RADIOGRAFIA DEL PECADO

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RADIOGRAFÍA DEL PECADO
Por: Dr. Jorge Treviño
Introducción
Cuando se reflexiona con cuidado acerca de sus desastrosas consecuencias a todos los
niveles de la existencia humana, resulta extraño que no se empleen más esfuerzos para
intentar prevenir el pecado. Sin embargo, a menudo sucede lo contrario, especialmente
en el ámbito religioso. Hoy en día, no sólo son poco apreciados aquellos esfuerzos que
intentan ayudar al ser humano a abandonar los pecados, sino que además existe un
fabuloso esfuerzo por parte de teólogos y líderes de distintas denominaciones para
legitimar como cristiano todo un sofisticado sistema doctrinal que, en los hechos,
constituye un esquema de indulgencias.
La presencia de maestros y ministros en el cristianismo que ayudan a fabricar excusas
religiosas, en vez de disuadir a sus oyentes a abandonar aquello que destruye mente y
alma, es un hecho escandaloso. En la sociedad secular equivaldría a tener médicos
dedicados a minimizar, en forma irresponsable, los peligros del SIDA en lugar de
procurar su prevención.
La crisis es de tal magnitud que se ha hecho necesaria una revisión de los principios
básicos del Evangelio, comenzando con una radiografía del pecado.
La palabra pecado y los verbos y sustantivos relativos a ella, aparecen más veces en la
Biblia que las palabras misericordia, perdón, bendición, salvación y aún, amor. Pecado,
aparece más de 800 veces, mientras que amor y bendición, que son de las cinco
anteriores, las que están presentes en mayor número de ocasiones, aparecen menos de
600.
Jesús mismo habló más del pecado que de la salvación (213 textos contra 203). Como
vemos, son las Sagradas Escrituras mismas las que dan un énfasis preponderante a este
tema que actualmente es poco popular y hasta incómodo. Seguramente que si Dios
mismo enfatiza tanto el tema del pecado, es porque necesitamos profundizar sobre su
naturaleza y sus efectos en el ser humano.
A continuación, se esboza un breve pero necesario repaso al respecto.
¿Qué es el pecado?
Primeramente es necesario entender claramente qué es el pecado. El pecado es una
transgresión de la ley divina; es desobedecer la ley moral de Dios. Ésa es exactamente la
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definición Bíblica según 1ª Juan 3:4. No es un virus, ni un germen. Ni es una sustancia,
ni un líquido, ni un sólido, ni un gas. No es un espíritu, ni ningún ser. Es simplemente,
una conducta voluntaria contraria a los estándares de comportamiento prescritos por
Dios. Esto quedará conclusivamente demostrado tanto por las definiciones etimológicas
de la palabra, como por las definiciones bíblicas y el uso de la palabra griega ¨hamartia¨
en escritos extrabíblicos.
Cuando utilizo la palabra pecado, me estoy refiriendo a una acción. La acción de
desobedecer la ley moral de Dios. Cuando me refiero a la naturaleza del pecado, intento
decir con esto, las cualidades propias de la acción de desobedecer a Dios.
¿Cuáles son estas cualidades innatas del pecado? Cuando menos podemos resaltar
cuatro: el engaño, la destrucción del alma, la corrupción del carácter y la condenación.
Así pues, el pecado siempre tiende a producir estas cuatro cosas en la vida de las
personas. Pasemos a explicar cómo engaña prometiendo placer.
El problema del autoengaño
Cuando el apóstol pregunta: “¿Pero, qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales
ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte” (Ro. 6:21). Él pregunta, “que
fruto” (producto, consecuencia), no “que satisfacción”. ¿Por qué no pregunta qué
satisfacción?, porque está sobreentendido que el pecado en sí trae consigo satisfacción,
aunque ésta es siempre momentánea (He. 11:25). Esta capacidad de provocar placer es
el gran medio por el cual el pecado engaña. Por eso el apóstol presenta inmediatamente
el costo final del pecado: “el fin de ellas es muerte”.
En el momento de la tentación, se percibe el deleite que traerá el pecado en una forma
tan fuerte que las consecuencias de cometer el acto se oscurecen. Ése es el engaño. El
alma se entrega al placer en un deleite, sin evaluar las consecuencias. Una parábola de
Jesús lo ilustra bien. Cuando el hijo pródigo tomó sus bienes para vivir perdidamente,
nunca imaginó que después andaría hambriento y mendigando hasta las sobras de lo que
comían los cerdos.
Usando la personificación: El pecado deslumbra a la persona, pero no le presenta las
consecuencias; esconde el pago hasta que el acto se comete; no te recuerda que lo que
siembras vas a cosechar, que en el hoyo que hiciste caerás, que tu iniquidad volverá
sobre tu cabeza (Sal. 7:15-16). Por eso es engañoso. Te puede llevar a imaginar que no
pasará nada, que serás librado de las consecuencias o que tú eres alguien muy especial y
que a ti Dios te extenderá una misericordia extra.
El pecado no sólo engaña para atraer, sino que ocasiona que la persona comience a
engañarse a sí misma con el fin de justificarse de su acción. Así, la persona se repite
ideas tales como: “no es tan malo” “todo el mundo lo hace”, “los santos de la Biblia
también pecaron”, etc. Todo con el fin de apaciguar esa conciencia que la intenta
refrenar. Si la persona es religiosa, pervertirá las doctrinas de la Biblia para
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autoengañarse y pensar que puede continuar transgrediendo las leyes divinas sin que le
suceda nada. Así pues, se dirá: “al fin yo estoy bajo la gracia”, “Dios ya no me ve a mí,
sino a Cristo en mí”, “ya no estamos bajo la ley”
Otro engaño frecuente es el intentar excusarse diciendo que no se puede evitar hacer el
mal; que se es humano; que la tentación es insoportable; que los traumas de la niñez o
las hormonas; que todo aquello que existe y se pueda culpar, son la causa verdadera de
que se continúe con dichas conductas.
El ser humano fabricará cualquier pretexto para evitar reconocer su adicción voluntaria
al placer. En otras palabras, se peca de mil maneras distintas para obtener placer,
mientras se ignoran, también voluntariamente, las consecuencias destructivas para
nosotros mismos y para los demás de dichos comportamientos, consecuencias que son
la base de gran parte de la culpabilidad humana por el pecado.
