Filosofía de la acción

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• FILOSOFÍA DE LA ACCIÓN
A lo largo del curso nos referiremos a la cuestión de la ELECCIÓN, que estudiaremos de la mano de
Aristóteles y Maquiavelo, y también a la del doble respecto del CARÁCTER, en el que cabe establecer la
distinción entre carácter empírico y carácter inteligible; a la que nos aproximaremos desde P. Bourdieu y
Kant.
El programa se ha construido sobre un mismo enfrentamiento (articulado en dos etapas), entre dos apuestas
teóricas.
Si atendemos a la función desempeñada por cada uno de los autores que se han citado, podemos integrarlos en
dos grupos. El primero reúne una pareja en principio insólita: Aristóteles y Kant, cuya conexión requiere
alguna aclaración. Para empezar, la reflexión de Aristóteles sobre la praxis manifiesta que la virtud no es un
destino trágico, sino el resultado del esfuerzo de los hombres por modificar el mundo de acuerdo con
principios que ni podemos aplicar al estudio de la naturaleza ni constituyen el objeto de investigación
de la física.
Por su parte, la tercera antinomia kantiana señala que, allí donde pensábamos contar con todos los
instrumentos de legibilidad del mundo (en virtud de la conexión causa−efecto que rige como ley universal
para la naturaleza), aún nos quedaba por descubrir toda una esfera: la libertad, en la que la eficacia de una
causalidad incondicionada (que expone un carácter inteligible), presupone la facultad de comenzar por sí
mismo una serie de estados sucesivos en el tiempo.
El segundo grupo reúne a dos autores como Maquiavelo y P. Bourdieu, que representan una especie de
interlocutor escéptico para los anteriores. Detrás de la fachada de un pensador de la razón de estados, se
encuentra en Maquiavelo, un discurso acerca de la pólis, pensado desde las posibilidad de la acción eficaz y
la verdad efectiva, más allá de la representación imaginaria del bien que nosotros podamos tener.
Por otro lado, los estudios sociológicos de P. Bourdieu nos enseñan a reconocer el entramado de hábitos que,
como una segunda naturaleza, deciden por nosotros y constituyen el sí mismo que está detrás de nuestras
acciones. Esto plantea de momento, una relectura de la voz del escéptico que aparece en la tercera antinomia
kantiana.
Estos dos grupos cuentan con armas suficientes como para provocarse mutuamente en una discusión que es
común a ambos, de la que trataremos de extraer alguna conclusión acerca de porqué hemos considerado
necesario llamar a una reflexión acerca de la esencia del actuar Filosofía de la Acción, o en términos de
Bourdieu acerca de lo que ha decidido por nosotros llamarla de esta manera; título, en cuyo origen se dan cita
de un modo significativo autores pertenecientes a la tradición analítica anglosajona.
¿Existen dos legalidades distintas?. Kant contesta afirmativamente: la legalidad natural y la de la libertad.
¿Coexisten en la temporalidad?, ¿pueden coexistir?.
En la tercera antinomia el escéptico defiende que no hay otra legalidad más que la del mecanicismo natural. El
otro interlocutor habla de una praxis, de una razón práctica. En la esfera de la libertad interviene la razón.
El escéptico dialoga con Kant de esta antinomia en la que se da cabida a una legalidad que no es puramente
empírica. La libertad debe poder exponerse en el ámbito fenoménico. Bourdieu, igual que Sánchez Ferlosio
(Cuando la flecha está en el arco tiene que partir), habla de unas condiciones a partir de las cuales las cosas
tienen que ocurrir, que no es la misma relación causa−efecto que se da en la naturaleza, se trata de otro tipo de
causalidad.
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La primera parte del temario se divide, a su vez en otras dos. En la primera parte se trata el tema en el seno de
la ontología, por eso la distinción de Aristóteles entre las acciones humanas y las de los animales. La segunda
parte se centra en el tema de la libertad. Maquiavelo ve el enfrentamiento entre fortuna y virtud. Protágoras y
Platón en el Banquete, dicen que el conocimiento es algo que se interioriza, afirman que el conocimiento no es
algo con lo que se pueda comerciar. Luego se verá la discusión entre el carácter empírico y el carácter
intelectual; lo que se plantea en la tercera antinomia es que deben convivir.
I PARTE: La elección <prohaíresis> y el tiempo de la praxis <kairós>
1.− El modelo aristotélico de la acción: de la distinción entre acciones voluntarias e involuntarias a la
imagen del agente como dueño y padre de sus acciones.
Los textos que veremos de Aristóteles comienzan mostrando un contexto de homogeneidad entre animales y
hombres: temperamento animal y carácter del hombre. ¿Cuál es el temperamento natural del hombre?. Se trata
de ver el ethos del hombre y el ethos del animal. Se verá la homogeneidad entre la acción y movimientos de
los animales y lo mismo respecto a los hombres. Después vendrá el paso de esta homogeneidad genética a la
especificidad humana. Aristóteles comienza por la praxis, el ethos, el bios de los animales. ¿Qué es lo que
mueve al animal en la búsqueda de alimentos, etc.?. Se trata de dar una explicación de su praxis y de su bios.
Se estudiará la constitución material de las partes y cómo es su exterior. Parece que el animal da una respuesta
mecánica a su exterior.
Haremos abstracción de la función del alma de los animales y de sus pasiones. Es como si Aristóteles hiciera
la función de un fisiólogo. A partir de aquí se irá viendo cual es la praxis humana. Veremos la estructura de la
inteligibilidad a través de El Fedro. En el Fedro se dice que nuestras acciones se orientan al eidos. A
Aristóteles esto le parece demasiado radical porque nos aleja de nuestro orden natural, sin embargo, tampoco
quiere caer en el materialismo. En estos textos de Aristóteles hay un estudio biológico, material. En principio
todo parece una mera respuesta al estímulo exterior, pero luego habla del ethos animal y esto supone una
analogía, una continuidad entre el animal y el hombre. Lo mismo hace en lo que se refiere al carácter de uno y
otro, lo que supone una psicología material.
Texto: El carácter como término genérico, válido para los animales y para el hombre.
Existen, en efecto, en la mayoría de los animales, huellas de estos estados psicológicos que, en los hombres,
ofrecen diferencias más notables. Así, la docilidad o ferocidad, dulzura o aspereza, coraje o cobardía, temor u
osadía, apasionamiento o malicia, y en el plano intelectual una cierta sagacidad, son semejanzas que se dan
entre muchos animales y la especie humana y que recuerdan las analogías orgánicas de las que hemos hablado
a propósito de las partes del cuerpo.
Pues unos animales difieren del hombre más o menos en ciertas cualidades, y lo mismo sucede con el hombre
comparado con un gran número de animales [...]; otros animales, al contrario, presentan relaciones de
analogía. Así lo que en el hombre es arte, sabiduría e inteligencia, corresponde en algunos animales a una
facultas natural del mismo tenor. Esta nota es particularmente evidente si se consideran los comportamientos
de los niños en la infancia: en éstos, en efecto, es posible ver como huellas y gérmenes de sus disposiciones
futuras, y el alma no difiere prácticamente nada del alma de las bestias durante este período, de manera que no
es absurdo que los caracteres de los niños, una vez hechos hombres, sean unos idénticos a los de los demás
animales, otros, parecidos, y otros incluso equivalentes. Historia de los animales, VIII 1, 588 al 18−588 b1.
El resto (de los animales) vive gracias a las imágenes y a los recuerdos sin participar apenas de la experiencia.
Metafísica, A 1, 980 b25s).
Efectivamente, se llama prudente el que puede examinar bien todo lo que se refiere a sí mismo y eso es lo que
se confiará a la prudencia. Por eso también se dice que son prudentes algunos animales, aquellos que parecen
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tener cierta facultad de previsión para su propia vida. Ética a Nicómaco, VI 7, 1141 a25−28.
También los animales presentan las siguientes diferencias relativas al carácter. En efecto, unos son mansos,
indolentes y nada reacios, como el buey; otros son irascibles, obstinados y estúpidos, como el jabalí; otros
prudentes y tímidos, como el ciervo y la liebre; otros viles y pérfidos, como las serpientes; otros nobles,
bravos y bien nacidos, como el león; otros de buena raza, salvajes y pérfidos, como el lobo. Historia de los
animales, I 1, 488 b11−18.
El cuco parece actuar sagazmente en lo relativo a la procreación. En efecto, siendo consciente de su cobardía
y de su impotencia para ayudar a su cría, hace de sus polluelos una especie de hijos adoptivos para salvarlos.
Pues este pájaro es de una cobardía extraordinaria, ya que se deja desplumar por los pájaros pequeños y huye
de ellos. Historia de los animales, IX 29, 618 a27−30.
Entre los cuadrúpedos salvajes, la cierva no es de ninguna manera, según parece, la menos prudente, por dos
razones: por parir al borde los caminos (pues las fieras no se acercan a estos sitios a causa de las personas) y
porque después del parto se pone a comer el corion. Después corre en busca de la planta séselis y, cuando la
ha comido, vuelve con sus crías. Además, conduce a las crías a sus refugios para acostumbrarlas a saber
dónde hay que refugiarse. Se trata de una roca escarpada, donde se dice que hace frente al enemigo y rechaza
los ataques. Historia de los animales, IX 5, 611 al 5−23.
En todo este grupo de textos, Aristóteles dice lo que tienen en común los hombres y los animales, parece que
entre los animales hay distintos caracteres igual que entre los hombres. También parece que afirma que entre
unos y otros hay parecidos y equivalencias.
En el siguiente texto dice que entre los animales, también hay algunos que actúan contra naturaleza, aunque
los señala como una excepción:
La excepción de los animales que adquieren nuevas costumbres que no se compadecen con su carácter
natural.
Se han dado casos de gallos que, habiendo perdido a sus hembras, se ocupan ellos mismos de los polluelos,
los conducen y aseguran su alimentación, hasta el punto de que no cantan y abandonan todo intento de cubrir
a las hembras, Hay incluso algunos gallos de tal manera afeminados que soportan a los machos que intentan
montarlos. Historia de los animales, IX 49, 651 13−18.
En el texto del De anima, II 3, 414 b23−35, nos advierte del peligro de laxitud de la causa común de todo
movimiento:
Es posible, pues, una definición común de figura que se adapte a todas, pero no será propia de ninguna en
particular. Lo mismo ocurre con las almas enumeradas. De ahí que resulte ridículo − en este caso como en
otros − buscar una definición común, que no será definición propia de ninguno de los entes, en vez de atenerse
a la especie propia e indivisible, dejando de lado las definiciones de tal tipo. Por lo demás, la situación es
prácticamente la misma en cuanto se refiere al alma y a las figuras: y es que siempre en el término siguiente
de la serie se encuentra potencialmente el anterior, tanto en el caso de las figuras como en el caso de los seres
animados, por ejemplo, el triángulo está contenido en el cuadrilátero y la facultad vegetativa está contenida en
la sensitiva. Luego en relación con cada uno de los vivientes deberá investigarse cuál es el alma propia de
cada uno de ellos, por ejemplo, cuál es la de la planta y cuál es la del hombre o la de la fiera. Y debería
además examinarse por qué razón se encuentran escalonadas del modo descrito.
Aristóteles dirá que lo propio del hombre, lo que le diferencia del animal, es que sólo el hombre es
capaz de deliberar. La deliberación implica la percepción del fin y esto supone una representación por
la que nosotros adelantamos un estado de hechos que hace que se pueda modificar nuestra acción.
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Visión de la deliberación Visión de la elección.
En el Libro III de Ética a Nicómaco, la conexión entre acciones aparece como algo mecánico, pero esto debe
vincularse con la elección para conseguir el fin que señala en otros textos, y en la cual interviene el logos. Lo
que sucede es que Aristóteles diferenciará las acciones voluntarias y las involuntarias.
Aristóteles supone la verdad del bien que es el fin, pero los medios siempre intervienen para llegar al fin.
En este texto se veía como según Aristóteles, se puede considerar que unos animales son más prudentes que
otros. Los animales no sólo poseen sensibilidad sino también memoria y comprensión de los sonidos, según se
aprecia en los textos. El oído es el sentido más vinculado al aprendizaje, al logos. Cuando el ruiseñor enseña a
cantar a los polluelos no se trata de phoné sino de logos. Aunque no entendamos su lenguaje habría una
explicación igual que la que nos diría por qué no se entienden las distintas lenguas.
Hay textos en los que dice que la memoria es el camino a la experiencia; por la experiencia a través de la
memoria sintetizamos, fabricamos el concepto. Algunos animales, aunque recuerden no pueden comunicarlo
porque no pueden conocer la causa, no saben que un recuerdo les indica algo, o que algo tiene un efecto. De
todas formas, Aristóteles considera que hay animales más inteligentes que otros, que unos tienen memoria y
otros no, y además, algunos comprenden los sonidos.
El género humano supera este ámbito porque liga la experiencia a la causa, así puede explicar a otros,
comunicar, enseñar lo que recuerda, lo que ya ha aprendido. La diferencia es que el hombre utiliza la
inteligencia y la razón.
Signos que singularizan al hombre con respecto al resto de especies animales.
Los hombres resultan buenos y cabales por tres cosas, que son: la naturaleza, el hábito y la razón. En primer
lugar, es preciso nacer como hombre y no como uno cualquiera de los animales, y además con cierta cualidad
de cuerpo y alma. Hay condiciones que no sirve de nada poseer de nacimiento, porque los hábitos las hacen
cambiar, pues la naturaleza las ha hecho susceptibles tanto de mejorar como de empeorar mediante el hábito.
Los demás animales viven sobre todo guiados por la naturaleza, aunque en escasa medida los guía también el
hábito; pero el hombre es además guiado por la razón, que sólo él posee; de modo que esos tres conductores
deben estar en armonía. Muchas veces, en efecto, los hombres actúan contra su costumbre y contra su
naturaleza si la razón les aconseja otra cosa como mejor. Política, VII 13, 1332 a40−1332b8.
Aristóteles lo que va indicando es que tiene que haber un espacio en el que se pueda separar la movilidad
animal y la humana. Habría un ethos psicológico en los animales que lleva a una analogía con el ethos de los
hombres, habría una continuidad, pero este ethos común quedaría en el lado de la naturaleza. Admite incluso
el hábito en los animales, pero la diferencia está en la razón. Los animales que suspenden sus hábitos
heredados son casos excepcionales, como el del gallo.
El ethos animal es heredado, delimitado, determinado, no cambia en el tiempo, es el tiempo de la naturaleza,
en el animal, en su tiempo, en su ethos, no interviene la libertad.
Aristóteles más que como un fisiólogo se comporta como un psicólogo empírico, que establece
comparaciones; dice por ejemplo: la sangre será más o menos densa o caliente según sea el carácter.
Aristóteles no es como Hipócrates, su método es distinto. Para él, los melancólicos, por ejemplo, son aquellos
que no saben lo que han perdido, sin embargo, los que están de luto sí saben lo que han perdido. Es decir, la
explicación que da de la melancolía es a nivel psicológico, no fisiológico. En esta afección no hay una
localización clara. Dice que el melancólico es más capaz de componer ficciones, es útil en la política porque
puede imaginar. En La Retórica dice que hay un desapego con la realidad.
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Aristóteles después de hablar del temperamento de los animales, hablará del temperamento del hombre. El
ethos del hombre aquí no es universal, no se comparte. El hombre puede recibir todas las cualidades éticas.
Fichte dirá que el hombre puede pasar de la nada al todo.
Para Aristóteles lo que sí hay que presuponer en la vida práctica del hombre es un cierto dominio de sí, según
su especie y según su educación (paideia), que no se puede separar de la ficción ni de la conexión con los
otros. Los hombres nos encontramos con obstáculos materiales, necesitamos enmascarar la falta de oído; hay
que vincular el oído con la razón, con el entendimiento para reflexionar.
En el texto de Pellegrin se dice que Aristóteles habla de niños genéricos, que son niños que recuerdan a la
generalidad, que no se parecen a sus padres, recuerdan la universalidad de la especie. En este caso la
naturaleza no habría trabajado bien, ya que serían niños indeterminados, no definidos. Estos niños serían
ejemplo de universales, de especies, pero serían inacabados. Para Tomás de Aquino, los individuos ejemplo
de especie serían los ángeles. Leibniz también habla de los entes que reúnen las características de la especie.
Lo aporético es que Aristóteles presente estos casos como pérdidas de la forma que tendría que haber
transmitido el padre genéticamente. Serían seres abstractos que sin embargo, pueden desplegar sus potencias,
actualizarlas.
La educación también puede establecer diferencias. En Aristóteles hay un vinculación al universal y una
individualización. No todo tiene que actualizarse.
Política, I 6, 1255 a39−1255 b4: Al hablar así, [los griegos] no distinguen al esclavo del libre, ni a los del alto
o bajo linaje, sino por su virtud o vileza, pues estiman que lo mismo que los hombres engendran hombres y
las bestias, bestias, los hombres buenos engendran hombres buenos; no obstante, aunque la naturaleza tiende a
esto, no siempre lo consigue.
Parece que Aristóteles dice que hay que corregir ciertas prácticas del mundo griego, por ejemplo la definición
de esclavo. El ser esclavo no proviene de unas circunstancias (las guerras, etc.), sino que los hombres se
distinguen por su virtud. La naturaleza no siempre consigue abrirse paso hacia sus propósitos. Esto explica
que las líneas genealógicas puedan perder su definición. Puede haber una degeneración, una pérdida de
cualidad, pero esto no explicaría el paso a lo mejor.
La conclusión es que parece que Aristóteles cree que en el caso del hombre hay una conexión clara entre las
partes del cuerpo y la naturaleza, que no está presente en los animales.
Habíamos visto que el ethos de los animales es susceptible de una definición universal, pero que no
ocurría lo mismo con el hombre.
Partiendo de una homogeneidad entre animales y hombres se veía que todas las cualidades éticas son
construcciones nuestras.
En lo que se refiere a la reproducción de los hombres se apreciaban ciertos problemas en lo que se transmitía
de padres a hijos. Se pueden transmitir enfermedades, puede haber monstruos, pero también hay niños
genéricos que para Aristóteles son los que llamarían madre a todas las mujeres. Son niños que no se parecen a
sus padres, es como si sus padres fueran el universal madre y el universal padre. En el texto de Pellegrin se ve
el contraste entre niños genéticos (los que se parecen a sus padres) y niños genéricos (los que no se parecen).
En estos últimos parece que lo que se reproduce es un universal. Pero esto plantea cierto desorden respecto a
la naturaleza.
También es una traba cuando vemos que la naturaleza no lo puede todo. Hay una transmisión en la
reproducción pero a veces es defectuosa. Así se explicaría la degeneración de una familia, de una especie,
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pero también se puede mejorar la raza y esto queda sin explicar.
Pellegrin dice que también se podría pensar en la transmisión por parte de la madre no sólo en la forma
transmitida por el padre. Aristóteles decía que en los hombres, el cuerpo dice más de ellos que el alma. Hay
una relación entre el cuerpo y la naturaleza. Para Aristóteles el cuerpo acerca al interior. El hombre es el único
animal capaz de reír. Dice que la complexión de los esclavos es distinta de la del hombre libre. Detrás de una
fisonomía hay un carácter, se puede dibujar cierta caricatura.
En los textos que estamos viendo como Signos que singularizan al hombre con respecto al resto de especies
animales, dice que los hombres somos los únicos que podemos mirar al cielo como objeto de estudio; en otro,
dice que hay una direccionalidad en la constitución del hombre: la cabeza está en lo alto porque es lo que se
dirige y lo que nos une a la divinidad. El hombre es el único ente capaz de hacer distinciones como la de lo
que es el eidos y lo que no lo es. Aristóteles en estos textos está haciendo una fenomenología de la diferencia.
La risa es muy importante, para ver lo que es el carácter del hombre.
En otro texto habla del carácter licencioso que sólo se puede atribuir al hombre, no a los animales. El animal
no tiene juego de sensaciones, interviene el recuerdo y la imaginación. Por el olor el animal percibe pero no
experimenta placer, a no ser que sea por accidente. El licencioso sí tiene ese juego de sensaciones que hace
falta para sentir placer porque trae a la memoria el objeto de sus deseos.
En el texto de La Política dice los cauces por los que el hombre puede actuar bien, es decir, llegar a ser bueno.
Esto está relacionado con el logos; el logos nos permite elegir. Las condiciones de nacimiento pueden ser
cambiadas por el hábito. Los animales fundamentalmente están guiados por la naturaleza; puede haber alguno
como los gallos que son casos excepcionales. Está, por tanto, la Phycis (la naturaleza), el hábito y la razón,
que deben estar en armonía en el hombre para que llegue a ser bueno.
En el último texto de La Política Aristóteles dice que aunque se suele decir que un esclavo lo es por
naturaleza, esto no es así, dice que es arbitrario, que no tiene por qué haber diferencias físicas, ya que el
esclavo puede haber llegado a serlo a consecuencia de una guerra. Serán los hábitos, la virtud, lo que coloque
al hombre como esclavo o libre. La naturaleza no siempre está orientada, de hombres virtuosos pueden naces
otros que no lo son.
Sin embargo, también dice que el temperamento psicológico o animal puede traslucirse por el físico, que así
se diferencian unos hombres de otros, pero eso no es suficiente para determinar que es un carácter libre y un
esclavo.
Los hábitos no son heredados, tal como dice en las Categorías. Los estados no son conocimientos pero
también están en relación con la virtud. Las disposiciones no son permanentes como lo son los estados. Los
hábitos cada vez adquieren más peso. Las disposiciones se pueden convertir estados pero no al contrario. Las
disposiciones son fácilmente mudables y cambian con rapidez, no son algo que conforme el carácter, sin
embargo los hábitos sí que van conformando el carácter.
