LOS REGISTROS EMOCIONALES DEL HUMOR Alejandro Romero Reche Departamento de Sociología

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LOS REGISTROS EMOCIONALES DEL HUMOR
Alejandro Romero Reche
Departamento de Sociología
Universidad de Granada
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Resumen
Las situaciones humorísticas de la vida cotidiana están asociadas a diversos registros
emocionales que, por un lado, las condicionan como componentes implícitos o
explícitos de la definición de la situación y, por otro, se ven afectados por el desarrollo
de dichas situaciones. Este trabajo propone un modelo de análisis de las situaciones
humorísticas que considera dichos condicionantes y efectos emocionales.
En primer lugar, revisa las dos teorías clásicas sobre el humor (las de Bergson y
Freud) desde la perspectiva de sus implicaciones emocionales, enfatizando en
particular la premisa bergsoniana de la distancia emocional que se establece con
respecto al objeto humorístico, y apuntando una crítica de las aproximaciones vitalistas
post-bergsonianas que reducen toda forma de humor a una expresión de joie de vivre.
En segundo lugar, aborda la concepción tradicional del humor como mecanismo de
control social a través de la burla, asociándola igualmente a los diversos contenidos
emocionales y su relación con consideraciones de estructura social y desigualdades
de poder y status (en la línea de Kemper).
A continuación, propone una definición operativa del humor que consta de dos
componentes fundamentales: la intención y la interpretación. Habrá humor, por tanto,
no solo cuando coincidan ambos sino también cuando se dé la intención pero no el
efecto (lo que entendemos por “humor fallido”) y viceversa (“humor involuntario”).
Semejante planteamiento, por oposición al estudio fenomenológico del “efecto
cómico/humorístico”, conlleva implicaciones metodológicas congruentes con las
exigencias de un estudio sociológico de las emociones a nivel micro: será preciso
conocer tanto la lógica contextual en la que estas se despliegan como el sentido
subjetivo que los actores otorgan a los distintos elementos que configuran la situación.
En términos de estrategia, la intención humorística puede responder a diversos
objetivos (agresivo, defensivo, preventivo, etc.), cada uno de los cuales, a su vez,
contempla múltiples condicionantes emocionales. Se debe identificar también el objeto
de humor, (el propio emisor del mensaje humorístico, un interlocutor directo, un tercero
o terceros presentes, un tercero o terceros ausentes, la propia situación en sus
diversos círculos concéntricos, etc.), cuya reacción, si se da y es observada, es
fundamental a la hora de definir la situación en sus registros emocionales. Y en cuanto
a la interpretación, cuenta con un componente cognitivo y un componente emocional
que, una vez más, pueden estar relacionados (así, por ejemplo, una interpretación
inadecuada del componente cognitivo puede propiciar determinadas reacciones
emocionales, y ciertos estados de ánimo pueden producir una interpretación
inadecuada del componente cognitivo). El humor, desde esta perspectiva, se interpreta
a partir de la relación social, como algo que se produce entre emisor(es) y receptor(es)
(que, lógicamente, pueden y suelen intercambiar sus papeles en el desarrollo de la
situación), y se despliega en un paisaje emocional que lo condiciona y al que
transforma.
Palabras clave
Humor, emociones, interacción, relación social, microsociología
El humor es un fenómeno social particularmente elusivo y complejo, tanto por
la diversidad de las formas en que se manifiesta como por lo intrincado, y a
menudo contradictorio, de las emociones que lo motivan y que provoca.
Cuando, en el curso de una interacción social, uno o más de los participantes
introducen algún elemento humorístico, puede obedecer a muy diversas
necesidades y expectativas. Dicho elemento, además, puede producir muy
variadas respuestas emocionales, en virtud, entre otros factores, de la
interpretación que cada participante haga de la intención subyacente al
elemento humorístico introducido, y de su percepción de las respuestas que
manifieste el resto.