Los propósitos del autoengaño son dos: Primero, tratar de inhibir la conciencia para no
sentirse mal al pecar. El segundo, quitar el freno para así libremente transgredir.
La destrucción del alma
Otra característica innata del pecado, es la de provocar la destrucción del alma. Esto lo
hace primeramente adormeciendo la conciencia para que no repruebe ciertas acciones,
de modo que transgredirás las leyes morales y no te sentirás redargüido, o a lo mucho,
sentirás una leve molestia en la conciencia que luego podrás calmar pensando, si eres
una persona religiosa, que “es el diablo el que te está acusando”. Una conciencia
adormecida es una conciencia cauteri-zada, insensible, que ya no cumple su función de
alarmarnos cuando se rompen ciertos principios. Normalmente en la mayoría de la
gente, las conciencias están despiertas (sensibles) para los pecados escandalosos como
matar, adulterar, robar, etc.; pero están dormidas a los pecados socialmente aceptados
como son: la amargura y la codicia. ¿Cómo se ha adormecido esa conciencia? Con
argumentos. Argumentos que buscan apaciguar y eliminar el sentido de culpabilidad
que ésta produce.
Un buen ejemplo es Esaú. Cuando su hermano Jacob le pidió la primogenitura a cambio
de su guiso de lentejas, Esaú tuvo que fabricar un fuerte argumento para que su
conciencia no lo acusara de lo que pretendía hacer, estaba mal. Así que argumentó y se
dijo: “He aquí yo me voy a morir; ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?” (Gn.
25:32). ¿Acaso no podía ir a casa de sus padres a comer, si es que realmente estaba a
punto de morir de hambre? Era su propio deseo que no quiso refrenar lo que le hacía
pensar que “estaba a punto de morir de hambre”, sólo para saciar su apetito en ese
momento.
Pero a más de adormecer la conciencia, el pecado ultraja la razón del hombre. Hacer lo
que uno sabe que hace daño es algo irracional, es una especie de locura porque la
persona está consciente de que es dañino, sin embargo lo hace. En ese momento decide
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que no quiere ser influenciado por la razón, sino por las pasiones y los deseos. Así, hay
hombres que han perdido su familia, esposa e hijos, a cambio de un rato de placer
sexual en la infidelidad. O por un romance con una amante, que luego los despoja de su
dinero y los abandona… por otro. ¿No es éste un acto irracional? Hay predica-dores que
han perdido su ministerio, ¡la unción del Espíritu Santo!, por una noche con una
prostituta. Esto sería semejante a cambiar un kilo de oro por un kilo de estiércol; ¡sería
una locura! Sin embargo, lo cambian. Se trata de un acto irracional. El libro de
Proverbios dice lo siguiente: Mas el que comete adulterio es falto de entendimiento...”
Pr. 6:32a (Énfasis del autor)
La persona se embrutece al transgredir la ley moral, actúa como un animal. Como dice
el proverbio: “Al punto se marchó tras ella, Como va el buey al degolladero,... Como el
ave que se apresura a la red, Y no sabe que es contra su vida, hasta que la saeta traspasa
su corazón.” Pv. 7:22-23 (Énfasis del autor)
Cuando Aarón pecó contra Moisés dijo: “...¡Ah! señor mío, no pongas ahora sobre
nosotros este pecado; porque locamente hemos actuado,...” Nm. 12:11 (Énfasis del
autor)
Y a Saúl, Samuel lo reprendió diciendo: “...Locamente has hecho; no guardaste el
mandamiento de Jehová tu Dios que él te había ordenado” 1ª S. 13:13-14a. (Énfasis del
autor)
Pecar degrada a los seres humanos al nivel de los animales irracionales. Además de
embrutecer, el pecado endurece el corazón; el libro de los Hebreos dice: “Antes
exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy; para que ninguno
de vosotros se endurezca por el engaño del pecado.” He. 3:13 (Énfasis del Autor)
Endurece el corazón, esclerokardias
Endurecer el corazón, del griego esclerokardias, es obstinarse voluntariamente. Por más
razones que se le presenten, la persona con corazón endurecido no cambia su intención
egoísta. Es como si un ladrón entrara en una casa para robar y de paso tomara a uno de
los hijos de esa familia del cuello y le dijera a sus padres que lo va a ahorcar. Los padres
empiezan a intentar persuadirlo para que no lo haga, apelan a su avaricia y le ofrecen
dinero. Luego le ofrecen sus bienes, sus carros, todo lo que poseen, pero el hombre es
duro de corazón e insiste obstinadamente en matar a su hijo; la familia apela entonces a
que piense en la corta edad del niño, en que sufrirá con dicha muerte, o en que es su hijo
mayor que los ayuda a sostenerse, etc. Luego la familia intenta atemorizarlo para que
desista y le dicen que la justicia lo castigará, que quizás lo encarcelen, etc., pero el
ladrón tal parece que no tiene entrañas y que nada lo mueve, está duro, no accede a
soltar al niño.
Esto es exactamente lo que hace el pecado en la persona impía, la vuelve obstinada,
terca. Dios le promete el cielo y no lo convence de abandonar su mala conducta. Le
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muestra su bondad en Cristo, le da la ayuda del Espíritu Santo al hacerle entender que el
pecado lo daña a él mismo y a sus seres queridos, y ni aun así lo logra persuadir; lo
busca concienciar advirtiéndole que será juzgado, etc., y ni aun así lo persuade. ¿Qué
sucede? Su corazón está endurecido: no quiere ceder para rendirse a Dios. No quiere
perder los deleites momen-táneos que ha venido disfrutando, ni quiere considerar que
hay una felicidad eterna en el camino del bien.
Deseos sin control
No sólo se afecta el alma al endurecerse el corazón, además se sensibilizan los deseos
carnales cada vez que se peca. Cada vez que el hombre los alimenta dándoles rienda
suelta, esos deseos se vuelven más sensibles, más fácilmente estimulables y más
exigentes al demandar ser complacidos. La práctica del pecado agiganta los deseos y
después éstos doblegan la voluntad ante la más mínima tentación.