La disposición es el pasado del estado, pero la disposición puede no abocar a un estado. Las habilidades, las
capacidades que uno tiene por naturaleza hay que distinguirlas de las cualidades afectivas (dulzura, etc).
En el texto del De Anima, decía que el triángulo está contenido en el cuadrilátero, y el alma vegetativa en la
sensitiva, pues de la misma forma el estado está contenido en la disposición, pero no al contrario. Pero lo que
dice también en el texto es que hay que buscar una explicación a la articulación de las distintas especies.
Se trata de ver lo que pone en movimiento a los animales y lo que pone en movimiento a los hombres
para así poder saber lo que los individualiza.
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En la primera página del Libro II de Ética a Nicómaco abre otra división interna a la propia virtud, en lo que
se refiere al estado. Distingue entre virtudes éticas (donde está en juego el hábito que produce el ethos
como carácter, y dianoéticas (que requieren aprendizaje).
A nosotros nos interesará ver cuál es el tiempo en el que transcurre ese aprendizaje y el tiempo de los hábitos.
En el Libro III habla de lo que sí es modificable. A partir de un estado bosquejal se puede llevar a cabo un
progreso. Es una alteración que tiene lugar cuando conocemos. Esto nos remite a cómo entendamos la
conexión entre potencia y acto.
Cuando aprendemos avanzamos hacia nosotros mismos, así, lo que está en acto no destruye lo que está
en potencia.
Aristóteles también define aquí, lo que es el término medio, que es lo que salva la acción. Salva ciertas
posibilidades propias del hombre que le ponen en camino hacia la entelequia.
Después de hacer la división de las virtudes dice: Basta esto para probar claramente que no hay una sola de las
virtudes morales que exista en nosotros naturalmente. Jamás las cosas de la naturaleza pueden, por efecto del
hábito, hacerse distintas de lo que ellas son: por ejemplo, la piedra, que naturalmente se precipita hacia el
suelo, nunca podrá adquirir el hábito de ascender hacia arriba, aunque un millón de veces se la lance en este
sentido. Los hábitos remiten al hombre, pero esto no pasa con la piedra. Así las virtudes no se producen por
naturaleza ni contra naturaleza (por violencia). Se producen por tener una actitud natural que puede
encauzarse por el hábito, por la costumbre.
¿Hasta qué punto la imitación es un buen cauce? ¿Qué limites hay que poner?. Uno tiene que saber
declinar sus propias acciones para que no sea simple imitación. En 1104a dice que hay acciones que se
convierten en hábitos que pueden romper el justo medio. Puede suceder que lo que está en acto rompa lo
que está en potencia. Aristóteles lo que quiere decir es que las acciones deben realizarse en la justa medida.
Hay acciones que salvan el justo medio y por tanto, lo virtuoso. El progreso hacia uno mismo está en el justo
medio porque tanto el exceso como lo contrario rompen la virtud.
Lo propiamente ético se distingue de lo físico precisamente por ese tiempo del aprendizaje y del hábito, que es
lo que hace que el hombre cuente con un determinado carácter. La habilidad no sirve para definir la virtud. En
el Libro IV trata de la acción del prudente. Dice que el saber técnico es un saber automático en cierta forma.
La acción ética requiere el sí mismo. Hay una diferencia etimológica en los nombres del sujeto, según
Vernant. El sufijo tus indica que la acción se va de las manos del sujeto: acciones prácticas, productivas que
no tienen que ver con la praxis.
El naturalista tiene un lenguaje, pero el artesano nos acerca más al producto. El carácter que uno despliega
por la praxis no es lo mismo que el que despliega la técnica. Hay reflexiones distintas. La acción no está
determinada por el fin, por el producto, cuando es una acción del lado de la praxis.
En el Libro I de la Metafísica dice que los obreros llevan a cabo movimiento mecánicos. Estos
movimientos no llevan a la forja de un carácter.
En el Libro II de la Retórica, dice que las pasiones nos remiten al espacio del ser con, del cómo nos
afectan los demás y cómo esto se inserta en el discurso ético.
En el libro de las Categorías 8, Aristóteles se ocupa de la cualidad y dice como se forja un carácter.
Así, pues, una especie de la cualidad podría llamarse estado y disposición. El estado difiere de la disposición
por ser más estable y duradero: tales son los conocimientos y las virtudes; pues el conocimiento parece ser
de las cosas permanentes e inamovibles, aunque uno adquiera un conocimiento parco, y siempre que no se
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produzca un gran cambio por efecto de una enfermedad o de alguna otra cosa semejante; de igual manera
también la virtud, v.g.: la justicia y la templanza y cada una de las cosas por el estilo no parecen ser fácilmente
mudables ni susceptibles de cambio. Se llaman disposiciones, en cambio, aquellas cosas que son fácilmente
mudables y cambian con rapidez, v.g.: el calor y el enfriamiento y la enfermedad y la salud y todas las demás
cosas de este tipo; en efecto, el hombre se halla en una cierta disposición en virtud de estas cosas, y pasa
rápidamente de estar caliente a ponerse frío, y de estar sano a enfermar; de la misma manera también en las
demás cosas, a no ser que alguna de estas mismas, al cabo de mucho tiempo, llegue ya a hacerse natural e
irremediable, en cuyo caso quizá alguien la llamaría ya estado. [...] En efecto, los que no dominan totalmente
los conocimientos, sino que son fácilmente mudables al respecto, no se dice que posean un estado, si bien se
hallan en una cierta disposición, peor o mejor, respecto al conocimiento. [...] Por otro lado, los estados son
también disposiciones mientras que las disposiciones no son necesariamente estados: en efecto, lo que poseen
ciertos estados también se hallan, en virtud de ellos, en una cierta disposición; los que se hallan en una
disposición, por el contrario, no poseen también todos los casos un estado.
Conocimiento
Estado
Virtud
Disposición: diathesis (Texto de Brague).
La disposición, la diathesis, supone temporización, experiencia, experiencia del tiempo. Nos conecta con un
vacío que se rellena con lo que es posible en la medida que es posible. El verbo mellein, es el verbo de la
inminencia, expresa lo que puede llegar a ser.
Brague dice también que las obras de arte son algo que lleva bien sus características, es algo a lo que no se
puede añadir nada. Ese tipo de virtud, como producto de las obras de arte, se puede llevar al carácter de
los hombres.
En Ética a Nicómaco, en los capítulos I y II del Libro II, Aristóteles habla de este tiempo:
Así pues, las virtudes no existen en nosotros por la sola acción de la naturaleza, ni tampoco contra las leyes de
la misma, sino que la naturaleza nos ha hecho susceptibles de ellas, y el hábito es el que las desenvuelve y las
perfecciona en nosotros. Además, con respecto a todas las facultades que poseemos naturalmente, lo que
llevamos, desde luego, en nosotros es el simple poder servirnos de ellas; y más tarde es cuando producimos
los actos que de las mismas emanan. Tenemos un patente ejemplo de esto en nuestros sentidos. No es a fuerza
de ver y a fuerza de oír como adquirimos los sentidos de la vista y del oído, sino que, por el contrario, nos
hemos servido de ellos porque los teníamos, y no los tenemos en modo alguno porque nos hemos servido de
ellos. Lejos de esto, no adquirimos las virtudes sino después de haberlas previamente practicado. Con ellas
sucede lo que con todas las demás artes; porque en las cosas que no se pueden hacer sino después de haberlas
aprendido no las aprendemos sino practicándolas; y, así, uno se hace arquitecto construyendo; se hace músico
componiendo música. De igual modo se hace uno justo practicando la justicia; sabio cultivando la sabiduría;
valiente, ejercitando el valor. [...] Toda virtud, cualquiera que ella sea, se forma y se destruye absolutamente
por los mismos medios y por las misas causa que uno se forma y desmerece en todas las artes. [...] Lo mismo
absolutamente, sucede respecto a las virtudes. A causa de nuestra conducta en las transacciones de todos los
géneros que intervienen entre los hombres, aparecemos unos justos y otros inicuos. A causa de nuestra
conducta en las circunstancias peligrosas, y después que contraemos en ellas hábitos de flojedad o de firmeza,
nos hacemos unos valientes, otros cobardes. Lo mismo sucede también con los resultados de nuestras pasiones
o de nuestros arrebatos entre los hombres; los unos son moderados y dulces, los otros son intemperantes y
dados a excesos, según que éstos se conducen de tal manera en determinadas circunstancias, y que aquéllos se
conducen de una manera contraria; en una palabra, las cualidades sólo provienen de la repetición frecuente de
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los mismos actos.
El Capítulo II comienza: No debe perderse de vista que el presente tratado no es una pura teoría, como pueden
serlo otros muchos. No nos consagramos a estas indagaciones para saber lo que es virtud, sino para aprender a
hacernos virtuosos y buenos; porque, de otra manera, este estudio sería completamente inútil. Es, por tanto,
necesario que consideremos todo lo que se refiere a las acciones para aprender a realizarlas, porque
ellas son las que deciden soberanamente nuestros carácter, y de ellas depende la adquisición de nuestras
cualidades, como acabamos de decir.
[...] Por el contrario, conviene decir que las cosas del orden de las que nos ocupamos corren el riesgo de
ver comprometida su existencia a causa de todo exceso, sea en un sentido, sea en otro; y, para servirnos de
ejemplos visibles, mediante los cuales puedan hacerse comprender bien cosas oscuras y ocultas, veámoslo con
respecto a la fuerza del cuerpo y a la salud. La violencia desmedida de los ejercicios o la falta de ejercicio
destruyen igualmente la fuerza. [...] Lo mismo, absolutamente, sucede, con la templanza, el valor y todas las
demás virtudes.
[...] No sólo el origen, el desenvolvimiento y la pérdida de estas cualidades proceden de las mismas causas y
están sometidos a las mismas influencias, sino que, además, las acciones que estas cualidades inspiran han de
ser hechas por los mismos individuos que tienen estas cualidades. Aclaremos esto con el ejemplo de cosas
más palpables y más visibles, y citemos de nuevo la fuerza del cuerpo. Procede ésta de la abundancia de
alimentación que se toma y de las fatigas repetidas que se sufren; y, recíprocamente, el hombre fortificado de
tal manera soporta mucho mejor todas estas pruebas. El mismo fenómeno se repite respecto a las virtudes:
sólo a condición de abstenernos de los placeres es como podemos hacernos templados; y, una vez que lo
somos, podemos abstenernos de los placeres con más facilidad que antes. La misma observación puede
hacerse respecto al valor: habituándonos a despreciar todos los peligros y arrostrarlos, nos hacemos valientes,
y una vez que lo somos podemos soportar mejor los peligros sin el menor temor.
Vemos que el término medio es salvífico, el exceso y lo contrario destruyen el producto. Es la experiencia
de las cualidades que lo conforma el carácter. Por ejemplo, al decir, coger frío, delimitamos algo sin
mencionarlo; la experiencia delimita el carácter sin mencionarlo, lo que delimita es la repetición de las
acciones. Parece, en principio, que Aristóteles, cuando habla de las disposiciones se refiere a lo pasajero,
pero vemos que no es así. Hay una demora en el tiempo que no está en los estados. La diathesis como
modos de hablar de las pasiones, remite a lo que Aristóteles, steresis, esto es la privación, que remite a su vez,
al estado cero de la forma. La disposición sería, más bien, el estatuto y el fragilidad.
Esto nos lleva también a la capacidad natural y a la figura/forma.
Texto del De anima, II 3, 414 b23−35:
Es posible, pues, una definición común de figura que se adapte a todas, pero no será propia de ninguna en
particular. Lo mismo ocurre con las almas enumeradas. De ahí que resulte ridículo − en este caso como en
otros − buscar una definición común, que no será definición propia de ninguno de los entes, en vez de atenerse
a la especie propia e indivisible, dejando de lado las definiciones de tal tipo. Por lo demás, la situación es
prácticamente la misma en cuanto se refiere al alma y a las figuras: y es que siempre en el término siguiente
de la serie se encuentra potencialmente el anterior, tanto en el caso de las figuras como en el caso de los seres
animados, por ejemplo, el triángulo está contenido en el cuadrilátero y la facultad vegetativa está contenida en
la sensitiva. Luego en relación con cada uno de los vivientes deberá investigarse cuál es el alma propia de
cada uno de ellos, por ejemplo, cuál es la de la planta y cuál es la del hombre o la de la fiera. Y debería
además examinarse por qué razón se encuentran escalonadas del modo descrito.
El triángulo está contenido en el cuadrilátero, y el alma vegetativa en la sensitiva, pues de la misma
forma el estado está contenido en la disposición, pero no al contrario.
9
A partir de aquí hay que avanzar hacia la función de la mimesis en la formación de un carácter.
Una capacidad natural como el entendimiento si no se despliega puede quedar en el olvido, pero la prudencia
es una disposición que no se puede olvidar. Esta disposición está orientada hacia la práctica, y si no se
despliega va en detrimento de nuestro propio carácter.
La mimesis acompaña al hombre desde el principio, dice Aristóteles en la Política. En el Lysis, Platón dice
que los pedagogos deben prevenir que el niño hable mal griego. Esto tiene que ver con no pensar bien, con no
llegar a ninguna conclusión. En el Libro VII de la Política, Aristóteles dice que las razones pueden corregir
nuestro camino. Se puede teorizar acerca de las pasiones. Podemos ver qué tipos de hombres nos podemos
encontrar. Los niños deben tener respeto ante los juicios de los mayores para que la mimesis tenga algún
papel. Nos parece que el lenguaje es algo en los que estamos, dice Aristóteles; así se pueden conocer muchas
cosas partiendo de muy poco. Por eso los niños deben ser dóciles para poder asumir una figura que no suya
pero puede llegar a serlo.
Aristóteles lo que está diciendo es que el sometimiento sin más al demos es un mal menor porque se trata de
un bien común, pero esto tiene el inconveniente de que cuando cesa la represión se cae de nuevo en el error.
Por eso debe haber un contrato por parte del individuo, de su parte racional (la parte divina) y así este
principio será la base de nuestra acción. Es decir, tiene que haber una conexión que no sea sólo represión. La
mimesis se ve así, como que los demás ponen en juego unas reglas.
Política, Libro VIII, 5: La educación en la ciudad ideal: la música.
Acerca de la música ya hemos planteado anteriormente algunas cuestiones en el curso de nuestra exposición,
y está bien resumirlas para seguir adelante, a fin de que sean como un preámbulo a los argumentos que se
podrían aducir sobre la misma. No es fácil determinar cuál es su naturaleza, ni por qué razón debe cultivarse;
¿acaso por recreo o por descanso, como el sueño y la bebida? (cosas que no son en sí mismas buenas, sino
agradables y que a la vez ponen fin a los cuidados, como dice Eurípides. Por eso se coloca a la música en el
mismo orden, y se hace de todas ellas − el sueño, la bebida y la música − el mismo uso, a las que también se
añade la danza). O más bien hay que pensar que la música incita de alguna manera a la virtud, en lo que
ella es capaz; como la gimnasia proporciona al cuerpo ciertas cualidades, también la música infunde
ciertas cualidades al carácter, acostumbrándolo a poder recrearse rectamente. O también − y esto sería
la tercera explicación entre las dichas − contribuye de alguna manera a la diversión y al cultivo de la
inteligencia. Así pues, no hay duda de que el fin de la educación no debe ser el juego (pues no juegan
aprendiendo, ya que el aprendizaje va acompañado de dolor). Pero tampoco es adecuada la diversión para los
niños, ni debe darse a sus edades (pues a nada que sea imperfecto le conviene un fin). Pero quizá podría
parecer que el esfuerzo de los niños tiene como fin su recreo cuando sean hombres y hayan alcanzado su
pleno desarrollo. Pero si esto es así, ¿por qué se obligaría a los niños a aprender música, en vez de participar
del placer y de la enseñanza de la música a través de otros que se dedican a ella, como hacen los reyes de los
persas y de los medos? Pues necesariamente la ejecutarán mejor los que han hecho de la música su trabajo y
profesión que los que le han dedicado sólo el tiempo necesario para aprenderla. Pero si deben esforzarse por
aprender cosas de ese tipo, también deberían aplicarse al arte de la cocina, lo cual es absurdo. La misma
dificultad se plantea si la música es capaz de mejorar el carácter: ¿por qué tienen que aprenderla
personalmente en lugar de disfrutar rectamente de ella y poder juzgar oyendo a otros, como hacen los
lacedemonios? Ellos, pues, sin aprenderla, pueden, según se dice, juzgar rectamente la música que es buena y
la que no es buena. Y el mismo argumento puede emplearse aun si la música debe servir para goce y como
diversión digna de hombres libres. [...] Y es preciso no sólo participar del placer común que nace de ella, que
todos perciben (pues la música implica un placer natural y por eso su uso es grato a personas de todas las
edades y caracteres), sino ver si también contribuye al de algún modo a la formación del carácter y del
alma. Esto sería evidente si somos afectados en nuestro carácter por la música. Y que somos afectados
por ella es manifiesto por muchas cosas y, especialmente, por las melodías de Olimpo; pues, según el
consenso de todos, éstas producen entusiasmo en las almas, y el entusiasmo es una afección del carácter
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del alma. Además, todos, al oír los sonidos imitativos, tienen sentimientos análogos, independientemente
de los ritmos y de las melodías mismas.
Y como resulta que la música es una de las cosas agradables y que la virtud consiste en gozar, amar y odiar de
modo correcto, es evidente que nada debe aprenderse tanto y a nada debe habituarse tanto como a
juzgar con rectitud y gozarse en las buenas disposiciones morales y en las acciones honrosas. Y en los
ritmos y en las melodías, se dan imitaciones muy perfectas de la verdadera naturaleza de la ira y de la
mansedumbre, y también de la fortaleza y de la templanza y de sus contrarios y de las demás disposiciones
morales (y es evidente por los hechos: cambiamos de estado de ánimo al escuchar tales acordes), y la
costumbre de experimentar dolor y gozo en semejantes imitaciones está próxima a nuestra manera de sentir en
presencia de la verdad de esos sentimientos. (Por ejemplo, si uno disfruta contemplando la imagen de alguien
no por otro motivo sino por su propia forma, forzosamente será para él un placer la vista de aquel cuya
imagen contempla.) Y ocurre que en las demás sensaciones no hay imitación ninguna de los estados morales,
por ejemplo en las del tacto y el gusto, pero en las de la vista la imitación es ligera. (Hay, en efecto, figuras
con tales efectos, pero en escasa medida, y no todos participan de tal sensación; además, no son imitaciones
de los caracteres, sino que las figuras y colores presentes son más bien signos de esos caracteres, y estos
signos son expresión corporal de las pasiones. [...] En cambio, en las melodías, en sí, hay imitaciones de
los estados de carácter (y esto es evidente, pues la naturaleza de los modos musicales desde el origen es
diferente, de modo que los oyentes son afectados de manera distinta y no tienen la misma disposición a
cada uno de ellos.
[...] Estas cuestiones las exponen bien los que han filosofado acerca de este tipo de educación. Aducen en
testimonio de sus argumentos los mismos hechos. Del mismo modo pasa con los ritmos (unos tienen el
carácter más reposado; otros agitado, y de éstos, unos tienen los movimientos más vulgares, y otros, más
dignos). De estas consideraciones, en efecto, resulta evidente que la música puede imprimir una cierta
cualidad en el carácter del alma, y si puede hacer esto es evidente que se debe dirigir a los jóvenes hacia ella
y darles una educación musical. [...] Por eso muchos sabios afirman, unos, que el alma es armonía, y otros,
que tiene armonía.
La música puede conmover, modificar el alma del niño, su carácter. Hace lo mismo que la gimnasia respecto
al cuerpo. La música contribuye a aprender jugando. Heidegger dice que el ocio no explica el trabajo, sino
que sería más bien como una parada en el trabajo.
Hay un modo ético de la música que hace que nos representemos emociones de lo que la praxis de vivir. Estas
son las imitaciones más perfectas de todas las virtudes y de todas las diathesis (disposiciones). La visión nos
sirve de anclaje con la representación de las pasiones, pero la música nos representa los caracteres. Parece que
Aristóteles dice que los mensajes musicales convencen más al individuo. Así se comprende mejor lo que se
quiere decir sobre la vida y sobre las virtudes que cuando se quieren imponer por reglas, leyes o imperativos.
A partir de aquí, se podría indagar qué papel tiene la retórica en la teoría de los caracteres de Aristóteles.
El carácter moral es algo que viene del exterior hacia el interior.
Aristóteles, Retórica, I, 2, Paralelismo de la retórica con la dialéctica y la política, 1356 a20−33.:
Ahora bien, puesto que las pruebas por persuasión se hacen posibles por estos <procedimientos>, resulta
evidente que obtener esas tres clases de pruebas es propio de quien tiene la capacidad de razonar mediante
silogismos (dialéctica) y de poseer un conocimiento teórico sobre los caracteres, sobre las virtudes (política)
y, en tercer lugar, sobre las pasiones (retórica) (o sea, sobre cuáles son cada una de tales pasiones, qué
cualidad tienen y a partir de qué y cómo se producen), de manera que acontece a la retórica ser como un
retoño (paraphyes) de la dialéctica y de aquel saber práctico sobre los caracteres al que es justo
denominar política. Por esta razón, la retórica se reviste también con la forma de la política y <lo mismo
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sucede con> los que sobre ella debaten en parte por falta de educación (apaideusian), en parte por jactancia
(alazoneian), en parte, en fin, por otros motivos humanos (anthropikás); pero es, sin duda, una parte (defecto)
de la dialéctica y su semejante, como hemos dicho al principio, puesto que ni una ni otra constituyen ciencias
acerca de cómo es algo determinado, sino simples facultades de proporcionar razones.
