Num089 004

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Una hora crucial (¿una
más?) para la justicia
esde que las ideas nutricias del Estado de Derecho
han plasmado en normas positivas, con el riesgo
dé anquilosis que conlleva toda codificación de las
ideas, la formulación de la justicia se ha mantenido
constante hasta nuestros días: los jueces juzgan
conformé a las leyes los conflictos que los ciudadanos les
presentan y, una vez emitido el juicio, hacen que se cumpla. La
persistencia de la fórmula no puede ocultar por más tiempo la
profunda transformación que casi todos sus términos han
experimentado en la sustancia. Sin pretensión de bajar a esa
profundidad, voy a limitarme a mostrar los vestigios que me
parecen evidentes de esa transformación.
1. De entrada, la Ley, como ordenación imperativa de una
determinada materia de dimensión social y con vocación de
permanencia, ha sido sustituida por el ordenamiento jurídico, una
ordenación también (como lo hace patente el nombre), pero en la
que aparecen bien trabadas todas las materias reguladas según unos
principios o unos valores superiores que vertebran la comunidad y
proyectan o le permiten proyectar su futuro. A ello responden las
Constituciones —escritas o no— y, por su lógica insuficiencia si son
escritas, las super constituciones que recogen al desnudo aquellos
principios y valores; en suma, aquello en que la comunidad cree y
aquello que le permite esperar. Los jueces juzgan según el
ordenamiento jurídico; a ello responde el art. 9.1 de la
Constitución. No hay duda de que "el imperio de la ley" al que
únicamente quedan sujetos los jueces según el art. 117.1,
comprende "la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico" y
así lo explícita el art. 1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. La
íntima conexión que debía existir entre las nor mas positivas y su
referencia a las constitucionales y a los principios que inspiran a éstas,
hace, casi siempre, ardua la exégesis que el juez debe llevar a cabo,
D
FEDERICO CARLOS
SAINZ DE ROBLES
«A menudo se olvida que
el juez es el garante
primario y primero de la
Constitución.
La exégesis, sin embargo,
es una tarea estrictamente
personal.»
de un lado, para seleccionar las leyes que ha de aplicar al caso
debatido y, de otro lado, para encontrar su recto sentido en el
conjunto del ordenamiento. A menudo se olvida que el juez es el
garante primario y primero de la Constitución. La exégesis, sin
embargo, es una tarea estrictamente personal. Ruego que, por
ahora, se retenga este dato. Tampoco ha pasado inadvertido el
incremento vertiginoso de normas positivas con las que el juez ha
de contar. No sólo han de tenerse en cuenta las que, en uso de su
poder reglamentario, elabora el poder ejecutivo (éste con profusión
incontenible, voraz, preso de una verdadera normo-rrea): también
las producidas en el seno de los ordenamientos supranacionales,
singularmente, el de la Unión Europea en cuanto es normativa
interna y prevalente, confiada a la salvaguardia, también primaria y
primera, del juez.
La labor de seleccionar la norma aplicable y de encontrarle sentido
en el conjunto del ordenamiento se complica y se personaliza más
aún. Esto, por ahora, en cuanto a las leyes. Es decir, en cuanto a lo
que el pensamiento tradicional sobre la función jurisdiccional
denominaba al elaboración de la "premisa mayor" del silogismo
judicial
2. La mutación atañe también al juicio. La equivalencia entre juicio
y sentencia se ha roto y, además, muestra descarnadamente las
consecuencias de la rotura. Son las más patentes las que se manifiestan el el proceso penal; y también las más incisivas. Es casi un
lugar común entre los profesionales del Derecho señalar los gravísimos efectos, a veces irrestañables, que causa una prisión provisional.
Entre los profesionales, y no digamos entre los sujetos a ella. Pero, no
sólo se comprueban el el proceso penal. La extensión que puede
soportar este trabajo me obliga a indicar simplemente el impacto
que en todo proceso tienen las medidas cautelares, adoptadas antes
de la sentencia, y las ejecuciones provisionales de sentencias no
firmes.