Cuando Jesús hablaba de “sacar un ojo” o “cortar la mano”, si éstos fueran ocasión de
caer (Mt. 5:29-30), estaba enseñando, en un lenguaje retórico, la manera radical en que
debemos tratar a los deseos. Él conocía la fuerza y rapidez con que crecen. El pecado
los alimenta, de tal forma que los convierte en un tirano que después manipula al
hombre como un títere.
La corrupción del carácter
El pecado tiende a corromper todo el carácter.
Este es el desarrollo natural del pecado: se empieza quizás con enojos pero, al no
considerarlos pecados, al rato se permiten los rencores, luego los odios y los actos
violentos. La codicia engendra mentiras para obtener dinero, después robos, traiciones
de confianza y hasta homicidios por el ansia de obtener, etc. El pecado aumenta en
variedad y cantidad, pero también comienza a aumentar en frecuencia individual. La
persona se envicia y cede a la tentación de actuar así continuamente. Tristemente ésta es
la experiencia hoy en día de muchos que se llaman convertidos, pero que retuvieron con
ellos algunos pecados socialmente aceptados y abandonaron sólo los pecados
escandalosos. Estos “inocentes pecados” comienzan a ser más frecuentes y luego llevan
a otros hasta que se termina cayendo en los pecados escandalosos. ¿Por qué? Porque en
vez de abandonarse, también se justificaron con excusas religiosas.
“...Y Acab hijo de Omri hizo lo malo ante los ojos de Jehová, más que todos los que
reinaron antes de él.” (1ª R. 16:30)
Si estudiamos la historia de Israel viéndolo como una unidad, vemos que conforme pasó
el tiempo su maldad fue en aumento, tanto en género como en grado de transgresiones.
Lo mismo sucede en el ser humano. Los pecados aumentan. Pero no sólo en tipo y en
cantidad, sino en gravedad. La persona se va degradando cada día más para cometer
actos más escandalosos y vergonzosos que lo esclavizan.
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El pecado tiende a corromper a toda la persona. La naturaleza misma de estas acciones
es insensibilizar la conciencia, endurecer el corazón, ultrajar la razón, desarrollar en
forma monstruosa los deseos carnales. Esto es lo que naturalmente genera cada pecado
individual que se comete. Imaginemos lo que producirá la suma acumulada de muchos
pecados a través de largos años y entenderemos mejor por qué nuestra sociedad, y la
iglesia, están dando a luz personalidades cada vez más aberrantes y violentas.
Los efectos del pecado
Un caso Clínico
Margarita era una joven de 17 años sumamente alegre y cariñosa con su familia; muy
hogareña, acomedida, extrovertida y platicadora. Bastante madura para su edad,
Margarita disfrutaba tanto de la confianza como del afecto de sus padres y de la
admiración de sus hermanos, todos menores que ella. De un día para otro la joven se
volvió silenciosa a la hora de comer, retraída y se empezó a aislar en su cuarto. Ahora
todo le molestaba en su casa y veía muchos errores en sus padres y hermanos. Su rostro
expresaba molestia todo el tiempo y procuraba pasar el menor tiempo posible en su
casa. Sus padres, desconcertados, no entendían el por qué de ese cambio tan repentino.
Su querida hija ya no era la misma que antes.
¿Qué había pasado? Ella decidió empezar a tener relaciones sexuales con su novio y
perdió su virginidad; inmediatamente se sintió culpable e incómoda. Esto provocó los
cambios en su conducta, dañando su relación familiar. Las alteraciones en su
comportamiento tenían su raíz en la culpabilidad que ahora sentía. Buscaba desahogar el
tormento de su conciencia culpando a otros; como para apaciguar la conciencia
argumentándole:
“Mira, los demás también cometen muchos errores, no soy la única”. Esta molestia que
sentía era porque ante la presencia de sus padres se sentía redargüida, como si la
acusaran; aun cuando ellos no sabían lo que hizo. Ahora Margarita adopta siempre una
conducta defensiva en la casa, como si todos estuvieran en contra suya. Su aislamiento
es para evitar ser cuestionada sobre detalles de su noviazgo; además se siente sucia e
indigna de estar con sus hermanos y sus padres pues sabe que ha traicionado la
confianza depositada en ella. Está también llena de temores de ser descubierta, de
quedar embarazada, o de haber sido sólo utilizada como un objeto de placer por su
novio y luego ser abandonada. Todo esto la irrita mucho y la predispone hacia la
malicia; esa actitud de desconfianza que tiende a arruinar las relaciones con los demás.
El anterior es un ejemplo clásico de los efectos del pecado.
Cuando una persona comienza a practicar cualquier pecado, su mente se oscurece a lo
espiritual, esto es; ya no lo percibe correctamente. Teniendo ojos no ve y teniendo oídos
no oye. Sabe cuando va a llover; cuando hará frío, pero las cosas espirituales no las
capta. Principios tan sencillos como que aquello que está haciendo está mal y le traerán
serias consecuencias, le parecen un misterio velado y a veces una herejía digna de ser
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desarraigada a fuego y espada. Cuando Adán pecó hubo cambios inmediatos en él,
experimentó intranquilidad y culpabilidad. La voz de Jehová que se paseaba en el huerto
no la percibió como un acto de amor en su búsqueda. Más bien conceptualizó a Dios
como un injusto tirano del cual había que esconderse. Cuando Dios lo llamó, no lo
percibió como aquél que le quería restaurar y perdonar, sino como si quisiera castigarlo;
además culpó a Dios por su pecado para intentar justificarse a sí mismo: “... la mujer
que me diste...” (Gn. 3:12). No hubo transparencia, ni confesión aceptando su
responsabilidad moral, sino evasiones y justificaciones.
Conciencias atormentadas
Quienes viven esclavizados a algún pecado, exhiben siempre un discurso de continuas
justificaciones de su conducta. Frecuente-mente, incluso proyectarán ese sentido de
culpabilidad que los impulsa a actuar así. Herodes creía que Jesús era Juan el Bautista a
quien había asesinado. ¿Por qué los asociaba? Porque su conciencia lo acusaba todo el
tiempo de haber matado a un hombre piadoso; no lo podía olvidar. Cuando los
hermanos de José se enfrentaron a él sin haberlo aún reconocido, su conciencia les
recordó de inmediato que su calamidad actual les acontecía por haber vendido a su
hermano. En otras palabras, la conciencia culpable sabe que merece castigo e interpreta
sus circunstancias actuales bajo esa luz.