El texto dice que la retórica es un retoño de la dialéctica y la política. Puede funcionar como una dialéctica y
ninguna es ciencia de algo determinado. Son modos de entendérselas con el lenguaje, sería más bien, como
una hermenéutica del ser con, de lo cotidiano, de la convivencia. Las pasiones no se podrían sostener si no
hubiera un sentido de la ficción. El niño no tiene esta experiencia; es algo del adulto tener sentido de la
realidad y de la ficción. La ficción es una ayuda de la acción.
Aristóteles, Retórica, I, 1, Objeto de la retórica y relaciones con la dialéctica, 1355 b15−21.
Es asimismo claro que lo propio de este arte es reconocer lo convincente y lo que parece ser convincente, del
mismo modo que <corresponde> a la dialéctica reconocer el silogismo y el silogismo aparente. Sin embargo,
la sofística no <reside> en la facultad (dynámei), sino en la intención (proairései). Y , por lo tanto, en nuestro
tema, uno será retórico por ciencia y otro por intención y otro dialéctico, no por intención, sino por la facultad.
Este segundo texto apunta a la diferencia de relación entre la dialéctica y la sofística. Por medio del lenguaje
se puede refutar a los que utilizan el lenguaje jugando con sus estructuras sintácticas, se juega con el principio
de no contradicción, que rige esta estructura sintáctica. Pero también se puede medir éticamente.
Aristóteles, Metafísica, I, 2, 1044 b17−26:
[Compete al filósofo buscar lo verdadero en lo que concierne a lo propio del ente en cuanto ente] He aquí la
prueba: los dialécticos y los sofistas revisten la misma figura que el filósofo; pues la sofística es sabiduría sólo
aparente, y los dilécticos disputan hacer de todas las cosas, y a todos es común el ente (tò on) y disputan sobre
todo, de forma manifiesta, porque es ése el dominio de la filosofía. En efecto, la sofística y la dialéctica
giran en torno al mismo género que la filosofía, pero ésta difiere de la dialéctica por la orientación de su
poder (toi tropoi tes dynámeos), y de la sofística por la elección del modo de vida (tou biou tei proairései):
la dialéctica pone a prueba allí donde la filosofía conoce, la sofística parece (phainoméne) pero no es.
La dialéctica ensaya, pone a prueba donde la filosofía sabe y la sofística es sólo juego, apariencia que no
conduce a nada.
Aristóteles, Retórica, I, 4, Objeto y límites de la deliberación, 1359 b2−18:
Ahora bien, respecto de aquellas cosas que solemos someter a debate, ni es preciso en la ocasión presente
enumerarlas con exactitud una por una, ni tampoco dividirlas en especies, ni, menos aún, delimitarlas entre sí,
en cuanto fuere posible, conforme a la verdad, puesto que todo esto no es propio del arte retórico, sino <de
otro arte > de más discernimiento y veracidad, y puesto que, por otro lado, actualmente se han introducido en
<la retórica> muchas más materias de las que corresponden a sus reflexiones propias. Porque es cierto lo que
ya ante hemos tenido ocasión de decir sobre que la retórica se compone, por un lado, de la ciencia analítica
y, por otro lado, del <saber> político que se refiere a los caracteres (hete); y sobre que es además
análoga, de una parte, a la dialéctica y, de otra parte, a los razonamientos sofísticos. Pero cuanto más se
trate de equiparar a la dialéctica o a la propia <retórica>, no con facultades (dynámeis), sino con ciencias
(epistémas), tanto más estará desfigurando inconscientemente su naturaleza, al pasar con ellos a construir
ciencias concernientes a determinadas establecidas y no sólo a discursos. No obstante, a propósito de todo
esto, pasaremos a establecer ahora cuantas precisiones son apropiadas a nuestra tarea y aún dejan hueco a la
consideración de la ciencia política.
Se trata de ver el alcance de la retórica. Tanto la dialéctica como la retórica no son ciencias. Las definiciones
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dialécticas o de la retórica son probables no pueden pretender ser científicas, apodícticas. Al final del texto se
ve una lejanía de la retórica respecto a la episteme, a la ciencia. Si la retórica pretende hablar de objetos, la
retórica desaparece, se niega a sí misma.
La política, por su parte, no sabe transmitir su saber, según Aristóteles. Los hijos de Pericles son un ejemplo.
La política tampoco puede llevarse al plano de la acción, se mantiene en un estado de entelequia. La
retórica está en el plano de la dynámeis, la política está en el plano de lo que no puede llegar a ser: no se
puede transmitir el momento de la elección adecuada. La experiencia es lo que enseña y no va unida
siempre a la edad, va unida al buen hábito.
(Leer el Capítulo X del Libro X de Ética a Nicómaco).
De Anima 403a:
Y es que el principio de toda demostración es la esencia y de ahí que a todas luces resulten vacías y dialécticas
cuentas definiciones no lleven aparejado el conocimiento de las propiedades o, cuando menos, la posibilidad
de una conjetura adecuada acerca de las mismas.
Las afecciones del alma, por su parte, presentan además la dificultad de si todas ellas son también comunes al
cuerpo que posee alma o si, por el contrario, hay alguna que sea exclusiva del alma misma. Captar esto es,
desde luego, necesario, pero nada fácil. En la mayoría de los casos se puede observar cómo el alma no hace ni
padece nada sin el cuerpo, por ejemplo, encolerizarse, envalentonarse, apetecer, sentir en general. No
obstante, el inteligir parece algo particularmente exclusivo de ella; pero ni esto siquiera podrá tener lugar sin
el cuerpo si es que se trata de un cierto tipo de imaginación o de algo que no se da sin imaginación. Por tanto,
si hay algún acto o afección del alma que sea exclusivo de ella, ella podría a su vez existir separada; pero si
ninguno le pertenece con exclusividad tampoco ella podrá estar separada, sino que le ocurrirá igual que a la
recta a la que, en tanto que recta, corresponden muchas propiedades − como la de ser tangente a una esfera de
bronce en un punto por más que la recta separada no pueda llevar a cabo tal contacto; y es que es inseparable
toda vez que siempre se da en un cuerpo −. Del mismo modo parece que las afecciones del alma se dan con el
cuerpo: valor, dulzura, miedo, compasión, osadía, así como la alegría, el amor y el odio. El cuerpo, desde
luego, resulta afectado conjuntamente en todos estos casos. Lo pone de manifiesto el hecho de que unas veces
no se produce ira ni terror por más que concurran afecciones violentas y palpables mientras que otras veces se
produce la conmoción bajo el influjo de afecciones pequeñas e imperceptibles − por ejemplo, cuando el
cuerpo se halla excitado y en una situación semejante a cuando uno se encuentra encolerizado −. Pero he aquí
un caso más claro aún: cuando se experimentan las afecciones propias del que está aterrorizado sin que esté
presente objeto terrorífico alguno. Por consiguiente, y si esto es así, está claro que las afecciones son
formas inherentes a la materia. De manera que las definiciones han de ser de este tipo: el encolerizarse
es un movimiento de tal cuerpo o de tal parte o potencia producido por tal causa con tal fin. De donde
resulta que corresponde al físico ocuparse del alma, bien de toda alma bien de esta clase de alma en concreto.
Por otra parte, el físico y el dialéctico definirían de diferente manera cada una de estas afecciones, por
ejemplo, qué es la ira: el uno hablaría del deseo de venganza o de algo por el estilo, mientras el otro hablaría
de la ebullición de la sangre o del elemento caliente alrededor del corazón.
La dialéctica y la retórica son un preludio a la ciencia. Aristóteles habla de definiciones de las pasiones; la
definición dialéctica y la física son diferentes. La ira, por ejemplo, para el dialéctico, sería un deseo de
venganza; sería una representación imaginaria del que padece la pasión. El dialéctico se interesa por el
eidos de las representaciones de la pasión. El físico habla de la ebullición de la sangre, habla de la materia. La
definición puede ser mejor o peor. El retórico sí debe interesarse por la forma.
Aristóteles reprocha, al inicio de la Retórica, a los autores de este tipo de textos que teoricen sobre lo pasional.
En el Fedro, Platón, hace aparecer la retórica más cercana a la ciencia porque se acerca a la verdad
misma. Para Aristóteles no es así, los discursos manejan sólo lo probable, lo verosímil.
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No importan tanto los principios de la acción sino cómo nos imaginamos nuestra relación con los otros
contemplado por los otros.
Si la retórica pretende ser ciencia lleva a una ineficacia retórica.
Se trata de captar los múltiples sentidos de que se puede hablar de las pasiones, pero no es una definición
científica, sin embargo, así se gana en comprensión. La mirada de los otros no es algo indiferente a nuestro
carácter.
La experiencia del tiempo que veíamos de mano de la diathesis se ve en Ética a Nicómaco, donde menciona el
trabajo de la imaginación en la caracterización de las pasiones. En el Libro I, Capítulo V, Aristóteles
dice que el tiempo completará las teorías, dice que no se debe exigir en todas las cosas una precisión
igual. Habla de la importancia de los principio. En el Capítulo V, del Libro II, habla de las pasiones; este
Capítulo está dedica a la Teoría general de la virtud. Dice que hay tres elementos principales en el alma: las
pasiones, las facultades y los hábitos. Define las pasiones y las facultades, y dice que las virtudes y los
vicios no son ni pasiones ni facultades, sino hábitos.
Aristóteles habla del miedo, de la destrucción de lo que queremos en relación en relación con el verbo
mellein, verbo que se refiere a lo que posible, a lo que puede sobrevenir, a lo que no es lejano sino próximo,
inmediato. Lo más cercano es lo que más nos afecta. Esto nos mueve más a la acción o a la imaginación.
Los indicadores de lo temible son necesarios porque dicen que lo temible está próximo y esto es el peligro. En
la muerte no hay distinción ética. Nada tiene significado para nosotros en ella. El peligro está en lo próximo.
Sigue hablando de la vergüenza. Dice que es una pérdida de la estima de los otros. Se trata de una fantasía que
concierne a la pérdida de reputación, de la experiencia de comunidad. La vista interna e externa es lo que
da sentido a la vergüenza. El pudor, el respeto está en el fondo de esto.
¿Qué podría suponer el interés de Aristóteles por la Retórica, una ciencia que no puede ser?. La Política pone
en práctica un saber que no se puede enseñar. La Política es un saber de la polis y un saber de los
discursos.
Aristóteles tenía que dar un nuevo giro a partir de la homogeneidad de los hombres y los animales a través del
análisis de los caracteres.
En el Libro II de la Retórica, Aristóteles, lleva a cabo un análisis de los caracteres; va viendo por qué uno se
siente herido, por qué siente ira, por qué se siente avergonzado, etc.
En el Libro I dice:
Coincide, es verdad, que a ciertos modos de ser siguen ciertas <acciones> y a otros, otras. Tal vez, en efecto,
del moderado se sigan directamente, por ser moderado, opiniones y deseos honestos acerca de los placeres,
mientras que del licencioso <se siga> lo contrario acerca de eso mismo. Pero precisamente por ello, hay que
dejar de lado las distinciones y ponerse a considerar qué suele seguirse de las cualidades, pues si se es blanco
o negro, o grande o pequeño, nada apunta a que de ello se sigan tales o cuales <efectos>, mientras que si se es
joven o viejo, o justo o injusto, enseguida se da una diferencia. Y en general <hay que considerar> todas las
circunstancias que hacen diferenciarse los caracteres de los hombres, como, por ejemplo, la diferencia
que establece el que uno se tenga a sí mismo por rico o pobre o por afortunado o desventurado.
Ya en el Libro II, dice:
Puesto que la retórica tiene por objeto <formar> un juicio [...], resulta así necesario atender a los efectos
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del discurso, no sólo a que sea demostrativo y digno de crédito, sino también a cómo <ha de presentarse> uno
mismo y a cómo inclinará a su favor al que juzga. Porque es muy importante para la persuasión [...] el modo
como se presente el orador y el que se pueda suponer que él está en una cierta actitud respecto de los
<oyentes>, así como, en lo que se refiere a éstos, el que se logre que también ellos estén en una determinada
actitud <ante el orador>; en todo caso, para las deliberaciones es más útil la manera como se presente el
orador y, para los procesos judiciales, la actitud en que se halle el auditorio. Pues las cosas no son, desde
luego, iguales para el que siente amistad, que para el experimenta odio, ni para el que está airado que para el
que siente calma, sino que o son por completo distintas o bien defieren en magnitud.
El pudor o vergüenza no indica lo que hay que hacer − como la prudencia −, sino que somos nosotros los
que debemos hacerlo.
No debe hablarse del pudor como de una virtud; se asemeja, en efecto, más a un sentimiento que a una
disposición. En todo caso, se lo define como cierto miedo al desprestigio y su resultado es muy parecido al
que produce el miedo al peligro: así, los que sienten vergüenza se ruborizan y los temen la muerte palidece.
Es manifiesto, pues que se trata en ambos casos de afecciones corporales. (Ética a Nicómaco, IV 9, 1128
b1014).
[...] Esta modalidad es la que más se parece a la que hemos explicado anteriormente porque se debe a la
virtud; es, en efecto, resultado de la vergüenza y del deseo (pues lo es del honor), y de rehuir la infamia por
ser denigrante. En el mismo orden se podrían colocar también aquellos que son obligados por sus
gobernantes; pero son inferiores en la medida en que no obran por vergüenza, sino por miedo, y no rehuyen lo
deshonroso, sino lo penoso. (Ética a Nicómaco, III 8, 116 a 18−32).
Todo este tipo de razones son difíciles de explicar. Si un discurso se plantea bien dicho discurso convence, es
decir, no sólo se debe atender a que el discurso sea demostrativo y digno de crédito, sino también a los efectos
que produce. El lenguaje, es, por lo tanto, un método de enseñanza.
Lo que nos hace experimentar todos esos sentimiento que Aristóteles cita, no tendría sentido si no nos
remitiera, por medio de las pasiones al sentimiento de placer y displacer.
Si la ciencia es el lugar donde las cosas no se modifican y lleva a la virtud, a la verdad teórica, la retórica no
puede ser una ciencia. Las pasiones nos llevan al mundo donde somos movidos por lo agradable y lo
desagradable. La Retórica estudia las pasiones en el Libro II, en el III estudia el lengua, la expresión. La
expresión es lo que salta a los ojos, lo que no salta a los ojos es la descripción de una figura geométrica.
A propósito de la metáfora se ve la relación entre potencia y acto. Se trata de ver también los accidentes que
acompañan a los caracteres para poder prever sus actos.
Aristóteles estudia lo que se sigue de las cualidades, pero dice que no de todas se sigue algo. Si importa la
edad; para Aristóteles sólo el hombre maduro es responsable de sus actos. En el joven y el anciano se
invierte la regla de la influencia de la edad. Este es un apéndice que Aristóteles incluye antes de hacer su
listado de pasiones. Otro apéndice trata de los bienes externos y de cómo afectan a la acción, al camino
hacia la virtud, es decir a la acción del prudente.
En el joven y el anciano la fisiología tiene mayor ascendencia sobre ellos que el tiempo. En el joven hay una
falta de experiencia que le deja en un estado de pérdida respecto a la voluntad. En el anciano lo que provoca
es moderación y falta de acción.
La libertad es posible en el hombre maduro; el joven debido a la inexperiencia es menos libre, se deja llevar
por las pasiones, y en anciano debido al exceso de experiencia también es menos libre porque está como
frenado.
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Los bienes como la riqueza, la nobleza, el poder, también son tratados por Aristóteles, y dice que ese ansia de
bienes tiene que ver más con una enfermedad.
Aristóteles lo que hace es ver cómo nos ven los demás y nosotros mismos al tener estos bienes. De la mano de
la riqueza viene más riqueza y como es algo que salta a la vista transforma nuestras acciones. En Ética a
Nicómaco decía que cuando estos bienes nos acompañan nos dan seguridad, pero en estos textos de la
Retórica lo ve más bien como un defecto. Aquí el orden de lo ético no está presente.
El pudor o vergüenza son afecciones corporales, fruto de la pasión, no del hábito, no son como la prudencia,
por eso no nos llevan a la acción. En este texto de Ética a Nicómaco, también dice que la muerte es lo que
impide la reflexión, es decir, dice que se delibera mientras hay esperanza. Este tema también lo trata en la
Retórica:
La confianza es una esperanza acompañada de fantasía sobre que las cosas que pueden salvarnos están
próximas y, en cambio, no existen o están lejanas las que nos provocan temor. Da confianza, así pues, el que
las desgracias estén lejos y los medios de salvación cerca; el que existen remedios y se disponga de recuros,
sean éstos muchos o grandes o ambas cosas a la vez. [...]
Son confiados [...] los que muchas veces han estado al borde de la desgracia y han escapado a ella; porque los
hombres se hacen insensibles por dos razones: o porque no tienen experiencia o porque tienen recursos, tal
como, en los peligros del mar, confían en el futuro tanto los que nada saben de las tempestades como los que
disponen de recursos en virtud de su experiencia. (Retórica, II 5.4, 1383 al 7−21 y 26−32).
Para sentir miedo es, más bien, preciso que aún se tenga alguna esperanza de salvación por la que luchar. Y
un signo de ello es que el temor hace que deliberemos, mientras que nadie delibera sobre cosas
desesperadas. (Retórica, II 5.3, 1383 a 6−8).
Admitamos, en efecto, que el miedo es un cierto pesar o turbación, nacidos de la imagen de que es inminente
un mal destructivo o penos. Porque no todos los males producen miedo − sea, por ejemplo, el ser injusto o el
ser torpe −, sino los que tienen capacidad de acarrear grandes penalidades o desastres, y ello además si no
aparecen lejanos, sino próximos, de manera que estén a punto de ocurrir. Los males demasiado lejanos no dan
miedo, ciertamente: todo el mundo sabe que morirá, pero, como no es cosa próxima, nadie se preocupa. [...]
Esto es el peligro: la proximidad de lo inminente. (Retórica, II 5.1 y 5.2, 1382 a22−27 y 32).
La amabilidad sería una disposición que permite trata bien a los que no se conocen. Sería una especie de
filantropía ligada al lenguaje. En la ciudad lo que funciona es la ley, la equidad, la justicia colectiva.
En el Capítulo 13 del Libro I de la Retórica, Aristóteles dice los criterios para distinguir lo justo y lo injusto y
cómo se despierta la equidad del juez. El primer criterio es la ley; el segundo, tener en cuenta que haya un
carácter voluntario y una intencionalidad de los actos; el tercero, la equidad.
Mas, puesto que hay dos especies de actos justos e injustos (ya que unos están fijados por escrito y otros no
están escritos), los que acaban de tratarse son aquellos de que hablan las leyes, mientras que hay dos especies
de los no escritos. Y éstos son, por una parte, los que se califican según su exceso, sea de virtud, sea de vicio,
y para los que se reservan los reproches y los elegios, la deshonra y los honores y las mercedes (como, por
ejemplo, dar las gracias a quien hace un beneficio, corresponder con un favor a quien nos ha hecho uno,
ayudar a los amigos y otras cosas como éstas); y, por otra parte, los que cubren lagunas de la ley particular y
escrita. Porque en efecto, lo equitativo parece ser justo, pero lo equitativo es lo justo que está fuera de la
ley escrita. Ello sucede, ciertamente, en parte con la voluntad y, en parte, contra la voluntad de los
legisladores: contra su voluntad, cuando no pueden reducirlo a una definición, sino que les es forzoso
hablar universalmente, aunque no valga sino para la mayoría de los caos. También suceso esto en
aquellos casos que no son fáciles de definir a causa de su indeterminación − sea, por ejemplo, en el caso
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de herir con espada, de qué tamaño y con qué clase de espada −, pues se le pasaría la vida a quien
intentase su enumeración. Si algo es indefinido, pero conviene legislarlo, es necesario que se hable de
ello simplemente, de manera que si uno levanta la mano o golpea a otro llevando un anillo, según la ley
escrita es culpable y comete injusticia, pero según la verdad no comete injusticia; esto es la equidad.
Ahora bien, si la equidad consiste en lo dicho, resulta evidente qué actos son equitativos y cuáles no, así
como cuáles son los hombres no susceptibles de equidad. Porque aquellos casos para los que cabe hallar
una disculpa son los propios de la equidad y no son merecedores de la misma consideración las
equivocaciones que los delitos, ni las equivocaciones que las desgracias. En efecto: son desgracias cuantas
cosas suceden contra los cálculos racionales y sin malicia, y equivocaciones las que tienen lugar, no sin
cálculo, pero sin maldad; los delitos, en cambio, son calculados y proceden de la maldad, pues lo que
tiene por causa el deseo pasional procede de la maldad. También es propio de la equidad ser indulgente
con las cosas humanas. Y mirar no a la ley, sino al legislador; no a la letra, sino a la inteligencia del
legislador; no al hecho sino a la intención; no a la parte, sino al todo; no a cómo es ahora uno sino a cómo era
siempre o la mayoría de las veces. Igualmente, acordarse más de los bienes recibidos que de los males, y de
los bienes que se han recibido más bien que de los que se han hecho. Y, asimismo, tolerar a quien comete una
injusticia, preferir juzgarlo más de palabra que de obra y consentir en someter la cuestión más a un arbitraje
que a un juicio; porque el árbitro mira la equidad, mientras que el juez la ley, y por esta razón se inventó
el árbitro, a fin de que prevaleciese la equidad.
