CINE Un reencuentro Herbert Marshall JULIÁN MARÍAS* A fines de 1930, en plena adolescencia, una desgracia familiar, que me afectó profundamente, me tuvo apartado mucho tiempo del cine. Hasta entonces, el cine había sido casi exclusivamente mudo. Ellsonoro comienza en 1929, y no sé si se había introducido en España. Desde muy niño había visto con placer películas: de aventuras, del Oeste, históricas —recuerdo La dama de Monsoreau, basada en una novela de Dumas—, comedias. No demasiadas, porque entonces los placeres no eran frecuentes, se espaciaban bastante, lo cual tenía la ventaja —de la que no no's dábamos cuenta— de que se intensificaban la expectación y la ilusión. En 1932, ya en la universidad, sentí deseo de volver al cine. En el Capítol —estoy casi seguro— fui a ver de nuevo una película: Un ladrón en la alcoba. Descubrí una serie de excelencias. Yo no sabía entonces quién era Ernst Lu-bistch —por aquella época no se pensaba mucho en el director—, pero me entusiasmó su talento. Y los actores: Herbert Marshall y dos mujeres, una rubia y otra morena: Miriam Hopkins y Kay Francis. Sobre todo, el cine se había transformado: el sonido, la palabra, el diálogo que no había que leer en esquemática abreviatura. Seguía siendo una operación si* Valladolid, 1914. De la í.eal Academia Española, diembro del Colegio Libre le Eméritos. lenciosa; mucho después definí el cine como «un dedo que señala»; lo que pasa es que desde entonces la realidad señalada, mostrada, es sonora. Esto es precisamente lo que el cine reciente tiende a olvidar: el abuso del ruido es con frecuencia abrumador, y no deja ver. Especialmente al comienzo, casi todas las películas actuales son ensordecedoras; algunas se calman luego; otras siguen acosando al espectador con ruidos y sonidos, música excesiva y a veces inoportuna, gritos, explosiones. El abuso de los recursos es uno de los mayores peligros que acechan a los hombres. Pero la incorporación del sonido a las películas era maravillosa, como lo fue después el color. Nunca he estado de acuerdo con ciertos «puristas» del cine, que abominan del color y del sonido,, que añoran las películas mudas en blanco y negro. Podían ser deliciosas, pero sonido y color aumentan las posibilidades de perfección. Se puede hacer una prueba sencillísima: cuando se va a ver una película en blanco y negro, conviene saberlo de antemano. El ánimo se dispone a ese tipo de percepción y goza plenamente de la película; si se espera que sea en color, como hoy es normal, y se encuentra que es en blanco y negro, el primer movimiento es de decepción, y cuesta algún tiempo «aclimatarse», aceptar que falte lo que se esperaba; sólo entonces se puede gozar plenamente de la película, en la instalación adecuada. Un ladrón en la alcoba revalidó mi interrumpido entusiasmo por el cine. Por eso le tengo gratitud. Ahora he vuelto a verla, al cabo de medio siglo muy corrido. La recordaba, salvo detalles, extrañamente bien. Conviene preguntarse qué recordaba tras tan largo tiempo. El ambiente, por supuesto; quiero decir la tonalidad cinematográfica, el supuesto general de la historia, el sistema de las expectativas, el ritmo de la narración; eso es lo que he reconocido inmediatamente, con plena fidelidad a lo que guardaba en la memoria. Los tres personajes principales, el humor de Herbert Marshall, su corrección sin falla, su sobria emoción; la diferente belleza de Miriam Hopkins, flexible, ligera, y de Kay Francis, con mayor elegancia, sensualidad y dramatismo. Y el ingenio, el prodigioso ajuste de todo lo que acontece en la pantalla. Y algo nuevo, que se agregaba al placer de antaño: las voces de los actores en su inglés original, la constante inventiva de un diálogo en que ni sobra ni falta una palabra. Trouble in Paradise, título de Un ladrón en la alcoba, es una película perfecta. No creo que se le pueda reprochar nada. Es una historia de ladrones refinados, educadísimos, que hacen alarde de destreza y cortesía, a partes iguales. Esto obliga a Lubistch a derrochar esas dos cualidades: las situaciones se encadenan con rigor, sorpresa, ironía; la cortesía del director consiste muy principalmente en su sobriedad; no insiste, no recarga, no repite, no aprovecha nada