Las conciencias culpables buscan un desahogo y actualmente muchas lo encuentran en
reuniones de alabanza muy emocionales. Según un interesante análisis realizado por el
teólogo Dr. D. E. Wells [1], el contenido de la letra en los cantos e himnos de las
iglesias está cambiando radicalmente. Los cantos en el cristianismo que vivió grandes
avivamientos en el pasado, eran más doctrinales; ahora son más sentimentales. Antes
expresaban el tipo de vida de un verdadero creyente, ahora son sólo repeticiones
románticas de expresiones de un amor de labios sin que haya detrás una vida recta. La
causa de estos cambios, según el Dr. Wells, estriba en la pérdida de principios morales
en los ámbitos denominacionales y en los creyentes, quienes se sentirían incómodos con
cantos que hablen de justicia y rectitud. Con los cantos románticos y sentimentales, ya
no se enfatiza una vida recta o el tomar la cruz, sino que son expresiones de un amor
indefinido por parte de Dios. Para la persona que practica el pecado, esto es como un
sedante a su conciencia. Cuando canta que Dios es amor, la persona interpreta que
aunque continúe haciendo lo malo Dios la acepta como es, y por lo tanto, no cosechará
las consecuencias de sus acciones.
De manera que la popularidad de los congresos y de la creciente producción
discográfica religiosa, se debe en parte a la multitud de conciencias culpables que
buscan ser tranquilizadas por medio de dulces voces, letras y melodías que produzcan
experiencias emocionales. Es una clientela segura.
La estructura de la conciencia y la Ley moral
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La conciencia del hombre fue diseñada con la ley moral de Dios en ella, de tal manera
que nunca puede aceptar a fondo que la persona practique el mal y sienta que ya está
perdonada por el simple hecho de haber tenido una experiencia religiosa. “Mostrando la
obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o
defendiéndoles sus razonamientos.” (Ro. 2:15)
La conciencia sabe que no puede haber perdón sin arrepentimiento, así que mientras la
persona no se arrepiente y rompe con la conducta incorrecta, su conciencia continúa
acusándolo; la Biblia dice: “El pecado de Judá escrito está con cincel de hierro y con
punta de diamante; esculpido está en la tabla de su corazón, ...” (Jer. 17:1)
Queriendo decir con esto que su pecado no había sido borrado. De igual manera, aunque
la persona busque lavarse el cerebro repitiéndose y pensando que Cristo ya la perdonó a
pesar de que no ha abandonado la práctica del pecado, su conciencia culpable lo
descubrirá. Todavía su pecado está grabado en el corazón, y su intranquilidad, que se
expresa y afecta toda su conducta, es la evidencia de que no ha sido perdonado. Al
respecto la Escritura dice en Isaías: “Pero los impíos son como el mar en tempestad, que
no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo.” (Is. 57:20)
Intranquilidad y culpabilidad son los síntomas de una mente que se sabe culpable. De
estos dos sentimientos se puede descender a otro nivel más profundo, esto es: al
autoengaño. Quizás la persona comenzará a engañarse a sí misma creyendo que es
convertida, mientras persevera en la maldad, porque nació en una religión que se dice
cristiana, en tanto que la Biblia y su propia conciencia le atestiguan que no lo es. Este
autoengaño se fabrica como calmante de la conciencia. Si piensa que es cristiana,
entonces la persona concluye que no será condenada. La Biblia dice con respecto a esto:
“Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña.” (Ga. 6:3)
Aplicando el texto sería: “porque el que cree ser cristiano, no siéndolo, a sí mismo se
engaña”. El autoengaño es muy socorrido como un pacificador barato de las
conciencias, y la anestesia de tal manera, que después es muy difícil despertarlas a la
realidad.
En cierta ocasión un predicador hablaba con alguien que afirmaba ser cristiano pero que
mentía habitualmente; cuando el ministro le mostró el texto de 1ª Jn. 3:9, que dice que
el que es nacido de Dios no practica el pecado, le pregunto: “Tú mismo me has dicho
que practicas la mentira ¿de quién eres nacido?”. El hombre contestó: “De Dios”. Le
puso otro ejemplo el predicador y le dijo: “Tu vecino que vive al lado y que practica la
idolatría, pero afirma creer en Jesús, ¿de quién es nacido según el texto?”. El
autonombrado creyente contestó: “Del diablo”. Pensando que entendía el predicador
añadió: “Tu vecino de enfrente que practica la avaricia, ¿de quién es nacido?”. De
nuevo el hombre contestó: “Del diablo”. Como para concluir dijo el ministro: “Bien,
ahora, tú que practicas la mentira ¿de quién eres hijo?”. El hombre muy seguro
respondió “Soy hijo de Dios”.
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Este es un claro ejemplo de cómo opera el autoengaño. El cual es evidencia, no de fe,
sino de que hay una profunda culpabilidad que está intentando apaciguarse.
Científicamente a esto se le llama disonancia cognoscitiva. El apóstol Santiago añade lo
siguiente: “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a
vosotros mismos.” Stg. 1:22 (Énfasis del autor)
Por lo anterior, lo más probable es que aquéllos que tienen conocimiento religioso pero
siguen esclavizados a distintos hábitos pecaminosos, terminen uniéndose a una iglesia
que les enseñe que aunque sigan en ese estado ya son salvos. En otras palabras, son
clientes seguros para que se les expida una licencia para pecar.
La conciencia cauterizada
Una vez autoengañada la persona, puede descender a otro nivel, su conciencia se
cauteriza. De hecho, este es el efecto lógico del autoengaño. Una conciencia cauterizada
es como un árbitro de fútbol que permite en la cancha las patadas, los jalones, los
codazos en la cara, etc.; en otras palabras, ya no evalúa estas cosas como infracciones.
Así, la conciencia es como un juez dentro de nosotros que valora nuestras acciones.
