuerzo como base para obtener el éxito social y laboral a través de la educación. Sin embargo, estos valores y esta confianza en la educación no siempre vienen acompañados de unos buenos resultados en la inserción en el mercado de trabajo. La transición de la escuela al mercado de trabajo es cada vez más problemática y difusa, y así se vienen hablando de trayectorias yo-yo, inserciones precarias, transiciones irrelevantes, etc. (Gil Calvo, 2010). En efecto, existe una mayor complejidad y evanescencia en las transiciones juveniles hacia el mercado de trabajo, que ya no son lineales (Garcia-Montalvo y Peiró, 2008). Hay una mayor probabilidad de que los jóvenes estén en trabajos mal pagados o inseguros, con malas expectativas de carrera. (ESOPE, 2005; CCOO, 2004). Los jóvenes tienen tasas de desempleo superiores a la media (20,06% en 2010), llegando hasta el 61,39% entre los jóvenes de 16 a 19 años, 37,02 % entre los 20 y 24 y 25.02% entre los 25 y los 29 años (INE, 2012). También existen altas tasas de contratación temporal (45.96%). Y aunque los datos indican que la tasa de desempleo es mayor entre los jóvenes con menor nivel educativo, el porcentaje de titulados superiores en situación de desempleo o de precariedad en el empleo es importante, y ha aumentado enormemente durante la presente crisis económica. En este contexto, atender específicamente a aquellos jóvenes que simultanean trabajo y estudios puede tener un especial interés. Además, los datos indican que es un colectivo creciente en toda Europa, ya sea por la dificultad de las familias, incluso antes de la crisis económica actual, para sufragar unos estudios superiores, o por la falta de confianza en que una titulación universitaria baste para incorporar en buenas condiciones al mercado laboral. Por otro lado, es notoria la expansión de un mercado de trabajo flexible dirigido específicamente para jóvenes, que pueden recibir como positivo unos horarios a tiempo parcial, trabajando en fines de semana o de forma discontinua y/o variable. Las investigaciones sobre la transición de los jóvenes estudiantes hacia el empleo se suelen referir a la distribución de estudios y horas de trabajo durante la semana (Ariño et al, 2008; Garcia-Montalvo and Peiró, 2009; Fundación BBVA, 2010; Ariño y LLopis, 2011). Pero apenas existen estudios que exploren el empleo precario entre estudiantes. Los estudiantes trabajan sobre todo en empleos temporales con pocas horas a la semana, poco relacionados con sus estudios y poco cualificados. El perfil del estudiante que combina trabajo y estudios tiene mayor importancia y desplaza al estudiante tradicional que se dedicaba a estudiar a tiempo completo (Soler, Ariño y Llopis, 2009). Aunque el trabajo a tiempo parcial no es necesariamente precario, y no es muy importante en España, en la medida en que no es elegido voluntariamente, debería ser contemplado también como un indicador de precariedad. En este sentido, puede tener interés entender cómo los estudiantes dan sentido a su situación, desde sus experiencias laborales y expectativas futuras, atravesadas de manera problemática por sus esfuerzos formativos en la universidad. En el contexto de una investigación internacional1, se realizaron 8 entrevistas en profundidad a estudiantes universitarios de la Universidad Complutense, complementarias a una encuesta on-line, en las que indagaba sobre estas cuestiones. Estas entrevistas mostraron hasta qué punto predominan en estos estudiantes trabajadores un discurso que enfatiza el mérito, el esfuerzo y el sacrificio, y la inversión con vistas al futuro, lo que les conduce a realizar todo aquello que se perciba como necesario para mejorar sus expectativas laborales futuras. Según este discurso meritocrático, los estudiantes están convencidos de que necesitan capacidad para 1 Precarious work amongst students in Europe (PRECSTUDE), financiada por la DG Employment de la Unión Europea y realizada durante el año 2012. adaptarse al mercado, para sobrevivir en un mundo difícil y para mostrar una alta responsabilidad social e individual. Deben invertir en su CV, en su vida futura, fortaleciendo sus aptitudes y actitudes. El sacrificio por mejorar sus méritos para conseguir un buen empleo se realiza incluso a expensas de la reducción de su vida social o lo que sea necesario (“no puedo salir, ir de fiesta, siempre estoy cansada, así que es difícil estudiar; siempre me quedo con mi familia o con mi novio”, estudiante 6). Además, este discurso encaja muy bien con los discursos de los empleadores, que dan importancia igualmente el esfuerzo, la responsabilidad y el interés en el trabajo, esto es, la capacidad de autorregulación del trabajador. Es interesante señalar cómo este discurso está compuesto por dos repertorios lingüísticos muy distintos, y no necesariamente compatibles. Por un lado, el lenguaje managerial (habilidades, inversión, obtener beneficios), pero por otro un lenguaje religioso (sacrificio, recompensas futuras), en una versión actualizada de la ética protestante (“Pero creo que todo este esfuerzo tendrá una recompensa…, ya estoy siendo recompensada”, estudiante 6). Esto se sitúa en un contexto de carrera profesional que se naturaliza de esta manera: las primeras experiencias laborales tienen que ser malas, pero más adelante todo mejorará y aquellos que se sacrifiquen e invierten correctamente se beneficiarán de una trayectoria ascendente. Sin embargo, estos discursos dominantes entre los estudiantes universitarios se enfrentan a una difícil realidad bajo la forma de un mercado laboral juvenil débil y explotador en España. Muchos estudiantes de universidad trabajan en empleo poco cualificados durante o al final de su educación superior en trayectorias azarosas y bastante poco relacionadas con su formación. Como es muy frecuente entre los jóvenes españoles, los empleos flexibles dominan entre nuestros entrevistados, lo que ha sido descrito como una norma de empleo flexible. Esto incluye trabajos temporales, que son reemplazados frecuente y forzadamente por otros, ya sea en la misma empresa, en una nueva e incluso en un sector de actividad diferente. Los periodos legales de contratación temporal no son respetados con mucha frecuencia, de forma que los jóvenes pasan muchos años en esta situación precaria. Los salarios suelen ser bajo y los estudiantes están peor pagados que los trabajadores que realizan sus mismas tareas (“te pagan menos de lo que vale tu trabajo”, estudiante 3), normalmente en trabajo poco cualificados y con escasa autonomía. A veces ni siquiera reciben un salario, como cuando trabajan en prácticas o con una beca. Los jóvenes trabajan sobre todo en el sector servicios en ciertas profesiones: camareros, teleoperadores, vendedores, así como en el trabajo informal. Consiguen sus trabajos a través de ETT o por sus redes sociales personales. La principal motivación para trabajar es conseguir cierta independencia económica, emanciparse o cubrir gastos de consumo y a veces las tasas universitarias (“me cuesta ganar este dinero para estudiar, así que o apruebo o abandono”, estudiantes 4). Es interesante señalar que estos trabajos no se viven como precarios, ya que se conciben como una actividad complementaria a los estudios. Esto sucede así sobre todo en los primeros años de juventud, entre los 16 y los 20. Para aquellos que estudian una segunda titulación universitaria, el discurso vocacional es predominante: desean estudiar lo que realmente les gusta, independientemente de las expectativas futuras, mientras sobreviven con trabajos precarios. Existe la esperanza de retomar una vocación abandonada, pero no tienen esperanza de conseguir vivir de ella, mientras que se enfrentan a una dura realidad de trabajos temporales sucesivos. En este sentido, los estudiantes universitarios solo pueden esperar escapar de este mercado precario con la promesa de conseguir habilidades profesionales en empleos profesionalizantes o relacionados con sus estudios. Así conseguirán habilidades y conocimientos que tengan valor en el mercado de trabajo, observable en sus demandas de empleo. Los empleos más típicos de estudiantes universitarios son aquellos que están relacionados con sus estudios, que, aunque sean precarios, podrían contribuir a añadir competencia y conocimientos, que serían importantes para lograr demostrar una cierta experiencia laboral. Sin embargo, la precariedad no está ausente de estos empleos profesionalizantes, pero en este caso es vivida con más intensidad, ya que son valorados como empleos “reales”, y no como trabajos de estudiante. Suponen el desarrollo de una incipiente identidad como