El acento se ha desplazado desde la sentencia hacia el proceso que la
precede. La cuestión se ha convertido de aguda en grave, sin
concesión ninguna a la metáfora gramatical. La sentencia continúa
siendo la culminación de la tarea judicial, el acto que define y precisa
el alcance de la norma aplicable al conflicto, colma su sentido
"secundum litem" y, de esta manera, se integra y reincorpora al
ordenamiento, enriqueciéndolo o empobreciéndolo.
Pero resulta que si el ciudadano tiene derecho a una sentencia justa,
a una solución del litigio que ha presentado al juez conforme a
justicia, esta referencia última es, en última instancia, inaccesible o,
mejor, inverificable, puesto que el error es consustancial a toda
actividad humana y la del juez lo es y en grado sumo.
Lo que en cambio sí es comprobable, fiscalizable y susceptible de
generar responsabilidad es el camino que conduce a la sentencia, el
«El
acento
se
ha
desplazado
desde
la
sentencia hacia el proceso
que la precede. La
cuestión se ha convertido
de aguda en grave, sin
concesión ninguna a la
metáfora gramatical.»
proceso que debe precederla necesariamente. La igualdad de las
partes, la contradicción entre ellas y el despliegue pleno de su
derecho a la defensa deben quedar garantizadas; y la infracción de
las garantías, sancionada y corregida.
De este modo, es inevitable desde su misma formulación que el
derecho fundamental de todos a la plena tutela judicial de sus
intereses legítimos se definiera como el derecho a un proceso
debido. Que, naturalmente, y para serlo, ha de terminar en una
sentencia que se pronuncie, salvo impedimentos graves, objetivos
y previamente establecidos, sobre el fondo del litigio. La justicia
material de la resolución queda como anticipé, fuera de toda
posibilidad de garantía. Los recursos, la influencia que pueda
alcanzar sobre el juez la jurisprudencia en sentido amplio (doctrina
científica y doctrina legal del Tribunal Supremo) son más cuestión
de "auctoritas" que de "potestas"; el correcto desarrollo del proceso
puede ofrecer al juez un material de hecho depurado y unas
pruebas convincentes. Nada más, y nada menos, añado, cuando se
contrasta la sentencia con las aspiraciones a la justicia de los litigantes que, humanamente, la identifican con su pretensión. Esta
paradoja de que el derecho de todo ciudadano a la justicia esté
condenado más que a la insatisfacción —ya que en muchas ocasiones es, verdaderamente, satisfecho— a la indefinición, es, quizá,
contemporánea del primer sistema político que reservó al poder
público la administración de justicia, sustrayéndola a la venganza
privada. Y, desde luego, la paradoja —si lo es— precede con
mucho a la instauración del Estado de Derecho. El valor que ha
primado, bajo la apariencia de las proclamaciones solemnes, es
la paz y no la justicia. En este sentido, sí podría hablarse de
paradoja, en sentido literal, puesto que estamos fuera o al margen de la
doctrina proclamada.
Pero era necesario que las exigencias e implicaciones del Estado de
Derecho no llegaran al ápice de su expresión normativa para que
esta paradoja se desvelará completamente y apareciera con toda
crudeza. El desvelamiento total de Salomé propició, en días en que
el poder era omnímodo, la cabeza del Bautista como secuela lógica
del ejercicio de aquel poder. La doctrina del Tribunal Constitucional,
avanzando desde su formulación inicial del derecho a la justicia,
como derecho a obtener una sentencia sobre el fondo, a fórmulas
más profundas como las de obtener una sentencia fundada en Derecho
y, más arriesgadamente, a conseguirla según normas adecuadamente
interpretadas que excluyan toda arbitrariedad, no ha hecho progresar
mucho la presentación de la paradoja, porque es patente que el
Tribunal Constitucional también puede equivocarse en el pronunciamiento material sobre la justicia.
«Sin ninguna razón de
pesó, el cumplimiento de
las penas y el de las
sentencias condenatorias
de la Administración han
quedado sustraídos al juez
y, lo que es más
significativo,
siguen
sustrayéndosele en los
aspectos fundamentales
para el derecho del
interesado, proclamado y
definido ya como tal.»