Cuando se hace algo recto, la conciencia transmite un sentir de satisfacción, aprobando
dicha conducta a través del razonamiento. Pero cuando se hace lo malo, transmite un
sentido de culpabilidad, acusando con argumentos. Cuando la conciencia se cauteriza,
se vuelve insensible, ya no reprueba lo malo. Ésta es la causa de que algunos en el
cristianismo tengan problemas para admitir que el rencor, la vanidad, el materialismo y
la mentira son tan pecaminosos como el homicidio, el adulterio y el robo. En su mente,
tienen dos listas de pecados. Los pecados “socialmente aceptables”, sí son permitidos
por su conciencia, pero los escandalosos, no. Así, se pueden ver evangélicos testificando
a católicos con las Escrituras que la idolatría transgrede la ley moral de Dios. Con gran
vehemencia hablan en contra de la idolatría, casi como si fuera el único pecado. Sin
embargo, ellos practican la mentira o guardan rencores, conductas reprobadas en los
mismos textos que usan para predicar contra la idolatría (Ga. 5:19-21). Muchos
evangélicos no lo notan, es porque su conciencia está cauterizada con el autoengaño.
Malicia, desconfianza e irresponsabilidad
La malicia fue el mayor estorbo que tuvo Adán para ser restaurado. Si Adán tan sólo
hubiera pensado que Dios lo buscaba porque lo quería ayudar, hubiera corrido hacia Él
y le hubiera confesado su pecado, admitiendo sin excusas su culpabilidad. Pero la
malicia, una forma agravada de desconfianza, le estorbó.
La malicia es otro síntoma de un caminar torcido. Se manifiesta como una expectación
de que los demás desean nuestro mal. Toda corrección se interpreta como agresión o
humillación, y siempre se desconfía de los motivos de otros cuando se acercan para
ayudar; particularmente cuando alguien desea ayudarnos a ver que estamos viviendo
equivocadamente.
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Otro efecto clásico del pecado es la irresponsabilidad crónica. La persona nunca parece
asumir cabal responsabilidad por sus acciones y aprende a vivir así. Siempre busca
repartir su responsabilidad entre los demás y se vuelve maestra en inventar excusas.
Quitando todo límite
Un efecto notorio del pecado es que tiende a relajar los límites de la conducta moral.
Esto provocará que gradualmente la persona se vaya involucrando en conductas cada
vez más graves y escandalosas. La pérdida de límites y la insensibilidad de la
conciencia, eventual-mente harán que la persona llegue a cometer pecados que antes se
hubiera avergonzado siquiera de imaginar.
Esto en forma natural le insensibilizará más y más, hasta llevarlo a un estado de
absoluto cinismo. Llega una mujer, se sienta y con una sonrisa en los labios le dice a su
ministro: “Mi problema es que no amo a mis hijos, y me fastidian; yo ya recibí al Señor
pero tengo estos problemitas”. Al rato confiesa además un adulterio que cometió, todo
lo hace en una atmósfera de risitas y de plática ligera de café, sin sentir una gota de
vergüenza. ¿Por qué ha perdido la vergüenza? Porque al acallar la voz de su conciencia
y resistir por tanto tiempo sus argumentos, ya no tiene referencias para evaluar sus
acciones. Jeremías dice: “¿Se han avergonzado de haber hecho abominación?
Ciertamente no se han avergonzado en lo más mínimo, ni supieron avergonzarse...” (Jer.
8:12a.)
Una vez que la persona ya no tiene la ley moral de Dios en su conciencia como regla de
conducta, hará lo que otros hacen o lo que los deseos le dicten. Hallar a muchos otros
que estén haciendo lo malo, le servirá como calmante temporal de la conciencia.
El límite de nuestra libertad moral es el precepto de Dios. El ser humano no debe mirar
cómo se comportan otras personas, aunque se digan cristianas, para saber cómo regir su
vida; y si lo hace, continuará degradándose más y más. Esto es porque siempre podrá
encontrar un grupo de personas más perdidas que él mismo, que le sirvan como punto
de referencia para engañarse diciendo: “Los demás también lo hacen”.
Desenfreno total
El último paso dentro de los efectos del pecado es la pérdida completa del control de las
pasiones, deseos, apetitos, etc. Al decir que se pierde el control, me refiero a que la
persona estará siendo gobernada, totalmente y de continuo, por sus pasiones y deseos
animales. De hecho, vivirá como esclava de ellos para satisfacer sus cada vez más
exigentes demandas. Muchas de las decisiones que tomará ahora serán en respuesta
automática a estas pasiones sin importar los costos en salud, futuro, familia, daños a
terceros, etc. Cuando hablo de pasiones no me refiero exclusivamente al deseo sexual;
aunque ciertamente éste está incluido entre las pasiones. Hay cuatro pasiones
específicas que van a estar controlando a la persona y cada una de ellas prevalecerá
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sobre las otras tres según tenga la oportunidad. Estas pasiones son: la cobardía, la
ambición, el deleite sensual y la ansiedad.
Cobardía y autoestima
Así, por momentos la cobardía gobernará expresándose en temor, inseguridad y en
ocasiones encubriendo estos temores con violencia. La conciencia culpable es la raíz de
los miedos en el hombre, así pues, éste vivirá en la expectación de que algo malo le
sucederá y ello controlará muchas de sus decisiones. La Escritura reconoce esa relación
entre la culpa y el miedo cuando dice: “El temor lleva en sí castigo.” (1ª Jn. 4:18)
En ese caso el hombre vivirá con toda clase de miedos: temor a estudiar por el posible
fracaso; a viajar; a casarse y a no casarse; a ser rechazado; a ser desplazado, etc. La
cobardía lo llevará a evadir sus problemas personales y familiares en vez de enfrentarlos
e intentar solucionarlos, a dejar de cumplir sus deberes, a ceder a la presión grupal y
hacer cosas que no hubiera deseado, a ser una persona fácil de moldear al gusto de los
demás. Esto a su vez complicará las cosas haciendo que la persona se desprecie a sí
misma y se sienta poca cosa. Su inseguridad le llevará también a no enfrentar y vencer
obstáculos en la vida. Esto le hará sentir peor mal, conducirá a formar un carácter
defectuoso, que se rinda fácilmente, irresponsable, desobligado, etc.