profesionales y el inicio de un proceso de obtención de beneficios por la inversión académica y la experiencia laboral. De este modo, los entrevistados se quejan de las tareas infracualificadas que realizan en sus trabajos, y comienzan a temer estar sobrecualificados para ciertos trabajos. Al mismo tiempo, no tienen seguridad alguna respecto de su continuidad en el empleo, lo que les produce una cierta ansiedad en cuanto necesitan conservar el empleo como la única manera de conseguir la formación y experiencia necesarias. En caso de fracaso, hay una larga lista de trabajos precarios esperando, lo que para algunos significaría el retorno al hogar familiar de origen después de años de haber vivido de forma independiente. En las prácticas que organizan las universidades como parte del programa formativo, los estudiantes normalmente realizan las mismas tareas que los trabajadores de plantilla (“hay como dos lados, la gente contratada y los aprendices, el trabajo que hacemos es parecido al de los contratados, la diferencia es legal y… económica”, estudiante 3), pero con ninguno de los derechos de protección social (accidentes, jubilación o vacaciones). En muchos casos también se les niega la formación interna de la empresa. De este modo, las prácticas externas, que se organizan para ofrecer la posibilidad de obtener una formación profesional, no están realmente cumpliendo con esa función en muchos casos, al menos así lo expresan los estudiantes, que normalmente realizan tareas descualificadas. En este sentido su aceptación de la denegación de ciertos derechos a cambio de formación es traicionada. Además, con la crisis actual, los trabajadores incluso a veces son reemplazados por estudiantes en prácticas. Así, los estudiantes caen en una trampa, se ven forzados a continuar estudiando para mantener los trabajos supuestamente profesionalizantes, extendiendo un inexistente, o escaso cuando mejor, aprendizaje profesional, que sigue siendo mejor que nada. Y esta es la razón por la que a veces prolongan su periodo de formación universitaria, para evitar la precariedad, no solo para tener mejores oportunidades. Este esquema de trabajan mientras se estudia es facilitado por la organización flexible de la empresa, especialmente en relación con los horarios de trabajo de los estudiantes. Aunque las empresas no cumplen con las necesidades de profesionalización de los estudiantes, al menos son flexibles con los estudiantes en cuanto a sus necesidades académicas, permitiéndoles acudir a las clases y a los exámenes. Por el contrario, la universidad no es percibida como flexible: los profesores son reacios a ayudar a los estudiantes con la flexibilización de las demandas académicas (plazos, exámenes, horas de tutoría): “Te fuerzan a asistir a todas las clases y no entiendes que tengan que invertir en tu CV. Algunos profesores son más “majos”, pero otros son más “duros” (estudiantes 6). De este modo, es difícil mantener el ritmo de los demás estudiantes. Esto es especialmente difícil desarrollados bajo el nuevo Espacio Europeo de Educación Superior. Esta rigidez despierta un sentimiento de discriminación en los estudiantes trabajadores, que pueden llegar a abandonar la universidad, cambiar a una universidad a distancia o simplemente perder sus empleos. Algunos pares de oposiciones que organizan la orientación hacia el trabajo y los estudios: Trabajar mientras se estudia Denominado “formación” Convenio Ser Becario Ayuda al estudio Inversión en Capital humano, experiencia simulación de la realidad Pensando en el futuro Prima rol de estudiante Trabajar después de haber terminado la carrera “trabajo” contrato estar contratado sueldo o salario explotación (cuando hay malas condiciones) realidad Es el futuro Prima rol de trabajador En conclusión, las expectativas de los estudiantes sobre los valores meritocráticos se quiebran. En absoluta contradicción, los estudiantes no reciben ninguna compensación por sus esfuerzos formativos bajo la forma de empleos decentes. Sus expectativas de conseguir una mejor posición social a través de la formación superior son así de algún modo traicionadas. REFERENCIAS Alonso, Luís Enrique (2000). Trabajo y postmodernidad: el empleo débil. Madrid: Fundamentos. Althusser, Louis (1976). 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