Supongamos dos situaciones contradictorias: en primer lugar, aquella en la que
un participante hace una bienintencionada alusión humorística a otro, quien la
interpreta como una agresión y, sintiéndose humillado, reacciona con ira o
frialdad. En segundo lugar, aquella en la que un participante hace una
malintencionada alusión humorística a otro, con propósito de herirle, o de
excluirle del “nosotros” más o menos provisional o estable que conforman los
participantes en la interacción, pero solo consigue provocar sus carcajadas, o
incluso que adquiera una posición simbólica privilegiada en el grupo por la
deportividad de su reacción. Incluso simplificando sendas situaciones en un
esquema formado por intención, acción y reacción (obviando, por tanto, la
inmensidad de matices que acompañan a cada uno de dichos elementos), hay
una gran cantidad de posibilidades. El que ríe al ser objeto de una chanza
malintencionada, ¿es consciente de dicha intención agresiva o, satisfecho
consigo mismo o con su relación con el grupo en general y el agresor en
concreto, ni siquiera se le pasa por la cabeza la posibilidad de que puedan
pretender atacarle? ¿Se siente emocionalmente gratificado al “cabalgar la ola”
del ataque o se siente internamente humillado y resentido bajo esa fachada
exterior de despreocupación? Quien, por otra parte, acusa un ataque
humorístico, sea intencionado o no, ¿reacciona expresando acaloradamente su
indignación o se retrae a la inexpresividad de una actitud fría y distante? ¿Qué
emoción prevalece en cada uno de dichos casos? ¿La ira? ¿La vergüenza?
¿La sensación de injusticia por un ataque inmerecido o la rabia por un ataque
que, en el fondo, se considera merecido?
Así pues, las situaciones humorísticas de la vida cotidiana están asociadas a
diversos registros emocionales que, por un lado, las condicionan como
componentes implícitos o explícitos de la definición de la situación y, por otro,
se ven afectados por el desarrollo de dichas situaciones. Este trabajo propone
un modelo de análisis de las situaciones humorísticas que considera dichos
condicionantes y efectos emocionales. Para ello, en primer lugar revisaremos
brevemente las teorías clásicas sobre el humor más influyentes, desde la
perspectiva de sus implicaciones emocionales y la concepción del humor como
mecanismo de control social por medio del ridículo, para proponer una
definición operativa del fenómeno a partir de la cual se esboza un enfoque para
el estudio microsociológico de los registros emocionales implicados en las
situaciones humorísitcas
1. Las teorías clásicas de lo humorístico
En todo estudio sobre el humor, los dos clásicos insoslayables son Freud
(1928, 1969) y Bergson (1939). Al margen de muchas otras consideraciones,
parece significativo que sus respectivas teorías planteen posiciones
prácticamente opuestas por lo que a las implicaciones emocionales del
fenómeno humorístico se refiere.
1. 1. Freud: el humor como válvula de escape
Más allá de la discutible taxonomía que propone, el aspecto común en todas
las modalidades de chiste que examina Freud es, inevitablemente, la relación
de lo consciente con el inconsciente y, en particular, la represión de pulsiones y
emociones socialmente inaceptables. Así, por medio del chiste, el superego
permite la formulación consciente de ideas, emociones y deseos habitualmente
reprimidos; cuanto más estricto sea el superego, mayor será la agresividad, la
“violencia” que presente el humor.
El humor funciona, por tanto, como una válvula de escape para las emociones
reprimidas por imperativos sociales, que necesitan encontrar una salida. En
ese sentido, el humor implica una suspensión, o siquiera una atenuación, de
las normas sociales vigentes para el resto de situaciones. Martín Criado (1996),
por ejemplo, define la “situación jocosa” con los siguientes rasgos, congruentes
en general con la teoría freudiana: 1) su propósito placentero, 2) su
informalidad como tal situación, 3) la suspensión de la autovigilancia, 4) la
corporalidad (y la pérdida del control sobre el propio cuerpo que supone, sin ir
más lejos, la carcajada), y 5) la transgresión.
Planteado así, podría entenderse el humor como la conexión con una realidad
emocional profunda, con la que habitualmente se guardan las distancias o se
mantiene oculta y controlada. En la situación humorística, el superego suaviza
un tanto el rigor de su vigilancia y permite, dentro de los parámetros especiales
que regulan dichas situaciones, la expresión de emociones cuya existencia es
conocida por todos (en parte, el humor descansa sobre el “reconocimiento” de
dichas emociones, la aceptación de nuestro carácter más o menos mezquino,
más o menos lujurioso, como les ocurre al resto de los mortales) pero que los
códigos sociales habitualmente obligan a acallar.