Relación entre la soberbia y la pérdida de dignidad personal
En otros momentos surge la ambición, la segunda pasión que mencionamos, puede
obrar a través de la vanagloria, y la soberbia tomará delantera. Entonces, la persona
procurará afanosamente ser admirada por todo lo que posee o no posee. Anhelará
ardientemente ser admirada por su dinero o conocimiento; por sus títulos, por su trabajo,
por sus hijos, por su apellido, por su casa, por el carro que maneja, por los talentos que
posee, por su voz para cantar, por la ropa con que se viste; aun en las cuestiones
religiosas buscará ser muy reconocida. Esta vanagloria nutrirá aún más su soberbia para
tener un concepto más alto de ella misma, que el que debería. Así pues, emprenderá
grandes proyectos que después quedarán inconclusos, y esto le llevará a la frustración o
a la amargura haciéndole una persona difícil por su mal carácter. Los sueños de
grandeza le llevarán a hablar de más y a jactarse de que hará esto o aquello, pero
después quedará en ridículo ante sus amigos. Esto le irritará todavía más. “Donde
abundan los sueños, también abundan las vanidades y las muchas palabras...” (Ec. 5:7)
El soberbio se alimenta de fantasías, y su imaginación y sus deseos de obtener la
aprobación de los demás, lo llevarán también a fingir y a tratar de dar buenas
apariencias. También lo llevarán, por un camino diferente al de la cobardía, a hacer
cosas vergonzosas para comprar aceptación. En otras palabras, la soberbia y vanidad
son en realidad evidencias de falta de autovaloración adecuada.
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Una autovaloración de la dignidad personal que se obtiene en Cristo al comprender el
amor de Dios en la expiación y al entender las implicaciones de que el hombre fue
creado a imagen y semejanza de Dios.
Mal manejo de la sexualidad
En otros momentos o etapas, la persona será controlada por el deleite sensual,
manifestando una pasión por las comodidades y los placeres de todo tipo, incluida una
sexualidad desenfrenada que no medirá riesgos y la volverá adicta, a más de meterla en
mil problemas sentimentales, que al final dejarán vacíos y lastimados a todos los
involucrados. “... Ya que tienen por delicia el gozar de deleites cada día. ...Tienen los
ojos llenos de adulterio, no se sacian de pecar...” (2 P. 2:13-14)
Cuando alguien es controlado por la sed de deleites, no podrá nunca satisfacer todo lo
que su corazón desea. Obtendrá sólo una medida de satisfacción, no toda la que sus
apetitos demandan. Esto es algo extremadamente frustrante. Por lo mismo será muy
dado a la queja, a la ira, a la envidia y a la amargura. No tiene contentamiento
cualquiera que sea su situación, siempre siente que algo le falta, aun cuando está en
donde anhelaba estar. Se siente continuamente insatisfecho.
Mientras el corazón esté controlado por la pasión sensual nada traerá satisfacción
permanente. A esta insatisfacción le seguirá otra pasión de relevo: la ansiedad.
Manifestándose en impaciencia, en desesperación, en tensión, en un carácter
insatisfecho. Es aquí en donde nacen esas iras por nada. La epístola de Santiago lo
describe así: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de
vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis;
matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar... Pedís, y no recibís, porque pedís mal,
para gastar en vuestros deleites.” (Stg. 4:1-3)
De un corazón insatisfecho brotarán a menudo decisiones apresuradas como fruto de la
impaciencia. Aquí aparece la cuarta pasión que gobierna al hombre, la ansiedad.
¡Cuántos dolores y hasta tragedias, acontecen en la vida por tomar una decisión
apresurada en un asunto delicado!, matrimonios infelices, negocios en bancarrota,
relaciones rotas, embarazos “antes de tiempo”. Dice el proverbio: “El alma sin ciencia
no es buena, y aquel que se apresura con los pies, peca.” (Pv. 19:2)
La influencia del pecado
Cuando hablamos de la influencia del pecado, queremos explicar que cuando alguien
vive transgrediendo las normas divinas, esto influye en su relación con Dios y con sus
semejantes. La práctica del pecado hace que se perciba a Dios de una manera distinta;
de igual manera, su relación con la gente cambiará porque también la verá desde otra
óptica. La influencia del pecado desfigura la percepción de Dios, esto lo vemos
claramente en el ejemplo de Adán después de haber desobedecido: “Y oyeron la voz de
Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se
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escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto. Mas Jehová
Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto,
y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí.” (Gn. 3:8-10)
Sus reacciones inmediatas fueron de temor, de huir y esconderse de la presencia de
Dios. Esto nos deja ver claramente que ahora veía a Dios de una manera diferente a la
de antes. Pero Dios era y es el mismo; Dios no cambia (Mal. 3:6). El que cambió fue el
hombre. Estos cambios en la percepción de Dios se deben a la naturaleza misma del
pecado y a sus efectos en la persona. Su nueva visión de Dios es sólo un mecanismo de
autodefensa en contra de la culpabilidad que siente en la conciencia.
Calvino: Creando un Dios a la imagen del hombre
Otro ejemplo escritural es el siguiente: “Pero llegando también el que había recibido un
talento, dijo: Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y
recoges donde no esparciste; por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la
tierra; aquí tienes lo que es tuyo.” (Mt. 25:24-25)
Aquí vemos en la parábola cómo este hombre percibía a Dios: como un amo duro,
“porque siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste”, aparte lo veía como
un ser injusto que sin trabajar, deseaba obtener beneficios. ¿Por qué percibía a Dios así?
Porque el hombre mismo era así; él era quien no deseaba trabajar pero proyectaba su
pereza en Dios. Y además lo acusaba de injusticia para sentirse víctima de Él, por si le
llegase a pedir cuentas. Hoy en día muchos perciben a Dios como un tirano injusto.
Inclusive hay quienes piensan que Dios crea gente desde su nacimiento predestinada
para condenación, sin ninguna posibilidad de salvación. Esto es sólo la proyección
misma del carácter injusto, y a menudo cruel, del ser humano. Muchas veces el hombre
refleja en Dios sus frustraciones, tiranías y miedos con el fin de justificarse a sí mismo.