La revelación debe ser acogida con satisfacción, como siempre que la
realidad se nos presenta con perfiles auténticos. Pero no basta con
formularla. Hay que agotarla.
Y el primer aspecto en que debe ser acogida sin reservas mentales es
también muy primario y elemental: lo que el juez ha decidido debe
cumplirse.
3. Aquí se percibe un nuevo aspecto de la transformación. Por una
parte, la obligación, para todos, de cumplir las resoluciones judiciales
se ha elevado a rango constitucional; por otra, cada vez es más
frecuente la queja —en ocasiones, el clamor— por el incumplimiento
de las sentencias judiciales. Bastará con remitirse a las sucesivas
Memorias del Defensor del Pueblo por lo que toca a las sentencias
condenatorias de la Administración.
El cumplimiento de las sentencias es una institución netamente
procesal, incardinada de plano en el poder judicial, según el art.
117.3 de la Constitución, y desarrollada mediante lo que la doctrina
no ha titubeado en definir como proceso de ejecución.
Sin ninguna razón de peso, el cumplimiento de las penas y el de las
sentencias condenatorias de la Administración han quedado
sustraídos al juez y, lo que es más significativo, siguen
sustrayéndosele en los aspectos fundamentales para el derecho del
interesado, proclamado y definido ya como tal.
Por estos entresijos se ha instalado en el sentir social una doble
convicción: de una parte, que el ciudadano pone el acento más en la
ejecución de la sentencia que en la sentencia misma; de otra, que el
hecho de haberse dictado una resolución judicial no representa ni
mucho menos el fin del litigio y, lo que es más inadmisible, que quien
lo ha perdido cuente todavía con un amplio y elástico margen de
maniobra.
4. También se han transformado los perfiles del litigio. En primer
lugar, cuantitativamente. Es lógico que sociedades desarrolladas
produzcan más conflictos. Si estas sociedades están, además,
menesterosas de valores —y de cualquier jerarquía entre ellos— que
puedan proporcionarles cuando menos estabilidad, es también
natural que las zonas de controversia se multipliquen.
De otra parte, la culminación del Estado de Derecho y la reserva por
él y para él de la administración de justicia, tenía necesariamente
que desembocar en la clausula general de tutela judicial que ha
quedado recogida en el art. 24.1 de la Constitución, que voy a tratar
de exponer en la forma más comprensible: nadie, ni siquiera el
legislador ordinario, puede impedir a nadie que plantee a un juez la
protección de sus derechos e intereses legítimos. Ninguna instancia de
este tenor puede ser obstaculizada. Por tanto, no hay conflicto que
no cuente con un juez para resolverlo. Para, a la vez, el rico y
confuso tapiz que teje, a veces con ahínco de Penélope, nuestra
desorientada sociedad, suscita controversias que no pueden ser
«Por muchas vueltas que
se le dé, la eficacia de la
justicia radica en esa
restauración del Derecho,
es decir, en hacer que
salga victorioso, a la
postre,
de
cualquier
acción ilícita.»
resueltas por un juez. No en el sentido de que el juez no pueda
producir una sentencia sobre el concreto punto de fricción que se le
presente, sino en el de que la sentencia no resolverá ni acallará —
hasta la paz perpetua— la cuestión que, por el fondo, remueve
una y otra vez las contiendas. Ese fondo es, por definición
institucional, inaccesible al juez.
Propongo a la meditación tres supuestos que están en la mente de
todos.
Las discusiones que cotidianamente se suscitan en actos concretos
de los partidos políticos pueden, evidentemente, ser resueltos por el
juez. Quien, para hacerlo, cuenta, además de con el "totum" del
ordenamiento jurídico, con las normas estatutarias de los propios
partidos. Pero, evidentemente, el juez no zanjará jamás la crisis
interna del partido que, de modo inevitable, provocó aquellos
litigios, y provocará otros nuevos.
El terrorista sólo puede ser apartado de la escena social mediante la
sentencia judicial que precisa el tiempo de apartamiento y que, en mi
entender, debía definir también el cómo. Pero, sin lugar a dudas, el
juez no puede erradicar el terrorismo.