1. 2. Bergson: humor y distancia emocional
Para Bergson, por el contrario, la risa surge cuando reconocemos en otras
personas un automatismo maquinal, una inflexibilidad que les impide adaptarse
a situaciones cambiantes como, en teoría, debería poder hacer un ser humano
inteligente. De este modo, sostiene Bergson, nos reímos de quien se cae al
suelo porque, durante al menos unos segundos, se ha comportado como un
autómata que mantiene irreflexivamente un movimiento que ya no es apropiado
para las circunstancias. Si trasladamos dicho principio desde la comicidad
física más elemental a la comedia de caracteres, nos reímos del estereotipo, de
la personalidad predecible de quien sostiene rígidamente un comportamiento,
una actitud y unas disposiciones de carácter sean o no apropiadas para las
circunstancias en que se encuentra, incluso aunque conduzcan a su propio
perjuicio.
De acuerdo con la clásica definición aristotélica, mientras la tragedia nos
conmueve porque muestra la caída de figuras admirables, provocada por un
único defecto de carácter (desde ese punto de vista, Otelo, para regocijo de
Yago, es tan predecible y “automático” como cualquier batacazo de Oliver
Hardy), la comedia nos hace reír porque nos muestra las desventuras de
personajes a los que podemos mirar por encima del hombro o, en el mejor de
los casos, como nuestros iguales en la mediocridad, en quienes podemos
reconocer lo menos noble de nosotros mismos.
La comicidad aquí requeriría una distancia emocional: solo podemos reírnos de
aquello que no nos conmueve. Se alinearía con este planteamiento otra
recordada comparación entre comedia y tragedia, la que formula el personaje
interpretado por Alan Alda en la película Delitos y faltas (Woody Allen, 1989):
“tragedia más paso del tiempo igual a comedia”.
De este modo, mientras la teoría freudiana presenta el humor como una
conexión con emociones reprimidas, la bergsoniana la entiende como una
desconexión de las emociones. Si en la teoría freudiana el humor se asocia a
una suspensión de las normas sociales, en la bergsoniana tiene que ver con
una suspensión de la empatía. Ambas tienen en común, no obstante, el énfasis
en la perspectiva emocional del “emisor” o “receptor” de la comicidad; en otras
palabras, en las emociones de aquel que interpreta como humorístico un
determinado estímulo (sea éste un comportamiento concreto, una situación, un
acontecimiento, la imagen que se forma de tal o cual sujeto, etc), y no tanto de
aquellos que son objeto involuntario de comicidad.
Pensadores más recientes, instalados en una escuela de reflexión
bergsoniana, han intentado reinterpretar el modelo. Por ejemplo, Cazeneuve
(1996), rechazando explícitamente la clásica visión punitiva y vincula el humor
antes a la alegría de vivir que a la represión o la censura. Para Cazeneuve, el
humor implica una filosofía vital del gozo, del rechazo de la rutina y, al cabo, del
determinismo, aun en aquellos casos en que se confirman sus tesis (Op. Cit.:
211). Si lo humano se encuentra en una encrucijada entre la autonomía y la
determinación, el autor entiende que la risa y, en general, lo lúdico, inclinan la
balanza del lado de la autonomía.
Se puede objetar que, de hecho, hay al menos tantas situaciones en las que la
risa responde a la rutina y a su legitimación (el ejemplo privilegiado es,
evidentemente, el carnaval medieval, que en los límites controlados de su
calendario permite volver el mundo del revés para recordar cómo debe ser el
mundo al derecho durante el resto del año) como aquellas en las que la
violenta de forma más o menos espontánea e incontrolada. De un modo u otro,
hay una evidente conexión con el orden social y su definición de la normalidad,
con la estructura social y sus elementos normativos, sea para reprobar la
diferencia o para celebrarla.
2. El humor como mecanismo de control social
Como señala Davies (1990), el humor de todo colectivo humano tiende a
apuntar a la periferia, a las posiciones superiores e inferiores de la estructura,
desde una concepción compartida de la normalidad. Esa es la concepción que,
especialmente cuando no se hace explícita, se transmite a través del humor sin
someterla a discusión.
El trabajo de Davies gira, de hecho, en torno al concepto de humor étnico y, por
tanto, resultan centrales las nociones de normalidad y anormalidad, de
centralidad y periferia, pues servirían para enmarcar tanto el humor “agresivo”
que se desarrolla desde el exterior del colectivo “paria” como el humor
“defensivo” que emerge en su interior. En uno y otro discurso se encarnan, de
forma dinámica y dialéctica, las distintas fases del conflicto entre una y otra
parte, entre el núcleo normativo de la sociedad, sea éste el que fuere, y su
periferia. Y en uno y otro caso, el discurso humorístico, con todo el contenido
normativo compartido que da por supuesto, contribuye a la cohesión interna del
grupo, pues también en el caso del colectivo periférico se establece una forma
“normal” de ser “anormal”.