De este modo, pues, queda definido lo concerniente a la equidad.
Hay que fijarse en la importancia que da al texto escrito y a la palabra. Las conexiones entre los textos que
trata de las virtudes es lo que nos permite ver su concepción de la retórica.
En Ética a Nicómaco dice que no debe hablarse del poder como de una virtud, el poder estaría vinculado, más
bien a los accidentes externos que trata en La Retórica y que dice que está vinculado al peligro.
La forma de distinguir la esencia de la virtud, de la disposición, del mero sentimiento o de la pasión, pasa por
una gramática que es una dialéctica respecto del análisis lingüístico y el hábito.
Cuando habla del pudor dice que no es una virtud y añade que tanto el pudor como el miedo parece más
propio de la pasión que del hábito.
En el segundo texto trata los motivos o causas que llevan al hombre a huir de la vergüenza. Los hombres
fingen valentía. Esparta sería una buena escuela de valientes, pero no Atenas. La constitución puede cambiar
de un sitio a otro en lo que se refiere a la doxa, no respecto a la virtud esencial que es igual en todas partes.
Este texto se podría integrar en el horizonte intelectual de la Retórica. Nuestro compromiso con lo social se
muestra como determinante de nuestras acciones. Dentro de estas instancias interés para la retórica hay
distintos grados. Una cosa es que uno tenga sensibilidad respecto a lo vergonzoso y otra es el miedo a esa
mala experiencia. A veces sólo haciendo uso del poder se lleva al interés ciudadano. Habrá que buscar cauces,
vías, cuando el lenguaje no convenza. Por ejemplo, con los comerciantes que sólo conocen el lenguaje del
dinero. Aristóteles dice que la usura es un defecto, que el dinero genera más dinero no más gozo. Para que sea
viable un reparto de la riqueza, para que haya conmensurabilidad hay que buscar un cauce común.
Desde el horizonte del logos se desdibuja la estructura del esclavo y el hombre libre. En Política VII, 13 habla
del espacio donde y cómo se podría construir una ciudad libre de dinero, de mercancías. Ese sería el espacio
de los magistrados, donde haya una sensibilidad hacia aquello que es más que uno mismo, es decir, el espacio
público, es espacio de la praxis, que es el espacio donde los hombres se tratan como iguales. Esto sería para
Aristóteles un régimen ideal. El comerciante no tiene tiempo y está fuera de la ciudad, sin embargo, el
comerciante se pasea demasiado por el ámbito público, pero su voz no es un logos es phoné. En los
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magistrados y en su espacio se encuentra también lo que debe respetarse, aquello por lo que la vida merece ser
vivida. A nivel social esto estaría relacionado con el pudor y la vergüenza.
Los edificios dedicados al culto y las mesas de los magistrados más altos deben tener, sin embargo, su lugar
apropiado, que será el mismo, excepto en los casos en que la ley de los templos o algún otro oráculo pítico
imponga su aislamiento; y el lugar apropiado será aquel que posea su visibilidad adecuada para la sede de la
virtud y reúna las condiciones de mayor seguridad respecto de las partes de la ciudad vecinas a él. Al pie de
este lugar debe estar instalada una plaza como la que recibe ese nombre en Cesárea, donde la llaman Plaza
Libre, que debe estar limpia de toda clase de mercancías y a la que no debe tener acceso ningún comerciante
ni campesino ni nadie de esta clase, a no ser que lo citen allí los magistrados. [...] La presencia de los
magistrados contribuye sobremanera al pudor y el respetuoso temor de los hombres libres. (Política, VII 13,
1331 a23−35 y 131 a40−1331 b1).
Aristóteles estudia las pasiones y así diferencia lo que son pasiones y lo que son acciones, tal como explica en
el primer texto de la Retórica, I 10.4, 1369 a23−30).
La retórica sabe poner en movimiento el alma y ello está en relación con ese ámbito de la vida pública.
Lo que dice aquí, Aristóteles es lo que vemos en el segundo apéndice de la Retórica respecto a lo que vean o
digan los demás de nosotros y cómo ello influye en nuestros deseos y nuestra voluntad.
El deseo no es el lugar de los fines, sino de aquello que nosotros no podemos realizar, como por ejemplo,
no morir, etc.
Se trata de ver qué representan las pasiones para los hombres. Aristóteles ve cómo afecta la edad y cómo los
bienes exteriores actúan sobre acción. Todos estos indicadores suponen lo mismo que el ser con.
Otro texto introductorio sobre lo que sean las pasiones es el que se ve también en Libro II de la Retórica, que
señala la relación con los otros no respecto a la verdad del lenguaje, sino cuando lo que está en juego es la
ficción y cómo aquí lo que entra en juego es la facultad de la imaginación. La imaginación tiene mucho que
ver con la transformación de los deseos. La imaginación, la fantasía, también delibera.
La pregunta es: ¿en qué horizonte de sentido aparece una pasión determinada?. Habíamos dicho que las
pasiones estaban en relaciones con el sentimiento de placer y displacer. En el siguiente texto, lo que se trata
es de plantear en qué difiere nuestra percepción de las cosas según las distintas pasiones que
padezcamos y que espacio miden estas pasiones.
Puesto que la retórica tiene por objeto <formar> un juicio [...], resulta así necesario atender a los efectos del
discurso, no sólo a que sea demostrativo y digno de crédito, sino también a cómo <ha de presentarse> uno
mismo y a cómo inclinará a su favor al que juzga. Porque es muy importante para la persuasión [...] el modo
como se presente el orador y el que se pueda suponer que él está en una cierta actitud respecto de los
<oyentes>, así como, en lo que se refiere a éstos, el que se logre que también ellos estén en una determinada
actitud <ante el orador>; en todo caso, para las deliberaciones es más útil la manera como se presente el
orador y, para los procesos judiciales, la actitud en que se halle el auditorio. Pues las cosas no son, desde
luego, iguales para el que siente amistad, que para el experimenta odio, ni para el que está airado que
para el que siente calma, sino que o son por completo distintas o bien defieren en magnitud.
Libro III Ética a Nicómaco. Aristóteles dice que aquél hombre para el nada es mejor y nada es peor es
difícilmente calificable como hombre. La indiferencia no es el modo con que el hombre ha de vérselas con la
vida.
Los movimientos del alma que pueden producir la retórica son particularmente importante para la práctica
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judicial.
Hay tres momentos de la pasión:
• Cómo afecta al ser que la experimenta. Percibir.
• Cómo repercute en los que lo rodean. Observar.
• Cómo se relaciona con las pasiones de esos que nos rodean. Analizar.
El análisis de las pasiones nos sirve para conocer cómo es posible formar un juicio.
Una primera aproximación a la teoría de la acción de Aristóteles la tenemos de mano de la facultad de la
imaginación, relacionada con ese análisis de las pasiones. Dentro de la Teoría de la acción aristotélica se
puede ver:
• Teoría simple o compleja del deseo,
• Teoría de la imaginación
• Capacidad deliberativa que nos permite hacernos una idea de qué sea el bien.
El tiempo de las pasiones como el tiempo del Ser con, de los juicios de valor y las imágenes que los
demás lanzan sobre nosotros.
Esas razones son difícilmente defendibles desde el lugar de lo público. Nos alejan del lugar de los
principios inmutables, de las demostraciones.
En el silogismo práctico unos agentes se mantiene en un nivel universal. Hay que tener en cuenta que la
conclusión del silogismo práctico es una acción, no es sólo algo teórico.
En el capítulo III de Libro VII de Ética a Nicómano habla sobre la incontinencia que se da cuando el agente
no es asistido por la fuerza necesaria para realizar una acción. Hay un párrafo en el que dice que lo que se
refiere a la acción es lo particular. Aquél que sabe e incluso elige lo que ha de hacer, pero es incapaz de
llevarlo a cabo es el intemperante o incontinente.
La figura del incontinente dramatiza lo que venimos viendo en la Retórica, es decir, ese papel de los
otros, el espacio que podemos definir como sociedad.
En los textos del día 17−10−02, vemos que en Ética a Nicómaco trata del olvido, de la figura del pusilánime,
que el retraimiento se identifica con el olvido de la Retórica. Así se ve cual puede ser el alcance del olvido.
Hay un artículo de Sánchez Ferlosio acerca de por qué la calma llega cuando uno tiene la sensación de haber
vencido al interlocutor. Hay tres momentos en la amenaza, repartidos entre el amenazador y el amenazado. El
primer y el tercer momento son del amenazador y el segundo del amenazado. Éste tiene que aceptar las
condiciones de la amenaza, si no lo hace se da el disentimiento por parte del amenazador.
El pragma de la amenaza carga de responsabilidad al amenazado, no al que amenaza, dentro de este análisis
lingüístico. Esto puede enlazarse con la pasión de la calma. Se percibe casi la fatalidad de una ley física,
cuando, en realidad no lo es, sino que responde a las acciones de unos agentes determinados.
Este tipo de enjuiciamientos sí nos dicen algo acerca del carácter, nos hablan de aquello que no se
aviene a razones.
Lo voluntario en Aristóteles tiene mucho más campo que el orden de la elección, en lo voluntario hay que
introducir movimiento que no son de los animales.
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La retórica parte con cierta ventaja respecto al conocimiento de los hombres porque no hay ningún individuo
que permanezca indiferente ante todo.
Reconociendo el placer y displacer a través de la forma de comportarnos, conocemos las voliciones, es decir,
el placer y el displacer son las directrices de nuestras voliciones.
Si se une la no indiferencia, la imaginación y las consecuencias de cómo procede el retórico, vemos
mejor el carácter de los individuos y cómo pueden actuar.
En los textos de las fotocopias se veía como Aristóteles estudiaba varias virtudes, se vio la discusión entre la
ira y la calma. La ira es un apetito penoso de venganza por causa de un desprecio manifestado contra uno
mismo o contra los que nos son próximos, sin que hubiera razón para tal desprecio. También se permanece en
calma ante quienes se nos presentan humildes y no nos contradicen, pues con ello ponen de manifiesto que
reconocen ser inferiores, y los inferiores temen y nadie que teme hace un desprecio. Por lo demás, que ante los
que se humillan cesa la ira, es algo que hasta los perros muestran claramente, no mordiendo a quienes se
sientan.
De la mano de estas dos pasiones vimos el texto de Sánchez Ferlosio, Cuando la flecha está en el arco tiene
que partir, acerca del pragma de la amenaza. Esto supone una perspectiva aristotélica acerca de qué es lo que
ocurre cuando se dan la calma o la ira, de cómo actúa nuestra imaginación, de cómo nos las representamos.
Todo lo que ocurre entre el que amenaza y el amenazado descansa en el nexo.
¿Qué ocurre anímicamente cuando nos relatamos a nosotros mismos?
El temor el libre, la cólera se siente como derivada del desprecio de alguien. El odio se puede sentir, no en
particular, sino por toda una especie.
La ira se refiere siempre a algo tomado en sentido individual − como Calias o Sócrates −, pero el odio se
dirige también al género, pues al ladrón y al delator los odia todo el mundo. La una puede curarse con el
tiempo, el otro no tiene cura. La primera es un deseo de causar un estado de pesar, pero el segundo lo de
hacer un mal, ya que el que siente ira quiere apercibirse del dolor que causa, lo que, en cambio, no le importa
nada al otro. Aparte de que las cosas que causan pesar son todas sensibles, mientras que las que provocan
los mayores males son las que menos se perciben con los sentido: la injusticia y la locura. Además, la ira
se acompaña del pesar propio, no así el odio; porque el que está airado, pena él mismo, mientras que el que
odia, no . (Retórica, II 4.3, 1382 a5−14).
La ira tiene una reacción sensible, el odio no. El que se deriva del odio se desprende de la percepción, pero la
ira se acompaña del pesar propio. El que odia tiene una perspectiva de reflexión que no tiene el que siente ira.
El odio nos deja razonar más que la ira.
La emoción parece una pasión en estado de germen y extralimita nuestra acción, pero no rompe los
diques que rompen las pasiones, que son los cánceres de la razón.
Ahora, pasaremos a ver lo que dice Aristóteles del miedo. El miedo lo relaciona con el tiempo.
Admitamos, en efecto, que el miedo es un cierto pesar o turbación, nacidos de la imagen de que es inminente
un mal destructivo o penoso. Porque no todo los males producen miedo − sea, por ejemplo, el ser injusto o el
ser torpe −, sino los que tienen capacidad de acarrear grandes penalidades o desastres, y ello además si no
aparecen lejanos, sino próximos, de manera que estén a punto de ocurrir. Los males demasiado lejanos no dan
miedo, ciertamente: todo el mundo sabe que morirá, pero como no es cosa próxima, nadie se preocupa. [...]
Esto es el peligro: la proximidad de lo inminente. (Retórica, II 5.1 y 5.2, 1382 a 22−27 y 32).
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El miedo es un cierto pesar, un movimiento desagradable; lo objetivo, lo medible, no es lo que produce
miedo, lo que produce miedo es la inmanencia de lo que produce el mal. Aquí está en juego la lejanía y la
proximidad. Para Aristóteles nos importa más lo cercano, lo lejano nos preocupa menos y por tanto está en
juego la apariencia y el funcionamiento de la imaginación. Es el sí mismo el que establece juicios de valor
respecto de la relación con los otros. Cada uno elige aquello que va a temer porque cada uno elige lo que
importante para él. Las maneras de relacionarnos con los otros son imputables al individuo y es lo que lleva a
nuestras pasiones.
La muerte es el umbral que una vez superado nos lleva a la no distinción entre bien y mal.
Para sentir miedo es, más bien, preciso que aún se tenga alguna esperanza de salvación por la que luchar. Y un
signo de ello es que el temor hace que deliberemos, mientras que nadie delibera sobre cosas desesperadas.
(Retórica, II 5.3, 1383 a 6−8).
Si hay deliberación y el miedo es causa de móviles es porque puede haber una salida, pero donde hay
desesperación se anula la búsqueda de los medios y de las salidas. Nadie delibera acerca de algo que ya ha
sido, de algo necesario.
La confianza es una esperanza acompañada de fantasía sobre que las cosas que pueden salvarnos están
próximas y, en cambio, no existen o están lejanas las que nos provocan temor. Da confianza, así pues, el que
las desgracias estén lejos y los medios de salvación cerca; el que existen remedios y se disponga de recursos,
sean éstos muchos o grandes o ambas cosas a la vez. [...]
Son confiados [...] los que muchas veces han estado al borde de la desgracia y han escapado a ella; porque los
hombres se hacen insensibles por dos razones: o porque no tienen experiencia o porque tienen recursos, tal
como, en los peligros del mar, confían en el futuro tanto los que nada saben de las tempestades como los que
disponen de recursos en virtud de su experiencia. (Retórica, II 5.4., 1383 al 17−21 y 26−32).
Es preciso estar en una situación que sea de desesperación para que deliberemos. Deliberamos si hay temor,
pero si hay desesperación no. El miedo actúa como causa de móviles porque existe alguna esperanza. Cuando
el futuro ya no es tal, ya no hay temor ni posibilidad de deliberación, sino desesperación.
No es igual la deliberación que la elección.
No tiene sentido deconstruir el pasado. Para Benjamín hace falta una lectura de la historia en un espacio de
sombras, hay que descubrir las tensiones, algo que no se haya actualizado. Para esto hay que pensar el par
potencia−acto de forma distinta a como lo hizo Aristóteles. Hay que buscar una manera de narrar la historia en
la que se pueda narrar algo que no se ha dado.
Aubenque también habla de la suspensión del principio de no contradicción para el futuro. El principio de no
contradicción tiene que esperar a que los hechos se produzcan.
¿Cuál ha podido ser el origen de una ciudad?
La política no es obra de un geómetra. Lo que hace el fundador de la ciudad no puede ser una labor de
geómetra. No hay un manual para la fundación de una ciudad, se hace violentamente. Este espacio sería
el espacio de lo olvidado.
Hannah Arendt, en La condición humana, en el capítulo V, dice que este espacio de poder como espacio
público tiene un carácter milagroso, no de logos. En Aristóteles también se ve que el fundador de la ciudad no
puede desplegar su saber. En el Perihermenias habla de esos futuros contingentes que decía Aubenque; se
trata de suspender el principio de no contradicción hasta que los hechos se produzcan. Para Aristóteles no se
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puede violentar el ámbito de lo posible. No es posible unir el acto y la potencia.
Respecto a la confianza dice que es una esperanza acompañada de fantasía, de imaginación. A la pasión del
miedo se contrapone la confianza. Aquí, señala la importancia de la distancia respecto a nuestra propia vida.
La valentía puede conllevar una insensibilidad, que está en relación con el hecho de ser perito en cierta
técnica, dice: los hombre se hacen insensibles por dos razones: o porque no tienen experiencia o porque tienen
recursos, tal como, en los peligros del mar, confían en el futuro tanto los que nada saben de las tempestades
como los que disponen de recursos en virtud de su experiencia. Así se desemboca en una confianza. Es decir,
no tendremos nada que temer, bien por ser peritos o bien por inconsciencia.
Por tanto, hay una circunstancia en la que el ingenuo y el que sabe se encuentran en el mismo espacio:
el de la valentía. La diferencia está en que en un caso es por privación y en el otro porque se posee una
técnica.
La vergüenza nos pone en relación con los otros y así según sea esta relación algo será agradable o no. Esto
también está en relación con la pérdida de la reputación y con la imaginación que nos lleva a adelantarnos a
los efectos por miedo a la pérdida o no de la estima de los demás. Se siente vergüenza ante aquellos cuyo
juicio nos importa. Lo que presuponemos lo hacemos por medio de la imaginación.
Admitamos [...] que la vergüenza es un cierto pesar o turbación relativos a aquellos vicios presentes, pasados
o futuros, cuya presencia acarrea una pérdida de reputación. Y que la desvergüenza es el desprecio o la
insensibilidad antes estos mismo vicios. (Retórica, II 6.1, 1383 b13−16).
Mas, puesto que la vergüenza es una fantasía que concierne a la pérdida de reputación, y ello por causa de esta
pérdida en sí más bien que por sus efectos, y como, por otra parte, nadie se preocupa de la reputación sino con
referencia a quiénes han de juzgarla, necesariamente se sentirá más vergüenza ante aquellos cuyo juicio
importa. [...]
Asimismo, se siente vergüenza de lo que está a la vista y es más ostensible (de donde el proverbio: en los ojos
está el pudor), razón por la cual se está más avergonzado antes quienes van a convivir siempre con uno o
andan siempre pendientes de uno, ya que en ambos casos se está ante sus ojos. (Retórica, II 6.2, 1384 a22−24
y 1384 a 34−1384 b2).
Hay una señal de que no ha habido favor cuando ya no cabe prestar una ayuda más pequeña y cuando hasta a
los enemigos se les ha prestado la misma o una semejante o mayor, pues es evidente entonces que tal ayuda
no ha tenido por causa nuestro interés. O cuando a sabiendas se brindas cosas despreciables, porque nadie
reconoce estar necesitado de cosas sin valor. (Retórica II 7.2, 1385 b7−10).
La imaginación, aquí, está más conectada con el visión que con el tocar. Tanto los animales como los hombres
tienen tacto, por tanto, también imaginación. Lo que no tienen los animales es imaginación deliberativa. La
imaginación deliberativa está relacionada con la memoria. Tenemos que aprender a separar lo que vemos de
lo que nos imaginamos.
El sentido de la vista está siempre en relación con la vergüenza. Sin embargo, hay que alejarse de la
sensación, aunque haya en ella incluso un sentido común. La imaginación permite compara imágenes y con
ello nos permite tener sentido crítico. Por medio de esa comparación el sujeto se convencerá de que sus
percepciones antiguas son más verdaderas que las más recientes.
Esto es lo que permite la interpretación. Así se decide de antemano lo que va a ser una pasión. La
percepción selecciona, no es sólo pasión, hay una relación con el exterior.
El favor hay que entenderlo en negativo. Donde nada se ha modificado no hay favor, no hay nada que
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agradecer. Esta pasión debe poder ponerse en relación con un don. El favor aparece cuando lo bueno
comienza a ser apreciable, cuando hay una modificación.
Respecto a la compasión, Aristóteles dice que cuando uno actúa no puede ponerse en lugar del otro. La
compasión en un cierto pesar por la aparición de un mal en quien no lo merece y que puede aparecer también
en nosotros mismos.
Sea, pues, la compasión un cierto pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien no lo
merece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno de nuestros allegados, y ello además
cuando se muestra próximo; porque es claro que el que está a punto de sentir compasión necesariamente ha de
estar en la situación de creer que é mismo o alguno de sus allegados van a sufrir un mal y un mal como el que
se ha dicho en la definición, o semejante, o muy parecido. Esta es la causa de que no sientan compasión ni los
que están completamente perdidos [...], ni tampoco los que se creen extremadamente felices − los cuales, por
el contrario, se hallan llenos de soberbia −, porque si piensan que poseen todos los bienes, es evidente que
también creerán poseer el de no padecer ningún mal, lo que, en efecto, es uno de los bienes. (Retórica, II 8.1,
1385 b14−23).
La contemplación de un mal no merecido es lo que permite la compasión. Desde la ética aristotélica es
absurdo que yo pueda estar en el lugar del otro. Los que tienen nada que temer por estar perdidos, o los que
son completamente felices no pueden sentir compasión; sólo se siente compasión cuando se teme un mal
semejante al que se está contemplando en otros. Es decir hay que estar en el medio, entre el afortunado y el
desesperado.
En el ámbito familiar no se siente compasión porque se vive como si fuera uno mismo.