En otras palabras, el hombre crea en su imaginación un dios a su imagen y semejanza.
Un ejemplo claro de esto fue el reformador del siglo XVI Juan Calvino, quien al
fracasar en su intento de provocar un avivamiento por medio de la predicación de sus
doctrinas, obligó a todos los ciudadanos de Génova a hacer una profesión de fe, bajo
pena de exilio a los que se negaran[2]. Si la persuasión no traía el avivamiento, la fuerza
de la espada del gobierno lo lograría. Sí, Calvino creía que podía forzar a la gente con la
espada a que creyera en su concepto de Dios. ¿Cómo percibiría a Dios? Su teología lo
refleja claramente: él enseñaba que la gente nacía sin libre albedrío, predestinada para
salvación o para condenación eterna. Así Dios manipula a los predestinados para
salvación por medio de una gracia irresistible y a los demás los crea con la intención de
destruirlos en sufrimientos eternos por un capricho de su soberanía. El dios de Calvino,
era uno que forzaba a unos a creer y a otros a condenarse, pues los había hecho malos y
sin libre voluntad para cambiar. La poca efectividad de Calvino como predicador para
traer un despertar a su género de doctrina protestante, le provocó una intensa
frustración. Calvino quiso, a través del Estado, imponer sus doctrinas. El resultado fue
un rechazo generalizado de parte de muchos habitantes de Suiza. Él pensaba que la
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“libertad de conciencia era un execrable monstruo, que debía ser exterminado de la faz
de la tierra”[3]; Esto, aunado a su idea de que hay gente predestinada para condenación
y de que no existe libre albedrío, provocó ejecuciones cometidas en nombre de guardar
la pureza de la religión bajo el régimen de Calvino en Génova.
¿Cómo se justificaban en su mente estos crímenes? Es sencillo: Dios había predestinado
a tales personas a la condenación, y Juan Calvino estaba predestinado para la salvación,
por lo tanto, era Dios obrando a través de él para exterminar lo que denominaba un
“execrable monstruo”: la libertad de conciencia. Tal fue el triste caso por ejemplo de un
científico unitario que fue mandado a la hoguera por medio de la influencia de
Calvino[4]. El concepto que Calvino tenía de dios, reflejaba su carácter autoritario y su
aversión a la libertad de conciencia; además de una repulsiva mezcla de injusticia con
crueldad.
Dioses de acuerdo a sus concupiscencias
Existen personas que no intentarán engañar su conciencia en cuanto a que cierta acción
es o no mala, pero sí, en cuanto a que por cierta mala acción, no se sufrirá ninguna
consecuencia. En este caso se refugian en una distorsión del concepto de que Dios es
Amor. Sólo que su idea de un dios de amor es un concepto pagano: deidades que
solapan al pecador. Son la marca característica de distintas religiones paganas que han
dominado la historia de la humanidad. La palabra amor, la entienden como libertinaje.
Otros perciben a Dios de acuerdo a su avaricia y en su mente imaginan un dios que está
interesado en hacerlos millonarios.
Estos son sólo ejemplos de cómo el pecado en una persona deforma la percepción de
Dios y después lo imagina conforme a su conciencia culpable, o a las concupiscencias
que desea justificar.
El pecado influirá siempre para provocar un alejamiento de Dios. Cuando Adán pecó,
lejos de acercarse a Él, se escondió. El pecado trae separación, pero no sólo de Dios
hacia el hombre, sino también del hombre hacia Dios.
La persona estará evadida. Siempre tendrá algo más que hacer en lugar de buscar a
Dios. La lectura de las Sagradas Escrituras será aburrida; los tiempos de comunión
íntima con Dios por medio de la oración serán poco atractivos, y el mundo y sus deleites
resultarán muy llamativos.
Dios será para dicha persona sólo un medio para alcanzar las metas e ilusiones de su
vida, pero su comunión y su corazón estarán unidos a estas metas e ilusiones, no a Dios.
Su comunión espiritual será con el ídolo que ha fabricado en su mente y ha confundido
con el Dios único y verdadero.
En su relación con otros seres humanos, la influencia de una vida en donde gobierna el
pecado, será un foco continuo de contaminación. Si se tratara de un padre de familia,
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sus hijos aprenderán de él a decir mentiras, a cometer injusticias, a guardar rencores,
actos que después les provocarán innumerables conflictos internos. Y si alguien llegase
a señalarle que su comportamiento los está dañando, el que vive bajo el dominio del
pecado, se justificará a sí mismo y de inmediato comenzará a aborrecer a quien deseaba
ayudarle.
En puestos de liderazgo religioso, esta actitud se acentúa aún más. Muchos se vuelven
como “dioses” que no admiten corrección alguna de nadie: La influencia del pecado
sobre sus mentes los hace severos con aquellos pecados que ellos no practican y
tolerantes con los que sí. Por eso existen denominaciones que aun cuando sus pastores o
sacerdotes viven en adulterio o han cometido violaciones, sus superiores los dejan
continuar en el ministerio. Es de temerse que esa extraña indulgencia sea realmente
evidencia de que son culpables del mismo tipo de conductas. Se ven también líderes que
son severos para condenar la hechicería, pero no la mentira o la avaricia. ¿Cuál es la
causa? Que la persona condena lo que no practica y justifica lo que sí practica. Esto le
hace sentir superior a otros y tranquiliza temporalmente su conciencia. Un ejemplo de
esto lo encontramos en el Evangelio de Juan: “Entonces los escribas y los fariseos le
trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro,
esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó
Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices? Más esto decían tentándole, para
poder acusarle. Pero Jesús inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo. Y
como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin
pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de nuevo hacia el
suelo, siguió escribiendo en tierra. Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia,
salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó sólo
Jesús, y la mujer que estaba en medio.” (Jn. 8:3-9)
Quizás ninguno de estos fariseos era adúltero, pero la Escritura los describe como
avaros, vanagloriosos e hipócritas. El problema de los fariseos no era, como muchos han
pensado, que juzgaban el pecado; este es un deber cristiano (1ª Co. 6:3). El verdadero
problema es que no juzgaban todo pecado sino que tenían dos listas: los pecados
escandalosos que no toleraban y los aceptados en su religión que habían legalizado para
justificar sus vidas. Reprobaban el adulterio, pero no la avaricia. Hoy se condena al
idólatra, pero no la amargura. Exactamente esto era lo que hacían los fariseos para
sentirse más justos que los demás.