El tercer supuesto es de índole muy similar a ésta; me refiero al
narcotráfico y, adherido a éste, por qué no, al fenómeno general de
inseguridad ciudadana. Precisando los matices, podría admitirse, en
teoría, que sentencias ejemplares pudieran disuadir de infracciones
futuras. Todos sabemos que no es así. Lo implica un grave déficit de
previsión legislativa y también social, cuya cobertura no está al
alcance del juez.
A esto ha de agregarse que, en otras esferas, como la económica,
tanto en el aspecto penal como en el estrictamente privado, los
conflictos no sólo han proliferado hasta extremos casi
inverificables —aspecto otra vez cuantitativo— sino que han
cambiado de fisonomía —aspecto cualitativo—. Si el defectuoso
tratamiento penal de la delincuencia económica, sobre todo en sus
formas más sutiles y sofisticadas, es un hecho generalmente
reconocido y una preocupación, serie o farisaica, de todos, no
ocurre lo mismo a la hora de replantear el ordenamiento mercantil
que permite la formación y producción de conductas irregulares,
contra las cuales toda represión resulta tardía e ineficaz.
Esta mutación fenomenológica, junto con el incremento vertiginoso de
las controversias e infracciones, produce por lo pronto la
frustración de una de las facetas más importantes, si no la más, de la
función judicial: restituir la situación quebrantada por la infracción a
sus perfiles primitivos —como si la infracción no hubiera
existido—; de esa "restitutio in integrum" la reparación y la
indemnización son aspectos subsidiarios, correctores. Por muchas
vueltas que se le dé, la eficacia de la justicia radica en esa restauración
«El juez sigue siendo un
funcionario del Estado,
altamente cualificado por
sus
conocimientos
jurídicos y por una
exigencia ética que se
especifica en dos campos:
el de la independencia
estatutaria y el de la
imparcialidad.»
del Derecho, es decir, en hacer que salga victorioso, a la postre, de
cualquier acción ilícita.
5. Esta apresurada revista a la enjundia real, rabiosamente actual,
de los distintos componentes de la más que tradicional definición de
la justicia (o, según las distintas Constituciones, "administración de
Justicia" o "Poder Judicial") habrá servido cuando menos, así lo
espero, para preparar la atención sobre el último —y principal— de
aquellos ingredientes: el juez. El juez sigue siendo un funcionario del
Estado, altamente cualificado por sus conocimientos jurídicos y por
una exigencia ética que se especifica en dos campos: el de la
independencia estatutaria y el de la imparcialidad (este último
referida a las partes que intervienen en cada litigio). Y, por
descontado, responsable por el ejercicio de su función. La
independencia estatutaria se garantiza mediante la sustracción al poder
ejecutivo de los instrumentos directos o indirectos que puedan
utilizarse para ejercer cualquier clase de presión. En concreto, ios
instrumentos que regulan la carrera funcionarial del juez y los que
permiten ejercer la potestad disciplinaria sobre él.
La imparcialidad se confía, de un lado, a la apreciación del propio
juez sobre su posible incompatibilidad para actuar en un litigio
determinado; de otro, a las partes que intervienen en éste para que,
justificadamente, puedan rechazar la presencia de ese juez en el litigio
que las enfrenta.
En este segundo aspecto, no hay ninguna novedad: las técnicas de
las más que centenarias leyes procesales sobre abstención del juez y
recusación de las partes, siguen tal como estaban. En el primero, hay
novedades relativas: el estatuto del juez ha pasado del Ministerio de
Justicia al Consejo General del Poder Judicial. Pero de acuerdo con
esa clausula general de protección judicial de todo derecho o
interés legítimo, viene a resultar que los actos del Consejo puede
residenciarlos el juez interesado ante otro juez. Esta es la respuesta
que, hasta el momento, ha dado el legislador a los problemas que
tiene planteados la justicia y de los que acabo de dar somera
cuenta. ¿Insuficientes?. Desde luego. ¿Inadecuados?: hay
motivos para sospechar que lo son y en grado sumo.
6. Las exigencias sociales hacia la justicia son, formalmente, las mismas
de siempre: celeridad, eficacia y seguridad. Sustancialmente, estas
exigencias albergan, de una parte, una instancia de auténtico apremio;
de otra, expresan una necesidad. Veámoslas con algún detenimiento.
