Parábola del trueque

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Parábola del trueque
[Cuento. Texto completo.]
Juan José Arreola
Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su
convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados
recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el
comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas
como candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos
quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no
desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.
Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones
y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio.
Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me
aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto,
ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible
palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas
por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad
definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos
dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo
parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día
echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas
amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel,
descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise
darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose,
lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por
sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para
evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos
deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente
conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer
como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días
era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora,
se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras
pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
-¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba
de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de
oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados
a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena
mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios
cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un
baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero,
que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de
cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la
señora y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de
herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con
terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que
había recibido una mujer falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en
un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio
muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el
cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente
tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle
con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi
conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me
faltaron las ganas de cambiarla.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido
verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las
mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso
recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel
hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de
ácido sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le
van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes
de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos
ponían al decirlo una cara de condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos.
Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.
FIN
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