También se siente compasión de los conocidos, con tal que nuestra relación con ellos no sea demasiado íntima
(porque en este último caso se está en la misma disposición que si nos fuese a ocurrir a nosotros, razón por la
cual Amasis no lloró por su hijo al que llevaban a la muerte, según cuentan, pero sí por un amigo suyo que
pedía limosna: esto, en efecto, es digno de compasión, mientras que aquello otro es terrible, y lo terrible es
ciertamente cosa distinta de la compasión, incompatible con la piedad [...]
Compadecemos, asimismo, a los que son semejantes a nosotros en edad, costumbres, modos de ser, categoría
o linaje, ya que en todos estos casos nos da más la sensación de que también a nosotros podría sucedernos lo
que a ellos; pues, en general, hay que admitir aquí que las cosas que tememos para nosotros, esas son las que
nos producen compasión cuando les suceden a otros. (Retórica, II 8.2, 1386 al 8−30).
Lo terrible no invita a la compasión, para que haya compasión tiene que haber reconocimiento de dos sujetos.
Respecto a un hijo está en juego lo terrible, la desesperación, porque reconocemos que hemos llegado al fin de
nuestras posibilidades. En lo terrible no se juzga con al imaginación.
Benjamín subraya que el discurso de Heródoto es muy áspero. Benjamín en El narrador considera que la
narración ha llegado a su fin, que ha sido sustituida por la prensa. En la prensa no hay ambigüedad; en la
narración hay una riqueza tremenda de interpretaciones. Montaigne cree que el último individuo del relato,
sería el que hace estallar la pasión, habla de una cuestión cuantitativa, de grados de displacer acumulados. Lo
que dice Benjamín está más unido a la visión de Aristóteles: tiene que haber un distanciamiento, si no lo que
aparece es lo terrible.
Aquí tampoco entra en juego lo objetivo. Las cosas que tememos para nosotros son las que producen la
compasión. La distinción de las pasiones está en lo que afecta al hombre, a su vida emocional. No es algo que
tenga que ver con dioses.
Resulta así necesario que aquellos que complementan su pesar con gestos, voces, vestidos y, en general, con
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actitudes teatrales excitan más la compasión, puesto que consiguen que el mal aparezca más cercano,
poniéndolo ante los ojos, sea como inminente, sea como ya sucedido. (Retórica, II 8.2, 1386 al 18−30).
Los que acompañan su pesar con gestos, etc. consiguen que el mal aparezca más cercano porque lo ponen ante
los ojos, hacen que nos formemos imágenes, así se mueve más a la compasión. Eso sería el signo de algo en
acto. Supone una praxis. Hay un movimiento. La expresividad de las buenas metáforas ayuda a la
racionalidad de las pasiones, hace que sena más transmisibles, más comunicables. Así se evidencian más
las pasiones y se hacen valer.
Influencia de la edad en las acciones.
También hay que ver la influencia de otros aspectos que influyen en otros agentes.
El joven tiene una buena disposición hacia las sorpresas. En el anciano hay demasiada experiencia, el anciano
es prudente pero no se atreve a entender acciones propias del joven.
En el Libro II de la Retórica, Aristóteles dice que el oyente maduro se aleja más de las tendencias naturales
que el joven y el anciano.
Este Libro II de la Retórica está dedicado a los elementos subjetivos de la persuasión; en él estudia también la
influencia de cada uno de las pasiones y luego pasa a analizar la influencia de la edad en lo que se refiere a los
caracteres. Cuando comenta la edad madura, dice:
En cuanto a los que se hallan en la madurez, está claro que tendrán un talante intermedio entre los dos
anteriores, prescindiendo del exceso propio de uno y otro: sin demasiada confianza (pues ello es temeridad) ni
demasiado miedo, sino estando bellamente dispuesto para ambas situaciones; sin ser crédulos en todo ni
totalmente incrédulos, sino más bien juzgando según la verdad; sin vivir sólo para lo bello ni sólo para lo
conveniente, sino para ambas cosas, ni tampoco para la tacañería o para el derroche, sino para lo que es
ajustado, e igualmente en lo que atañe al apetito irascible o al deseo pasional; y siendo moderados con
valentía y valientes con moderación. En los jóvenes y en los ancianos estas características están, en efecto,
repartidas, ya que los jóvenes son valientes y licenciosos y los viejos moderados y cobardes. En cambio,
hablando en general, cuanto de provecho se distribuye entre la juventud y la vejez, la edad madura lo posee
reunido; y cuanto aquéllas tienen de exceso o de carencia, lo tiene ésta en la justa medida. Por lo demás el
cuerpo está en la madurez de los treinta a los treinta y cinco años, y el alma llega a ella alrededor de los
cuarenta y nueve.
Con lo cual, pues, queda ya tratado cuáles son cada uno de los caracteres que se refieren a la juventud, la vejez
y la edad madura.
En los jóvenes se encuentra lo vinculado a la ira, pero sin embargo son bondadosos y confiados, no tienen
relación con el recuerdo, por eso son más fáciles de engañar. Cuentan con cierto optimismo porque no han
visto muchas maldades. Esta figura se parece a la del magnánimo, que llega a entregar sus propias acciones, y
que Aristóteles comenta en Ética a Nicómaco. El joven se guía más por su talante debido a su tendencia a las
pasiones, más que por el cálculo racional.
El anciano, es la figura contraria, y eso le lleva a alejarse de la acción. Es pesimista, conoce los móviles de los
hombres, por eso se pueden ver abocados a la malignidad, debido a su propia fisonomía.
El maduro juzga conforme al bien, en la práctica, por medio de la deliberación, conecta la vida anímica, de los
proyectos, de la imaginación, con la acción. Están en medio del acaloramiento de los jóvenes y de la frialdad
de los ancianos. El agente madura no se deja llevar por la temeridad del inexperto, ni por la cobardía del que
tiene demasiada experiencia. El hombre madura está adecuado a las exigencias de la acción. El agente madura
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juzga conforme a la verdad, no demasiado crédulo ni demasiado incrédulo. Busca el mayor bien práctico, se
guía por el acierto, está en el justo medio.
Cuando se está activo en la vida ética sólo se puede escapar del tiempo a través de la metafísica. El
individuo es lo que debía ser, la definición viene dada por el pasado. La decisión se debe ver en relación
con la vida en su totalidad, no sólo en un momento. Hay momentos en los que no se reacciona sólo en
relación con el medio ambiente sino por la búsqueda de lo mejor. En esto tiene un papel importante la
facultad de la imaginación porque si no, ni siquiera se pondría en movimiento el deseo. El papel de la
memoria también es importante en la decisión. Sólo algunos animales dianoéticos tienen memoria. La
memoria proviene de la imaginación. Los animales están dotados de tacto y tienen esta facultad.
En el Libro III del De Anima, Aristóteles dice todos los animales tienen el sentido del tacto y que tienen una
imaginación sensitiva, aunque no deliberativa.
Puesto que el animal es un cuerpo animado y todo cuerpo es tangible y tangible es, a su vez, lo que puede ser
percibido por el tacto, necesariamente el cuerpo del animal ha de poseer a su vez el sentido del tacto si es que
el animal ha de estar en condiciones de sobrevivir.
[...] Es manifiesta la imposibilidad de que el cuerpo del animal sea simple: me refiero a que sea de fuego o de
aire, por ejemplo. En efecto, si no se tiene tacto es imposible tener ningún otro sentido, ya que todo cuerpo
animado es capaz de percibir por contacto, como más arriba se dijo. El resto de los elementos, excepto la
tierra, puede constituir órganos sensoriales, pero es que todos ellos producen la sensación a través de un
medio, ya que perciben a través de otro cuerpo; el tacto, por el contrario, consiste en entrar en contacto
con los objetos mismos y de ahí precisamente que tenga tal nombre. Por supuesto que los otros órganos
sensoriales perciben también por contacto, pero es a través de algo distinto de ellos mismos; solamente el
tacto parece percibir por sí. De donde resulta que ninguno de tales elementos podría constituir el cuerpo del
animal.
[...] Así pues, sólo en caso de estar privados de este sentido perecen ineludiblemente los animales. Esto es
evidente ya que ni es posible poseer tal sentido sin ser animal, ni para ser animal es necesario poseer ningún
otro además de él.
En el capítulo undécimo dice:
En relación con los animales imperfectos − es decir, aquellos que poseen únicamente el sentido del tacto −
queda aún por examinar cuál es el elemento motor y si es posible o no que se de en ellos imaginación y
apetito. La observación muestra, desde luego, que en ellos hay dolor y placer; a hora bien, de haber éstos ha
de haber además y necesariamente apetito. En cuanto a la imaginación, ¿en qué medida cabe que exista en
ellos?, ¿no será que, así como sus movimiento son indefinidos, también aquélla existe en todos pero de modo
indefinido?.
Como acabamos de decir, la imaginación sensitiva se da también en los animales irracionales, mientras
que la deliberativa se da únicamente en los racionales: en efecto, si ha de hacerse esto o lo otro es el
resultado de un cálculo racional; y por fuerza ha de utilizarse siempre una sola medida ya que se persigue lo
mejor. De donde resulta que los seres de tal naturaleza han de ser capaces de formar una sola imagen a
partir de muchas. Y la razón por la cual afirmábamos que la imaginación no implica de por sí opinión es
ésta: que no implica la opinión que resulta de un cálculo racional, pero, a la inversa, la opinión sí que implica
imaginación. De ahí que el deseo como tal no tiene por qué implicar una actividad deliberativa; antes al
contrario, a veces se impone a la deliberación y la arrastra; otras veces, sin embargo, ésta se impone y
arrastra a aquél como una esfera a otra esfera; por último, a veces −cuando tiene lugar la intemperancia − un
deseo se impone a otro deseo y lo arrastra − los dictados de la Naturaleza, sin embargo, son que el principio
superior sea el más fuerte y el llamado a originar el movimiento −. Así pues, el animal está sometido a tres
25
tipo de movimiento.
En cuanto a la facultad intelectual, no produce movimiento alguno, sino que se queda detenida (en el
momento anterior al mismo). Una cosa es, en efecto, un juicio o enunciado de carácter universal y otra cosa es
uno acerca de algo en particular − el primero enuncia que un individuo de tal tipo ha de realizar tal clase de
conducta, mientras que el segundo enuncia que tal individuo de tal clase ha de realizar esta conducta concreta
de ahora y que yo soy un individuo de tal clase −. Esta última opinión sí produce un movimiento pero no la de
carácter universal; o quizás las dos, pero permaneciendo aquélla en reposo y esto no.
Aristóteles estudia los movimientos de los animales, quiere descubrir la fábrica de la imaginación y por ello la
fábrica de los deseos.
Textos correspondientes al Esquema común del movimiento animal y humano.
Avanzó como un león montaraz, hambriento
de carne, cuyo ánimo arrogante le impele a
atacar los rebaños en el cerrado redil.
Incluso si encuentra allí mismo a los pastores
con perros y palos custodiando el ganado,
no piensa en huir, volviéndose de vacío,
sin atacar. (Homero, Iliada XII, 299−306)
En el texto, Sarpedón, aparece como un león montaraz, el deseo es el principio de la acción. Lo que
encontramos como principio de la acción es una pasión.
CORO: ¿Adónde ha ido el desdichado?
NEOPTÓLEMO: Para mí es evidente. Por la necesidad de alimento va arrastrándose por el camino, en alguna
parte cerca de aquí. Esta es la clase de vida que dicen que lleva, cazando con sus alados dardos, miserable. Y
nadie se acerca para aliviar sus males (Sófocles, Filoctetes).
Filoctetes lleva una vida miserable, está sujeto a las necesidades.
Juzgando más deseable la venganza contra sus enemigos que cualesquiera ventajas personales, y considerando
que éste era el más glorioso de los peligros, alegremente se resolvieron a aceptar el riesgo [...]. Así,
prefiriendo resistir antes que vivir sometidos, huyeron sólo del deshonor y afrontaron el peligro cara a cara y,
durante un breve instante, en el culmen de su gloria, se liberaron, no del temor, sino de la fortuna. (Tucídides,
Historia de la Guerra del Peloponeso, II.42.3−4).
En este tercer ejemplo, se plantea la pregunta: ¿por qué tipo de causas pone uno en juego la propia vida? Uno
puede poner en juego la propia debido a las necesidades primarias, pero también por una serie de razones, por
una serie de razones que están en relación con unas pasiones.
Ahora hay que examinar globalmente lo relativo a la causa común del movimiento, cualquiera que sea.
(Movimiento de los animales, 1, 698 a3−5).
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Aristóteles en todos los textos dedicados a los animales, y en otros de los que se están viendo, parte de la mera
fisiología, de una explicación meramente fisiológica, pero la deja y lo que se encuentra es una organización de
deseos, de creencias, de perfecciones o facultades cognoscitivas. Aristóteles va a decir que es el telos de la
acción. Investiga los movimientos de los animales y las acciones de los hombres. En el hombre se encuentra la
imaginación sensitiva y la deliberativa, en los animales sólo la sensitiva. Esto nos pone en relación con los
deseos. Se ve una diferencia entre ser hábil y ser prudente. Un animal puede ser hábil, sólo el hombre puede
ser prudente. El hecho de ser hábil no quiere decir que se sea prudente.
Aristóteles distingue entre movimiento voluntarios y no voluntarios. Hay movimientos que no son controlados
ni por el deseo ni por la imaginación.
La primera postura radical que nos hace perder la noción de movimiento aristotélica es la materialista.
El mecanicismo es lo que mueve, sin deseo ni imaginación.
Los hay incluso que afirman que el alma imprime al cuerpo en que se encuentra los mismos movimiento con
que ella se mueve: así, Demócrito, cuyas afirmaciones resultan bastante cercanas a las de Filipo el
comediógrafo. Éste dice, en efecto, que Dédalo dotó de movimiento a la estatua de madera de Afrodita
vertiendo sobre ella plata viva. Demócrito, por su parte, afirma algo parecido cuando dice que los átomos
esféricos arrastran y mueven al cuerpo todo porque se hallan en movimiento, siéndoles imposible por
naturaleza detenerse. Nosotros, por nuestra parte, preguntaríamos si son estos mismos átomos los que
producen el reposo: resulta difícil y hasta imposible explicar de qué modo podrían producirlo. Aparte de que
no parece que el alma mueva al animal en absoluto de este modo, sino a través de cieta elección e intelección
(De anima, I 3, 406 b16−26).
En este texto, Aristóteles critica tanto a Platón como a los atomistas. La visión del automovimiento que Platón
da en el Fedro y en el Timeo, para Aristóteles, le llevan a una postura insostenible con lo que no está de
acuerdo. El movimiento de traslación deja fuera el deseo y la imaginación que precisamente lo que mueve a
los hombres y a los animales. El problema del mecanicismo es que no explica el reposo, sin embargo, el
reposo queda explicado según Aristóteles por el deseo satisfecho.
Para Aristóteles tanto animales como hombres reaccionan porque interpretan. La explicación del
movimiento no puede quedarse en el plano de la sensación tiene que pasar rápidamente al plano de la
interpretación.
Apetito
órego órexis Volición irracional
Deseo
Extender el brazo Se parte de algo físico, pero hay
Estirarse una matización progresiva que
Aspirar a algo, anhelo termina en anhelo.
Los deseos nos llevan a deliberar.
La elección es un deseo deliberado.
Este vocabulario de la acción humana y de los animales queda sin explicar si nos atenemos al mecanicismo
del atomismo.
27
El siguiente texto del Fedón, nos da otra visión que muestra que perdemos de vista el vínculo estrecho que hay
con la base material para la introducción de la elección y la prudencia, donde podemos dar ya una explicación
de la acción.
Me pareció que a Anaxágoras le ocurría algo sumamente parecido a alguien que dijera que Sócrates todo lo
que hace lo hace con la mente y, acto seguido, al intentar enumerar las causas de cada uno de los actos que
realizo, dijera en primer lugar que estoy aquí sentado, porque mi cuerpo se compone de huesos y tendones,
que los huesos son duros y tienen articulaciones que los separan los unos de los otros, en tanto que los
tendones tienen la facultad de ponerse en tensión y de relajarse, y envuelven los huesos juntamente con las
carnes y la piel que los sostiene; que, en consecuencia, al balancearme los huesos en sus coyunturas, los
tendones con su relajamiento y su tensión hacen que sea yo ahora capaz de doblar los miembros, y que ésa es
la causa de que yo esté aquí sentado con las piernas dobladas. E igualmente, con respecto a mi conversación
con vosotros, os expusiera otras causas análogas imputándolo a la voz, al aire, al oído y a otras mil cosas de
esta índole, y descuidándose de decir las verdaderas causas, a saber, que puesto que a los atenienses les ha
parecido lo mejor el condenarme, por esta razón a mi también me ha parecido lo mejor el estar aquí sentado, y
lo más justo el someterme, quedándome aquí, a la pena que ordenen. Pues, ¡por el perro!, tiempo ha, según
creo, que estos tendones y estos huesos estarían en Mégara o en Beocia, llevados por la apariencia de lo
mejor, de no haber creído yo que lo más justo y lo más bello era, en vez de escapar y huir, el someterme en
acatamiento a la ciudad a la pena que me impusiera. Llamar causas a cosas de aquel tipo es excesivamente
extraño. Pero si alguno dijera que, sin tener tales cosas, huesos, tendones y todo lo demás que tengo, no sería
capaz de llevar a la práctica mi decisión, diría la verdad. Sin embargo, el decir que por ellas hago lo que hago,
y eso obrando con la mente, en vez de decir que es por la elección de lo mejor, podría ser una grande y grave
ligereza de expresión. Pues, en efecto, lo es el no ser capaz de distinguir que una cosa es la causa real de algo,
y otra aquello sin lo cual la causa nunca podría ser causa. (Fedón, 98c−99b).
En el texto se observa que un agente nunca se mueve por la causa primera de Anaxágoras (nous), éste no
asume la condición necesaria para actuar, músculos, huesos, etc., pero esto sólo tampoco explica nuestra
acción, tiene que haber una articulación.
Sócrates se interesa por la causa que genera y destruye. La articulación también conlleva además de todo el
soporte físico, una causa eficiente: el deseo. Aquí es donde perdemos la conexión con los animales.
La diferencia está en que para Aristóteles, las virtudes no son sólo logoi, son también acciones, decisiones.
Se trata, ahora, de abrir paso a un estudio con diferente estadios donde quepan animales y hombres y ver el
papel de la imaginación. ¿Es posible pensar sin imaginación? ¿Hay dos principios: el nous y la imaginación?
La (mera) observación muestra que el intelecto no mueve sin deseo: la volición es, desde luego, un tipo de
deseo y cuando uno se mueve en virtud del razonamiento es que se mueve en virtud de una volición. El
deseo, por su parte, puede mover contraviniendo el razonamiento, ya que el apetito es también un tipo de
deseo. Por lo demás, el intelecto acierta siempre, mientras que el deseo y la imaginación pueden acertar o no
acertar. Por consiguiente, lo que causa el movimiento es siempre el objeto deseable que a su vez, es lo
bueno o lo que se presenta como bueno. Pero no cualquier objeto bueno, sino el bien realizable a través
de la acción. Y el bien realizable a través de la acción es el que no puede ser de otra manera que como
es. Es, pues, evidente que la potencia motriz del alma es lo que se llama deseo. (De anima, III, 10, 433
a23−31).
El deseo es la matriz de todo movimiento. Si hay finitud hay movilidad y por tanto deseo. El intelecto no
mueve sin deseo.
La imaginación ocupa el lugar del gozne entre dos opuestos. El luegar del juicio es el lugar de la
imaginación. El razonamiento ligado a la deliberación debe ser un silogismo práctico.
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El deseo es lo razonable de la volición. El apetito puede contraponerse a la razón, igual que la volición
irracional.
Hay que distinguir entre lo vegetativo y lo apetitivo porque lo apetitivo sí escucha a la razón aunque no sea
obediente y dócil a ella.
La parte del alma ligada al deseo hay que entenderla como la relación que se guarda con el padre o con los
amigos, no es como el ámbito de lo inmutable, se escucha, pero no es algo como la matemática. Las
exhortaciones pueden funcionar debido a lo que de desiderativo hay en el alma. Si este logos es doble, lo que
tiene razón será doble.
En el Fedón la única voz responsable de la acción era la razón, aquí interviene la elección y en la elección
interviene el deseo. En Ética a Nicómaco también dice que el deseo es responsable de nuestras acciones.
Para Aristóteles, entre la physis y la tecné está la prohaíresis (la elección).
Aristóteles dice que nuestras acciones pueden ser voluntarias y no voluntarias.
En Ética a Eudemo dice que mientras dormimos podemos enjuiciar si un individuo es más bueno que otro,
pero dice que mientras que se duerme el individuo no es responsable de sus acciones.
En Ética a Nicómaco dice que todo lo que se hace por ignorancia es no voluntario, pero lo involuntario va
acompañado de un pesar fruto de la incontinencia.
(Ver el resto de los textos del día 24−10−02).
Lo que estaba en juego era el papel de la imaginación en los animales y en los hombres. En el De Anima se
veía un rechazo de la posición de Demócrito, si el movimiento del alma se producía por el choque de los
átomos, sería un movimiento mecánico, el alma sería arrastrada, no sería dueña de sí, y de este modo se
convertiría en una parte más del mundo, donde no se reconocería como parte privilegiada capaz de diferenciar
lo verdadero de lo falso. Así no se podría seleccionar una parte del mundo circundante.