Si hay un campo tradicional de estudio de lo humorístico en la teoría
sociológica es el que se refiere al uso de la burla como mecanismo
relativamente espontáneo de control social (Paton, Powell & Wagg, 1996).
Cuando se produce la conducta desviada, la mofa del grupo hace ver, a quien
la muestra, lo inadecuado de dicho comportamiento. Entran en juego, por tanto,
varios elementos. Por un lado están los aspectos expresivos y cognitivos, en
virtud de los cuales se comunica un mensaje, marcando una conducta o
conjunto de conductas como desaprobadas. Por otro, los normativos, en virtud
de los cuales se reconoce tanto la desviación de la conducta objeto de mofa
como la adecuación de la propia mofa, qué lógicamente también debe ceñirse
a un código, y los relacionales, referidos a la posición relativa de unos y otros
en la situación social que se está desplegando y en aquellas otras situaciones
a la que esta hace referencia, y muy particularmente a la naturaleza del vínculo
entre unos actores y otros, un factor que a menudo resulta determinante en la
forma de la burla que tiene lugar o incluso en el hecho de que llegue a
producirse o no.
Finalmente, están los aspectos emocionales. En una concepción relativamente
simplista de la burla como mecanismo de control social, la eficacia de su
funcionamiento estaría relacionada con las emociones negativas que despierta
en la persona objeto de burla. Esta, avergonzada y humillada, corrige su
comportamiento cuando lo ha cometido o incluso se inhibe, sin haber llegado a
cometerlo, para evitar el malestar producido por dichas emociones. Hay, de
entrada, un elemento decididamente social en ellas: la burla supone una
expulsión, temporal aunque de mayor o menor alcance, del territorio de la
normalidad del grupo. Es, por tanto, un destierro a la periferia del mismo. Las
emociones negativas que despierta presentan una naturaleza eminentemente
social: se derivan de la soledad, del aislamiento, del rechazo, de verse
apartado de un grupo al que uno pertenece o aspira a pertenecer, o en todo
caso, de un grupo cuyo respeto se valora. Cuando un grupo se mofa de tal o
cual rasgo característico de los miembros de otro, tal vez no pretenda obtener
una respuesta del otro grupo (aunque a menudo es el caso) tanto como
reforzar la cohesión del propio reduciendo la posibilidad de que se produzcan
desviaciones en su seno. En principio, la burla gratifica a quien la formula y a
cuantos participan de ella con diversas emociones, si no positivas (cabría
discutir, en términos éticos, cuán “positivo” es “deleitarse con el mal ajeno”),
cuando menos agradables: en el mejor de los casos, el bienestar físico que
produce la risa y la cálida sensación de pertenencia, por contraste con aquellos
a los que la burla ha expulsado; en el peor de los casos, alivio por no haber
sido el blanco de los dardos. Pero obsérvese, más allá del simplismo de esta
visión, la panoplia de emociones que pueden entrar en juego: desde el miedo y
la inseguridad en el emisor de la burla, que tal vez necesita destruir
simbólicamente una opción de conducta que amenaza la solidez de sus
normas, hasta el orgullo en quien es objeto de ella.
En este orden de cosas, parece venir al caso el clásico esquema kemperiano
(Kemper, 1978) que explica una serie de emociones negativas en términos de
desequilibrios en poder y estatus en las relaciones sociales. El poder, como es
sabido, se refiere a la capacidad de un actor para controlar a otro de forma
coercitiva, y el estatus, a la aprobación que se otorga de forma voluntaria.
Tomando como referencia ambos ejes de poder y estatus, podemos interpretar
diversas situaciones humorísticas tipo y el contenido emocional que implican.
Por ejemplo, la mofa más o menos subterránea de que es objeto un superior
jerárquico por parte de sus subordinados: el superior dispone, evidentemente,
de poder, y por tanto cuenta con los recursos para producir en sus
subordinados una serie de comportamientos de acuerdo con los fines y los
parámetros formales de su relación (el superior puede despedir, expulsar o,
según la situación de que se trate, decapitar al subordinado), pero no con la
aprobación espontánea por parte de los subordinados (que pueden
considerarlo ya un líder ineficaz, ya un líder eficaz pero moralmente reprobable;
los fines de la organización no son, evidentemente, el único criterio de juicio).