La justicia requiere un tiempo, al que responde la ordenación —
esencialmente temporal— del proceso antecedente. El lapso
necesario entre la presentación del conflicto y su resolución viene
exigido por la imparcialidad del juez y por las garantías, singularmente
la de defensa, de las partes. De esa duración no puede prescindirse.
Cabe sin embargo inquirir si la organización del proceso es adecuada
y responde con realismo a la aproximación , también temporal, que
«La
seguridad,
sin
embargo, está en tensión
permanente
con
la
independencia de cada
juez, sólo sujeto al
ordenamiento jurídico y
no a las decisiones de otro
juez, aun cuando sea el
supremo.»
proporcionan los medios de comunicación disponibles. La
inquisición daría una respuesta negativa, con sólo pensar que el
torso esencial de la ordenación data de fines de siglo XIX. La eficacia
se traduce hoy en descarnada ya agria solucitud de que se cumpla
plenamente lo decidido por el juez, sin dilaciones que ya no exige la
elucidación de la controversia, puesto que el juicio se ha
pronunciado ya. Esto impondría, ante todo, dar consistencia
normativa —y también organizativa— al mandato del artículo 118
de la Constitución. En síntesis, poner en mano de los órganos
judiciales los medios materiales y procesales precisos para imponer
por autoridad propia, reforzada "in casu" por la sentencia, la
transformación de la realidad que ella impone para restaurar el
derecho violado. Entre estos medios cuenta, y de modo primordial
y urgente, el de sustraer a otros poderes y organizaciones la
efectividad de lo dispuesto por el juez. Más arriba me refería al
cumplimiento de las sentencias contra la Administración (y, por
inconcebible paradoja, también, en algunas ocasiones, las favorables
a ella) y a la ejecución de las sentencias penales privativas de
libertad. Estas competencias administrativas no cuentan con ninguna
base constitucional. Y aquí es necesario dar carta de naturaleza a una
auténtica policía judicial.
La seguridad, que descansa en una razonable confianza en el
contenido de las resoluciones judiciales, según lo que promete el
ordenamiento jurídico y lo que cabe esperar de otras resoluciones
precedentes, no sólo constituye un valor exigible a la justicia, sino
que puede servir de disuasión de emprender conflictos cuyo
desenlace puede preverse. La seguridad, sin embargo, está en
tensión permanente con la independencia de cada juez, sólo sujeto al
ordenamiento jurídico y no a las decisiones de otro juez, aun cuando
sea el supremo; y genera, además, el riesgo de anquilosamiento de la
jurisprudencia y, a través de él, el de la justicia. La tensión y el
riesgo, sin embargo, han de ser afrontados con decisión. Para lo cual,
no hay más remedio que definir la función de Tribunal Supremo en
orden a garantizar la validez —íntegra—del ordenamiento jurídico, de
permitir su evolución natural y de dejar a salvo, a pesar de ambas
cosas, la independencia de cada juez. En la definición de esta
función se encuentra también la clave de una asequible armonía
entre la justicia material, la paz social y la confianza de los
ciudadanos.
Ahora bien, esa función está muy lejos de una solución, si no
óptima, al menos la más razonable, de esas tensiones y riesgos. Entre
los que cuenta, y de modo apremiante, la relación con el Tribunal
Constitucional que no es ni mucho menos pacífica. En perjuicio del
ciudadano, que el el punto de vista que orienta este trabajo, puesto
que el ciudadano no tiene por qué soportar estos titubeos.
«La verdadera respuesta a
las exigencias que el
ciudadano tiene derecho a
plantear a la justicia no
radican en la posición del
juez a la hora de dictar
sentencia, sino en otros
postulados o prolegómenos
que
inciden
en
la
organización
de
la
Administración de Justicia.»
7. Trabajo al que es necesario poner punto. No al modo habitual,
esto es destilando unas conclusiones de la apresurada y un tanto
prolija exposición que precede.