Aristóteles también rechaza lo que se dice en el Fedón, no es la elección de lo mejor lo que marca la decisión,
para Aristóteles en la elección intervine es el deseo, no hay sólo razón, la razón sola no mueve. El bien mismo
no es el bien de cada uno para Aristóteles. Aristóteles queda situado equidistantemente entre las dos
posiciones: no es la presencia de lo mejor lo que rige nuestra acción, lo que rige nuestra elección, ni
tampoco toma una postura materialista−mecanicista.
El origen de nuestra acción es la elección, es el consentimiento.
En el texto del De Anima, III, 10, se veía que también consideraba la imaginación como capacidad motriz.
Vemos que lo que mueve al animal es la inteligencia, la imaginación, la elección, la voluntad, el apetito.
Todas estas cosas se refieren a la mente y al deseo. Efectivamente, tanto la imaginación como la sensación
tienen el mismo lugar en la mente, pues todas son capaces de juzgar [...]. En cambio, la voluntad, el impulso y
el apetito son todos ellos deseo, mientras que la elección es común a la inteligencia y al deseo; en
consecuencia, el primer motor es lo deseado y lo pensado. Pero no todo lo pensado, sino la finalidad de
los actos. (Movimiento de los animales, 6, 700 b17−25).
Sin la imaginación, sólo con la razón no nos movemos. En el seno del deseo podemos distinguir un apetito
pasional, una volición irracional y un deseo racional o volición. Está el apetito irascible y la volición
irracional a diferencia del deseo racional.
29
En el deseo y la imaginación, decía Aristóteles, que se puede acertar a no y esto está relacionado con lo
que consideremos bien fenoménico.
También nos habla de los constituyentes del deseo. En la elección hay una conexión entre el deseo y la
deliberación. La imaginación parece más cercana a la sensación. La elección conecta el deseo con la
inteligencia. Pensamiento y deseo se ven como dos motores.
La imaginación está emparentada con el deseo pero no se identifica con él. La imaginación sensitiva nos
vincula con los animales, la imaginación deliberativa conecta con la razón.
En De Anima, III, cap. IX, dice:
El principio motor, en fin, no es tampoco la facultad intelectiva, el denominado intelecto. En efecto, el
intelecto teórico no tiene por objeto de contemplación nada que haya de ser llevado a la práctica ni hace
formulación alguna acerca de lo que ha de buscar o rehuir, mientras que, por el contrario, el movimiento se
da siempre que se busca algo o se huye de algo. Pero es que ni siquiera cuando contempla algún objeto de
este tipo ordena la búsqueda o la huida: por ejemplo, muchas veces piensa en algo terrible o placentero y, sin
embargo, no ordena movimiento alguno de temor −es el corazón el que se agita o bien alguna otra parte del
cuerpo si se trata de algo placentero−. Más aún, incluso cuando el intelecto manda y el pensamiento ordena
que huya de algo o se busque algo, no por eso se produce el movimiento correspondiente, sino que a
veces se actúa siguiendo la pauta del apetito, como ocurre, por ejemplo, con los que carecen de
autocontrol. Además y de manera general, vemos que el que posee la ciencia médica no por eso la
ejercita: como que el principio que ordena obrar conforme a la ciencia es distinto de la ciencia misma.
El deseo tampoco basta, por último, para explicar el movimiento: prueba de ello es que los que tienen
control de sí mismos no realizan aquellas conductas que desean, por más que las deseen y apetezcan,
sino que se dejan guiar por el intelecto.
[...] En cualquier caso, éstos son los dos principios que aparecen como causantes del movimiento: el
deseo y el intelecto −con tal de que en este caso se considere a la imaginación como un tipo de
intelección; en efecto, a menudo los hombres se dejan llevar de sus imaginaciones contraviniendo a la
ciencia y, por otra parte, la mayoría de los animales no tienen ni intelecto ni capacidad de cálculo
racional, sino sólo imaginación−. Así pues, uno y otro −es decir, intelecto y deseo− son principio del
movimiento local ; pero se trata en este caso del intelecto práctico, es decir, aquel que razona con vistas
a un fin: es su finalidad en lo que se diferencia del teórico. Todo deseo tiene también un fin y el objeto
deseado constituye en sí mismo el principio del intelecto práctico, mientras que la conclusión del
razonamiento constituye el principio de la conducta.
Con razón, por consiguiente, aparecen como causantes del movimiento los dos, el deseo y el
pensamiento práctico: efectivamente, el objeto deseable mueve y también mueve el pensamiento
precisamente porque su principio es el objeto deseable. Y, del mismo modo, la imaginación cuando mueve,
no mueve sin deseo.
El principio motor es, por tanto, único: el objeto deseable. [...] Con que tres son los elementos que
integran el movimiento: uno es el motor, otro aquello con que mueve y el tercero, en fin, lo movido.
[...] Así pues, y en términos general, el animal −como queda dicho− es capaz de moverse a sí mismo en
la medida en que es capaz de desear. Por su parte, la facultad de desear no se da a no ser que haya
imaginación. Y toda imaginación, a su vez, es racional o sensible. De esta última, en fin, participan
también el resto de los animales.
Hay una dualidad de elementos responsables del movimiento. Pero si hay un principio que lleve de forma
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universal al movimiento es la imaginación.
En el capítulo 8, 702 a17−21, del Movimiento de los Animales, se ve a la imaginación como causa de todo
movimiento.
Simultáneamente, por así decir, piensa que debe avanzar y avanza, a no ser que alguna otra cosa lo impida. De
hecho, las afecciones preparan convenientemente a las parte orgánicas, el deseo a las afecciones y la
imaginación al deseo; ésta se genera o por reflexión o por sensación. Y esto ocurre simultáneamente y
rápidamente debido a que el agente y el paciente son de las cosas relacionadas entre sí por naturaleza.
La imaginación puede ser generada por sensación o bien por reflexión. Lo bueno en sí se convierte poco a
poco en lo bueno para nosotros.
La tesis principal del Libro III del De anima es la de la imaginación como causa del movimiento. La
diferencia entre los movimientos animales y los de los hombres es interna al estudio de la imaginación, la de
los animales es una imaginación de sensación y sólo los hombres poseen imaginación por reflexión. La
imaginación ni siquiera necesita la presencia de las cosas, es como una sensación sin materia.
En los Parva Naturalia, Aristóteles dice que el alma nunca piensa sin imágenes. Y en Sobre el movimiento de
los animales, 10, 703 a4−10, dice:
De acuerdo con la explicación expuesta de la causa del movimiento, el deseo es el medio que mueve al ser
movido: pero en los cuerpo animados es preciso que haya un cuerpo de tal naturaleza. Por tanto, lo que es
movido, pero por naturaleza no mueve, puede ser sujeto paciente respecto a una fuerza ajena; en cambio, lo
que mueve es forzoso que tenga cierto poder y fuerza. Es evidente que todos los animales tienen un soplo
innato y que son fuertes por él.
En el capítulo 11, 703 b3−10 de esta misma obra habla de movimientos voluntarios, involuntarios y no
voluntarios, y de los sentidos responsables de ellos, también en Ética a Nicómaco, habla de ellos en relación
con la facultad ética.
Algunos órganos realizan también ciertos movimientos involuntarios, y la mayoría son no voluntarios. Llamo
involuntarios, por ejemplo, al movimiento del corazón y al del órgano sexual [...] y no voluntarios, por
ejemplo, al sueño, al despertar, a la respiración y a cuantos otros son de este tipo. De hecho, ni la
imaginación ni el deseo son dueños absolutos de ninguno de ellos.
Ética a Nicómaco, I 13, 1103 b29−1103 a3:
Resulta, por tanto, que también lo irracional es doble, pues lo vegetativo no participa en modo alguno de la
razón, pero lo apetitivo y, en general, desiderativo, participa de algún modo en cuanto le es dócil y obediente
(así también respecto del padre y de los amigos decimos tener en cuenta y razón, pero no como las
matemáticas). Que lo irracional se deja en cierto modo persuadir por la razón lo indica también la advertencia
y toda reprensión y exhortación. Y si hay que decir que esto también tiene razón, lo que tiene razón será
doble, de un lado primariamente y en sí mismo, de otra parte como el hacer caso del padre.
Para Aristóteles los movimientos involuntarios son como los movimientos reflejos, y los no voluntarios son
aquellos de los que tampoco son responsables ni la imaginación ni el deseo. En Ética a Nicómaco, el
movimiento no voluntario sería el del ignorante, en el Movimiento de los animales, lo relaciona con el
sueño, con el despertar, etc., donde ni el deseo ni la imaginación intervienen, es decir, donde ni el deseo ni la
imaginación son principios de movimiento.
El la dimensión irracional del alma se puede distinguir una parte vegetativa y otra irascible, apetitiva o
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desiderativa, a la que se puede convencer por medio de la razón; y aquí es donde entra el trabajo de la
imaginación. Una cosa es lo bueno en sí y otra lo bueno para nosotros, que va unido al carácter. Si unimos los
principios del movimiento al tema de la parte del alma que se deja convencer, podemos ver las acciones
voluntarias, no voluntarias e involuntarias.
Lo que hace que haya acciones voluntarias se ve en el Libro III de Ética a Nicómaco, en el capítulo V. Las
acciones voluntarias son lo que está en nuestras manos, lo que podemos hacer o no, a diferencia de lo
que es necesario y no se puede elegir. La virtud y el vicio acontecen según nuestra voluntad; así, se nos
puede hacer responsables de dicha acción. Tendremos una perfección o una perversión elegida. Nadie
es virtuoso sin querer. Lo voluntario, por tanto, reside en lo que se puede elegir, en las acciones que
pueden hacer o no. El hombre es principio y generador de sus acciones, igual que de sus hijos.
La ignorancia consentida es castigada, no es lo mismo que ignorar. Los niños pueden llevar a cabo acciones
voluntarias, pero no de elección. La ignorancia consentida sería más bien como una negligencia. Una cosa es
obrar por ignorancia y otra obrar ignorando.
El vicio estaría relacionado con un perderse a sí mismo, no con un encontrarse a sí mismo porque el fin es la
perfección.
El que obra por ignorancia siente pesar, esto sería un acto no voluntario, pero en el acto involuntario no se
puede sentir pesar alguno.
Capítulo V:
Se ha dicho que la deliberación y la voluntad se aplican al objeto que se busca. Pero este objeto, según
unos, es el bien mismo y, según otros, sólo es lo que nos parece ser el bien. Cuando se sostiene que sólo es
bien es el objeto de la voluntad, se corre el riesgo de caer en esta contradicción: que lo que quiere el hombre,
cuya preferencia ha sido mala, no es realmente querido por él; porque desde el momento en que la cosa es el
objeto de la voluntad, precisamente es buena según esta teoría; y sin embargo, ella es mala, puesto que fue
debida a una preferencia extraviada. Por otra parte, si se pretende que la voluntad busque no el bien mismo,
sino sólo el bien aparente, resultaría que los objetos de nuestra voluntad no existen en la naturaleza, y que son
únicamente el resultado de la opinión que de ellos se forma cada uno de nosotros. Pero esta opinión varía con
los individuos, y por tanto resultaría que las cosas más contrarias podrían causarnos indistintamente la ilusión
del bien.
Como estas dos soluciones no son muy satisfactorias, es preciso decir, de una manera absoluta y de
conformidad con la verdad, que el bien es el objeto de la voluntad, pero que, para cada uno en particular,
es el bien tal como le aparece. Y así, para el hombre virtuoso y modesto, es el bien verdadero; para el malo,
es lo que el azar le presenta. En esto sucede lo que con los cuerpos: cuando gozan de buena salud, las cosas
realmente sanas son sanas para ellos; pero no lo son para los cuerpos que padecen una enfermedad y lo mismo
podría decirse de las cosas amargas o dulces, calientes, toscas, y de todas las demás, considerada cada una en
particular. En igual forma, el hombre virtuoso sabe siempre juzgar las cosas como es debido y conoce la
verdad respecto de cada una de ellas; porque según son las disposiciones morales del hombre, así las cosas
varían, y las hay especialmente bellas y agradables para cada uno. Quizá la gran superioridad del hombre
virtuoso consiste en que ve la verdad en todas las cosas, porque él es como su regla y medida, mientras que
para el vulgo el error, en general, procede del placer, el cual parece ser el bien, sin serlo realmente. El vulgo
escoge el placer, que toma por el bien, y huye del dolor, que toma por el mal.
Capítulo VI:
Siendo el fin a que se aspira el objeto de la voluntad, y pudiendo estar sometidos a nuestra deliberación y a
nuestra preferencia los medios que conducen a este fin, se sigue de aquí que los actos que se refieren a estos
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medios son actos de intención y actos voluntarios; y esta es, precisamente, la esfera en que ejercitan en
realidad todas las virtudes. Por tanto, no ofrece la más pequeña duda que la virtud depende de nosotros y en
igual forma el vicio depende también de nosotros, porque, en efecto, si depende nosotros el obrar, lo mismo
depende el no obrar, y donde podemos decir no lo mismo podemos decir sí. [...] Todo esto resulta confirmado
por el testimonio de la conducta personal de cada uno de nosotros y por el testimonio de los legisladores
mismos. Castigan e imponen penas a los que cometen actos culpables, siempre que estas acciones no son el
resultado de una coacción o de una ignorancia de que el agente no sea responsable. Por el contrario,
recompensan y tributan honores a los autores de acciones virtuosas. Evidentemente, con esta doble conducta
quieren animar a los unos y traer al buen camino a los otros. Pero en todas las cosas que no dependen de
nosotros, en todas las cosas que no son voluntarias, a nadie se le ocurre obligarnos a ejecutarlas, porque se
sabe que sería completamente inútil exigir de nosotros, por ejemplo, no tener calor, no tener frío, no tener
hambre, o no experimentar tales o cuales sensaciones análogas, puesto que no las experimentaríamos menos, a
pesar de todas las exhortaciones del mundo. Los legisladores llegan hasta el punto de castigar actos
cometidos sin conocimiento de causa, cuando el individuo parece culpable de la ignorancia en que
estaba. Así, imponen dobles penas a los que cometen un delito en la embriaguez, porque el principio de la
falta está en el individuo, puesto que es dueño de no embriagarse, y la embriaguez ha sido la única causa de su
ignorancia. [...] Esto es lo mismo que cuando se lanza una piedra, que no es posible detenerla después de
desprendida de la mano y, sin embargo, de nosotros dependía solamente lanzarla o no lanzarla, porque
el movimiento inicial estaba a nuestra disposición. Lo mismo sucede con el hombre malo o corrupto; de él
dependía en un principio no ser lo que ha llegado a ser, y, por consiguiente, se ha hecho hombre pervertido
por su libre voluntad; y una vez llegado a este punto, no le ha sido posible dejar de serlo.
[...] En resumen, hemos tratado de las virtudes en general y, para mostrar con más precisión su naturaleza,
hemos sentado que ellas son medios y hábitos. Hemos indicado las cusas mediante las que estas virtudes se
producen, y hemos dicho igualmente que por sí mismas pueden las virtudes, a su vez, producir estas causas.
Hemos añadido que dependen de nosotros y son voluntarias, y que deben ejercitarse como la recta razón lo
prescribe. Las acciones, por lo demás no son voluntarias a la manera de los hábitos, porque somos siempre
dueños de las acciones, desde el principio hasta el fin, y conocemos en cada instante todos sus detalles
particulares; por el contrario, en cuanto a los hábitos, sólo en su principio somos árbitros de ellos, y no es
posible reconocer lo que las circunstancias pueden influir en cada momento, lo mismo que no se sabe en
punto a las enfermedades. Pero como podemos dirigir siempre a nuestro gusto estos hábitos, o no dirigirlos de
tal o cual manera, puede afirmarse que son voluntarios.
El incontinente es preferible al vicioso, porque el vicioso elige. El injusto y el licencioso podrían no haber
llegado a serlo. Hay hábitos adquiridos que ya no permiten la vuelta atrás. Existe una disposición natural que
también interviene en la composición del buen o mal carácter.
Por medio de la prudencia se puede rebasar la disposición natural. La prudencia lleva al mayor bien
práctico para el hombre.
Al final de la Ética a Eudemo, Aristóteles dice que no es el Dios quien gobierna dando órdenes; es la
prudencia la que nos acerca a la vida del Dios más que a la natural.
El fin tanto del esclavo como del ciudadano es el logos. Se pueden invertir las razones políticas y la
naturaleza, por el fin o por razones éticas.
Los hombres van formando su carácter por tres vías: por naturaleza, por hábito y por razonamiento,
pero como órdenes vinculadas. Si interviene la elección interviene el cálculo racional.
Distinción entre acciones voluntarias e involuntarias (Ética a Nicómaco y Ética a Eudemo).
Distinción entre lo voluntario (donde participan también los animales) y lo elegido (sólo del hombre,
33
aquí participa la decisión por la acción, esta acción no es sólo voluntaria sino también elegida, de este
tipo de acción no participan ni los animales ni los niños).
Por voluntario, Aristóteles, entiende lo que se hace sin ser forzado, lo que se hace de buen grado, pero en lo
voluntario interviene solamente el deseo.
En lo elegido puede intervenir también la continencia, depende de un saber que es la prudencia y que tiene en
cuenta las circunstancias y las consecuencias. La racionalidad que está presente en la elección no tiene por
qué estar presente en la acción voluntaria. La libertad no está siempre en lo voluntario.
En Ética a Nicómano se investiga cómo se puede llegar a ser bueno, se trata de saber elegir y esto no es sólo
algo voluntario. Aquí entra en juego la imaginación que va unida a la prudencia.
La continencia, la sensatez salva a la misma prudencia, se trata de saber reconocer a cada momento que es lo
mejor, es una mirada que no está guiada sólo por el deseo, hay una deliberación, una reflexión.
La deliberación y la elección es lo primero a la hora de actuar, esto es lo que debe dirigir al deseo. La
acción tiene que dar así determinada. Toda investigación sigue el modelo de la deliberación, aunque no
toda deliberación sea una investigación.
Por esto tiene sentido el silogismo práctico.
En Ética a Eudemo se explica que el movimiento de los animales es voluntario porque no es forzado pero no
es lo mismo que la libertad de los hombres, es decir, el hecho de algo no se haga forzadamente no quiere
decir que se haga libremente. Los animales serían agentes autónomos pero no libres, en la libertad es donde
entra en juego la prudencia.
El animal puede plantear una buena estrategia, pero no hay fines tales como la búsqueda de lo bueno, la
justicia, etc., que son propios de los hombres. Los animales pueden ser hábiles, pero no prudentes, que
consiste en saber hacer lo adecuado, en saber producir lo bueno, dar lugar a lo bueno pero en un entorno;
consiste en saber elegir continuamente, no se habla de lo bueno a nivel abstracto. En el animal no hay ningún
matiz ético. Lo justo y lo injusto no es sólo lo útil, eso no es lo que da sentido a la vida ética.
La prudencia coordina dos órdenes de cosas: la búsqueda de lo bueno, saber elegir el bien adecuado y
además saber cómo producirlo, es decir saber como llegar al bien, por eso hay saber el justo medir para
llegar a lo bueno. Hay que saber lo que hay que hacer para llegar al fin. El proceder propio del hombre
prudente tiene que ver con los medios elegidos para llegar a un fin, pero en la elección de esos medios
siempre debe estar guiado por la prudencia.
El animal no da lugar a auténticas praxis, en él hay sólo movimientos. En la praxis hay un fin en sí
misma, es un actuar bien por el mismo actuar bien.
En la técnica la responsabilidad está en un saber anterior, es más bien como una habilidad. Hay una
habilidad y una inteligencia práctica, pero la praxis es algo distinto; la praxis es un actuar bien por el
mismo actuar bien; ese es su propio fin, no hay un fin que sea distinto a la propia acción. Se produce el
bien pero no como los productos de la técnica, hay una producción, pero no es fruto de una habilidad.
La habilidad también se encuentra en los animales.
El corte lo marca también la libertad. No todos los hombres despliegan las mismas habilidades aunque las
tengan. El proyecto no es un producto natural, tiene que haber un principio intrínseco para que algo pueda
considerarse natural.
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Esquema. La distinción entre acciones voluntarias e involuntarias en Aristóteles. (Ética a Nicómaco y
Ética a Eudemo.
• La diferencia extensional y cualitativa entre lo voluntario (hekoûsion) y lo elegido (prohairetón). [EN,
III, 2, 1111 b 7−11 y EE, II 8, 1224 a 18].
Las cosas involuntarias por ignorancia; dos condiciones; deben ir seguidas por el dolor y el arrepentimiento.
Es preciso distinguir entre obrar por ignorancia y obrar sin saber lo que se hace. Ejemplos diversos.
Definición del acto voluntario; las acciones inspiradas por la pasión y el deseo son involuntarias.
En cuanto a los actos cometidos por ignorancia, todo se verifica, es cierto, sin que nuestra voluntad tenga
parte en ello; pero contra nuestra voluntad realmente sólo se verifica aquello que nos causa dolor y
arrepentimiento. El hombre que ha hecho algo sin saber lo que hacía, pero que no ha experimentado
dolor como resultado del acto, sin duda no ha obrado voluntariamente, puesto que no sabía lo que era
su acción; pero tampoco puede decirse ha obrado contra su voluntad, puesto que de su acción ningún
dolor le ha resultado. Y así, en todas las acciones hechas por ignorancia el que tiene que arrepentirse después
parece haber obrado contra su voluntad; y, por lo contrario, el que no ha tenido que arrepentirse de haber
obrado está en una posición muy distinta, y puede decirse simplemente de él que obró sin voluntad. Es bueno
marcar este matiz en la expresión y designarle con una palabra especial, puesto que la situación es diferente.