El pecado pervierte las relaciones entre las personas, de hecho termina por destruirlas.
Pervertir es corromper, alterar algo en su estado natural. Es como encontrar un pozo de
agua pura de manantial y vaciarle una carreta de estiércol. La persona que practica el
pecado, será influida para pervertir toda relación en donde se le brinde amor, bondad o
confianza. Así pues, la confianza que se le brinda a un cajero que maneja dinero la
aprovechará para robar; la amabilidad de una secretaria con su jefe, éste la interpretará
como que se le está ofreciendo sexualmente; una esposa que ama mucho a su marido y
le tiene confianza, encontrará que la misma sirvió para que él la engañara. En otras
palabras, la relación pura y desinteresada la utilizarán para un beneficio egoísta.
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También, el corazón impío cuando se disfraza de religión cristiana, terminará
corrompiendo las doctrinas, torciéndolas. Cuando aprende que Dios es amor,
interpretará que aunque haga lo malo Dios lo protegerá de las consecuencias. La
salvación la entiende como un “seguro de vida” para poder desobedecer y después ir al
cielo; la gracia la ve como una licencia para pecar; la santidad como algo prohibido para
el ser humano y sólo reservado para Dios, Cristo y los ángeles. La justicia de Dios es
sólo para los que son idólatras o los herejes; cuando la Biblia habla de prosperidad,
entiende que Dios justifica su avaricia. Cuando en alguna iglesia se habla contra un
pecado que él practica, se molestará diciendo que “juzgan a la gente”, y cuando lee
sobre los pecados de Abraham o David, etc., lo entenderá como un pretexto para su
pecado; todo lo tuerce a su conveniencia. El liderazgo cristiano lo entiende como una
posición donde nadie lo puede llamar a cuentas por sus acciones. El pastorado lo ve
como una oportunidad para servirse de la gente y no al revés. Todo lo tuerce, todo lo
ensucia. Todo lo pervierte. El texto dice: “Engañoso es el corazón más que todas las
cosas, y perverso...” (Jer. 17:9)
La influencia del pecado es una calamidad. Digo una calamidad porque es una desgracia
que lastima a muchas personas que llegan a tener contacto directo o indirecto con la
persona que lo practica. Allí está el ejemplo de los niños que desde pequeños son
expuestos al ejemplo de un padre borracho, irresponsable e infiel. ¡Cómo inicia a sus
hijos en el mismo camino de impiedad!
De hecho el pecado provoca daños inconmesurables. Con esto quiero decir, que no
podemos medir todos los alcances del daño causado por un pecado, pero sabemos que
su influencia no se detiene y provocará una reacción en cadena. El primer pecado que
cada persona cometió, desató una serie de efectos que hasta el día de hoy no se han
detenido. Como si alguien pusiera una fila larga de libros parados uno detrás de otro y
se golpeara al primer libro, éste caería y al hacerlo golpearía al segundo que entonces
caería y así sucesivamente. Un ejemplo de esto es el pecado de Adán; hasta hoy
tenemos sus consecuencias, ya multiplicadas. El pecado de un hombre adúltero ¡cómo
afecta a su esposa!; y si ella se amarga ¡cómo daña a su vez a sus hijos!; y luego estos
hijos cuando se casan, suelen llevar esta amargura y quizás tratarán mal a sus esposas
que no eran responsables de nada y así sucesivamente. Un solo pecado de una sola
persona desata una continua calamidad.
La transgresión de la ley moral de Dios, además de las consecuencias anteriores, trae
también como resultado que Dios eventualmente retire su protección y te abandone a
todas las fuerzas y situaciones peligrosas que suceden diariamente. Y aún más, puede
ocurrir que Dios intervenga directamente para hacerte entender que no tienes derecho de
destruir a otros con tu conducta equivocada. Muchas de las lecciones que enseña la vida
a través de circunstancias duras, no son sino la providencia de Dios actuando para
concienciar con gráficas y solemnes advertencias al ser humano.
Otra consecuencia, es que se puede llegar a un punto en donde se esté más allá de
redención y el corazón se endurezca tanto por resistir al Espíritu Santo. El resultado de
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esto será que Él te entregue a una mente reprobada donde ya no haya más remedio, sino
la eterna perdición. ”Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los
entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen.” (Ro. 1:28)
Líderes y ministros podrán repartir pretextos, absoluciones, indulgencias y licencias
para pecar, haciendo creer a la gente que es cristiana aunque continúe esclava del
pecado. Pero una cosa es cierta, cada persona pagará los terribles resultados del efecto
del pecado en carne propia, además de las consecuencias, aquí y en la otra vida.
En cuestión de pecado, toda persona debe ser muy escéptica de cualquier doctrina que le
prometa que puede continuar en la práctica del pecado y al mismo tiempo salvarse.
Nótese que si por un pecado Adán y Eva fueron sacados del paraíso, y que si por un
pecado Lucifer fue echado fuera del mismo cielo, y que si Cristo llevando nuestros
pecados fue desamparado por el Padre en la cruz, sería una acepción de personas que a
nosotros se nos permitiera entrar al cielo con pecado. Pues si a los que ya estaban dentro
los sacaron por haber pecado una sola vez, ¿qué será de aquellos que no han entrado y
que viven en pecado diariamente? La respuesta está más que bien ilustrada en la famosa
parábola de Cristo acerca de la fiesta de bodas. El pasaje habla por sí mismo y no
requiere comentario. “Y entró el rey para ver a los convidados, y vio allí a un hombre
que no estaba vestido de boda. Y le dijo: Amigo, ¿cómo entraste aquí, sin estar vestido
de boda? Más él enmudeció. Entonces el rey dijo a los que servían: Atadle de pies y
manos, y echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes.” (Mt.
22:11-13)
Fuente: ® Revista Avivamiento 2012
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