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Historia de una amistad
ULIA CHURTICHAGA y MARÍA ANTONIA RODULFO *
T
res alumnas de bachillerato, María Riaza y nosotras,
asistían un octubre de la posguerra a su primera clase de
filosofía. El colegio era San Luis de los Franceses, que
entonces estaba en la calle Tres Cruces esquina a la
Gran Vía, un colegio espléndido donde se respiraba
libertad y exigencia académica al mismo tiempo. La
profesora era Dolores Franco, luego Lolita para siempre.
Nos quedamos deslumbradas por la luz clarificadora de su magisterio y por el
interés de la asignatura. Desde las primeras lecciones pudimos comprobar que
gracias a ella no era tan difícil penetrar en los aledaños de la filosofía.
Al terminar el bachillerato tuvimos que pasar el Examen de Estado, en cuyo
tribunal de letras llamaron mucho la atención del catedrático de Filosofía
nuestras respuestas y nos preguntó insistentemente quién nos había
preparado. Visiblemente complacido, abandonó por unos momentos el tribunal
para llamar a Lolita y felicitarla, cosa que luego supimos por ella.
Al saber que íbamos a estudiar Filosofía y Letras, Lolita nos invitó
generosamente a su casa para prestarnos unos libros que deberíamos leer
durante las vacaciones inmediatas de Semana Santa. Recordamos sus títulos:
Le rire de Bergson, Le discours de la méthode de Descartes y el libro XII de la
Metafísica de Aristóteles. Allá fuimos tan ufanas una tarde abrileña a su casa
de la calle Covarrubias donde nos presentó a su marido Julián Marías, de quien
ya teníamos noticias cercanas ya que Lolita nos puso de texto su Historia de la
Filosofía recientemente publicada. De esta manera tan sencilla se inició una
amistad inquebrantable, llena de afecto, de respeto y de admiración que ha ido
acrecentándose a lo largo de sesenta y tres años, sin fisuras ni distancias,
hasta este 15 de diciembre pasado, día en el que Julián Marías
silenciosamente se nos fue. Su ausencia era aun más dolorosa porque también
*
Amigas personales de Julián Marías.
nos faltaba ya Lolita, quien había dejado años atrás un hueco grande en
nuestros corazones.
Este matrimonio, entrañablemente unido en el amor y en la fe, fue el vivo
ejemplo de una completa armonía, armonía que comprendía la participación de
ambos en gustos, aficiones, creencias y deberes.
Sin lugar a dudas el encuentro con “los Marías” ha sido el hecho mas
trascendental de nuestra juventud y determinó en muchos aspectos nuestra
vida posterior. Conservamos vivo el recuerdo de aquella casa de la calle
Covarrubias, pequeña y amueblada con piezas de artesanía, maderas claras,
lámparas de hierro forjado, cerámica popular, donde el elemento principal eran
ya los libros que invadirían año tras año paredes, pasillos y mesas hasta
extremos inverosímiles.
Cuántas tertulias en aquel comedor, cuántas charlas profundas y sencillas al
mismo tiempo, que fueron modelando casi sin darnos cuenta nuestras mentes,
qué contraste entre la mediocridad de los profesores de la Facultad y el rigor
intelectual que allí se respiraba.
“Las niñas”—como nos llamaban— fuimos siguiéndole por cursos y
conferencias, acontecimientos familiares como los nacimientos de sus hijos y la
pesadumbre tremenda de la muerte de Julianín, el primogénito, a los tres años.
En aquellos años conocimos personalmente a Ortega, Zubiri, a Laín, a Chueca,
los Gurruchaga, Marañón, Lafuente Ferrari, Paulino Garagorri, y tantos amigos
más que por allí pasaban. Y en aquella casa donde no había abundancia de
dinero, compartía mesa y mantel cualquiera que la frecuentaba. Los ejemplos
de generosidad cristiana, de darse a los demás se sucedían de manera
espontánea. Amigos que venían a Madrid a ampliar estudios eran alojados
durante meses. El vestíbulo se convertía en dormitorio y eran incorporados a
su intimidad familiar sin darle la menor importancia.
También nosotras les acompañábamos a veces a Soria, su ciudad queridísima.
Las tertulias en la Dehesa a las que acudían sus buenos amigos como
Heliodoro Carpintero padre, Pepe Tudela, Gaya Nuño, Teógenes Ortega…Y
las excursiones a los pueblos de los alrededores, acompañados por Clemente
Sáenz. El círculo se ensanchaba fácilmente, los Pastor Ridruejo, los Ruiz que
tanto acompañaron con su amistad y cariño a Julián en sus últimos años. Eran
días gozosos siguiendo los itinerarios de Antonio Machado, Soledades,
Campos de Castilla, que tanto Julián como Lolita llevaban siempre a mano.
Cuando se mudaron a la casa de Vallehermoso, donde ha muerto Julián,
comenzamos a reunirnos las tardes de los domingos, costumbre que hemos
conservado hasta ahora. Se acercaban a estas reuniones amigos diversos
como Rosa Chacel, Conchita y Arturo Soria, María Rosa Alonso, Mario
Parajón, María Victoria y Helio Carpintero hijo. También sus hijos y nietos, Mª
Luisa Oliveros, los López Morillas de Estados Unidos, algunas de sus antiguas
alumnas de los Colleges americanos donde fue profesor durante muchos años.
Julián siempre sereno, irradiando felicidad y sentido del humor, impávido ante
los rigores de su situación académica, tan injusta a todas luces, que le privó de
ejercer su magisterio en la Universidad, a la que estaba llamado por su
excelencia verdaderamente excepcional, unida a una capacidad de trabajo
fuera de lo común.
Tenía tiempo para todo, para escribir uno tras otro libros profundísimos y
creadores, para dar cursos durante varios años en Aula Nueva, en el Instituto
de Humanidades, en Politeia, el la casa de las Siete Chimeneas, en el Instituto
de España sobre temas filosóficos o históricos —España, su gran pasión—
donde tantos admiradores fidelísimos se convertirían después en amigos
entrañables hasta su muerte. Tiempo también para redactar de un tirón, sin
correcciones, artículos para La Nación de Buenos Aires, El Noticiero Universal,
La Vanguardia. Sus terceras de ABC tan leídas y para revistas especializadas.
Pues bien, en medio de toda esta riquísima actividad intelectual eran sagradas
las tardes de los domingos, tantas tardes de domingo en las que nunca faltaba
el diálogo, la conversación nutrida de anécdotas, viejos chistes, referencias
cinematográficas, actitudes políticas, historias familiares, y siempre, siempre su
claro juicio y su amor a la verdad contra viento y marea.
Él decía que cuando se citaba con Lolita en algún sitio se llenaba de ilusión al
irse acercando. Pues bien, eso nos pasaba a nosotras al saber que le íbamos a
encontrar en su sillón esperándonos con su sonrisa inalterable. Y ahora aquí
quedamos esas “niñas” añorando su amistad y su presencia hasta siempre y
dando gracias a Dios por el privilegio de haber contado con su cercanía y su
cariño.
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