También es posible señalar una diferencia entre hacer una cosa por ignorancia y hacerla ignorando lo que se
hace. Así, en la embriaguez, en la cólera, no puede decirse que uno obra por ignorancia; se obra sólo el
imperio de estas disposiciones; no se obra con conocimiento de causa; y antes, por el contrario, se obra
ignorando lo que se hace. Así, todo ser malo ignora lo que es preciso hacer y lo que conviene evitar; porque, a
causa de una falta de esta especie es por lo que los hombres cometen injusticias y, hablando en general, son
viciosos.
Pero no debemos pretender aplicar el nombre de involuntaria a la acción de un hombre porque desconozca
su interés. La ignorancia que preside a la elección misma del agente no es causa de que su acto sea
involuntario; es causa únicamente de su perversidad. Tampoco es la ignorancia en general a la que debe
acusarse, por más que bajo esta forma se produzca ordinariamente la censura, sino a la ignorancia particular,
especial para las cosas y en las cosas a que se aplica la acción de que se trata: dentro de estos límites puede
tener lugar ya la compasión, ya el perdón, porque el que ejecuta alguna de estas cosas culpables sin
saber que las hace, obra involuntariamente.
No sería quizá inútil determinar con precisión respecto a las acciones de este género, su naturaleza y su
número, indagar cuál es la persona que las comete, lo que ha hecho cometiéndolas, con qué fin y en qué
momento ha tenido lugar la comisión. Algunas veces también es preciso preguntarse en tales casos con qué ha
cometido el acto; por ejemplo, si ha sido con un instrumento; por qué causa, por ejemplo, si ha sido para
salvarse de algún peligro; en fin, de que manera, por ejemplo, si lo ha hecho con suavidad o con violencia.
Estas son circunstancias respecto de las que nadie, a no estar fuera de sí, puede pretextar en ningún caso
ignorancia, porque, evidentemente, no puede ignorarse cual es la persona que obra. Porque se dirá, ¿cómo
puede uno ignorarse a sí mismo? Pero se puede muy bien ignorar aquello que se hace. Por ejemplo: puede
decirse que al hablar se le ha escapado una palabra; que no sabía que estaba prohibido hablar de las cosas de
que se hablaba: testigo, la indiscreción de Esquilo, a propósito de los misterios. También puede suceder que,
queriendo mostrar el mecanismo de una máquina, la deje disparar sin intención, como el que deje salir el tiro
de una catapulta. En otros casos se puede, como Mérope, tomar a su propio hijo por un enemigo moral, creer
que una lanza puntiaguda tiene el hierro enmohecido, tomar una piedra de peso por una piedra pómez, matar
alguno de un tiro queriendo defenderlo, o causarle una grave herida queriendo demostrarle sólo destreza a la
manera que lo hacen los luchadores al presentarse para entrar en combate. Como este género de ignorancia
afecta siempre a las cosas en que consiste la acción, el que, al obrar, ignora alguna de estas
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circunstancias, parece por esto mismo que obra a pesar de su voluntad, sobre en los dos puntos más
graves, que son en este caso: primero, el objeto mismo de la acción y, segundo, el fin que se propone al
hacerlo.
Pero, lo repetimos, para que la acción pueda, en el caso de semejante ignorancia, se calificada con justicia de
involuntaria, es preciso además que cause compasión y que lleve tras sí el arrepentimiento.
Por tanto, si el acto involuntario es el que nace de fuerza mayor o de ignorancia, es claro que el acto
voluntario deberá ser aquél cuyo principio esté en el agente mismo, el cual conoce los pormenores de
todas las condiciones que su acción encierra. Y así, no hay razón para llamar involuntarios a los actos
que no obligan a ejecutar la cólera y el deseo. En primer lugar, porque admitido esto resultaría que
ningún ser distinto que el hombre obraría voluntariamente, ni aun los niños. ¿Pude decirse con verdad
que jamás hacemos nada con plena y libre voluntad en las cosas en que median la cólera y el deseo? ¿O bien,
debe hacerse en este caso una distinción, sosteniendo que en tales situaciones hacemos el bien
voluntariamente, y que hacemos el mal contra nuestra voluntad? ¿Pero no sería ridículo admitir esta
distinción, puesto que es uno solo y el mismo agente el que causa todos estos actos? Por otra parte, sería quizá
un error grave llamar involuntarias a cosas que debemos desear tener. Por ejemplo, ¿no hay ciertos casos en
que es preciso saber montar en cólera? ¿No hay ciertas cosas que conviene desear, como la salud y la ciencia?
Las cosas realmente involuntarias son penosas; por el contrario, las que se desean son siempre agradables.
Además, ¿es cosa que los errores del razonamiento y los del corazón son igualmente involuntarios? ¿Dónde
está la diferencia entre unos y otros? ¿No debe huirse de igual modo de ambos?
Las pasiones que la razón no guía no pertenecen menos a la naturaleza humana, lo mismo que las acciones
inspiradas al hombre por la cólera y el deseo. Concluyamos, pues, que sería verdaderamente un absurdo
declarar que estas cosas no están sometidas a nuestra voluntad.
Capítulo III.
Después de haber distinguido y definido lo que debe entenderse por voluntario e involuntario, el estudio que
debemos hacer ahora es el de la preferencia o intención que determina nuestra resoluciones. La intención
parece ser el elemento más esencial de la virtud; y ella, mucho mejor que las acciones mismas del
agente, nos permite apreciar las cualidades morales de éste.
Ante todo, la preferencia moral o intención es ciertamente una cosa voluntaria; si bien la intención no es
idéntica a la voluntad, la cual se extiende a más que aquélla. Así, los niños y demás animales tienen,
indudablemente, una parte de voluntad; pero no tienen preferencia ni intención racional. Podemos
llamar muy bien voluntarios a ciertos actos espontáneos y súbitos, pero no diremos que son resultado de
una preferencia reflexiva o intencionada.
Cuando para explicar lo que es la intención, se la llama deseo, un sentimiento del corazón, una volición, un
juicio de cierto género, no se le da ciertamente, nombres muy exactos. La preferencia, la intención que
escoge, no puede ser patrimonio de seres sin razón, mientras que estos seres son capaces de deseo y de
pasión. El intemperante que no sabe dominarse obra movido por el deseo; no obra con intención y
preferencia. Por lo contrario, el hombre templado obra con intención, con una preferencia reflexiva; no
obra por el impulso de sus deseos. Añádase a esto que el deseo puede estar muchas veces en oposición
con la intención, mientras que el deseo jamás es lo opuesto al deseo. En fin, el deseo se dirige a lo que es
agradable o penoso; la intención, la preferencia reflexiva, no se dirige ni al dolor ni al placer.
La intención o preferencia moral puede también confundirse con la pasión que el corazón inspira; pero no hay
cosa que menos se parezca a las acciones determinadas por la intención reflexiva que las que son dictadas por
el corazón.
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La intención, la preferencia moral, tampoco es la voluntad, si bien parece muy cercana a ella. La intención
reflexiva jamás se dirige a cosas imposibles; y si alguno dijera que prefiere y escoge estas cosas con
intención, se le tendría por un demente. Por el contrario, la voluntad puede dirigirse has a las cosas
imposibles, y bien puede querer el hombre, por ejemplo, la inmortalidad.
• El origen jurídico de la distinción voluntario/involuntario, el criterio de aquello que está en nuestro
poder hacer o no hacer [EN, III, 5].
• La clasificación de las acciones en voluntarias, involuntarias y no voluntarias [EN, III 1]: Las
acciones mixtas y el cruce entre lo voluntario y lo involuntario. Obrar por ignorancia no es lo mismo
que obras con ignorancia. Las acciones voluntarias: el desconocimiento de alguna circunstancia
principal de la acción y el imposible desconocimiento total de uno mismo. [EN, III 1]. Las
equivocaciones y los infortunios y su interés para la justicia correctiva en EN, V.
Refiriéndose la virtud a las pasiones y a los actos del hombre, y no pudiendo recaer la alabanza o la censura
sino sobre las cosas voluntarias, puesto que en las cosas involuntarias lo que procede es el perdón y, a veces,
la compasión, es un estudio imprescindible cuando se quiere dar razón de la virtud determinar lo que debe
entenderse por acto voluntario e involuntario. Y este conocimiento es indispensable igualmente a los
legisladores para ilustrarles sobre las recompensas y los castigos que decreten.
Deben mirarse como involuntarias todas las cosas que se hacen por fuerza mayor o por ignorancia.
Se hace un cosa por fuerza mayor cuando la causa es exterior y de tal naturaleza que el ser que obra y que
sufre no contribuye en nada a esta causa, por ejemplo, cuando nos vemos arrastrados por un viento irresistible
o por alguien que se ha hecho dueño de nuestra persona. Hay cosas también de que nos dejamos llevar sea por
el temor de males mayores, sea bajo el influjo de un motivo noble; por ejemplo: un tirano, dueño de vuestros
padres y de vuestros hijos, os impone una cosa vergonzosa; podéis salvar esas personas que os son queridas, si
os sometéis; y perderlas, si rehusáis someteros; y en un caso semejante, se puede preguntar si el acto es
voluntario o involuntario. Algo análogo sucede al marino que en una tempestad arroja al mar las mercancías.
En los casos ordinarios nadie que tenga buen sentido arroja al agua los bienes que posee, pero no hay hombre
sensato que no esté dispuesto a hacerlo si es una condición precisa para salvarse él o salvar a los demás. Las
acciones de este género son, puede decirse, acciones mixtas; sin embargo se aproximan más a las libres y
voluntarias. Son el resultado de una preferencia en el momento mismo en que se hacen, y el objeto definitivo
del acto está en relación con las circunstancias. Cuando se dice de una acción que es voluntaria o involuntaria,
se entiende siempre que se tiene en cuenta el instante en que se obra. En los actos que acabamos de citar, se
obra aún libremente, porque el principio que para estos actos pone en movimiento los miembros de nuestro
cuerpo que los ejecutan están en nosotros; y siempre que el principio está en nosotros sólo de nosotros
depende hacer o no hacer las cosas. Por consiguiente, estos son actos voluntarios. Pero absolutamente
hablando, se puede decir también que son involuntarios, porque nadie ejecutaría de buen grado
ninguna de estas cosas por lo que son en sí mismas.
Sucede también a veces que acciones de este género son objeto de justos elogios cuando se tiene valor para
soportar la infamia y el dolor en vista de un grande y bello resultado. Pero si no median respetables motivos,
nos exponemos a una merecida censura, porque no hay hombre tan despreciable que arrostre el oprobio sin
haber mediado un fin noble, o que le arrostre con la mira de una ventaja insignificante. En ciertos casos, si no
se llega hasta alabar, por lo menos se perdona a un hombre que hace lo que no debe en circunstancias
superiores a las fuerzas ordinarias de la naturaleza humana, y que nadie podría resistir.
Quizá hay ciertas cosas a las que jamás debe el hombre sucumbir, y casos en que es mejor morir sufriendo los
más horribles tormentos. Así, por ejemplo, en la pieza de Eurípides los motivos que movieron a Alcmeón al
asesinado de una madre son ridículos. Algunas veces es difícil discernir cuál de los dos caminos conviene
escoger y cuál de los dos males se debe soportar prefiriéndolo al otro. Es más difícil aún mantenerse
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firmemente en el que se ha debido preferir, porque las más de las veces las cosas que se prevén son penosas y
tristes, y las que la coacción nos impone son vergonzosas. De aquí nace que se alabe o se censure según que
resista o ceda el hombre a la necesidad.
¿Cuáles son, por tanto, los actos que deben declararse involuntarios y forzosos? ¿Debe decirse de una manera
absoluta que un acto es siempre forzado, cuando la causa está en las cosas de fuera y cuando el agente no
contribuye a él en nada? ¿O bien, debe decirse que cosas involuntarias en sí, y que en un instante dado se las
prefiere a otras, residiendo siempre su principio en el ser obra, aunque involuntarias en sí, se hacen voluntarias
en este caso dado, puesto que se las escoge en lugar de otras? Realmente, las acciones de este género se
parecen más a actos libres. Nuestras acciones son siempre relativas a casos particulares, y los casos
particulares sólo dependen de nuestra voluntad. Pero siempre es muy difícil indicar la elección que
debe hacerse en medio de estos innumerables matices que presentan las circunstancias particulares.
No se puede sostener, por otra parte, que el placer y el bien nos fuerzan, y que ejercen sobre nosotros un
imperio irresistible en calidad de causas exteriores; porque, de ser así, todo en nosotros sería obligado y
forzado, puesto que, en tanto que existimos, todo cuanto hacemos es debido a estos dos móviles, y lo hacemos
ya con dolor, si es por fuerza y contra voluntad, ya con gran gusto, cuando en ellos encontramos placer. Y
sería ciertamente cosa graciosa atribuirlo a causas exteriores, en lugar de imputarlo a uno mismo, cuando uno
se deja arrastrar fácilmente por estas seducciones, atribuyéndose a sí todo el bien y echando la culpa al placer
de las faltas que se cometen. Forzado e involuntario, sólo es aquello que procede de una causa exterior, sin
que el ser que es cohibido y obligado entre en ello absolutamente para nada.
• DETERMINISMO (DE LOS HÁBITOS) Y LIBERTAD (DE LA ACCIÓN).
Pero LAS acciones no son voluntarias del mismo modo que los hábitos; de nuestras acciones somos dueños
desde el principio hasta el fin si conocemos las circunstancias particulares; de nuestro hábitos al principio,
pero su incremento no es perceptible, como ocurre con las dolencias (EN, III, 5). El caso del injusto y el
licencioso: podrían no haber llegado a serlo, pero, una vez que han llegado a serlo, ya no está en su mano no
serlo. (EN, III, 5). La resistencia aristotélica al determinismo moral:
• Los hábitos están sometidos a las mismas modificaciones que las cosas naturales.
• Con el tiempo las cualidades naturales pueden verse acompañadas por cualidades intelectuales (buen juicio,
conciencia moral) que mejoran el natural de cada cual.
• El logos y la capacidad de rememorar en tanto que modificadores del carácter.
• El carácter (ethos) no es causa directa de la elección, sino de la elección intencional (Poética I, 6).
• La disposición ética es hija de la duración, el acto (praxis) es una enérgeia. El uso del aoristo para definir la
vida ética en Aristóteles.
• Los tipos de la elección en la ética aristotélica:
Una observación concerniente al método: Como en los demás casos, deberemos establecer los hechos
observados y resolver primeramente las dificultades que ofrezcan, para probar después, si es posible, todas las
opiniones generalmente admitidas sobre estas afecciones, y si no, la mayoría de ellas y las principales, pues si
se resuelven las dificultades y quedan en pie las opiniones generalmente admitidas, la demostración será
suficiente. (EN, VII, 1).
En las diferencias que nosotros planteamos cuando intentamos enjuiciar las acciones humanas, no entra en
juego sólo el sentido común, hay además un principio teórico de la praxis, del discurso ético; no siempre
juzgamos la misma cosa igual, sino que se tienen en cuenta las circunstancias. En el lenguaje localizamos la
sintaxis de una teoría.
Si partimos de las leyes, el juez, en la justicia correctiva tiene en cuenta lo que es un error, una equivocación,
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el infortunio, que pueden traer consecuencias impredecibles. Las acciones injustas son las del vicioso, el que
no domina su pasión, aunque sepa lo que hace; (domina la razón). Al incontinente no le falta el logos pero le
traiciona la acción. La clave de la distinción es que las acciones queden en nuestro poder o sean arrebatadas de
nuestras manos. Obrar por ignorancia, no remite a acciones involuntarias. La acción, en estos casos se
escapa de las manos. Las acciones voluntarias las controlamos tanto al principio como al final.
Voluntario es tanto lo que hacemos orientados al buen fin como lo que hacemos alejándonos de él. Lo
no voluntario es un comportamiento malo en sus consecuencias, pero es por ignorancia. El hombre
actúa automáticamente, no hay arrepentimiento, no hay principio ético. El que comete una acción
involuntaria se arrepiente, el vicioso no se arrepiente. Los que cometen actos involuntarios despiertan
piedad, compasión, sin embargo, el vicioso no.
En las acciones mixtas han obrado dos principios que no se pueden identificar ni con lo voluntario ni
con lo involuntario, pero se asemejan más a lo voluntario, por eso aparece el arrepentimiento. No son
acciones voluntarias ni involuntarias del todo, lo que ocurre es que intervienen unas circunstancias
apremiantes. En la casuística lo que más se da son las acciones mixtas. Las acciones voluntarias son las que
tiñen el carácter, pueden dar lugar a un carácter bueno o a un carácter vicioso.
Aristóteles dedica el Libro III de Ética a Nicómano a señalar bien estas diferencias entre un tipo de acciones y
otras. Todo esto es necesario para poder juzgar, para discernir lo que unos sujetos de la acción hacen a otros.
Otra cosa es el carácter que se va configurando a través de la repetición de un determinado comportamiento, a
través de la experiencia. La costumbre no quita la responsabilidad de la acción. Cada una de las acciones
pone en juego la libertad, la responsabilidad y la prudencia, y por tanto la imputabilidad de la acción y
la posibilidad de llegar al buen fin. Donde hay un carácter hay responsabilidad total. No entran en juego
sólo los hábitos sino la decisión.
• Obrar por ignorancia, supone un acto involuntario.
• Obrar con ignorancia supone un acto imputable porque yo soy responsable de mis pasiones. Esta
acción se considera voluntaria, porque, por ejemplo, aunque yo no supiera la consecuencia de lo hice
en estado de embriaguez, si soy responsable de ese estado, ya que en mi elección estaba el
embriagarme o no.
Esto sirve de aclaración para distinguir y ver la diferencia entre lo voluntario y lo involuntario. Cuando obro
con ignorancia yo mismo me arrebato las posibilidades o condiciones de obrar con conocimiento, yo solo me
coloco en ese lugar. En la justicia correctiva es donde Aristóteles lee lo ético a la luz de lo físico. Aquí, lo
mismo que en La Retórica, lo que tiene más en cuenta son las acciones respecto a los otros. El juez correctivo
desoye lo moral y se atiene a lo matemático, ve lo que sucede, no lo que había dentro del agente.
1.− AKOLASÍA. Sellar los accesos a la visión de lo bueno: el caso del licencioso y la ausencia de
arrepentimiento [EN, VII, 7]. Los progresos del vicio: el hombre de sangre fría y el cultivo de la diánoia
desconectada del buen carácter [EN, VII, 4]. La desorientación de la facultad de desear termina invalidando la
facultad de juzgar (ignorancia) [Física, VII, 3]. La relación del vicioso con la regla o la ley. El vicio y la
incontinencia pertenecen a distintos géneros: la posibilidad de la perversión de la boúlesis y de una voluntad
diabólica propia del vicio acabado [EE, II, 10, EN, V 11]. Las dificultades para pensar aristotélicamente en
una revolución interior o en un cambio del corazón. La ilusión óptica a la que está sometido el vicioso: estar
de acuerdo con lo que se hace, pero no con lo que se es [EN, III, 12, EN, V, 6]. Es imposible elegir hacerse
daño a sí mismo: el enigma del pusilánime, que brinda una magnífica ocasión para que comience a arraigar en
él el mal. [EN, IV, 3], y el absurdo de una prodigalidad que acabe destruyendo los medios de subsistencia del
agente [EN, IV, 1]. La ley castiga los males que hacemos a los demás, impidiendo que perjudiquemos a otros,
pero no puede modificar el ethos del licencioso o intemperado.
2.− ENKRATEIA. El dominio de sí del continente: cuando hacer lo que se quiere no es lo mismo que hacer
lo que se desea. La renovación en cada decisión del esfuerzo invertido en no dejarse vencer por el apetito
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irascible y el deseo pasional. [EN, II, 9]. La continencia y la vergüenza: ¿signos de lo que le falta a un carácter
para llegar a ser bueno [EN, IV, 9]. La preservación de la prudencia (phrónesis) por la continencia
(sophrosúne). [EN, VI, 5].
3.− AKRASÍA. La tragedia interior del incontinente: cuando la voluntad se hace sombra a sí misma. No hago
el bien que quiero, hago el mal que no quiero. La impotencia del logos ante los deseos. [EN, X, 9]. Traicionar
internamente lo que se considera bueno, dejándolo en el estado de lo virtual [EN, VII, 2, y VII, 3]. La
distancia entre lo bueno como prescripción y los bueno como elección intencional: la imposible ficción ética
[EN, VII, 3]. El incontinente, el continente y el vicioso [EN, VII, 8 y VII, 10].
4.− PHRÓNESIS. El florecimiento del templado o actuar de acuerdo con la virtud: El templado no se
contenta con obedecer a la regla [EE, 15], sino que la sigue con placer [EN, I, 13]. Llevar a cabo acciones
justas y morigeradas como las haría el justo y morigerado: la presencia de la recta intención [EN I, 8 y VI,
12]. Ir más allá del mero respeto a las leyes para inventar lo que hay que hacer para ser verdaderamente justo
y bueno [EN, V, 9 y II, 6]. La diferencia entre seguir los pasos necesarios para alcanzar un fin y seguir los
pasos como es debido para alcanzar un fin: prudencia y habilidad [EN, VI, 12].
Las pasiones, ¿son imputables o no?.
¿Qué es la justicia en Aristóteles?. En el libro V de Ética a Nicómaco habla de la justicia correctiva y de la
piedad que puede sentir el juez. En las acciones se puede trazar un esquema casi matemático. El juez debe
arbitrar una proporción de segmentos en base a una vuelta al origen, al momento en que la acción no había
tenido consecuencias, cuando la relación entre los individuos afectados estaba en equilibrio. La pregunta por
lo justo no tendría sentido sin una demanda mutua entre los individuos.