El lector se habrá percatado ya de que no es posible concluir, sino
que, por el contrario, hay que iniciar, y precisamente partiendo de
esas transformaciones que ha experimentado la fórmula —
bicentenaria ya— de la justicia. Vaya por delante que el muestreo que
he exhibido es mínimo; sin embargo, tengo la pretensión de que, a la
vez que mínimo, resulte irrefutable.
El camino que hay que iniciar, para luego abrir y mantener, tiene su
punto de partida en la esterilidad de la discusión sobre la
independencia del juez a la hora de dictar sentencia. Quien escribe
cree sinceramente en esa independencia, en la inmensa mayoría de
los casos. Concebido así el Poder Judicial, las garantías legales de
inamovilidad del juez —como única cobertura posible de la
independencia y de la imparcialidad— son suficientes, como lo eran ya
en 1870. Este debate tiene, sin embargo, un trasfondo político que no
debe ser ocultado. Si me he expresado con la suficiente claridad,
se habrá advertido ya que la verdadera respuesta a las exigencias que
el ciudadano tiene derecho a plantear a la justicia no radican en la
posición del juez a la hora de dictar sentencia, sino en otros postulados o
prolegómenos que inciden en la organización de la Administración de
Justicia: la ordenación del proceso, la articulación de los medios
materiales y personales que intervienen en su formación y
desarrollo, su dotación adecuada, esto es, conforme a las necesidades
—advertidas y predecibles— y el aseguramiento, a ultranza, de que lo
que el juez decide ha de cumplirse, por encima de todo y, sobre
manera, por encima de la razón de Estado, que suele ser un
artificio tosco para encubrir lo que el poseedor del poder pretende
para perpetuarse en la posesión. He adelantado que estamos en el
trance de tener que articular una respuesta verdadera. Añado, sin
rebozo, que se trataría de una respuesta leal. Para afrontarla
lealmente, no hay otras vías que despojar al ejecutivo de toda
competencia sobre la organización de la justicia, en el sentido
amplio que acabo de exponer (¿para qué creó la Constitución el
Consejo General del Poder Judicial como "órgano de gobierno"
del mismo?), o hacerle saber, a través de la vía parlamentaria que
propugna la Constitución, que en lo que toca a esa organización, no
hay razón de Estado, ni de Gobierno ni de partido, que pueda
excluir las exigencias del ciudadano para que los poderes cumplan
lo que la Constitución le han prometido. Soy escasamente optimista
ante una y otra posibilidad. Que dudo mucho queden alguna vez
abiertas con franqueza, sinceridad y amplitud.
Cada vez creo con más energía que la recuperación de las instituciones, cuestión urgente y prioritaria entre todas las que hoy agobian al
Estado, radica fundamentalmente en una recuperación de la con-
«Cada vez creo con más
energía que la recuperación
de las instituciones, cuestión
urgente y prioritaria entre
todas las que hoy agobian
al
Estado,
radica
fundamentalmente en una
recuparación
de
la
confianza de los ciudadanos,
resquebrajada al límite de lo
soportable.»
fianza de los ciudadanos, resquebrajada al límite de lo soportable. El
recobro de esa confianza descansa, más que en normas, en
actitudes sinceras y sostenidas.
En estos mismos días el Ministerio de Justicia ha presentado un
borrador de Anteproyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial.
Injertados apresuradamente varios parches —creo que son más de
siete, sin contar con la reforma parcial, pendiente de publicación en
el B.O.E.— en la Ley de 1985 que, a su vez, no fue sino otro
remiendo para resolver un problema político (el procedimiento de
elección de los Vocales del Consejo General del Poder Judicial), el
Gobierno ha manifestado su propósito, una vez atendidas algunas
cuestiones a su juicio inaplazables, acometer una reforma a fondo, con
pausa y meditación y con el parecer de cuantas instituciones tienen
que ver con la justicia, de esta organización del Poder Judicial. El
borrador al que me refería antes parece ser la incoación de esta
gran reforma.
Este podría ser el gesto preciso para recuperar la confianza. ¿Lo
será?. Mi optimismo tiene aquí no poco de lo que ha dado en llamarse
voluntarismo y yo prefiero llamar terquedad. ¿Lo será?. Debe serlo.
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