para fines secundarios, de menos pureza cinematográfica. Si se examinaran unas cuantas buenas películas comparándolas con ésta, en la mayoría de los casos se advertiría cierta falta de primor, de esmero, una inercia contraria a la invención que sigue adelante, con pie ligero. El resultado se puede resumir en una sola palabra: elegancia —en el sentido en que se dice qué es elegante la demostración de un teorema matemático—. Pero Un ladrón en la alcoba no es tampoco un «ejercicio» de habilidad, una simple muestra de excelente oficio. No es una película «deshumanizada», reducida a estilo e ingenio. Es una historia de amor. Con alguna ironía, sin perder el elemento de juego que el amor casi siempre tiene, con un propósito de evitar el dramatismo, con deliberada elusión de la sensualidad, Trouble in Paradise presenta sin duda una variedad peculiar de amor, que admite tantas, que no se agota en unas pocas formas. Pero de amor se trata, inconfundiblemente, y es lo que hace que la historia interese, porque es verdaderamente personal. Sobre un fondo de personajes secundarios llenos de acierto, tratados con el mismo esmero, los tres protagonistas son tres personas por las cuales sentimos simpatía, estimación, amistad. Su destino nos preocupa; nos preguntamos por el desenlace de la comedia: sea el que sea, no podrá ser del todo un happy end, y en ello reside el elemento dramático de historia tan divertida y deleitosa. Cuando llega el final, hay una sombra de melancolía; y la recubre el goce estético de una obra perfecta, fiel a lo que internamente exige, a lo que tenía que ser. «El tesoro de Sierra Madre.» En los antípodas de Un ladrón en la alcoba está otra vieja película —no tan vieja, solamente de 1953— que también vi en su fecha: El tesoro de Sierra Madre, dirigida por John Huston. Ni Ve-necia, ni París, ni palacios, ni salones, ni restaurantes; ni pieles ni sedas ni joyas. Una ciudad decrépita de México, un vagabundo americano —Humphrey Bo-gart— que pide un dólar a los compatriotas que encuentra (y a veces se equivoca y lo pide por segunda vez al mismo); una contrata engañosa que ¡lleva a una brutal pelea. Al final, y con ello la película entra en su verdadero contenido, tres hombres desastrados, sin un céntimo, se adentran por las tierras escarpadas de Sierra Madre, en busca de un poco de oro que los saque de la pobreza. El más experto es un viejo irónico y con buen humor —Walter Huston, padre del famoso director—; otro es joven, bastante jovial; Humphrey Bogart, malhumorado, nervioso, inquieto, pronto a la exasperación, desconfiado, está siempre en la frontera de la anormalidad. Luego se agrega al grupo, casi por la fuerza, otro americano: que quiere participar en la busca del oro. Su pre- sencia deja entrever un fondo de familia lejana, una mujer hermosa, unos hijos, un huerto cultivado. Después, penalidades, riesgos, violencia, bandidos, muerte. Las aventuras de un puñado de hombres solitarios, en un contorno hostil y lleno de peligros. Al final, una fina bifurcación de personalidades: Humprhey Bogart en una exaltación hostil que lo lleva a la locura; el viejo y simpático Walter Huston, lleno de calma, que salva la vida de un chiquillo indio y recibe el premio de todo el pueblo elemental y bondadoso. El tercero, con un horizonte de esperanza hacia la posible herencia humana del compañero muerto. Esta dos antiguas películas, tan distintas, tienen algunos rasgos comunes. Sobre todo, su sencillez, su economía de escenarios, personajes, complicaciones arguméntales. Son claras, inteligibles, transparentes. No dan la impresión, tan frecuente en el cine de hoy, de querer «justificarse» con despliegues y alardes. Con algún talento basta. Y, aunque este aspecto sea secundario, no parece que este cine fuese demasiado caro. Sería interesante comparar el presupuesto de estas películas, como de tantas comedias o westerns de hace treinta a cincuenta años, con el de las de los últimos años. En el cine, como en la cultura, como en tantas cosas, la creencia dominante es que todo depende del dinero invertido, y que con ello basta. Nunca lo he creído. Y no sería excesivo poner en paralelo el ascenso incontenible de los gastos y el descenso* inquietante de la calidad.