Justicia distributiva: proporción geométrica.
Está en relación con el mérito, supone la
propiedad de algo, distingue a lo que
proporcionan los ciudadanos.
Reciprocidad
(origen)
Justicia correctiva: proporción aritmética. El
juez de la corrección introduce una mirada
naturalista, se trata de leer lo que hacen los
hombres como si se tratara de movimientos físicos.
Justicia distributiva
Justicia política
Justicia correctiva
P. Aubenque aclara muchas dudas sobre este tema: cada constitución es buena para cada ciudad y en cada
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momento. En la ciudad por medio de la constitución (razón sin pasiones) se encuentra la solución para que el
gobierno no sea de uno aunque sea del excelente.
La deliberación popular será dirigida por las leyes. Así se construye el tejido civil. Se trata de demarcar el
lugar y el sentido de la ley. Aquí es donde se debe asentar la ciudad. La virtud que debe exigirse al ciudadano
es una opinión verdadera: un comportarse de acuerdo con el ethos de la ciudad. Esto está en relación con lo
que es la justicia.
En el Libro V también aparece un discurso en relación con la justicia política, sobre la equidad (juez
equitativo). La búsqueda de lo equitativo exige flexibilidad, exige introducir razones de los hombre y por ello
acudir también a las pasiones. Se trata de compaginar el rigor y la ternura. El juez intenta introducir la equidad
en el juicio y aquí aparece una regla indefinida.
Si la ley es excesivamente general, los decretos ocupan un puesto que debe ir ganando el juez equitativo. El
juez equitativo en La Retórica realiza una auténtica génesis de las acciones. Hay que acercar lo universal al
orden de las cosas.
En Maquiavelo no habrá distancia entre justicia y equidad. El mayor enemigo del príncipe será que algo se
escape de la ley y se sepa. La figura de la instancia decisoria, de la razón se manifiesta igual en las dos obras.
Lo que se intenta es ver la influencia de la pasiones en lo que hacemos. No es distinto lo que Aristóteles dice
en la Retórica y en Ética a Nicómaco.
En los siguientes textos, Aristóteles ofrece casos en los que las circunstancias influyen en el agente, según las
conozca o no. Las acciones que se escapan de nuestras manos son involuntarias. El límite está en el
conocimiento de sí mismo. El imposible que el sujeto no se conozca, sólo en el caso del pusilánime el sujeto
deja las acciones en mano de otro. Aristóteles busca una equidistancia entre la constitución de la ley y la
legalidad, en base a la razón.
La acción y el conocimiento de las circunstancias particulares.
Ahora bien, todas estas circunstancias (quien hace y qué y acerca de qué o en qué, a veces también con qué,
por ejemplo, con qué instrumento, y en vista de qué y cómo), a la vez, no podría ignorarlas nadie que no
estuviera loco, ni tampoco, evidentemente, quién es el agente: ¿cómo podría, en efecto, ignorarse a sí mismo?.
En cambio, podría ignorar lo que hace, y así quien dice que una cosa se le escapó en la conversación, o que no
sabía que era un secreto, como Esquilo los misterios, o que al querer mostrarlo se disparó, como el de la
catapulta. También podría creerse que el propio hijo es un enemigo, como Merope; o que tenía un botón la
lanza que no lo llevaba, o que una piedra corriente era piedra pómez, o dar una bebida a alguien para salvarlo
y matarlo, o herir a otro cuando quería tocarlo, como los que luchan a la distancia del brazo. Todas estas
cosas pueden ser, pues, objeto de ignorancia y constituyen las circunstancias de la acción; y del que
desconoce cualquiera de ellas se piensa que ha obrado involuntariamente, sobre todo si se trata de las
principales, y se consideran principales las circunstancias de la acción y su fin. Pero además aquél de
quien se dice que hecho algo involuntariamente en virtud de esta clase de ignorancia, tiene que sentir
pesar y arrepentimiento por su acción.
Siendo involuntario lo que se hace por fuerza y por ignorancia, podría creerse que lo voluntario es aquello
cuyo principio está en uno mismo (en autô) y que conoce las circunstancias concretas de la acción (EN, III,
1).
Pensamos que Pericles y los que son como él son prudentes porque pueden ver (theoreîn) lo que es bueno para
ellos y para los hombres, y pensamos que ésta es una cualidad propia de los administradores y políticos; de ahí
también que demos a la continencia el nombre de sophrosúne, porque salvaguarda (sózousan) la prudencia
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(phrónesis). [...] En efecto, los principios de la acción (archai tôn praktôn) son los fines por los cuales (tò
hoû éneka) se obra; pero el hombre corrompido por el placer o el dolor pierde la percepción clara del
principio, y ya no ve la necesidad de elegirlo todo y hacerlo todo con vistas a tal fin o por tal causa: el
vicio destruye el principio. (EN, VI, 5).
Ciertamente, si los razonamientos (hoi lógoi) bastaran para hacer buenos a los hombres, reportarían
justamente muchas grandes remuneraciones, como dice Teognis, y sería preciso procurárselos; pero de hecho,
si bien parece que tienen fuerza suficiente para exhortar y estimular a los jóvenes generosos y par infundir el
entusiasmo por la virtud en un carácter noble y verdaderamente amante de la bondad, resultan incapaces de
excitar a la bondad y a la nobleza al vulgo, que de un modo natural no obedece por pudor, sino por miedo, ni
se aparte de lo que es vil por vergüenza (aidós) sino por temor al castigo. [...] No es posible, o no es fácil,
desarraigar por la razón lo que de antiguo está arraigado en el carácter. (EN, X, 9).
Se podría preguntar cómo es posible que un hombre que juzgue rectamente se porte con incontinencia.
Algunos dicen que esto es imposible si se tiene conocimiento: sería absurdo, pensaba Sócrates, que existiendo
el conocimiento, alguna otra cosa lo dominara y arrastrara de acá para allá como a un esclavo. Sócrates, en
efecto, se oponía absolutamente a esta idea, sosteniendo que no hay incontinencia, porque nadie obra
contra lo mejor a sabiendas, sino por ignorancia. Ahora bien, esta manera de razonar está en
desacuerdo con lo que vemos claramente, y es preciso investigar acerca de esta afección, si es debida a
la ignorancia, de qué clase de ignorancia se trata. Porque es evidente que el que se conduce con
incontinencia, antes de ser dominado por la pasión, no cree que debe hacerlo. Hay quienes en parte
están de acuerdo con esa tesis y en parte no: conceden que nada tiene más fuerza que el conocimiento;
pero no conceden que ninguno obre contra lo que le parece mejor, y por esta razón dicen que el
incontinente, cuando es dominado por el placer, no tiene conocimiento, sino sólo opinión. (EN, VII, 2).
Además, el que actúa por convicción y persigue el placer deliberadamente podría parecer mejor que el que lo
hace no por razonamiento (logismón), sino por incontinencia; en efecto, sería más fácil de corregir porque
podría persuadírsele en el otro sentido. Pero al incontinente parece aplicársele el refrán en que decimos
cuando el agua nos atraganta, ¿con qué nos desatragantaremos?. Porque si hiciera por convicción lo que hace,
al ser convencido de lo contrario, dejaría de hacerlo; pero el hecho es que, convencido de otra cosa, no deja
por eso de hacer lo que hace. (EN, VII, 2).
En cuanto a que es una opinión verdadera (dóxa alethê) y no un conocimientos (epistéme) lo que contrarían al
conducirse incontinentemente, no hace diferencia alguna para nuestro argumento; en efecto, algunos de los
que sólo tienen opiniones, no por eso dudan, sino que creen saber rigurosamente. Por tanto, si es por darles
poco crédito por lo que los que tienen opiniones obran más contra su modo de pensar que los que tienen un
conocimiento, el conocimiento no se distinguirá en nada de la opinión, porque algunos dan tanta fe a lo que
opinan como otros a lo que saben; así lo pone de manifiesto Heráclito. Pero, puesto que empleamos la palabra
saber en dos sentidos (en efecto, tanto del que tiene el conocimiento pero no lo usa, como del que lo usa, se
dice que saben), habrá una diferencia entre el hacer lo que no se debe poseyendo el conocimiento, pero
sin tenerlo en cuenta, y teniéndolo en cuenta; esto último parece extraño, pero no el obrar mal sin tener
en cuenta el conocimiento. (EN, VII, 3).
Los hombres pueden tener conocimiento de un modo distinto de los ahora mencionados; en efecto, en el
tenerlo y no servirse de él vemos que la disposición puede ser diferente, hasta el punto de que es posible
tenerlo en cierto modo y no tenerlo, como ocurre al que duerme, al loco y el embriagado. [...] Los
incontinentes se encuentran en un caso semejante. El hecho de que se expresen en términos de
conocimiento, no indica nada, ya que incluso los que están dominados por esas pasiones repiten
argumentos y versos de Empédocles, y los que empiezan a aprender una ciencia ensartan frases de ella,
pero no la saben todavía, pues hay que asimilarla (sumphuênai) y esto requiere tiempo, de modo que
hemos de suponer que los incontinentes hablan en este caso como los actores en el teatro (EN, VII, 3).
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El incontinente es mejor que el licencioso y no es malo absolutamente hablando, puesto que en él se
salva lo mejor, el principio (he arché). Su contrario es un hombre diferente: el que se atiene a la recta
razón y no se pone fuera de sí (ekstatikos), al menos por causa de la pasión (EN, VII, 8).
Así el incontinente (akratés) se parece a una ciudad que decreta todo lo que se debe decretar y que tiene
buenas leyes, pero no hace ningún uso de ellas, como dijo sarcásticamente Anaxandrides:
Decretó la ciudad, que no hace ningún caso de las leyes
El malo es semejante, en cambio, a una ciudad que hace uso de las leyes, pero de leyes malas (poneroîs). (EN,
VII).
Manda el alma al cuerpo y obedece al punto; mándase el alma a sí misma y se resiste. Manda el alma que se
mueva la mano, y tanta es la prontitud, que apenas se distingue la acción del mandato; no obstante, el alma es
alma y la mano cuerpo. Manda el alma que quiera el alma y no siendo cosa distinta sí, no la obedece, sin
embargo. ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?
Manda, digo, que quiera −y no mandara si no quisiera−, y, no obstante, no hace lo que manda. Luego no
quiere totalmente (ex toto); luego tampoco manda toda ella; porque en tanto manda en cuanto quiere, y en
tanto no hace lo que manda en cuanto no quiere, porque la voluntad manda a la voluntad que sea, y no otra
sino ella misma. Luigo no manda toda ella; y ésta es la razón de que no haga lo que manda. Porque si fuese
plena, no mandaría que fuese, porque ya lo sería.
No hay, por tanto, monstruosidad en querer en parte y en parte no querer, sino cierta enfermedad del alma,
porque elevada por la verdad, no se levanta toda ella, oprimida por el peso de la costumbre. Hay, pues, en
ella dos voluntades, porque, no siendo una de ellas total, tiene la otra lo que falta a ésta (San Agustín,
Confesiones, VIII, 9, 21).
¿Por qué el alma no puede decidir?. Porque el alma no lo puede todo, el alma está enferma, dice San Agustín.
Está oprimida por el peso de la costumbre, por el peso de lo corporal. Las dos voluntades de las que habla será
lo mismo que dice Wittgenstein sobre los juegos del habla para cada praxis. El alma plena se quiere buena,
pero entonces sería una voluntad pensada como en Platón.
Problema del determinismo. Diferencia entre hábitos y acciones.
El lenguaje de los hábitos no es el mismo que el lenguaje de la acción. El lenguaje, aquí, se entiende como
temporalidad. Por hábitos se entiende continuas secuencias de acción.
El tiempo de la acción no apunta a ninguna continuidad, sólo coincide con el futuro en la ausencia de todo
aspecto. Sería una entelequia, una energeia, que es un fin en misma. En la acción hay una independencia que
no hay en el hábito. Tiene que haber una diferencia conceptual importante, dentro de la ética, para que yo
pueda nombrar una acción como justa. Lo justo no es un hábito. Con los hábitos cada nos hacemos más
impotentes de volver al principio, se han restringido las posibilidades de acción. De las acciones somos
responsables del principio al fin. Pero el principio no se encuentra en la infancia, la ética no es como una
manual pedagógico. El carácter no se puede formar así, el comienzo no es meramente genético sino
trascendental, es cuando deja de ser naturaleza y comienza la ética, aunque necesite su ayuda. El comienzo es
el momento en que somos conscientes de la acción que empieza.
Puede haber dotes naturales que acompañen o ayuden a aquello que hemos decidido por el logos. En todo
múthos hay una acción acabada y esforzada (spoudaios, areté con esfuerzo, la del hombre virtuoso), pero
luego veremos que esto es más bien una acción contenida, será la acción del hombre continente, más que la
del templado. Si se permanece en la incontinencia únicamente, no se es virtuoso. Si la prudencia acompaña
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a la conciencia podrá ver lo que dice el logos, y así no sería continencia.
En Aristóteles no hay un bien en sí, sino más bien, lo que encontramos es una especie de contrato, un
contrato con la virtud, que es lo que marca la excelencia en el campo de los hombres donde no se puede
apelar a la exactitud.
Lo que sí interviene es la representación de un ideal que marca un trayecto de imitación y eso revierte en
lo que podamos producir a través de las acciones.
En los textos del 14−11−02 habíamos visto los 4 tipos de elección: Akolasía, Enkrateia, Akrasía y
Phrónesis.
El hombre virtuoso supera el horizonte del continente. El hombre virtuoso se esfuerza en ser lo que es.
El pusilánime, en realidad, es vicioso porque cree que no merece nada, que no es nada. El hombre tiene
que luchar por desplegar todas sus posibilidades. Esta visión es difícil de conciliar con una lectura
cristiana. En el capítulo 8 del Libro IX de Ética a Nicómaco, Aristóteles dice que el hombre se pone en
camino a la nobleza cuando ama lo mejor que hay en sí mismo. La parte suprema es la mente, el nous, la
inteligencia. Si con nuestras acciones defendemos esa dimensión, nos convertimos en hombres virtuosos. Los
virtuosos se aman más de lo que se pueda amar el continente. En el continente hay algo que no está ajustado a
la virtud y por eso siempre se encuentra en una lucha continua.
Para que la acción tenga sentido hay que reconducir la energeia al ethos, pero lo que no está tan claro es que
porque se produzca el ethos, pueda haber una acción. En la acción está en juego, en cada momento, aquello
que representamos. La elección intencional es lo que representa la acción, no basta con el ethos, con el
carácter, con la forja de un carácter. Se trata de convertir el fin bueno en la espontaneidad que lo mueve y por
eso ya no se puede plantear la continencia.
El vicioso conoce el bien pero se aleja de él. La acción realmente virtuosa no puede ser sólo imitativa, sí lo
que sería como un producto técnico. El hombre virtuoso es el que actúa como hacen los hombres virtuosos y
morigerados. En el capítulo 12, dice Aristóteles, que de algunos que hacen lo justo no por eso decimos que
sean justos. Lo que tiene que estar presente en lo virtuoso es la elección intencional (prohaíresis). Esto es lo
que no se puede intercambiar entre unos hombres y otros. Esta es la diferencia con la imitación.
Ética a Nicómaco. Esquema del hábito y la acción. Energeia como expresión de la praxis. El tiempo como
duración y como acto. El hábito no sentencia la acción, la acción deliberativa.
Aristóteles justifica esta distinción diciendo que hábito puede no desplegar, no puede actualizar ningún bien.
Podemos desear el bien y no por ello tiene que producirse algo bueno. Sin embargo, con la acción, con la
energeia, el bien sí fructifica. La acción bien intencionada será un bien desplegado, un bien producido. Las
cosas buenas sólo las alcanzan los que actúan certeramente. Un buen número de hábitos no tienen por qué
conducir a la praxis buena. La vida del hombre atemperado no es la del continente, el atemperado no tiene
desajuste entre el deseo de lo bueno y la acción buena.
Continente / sphrosine
(nuestros deseos están contenidos)
Templado Vicioso: oculta
Temperante la mirada del buen
fin, pervierte la
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mirada. Akolasía
Incontinencia /akrasía
(No se puede contener) Este es el
gran abismo entre la deliberación y la acción.
El vicioso pervierte la inteligencia. No se puede amar a sí mismo. Por ejemplo, un individuo tan
excesivamente liberal, generoso, pone en peligro sus propios bienes. No reconoce buenos fines porque pone
en peligro incluso la vida de las cosas, las desgasta.
La contrapartida es el hombre spoudarios (el hombre dotado de virtud); es el hombre que no ama sólo los
placeres, está enamorado de lo mejor de sí mismo, de lo divino. Este hombre encuentra placer en la
contemplación misma de lo que hay en él, en lo que se podría llamar la inteligencia.
En el hombre noble está unido aquello que tiene el hombre dotado de virtud y el actuar virtuosamente. La
modificación que lleva a cabo el hombre noble nos recuerda un criterio de lo bello pero en este mundo.
Produce el mayor bien práctico, en cada momento, no es como el prudente, cuyo referente de la inteligencia
no es el extremo de un fin último. La prudencia no es una ciencia, es el saber que ocupa la indeterminación
que queda en la naturaleza.
Según los textos vistos el 14−11−02, si todo el peso de las buenas acciones quedara en manos de los logoi se
obtendrían grandes beneficios, pero Aristóteles desconfía de esta tesis. No se puede enmendar por logoi el
hábito adquirido durante mucho tiempo, los logoi no pueden modificar el ethos del individuo. Puede
modificar, en todo caso, su forma de actuar. Una vez que las consecuencias de la acción se ha producido
somos responsables de ellas. La tragedia del incontinente es que no puede actuar con arreglo a sus deseos.
El razonamiento no puede modificar el ethos del vicioso ni el del incontinente. Se podría preguntar cómo es
posible que un hombre que juzgue rectamente se porte con incontinencia. Si la deliberación de verdad es
deliberación debemos conocer el fin. Sócrates se opone a la incontinencia, decía que nadie obra contra lo
mejor a sabiendas, sino por ignorancia. Pero Aristóteles sigue su método, quiere partir de los hechos. Se
puede tener una buena inteligencia práctica y no pasar, sin embargo, a la energeia, a la praxis. El incontinente
no puede decir nunca que quiera hacer lo que está haciendo. Su acción no tiene nada que ver con su
deliberación. Hay un desajuste entre la intención y lo que se hace.
San Agustín lo reconoce como una enfermedad de la voluntad. Hay un abismo entre los usos del lenguaje y la
experiencia de la voluntad, dice Wittgenstein. Aristóteles evidencia la acción que está detrás de nuestras
acciones. La acción efectiva es lo que lo evidencia.
El vicioso obra según su elección, pero el incontinente obra en contra de su elección. Para Aristóteles no
importa que esto se llame opinión y no inteligencia, la cuestión es que lo que se hace muestra, evidencia
lo que hay detrás.
El vicioso podría parecer mejor que el incontinente, en el sentido de que podría parecernos más natural su
acción, que el hecho de que la acción esté en contra del deseo, en contra de la propia elección. Parece que al
vicioso se le podría persuadir de que no se guiara por fines malos. En el incontinente no se puede utilizar el
arma de la inteligencia porque esto es precisamente lo que ha desacreditado precisamente con su propio
comportamiento. No hay forma de rehabilitar a esta figura de la acción, el incontinente no puede ser
rehabilitado por medio del razonamiento. Cuando no es posible señalar los principios que han llevado a la
decisión, se evidencia que sólo se puede aparecer como un ser que piensa ex principiis, pero que sólo tiene un
saber histórico. A esto es a lo que parece que nos remite la figura del incontinente. Habría un parentesco con
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la figura del pusilánime, que es aquél que no asume lo que le corresponde por lo que es.
Sin embargo, en el incontinente se salva el principio de la acción, pero no en el vicioso, lo que sucede es
que ese principio no conduce a nada, pro eso en su observación sólo se puede concluir que no ha
efectuado una verdadera deliberación.
El que concilia la recta razón y sus pasiones, el que tiene un buen deseo, es el que tiene la virtud moral,
que da lugar a efectivas acciones. Esto es lo que permite medir lo que le falta al incontinente.
Textos del 29−11−02: Textos acerca de la teoría aristotélica de la acción.
Definiciones de la proaíresis (la elección).
Primera:
Es, por tanto, la virtud (hê areté) una disposición que concierne a la elección (héxis proairetiké) que consiste
en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón (lógoi) y por aquella por la cual decidiría el
hombre prudente (EN, II).
Tendríamos como origen la definición de virtud como elección, no como hábito. Es un deseo deliberado,
es la volición racional por lo tanto. Es el producto medio entre la virtud natural y la virtud ética =
visión recta del fin. La elección requiere virtud ética, prudencia y razón. La razón tiene que coincidir
con el deseo. Esto no lo puede producir el continente. El continente tiene dificultades para hacer coincidir las
dos cosas. El hombre bueno capaz de hacer de su vida una obra de arte, tiene que superar la mera continencia,
será más bien un presupuesto de la prudencia. En el geómetra no importa, no afecta esta conexión, pero al
hombre que reflexiona sí le afecta. La continencia salvaría el mismo ejercicio de la prudencia.
El la proairesis hay una deliberación que se plasma en el ejercicio, entran en juego las consecuencias de la
acción, no es una reflexión que haga imposible su comprobación, si no hay comprobación, no hay elección.
Si la deliberación que acompaña a la elección es una reflexión práctica nos indicará el primer paso en
nuestro ejercicio. No puede haber elección sin deliberación práctica.
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