Significativamente, diversos estudios psicosociales (Lovaglia et al., 2008) han
mostrado la eficacia del humor autodespectivo como herramienta de liderazgo,
que “concede” un cierto terreno periférico a la crítica (el jefe, por ejemplo,
reconoce su torpeza con tal o cual programa informático) para fortalecer el
núcleo sustancial que legitima su posición jerárquica (por ejemplo, la eficacia
organizativa; el jefe no sabe desempeñar todas y cada una de las funciones de
sus subordinados, pero sabe organizarlos de modo que el conjunto produzca a
su nivel máximo de resultados). No obstante, este humor autodespectivo, que
produce emociones positivas en todo el grupo (de alguna manera, el superior
se ofrece como “chivo expiatorio” humorístico para cohesionar al grupo) se
apoya en una base firme previa: el reconocimiento de esas virtudes nucleares,
el estatus que se ve fortalecido por el rasgo de humildad mostrado en la mofa
autoirónica y, evidentemente, por esas emociones positivas producidas por la
ocasión humorística. Los líderes pertenecientes a minorías étnicas, o a grupos
sociales estigmatizados, no pueden permitirse este tipo de humor y por tanto
no cuentan con esa herramienta estratégica; puesto que su legitimidad es
menor a ojos de los subordinados, y su estatus es precario en el mejor de los
casos, la burla autodespectiva puede tomarse literalmente, como un
reconocimiento de ineficacia.
La naturaleza del elemento humorístico y de sus implicaciones emocionales
está, como puede verse, profundamente relacionada con la posición relativa de
cada uno de los participantes en la situación social donde se despliega.
3. Una definición operativa
Considerando la complejidad del fenómeno, y la cantidad de intentos
infructuosos mucho más autorizados, no parece tener mucho sentido aventurar
una definición del humor más allá de las consideraciones heurísticas más
pragmáticas.
Lo que interesa aquí, por tanto, es acotar el fenómeno en la medida de lo
posible en los términos que pueden resultar útiles para el análisis
microsociológico, inevitablemente parcial, del elemento humorístico en las
interacciones, dejando para otra ocasión su vinculación con los niveles meso y
macro (Turner, 2008), que ciertamente establecen el marco general donde se
producen dichas interacciones y que a su vez se ven afectados, reconstruidos y
transformados por ellas (Romero Reche, 2011).
A menudo se ha pretendido definir el humor a partir del “efecto” que produce.
Desde tal punto de vista, el humor se identificaría al provocar una serie de
reacciones visibles (idealmente, la risa) en aquellos que de alguna manera
perciben el estímulo cargado con tales connotaciones.
Si entendemos el humor como un fenómeno social en virtud del cual se
expulsa temporalmente un objeto dado (sea dicho objeto una persona, una
institución, un modelo de conducta, etc) al territorio simbólico de lo frívolo,
tiene sentido ampliar el enfoque de modo que podamos contemplar, como
mínimo, tanto la interpretación de quienes reciben el estímulo (que puede
manifestarse en muy diversas reacciones, incluyendo la ausencia de una
reacción inmediatamente visible), como la intención de quien emite dicho
estímulo (ya sea elaborando un mensaje humorístico o protagonizando
personalmente una situación risible). Desde este punto de vista, cabe en
efecto una congruencia entre ambos elementos (un mensaje deliberadamente
humorístico es interpretado como tal y produce el efecto observable deseado,
ya sea la risa, una manifestación de complicidad, etc), pero también es posible
que se den independientemente o en abierta contradicción.
Se dan, por ejemplo, situaciones en las que hay un emisor que desea provocar
un efecto humorístico y no lo consigue (lo que entendemos por “humor fallido”).
Se dan situaciones en las que, al pretender producir ese efecto humorístico, se
producen reacciones emocionales de indignación porque se considera que, o
bien el objeto del estímulo humorístico no debe ser nunca expulsado al
territorio de lo frívolo (se trata, por tanto, de un tabú), o bien que el emisor del
estímulo no se encuentra en una posición que le dé derecho a dispensar un
tratamiento semejante a su objeto. Y, por supuesto, se dan situaciones en las
que un mensaje pretendidamente humorístico no es interpretado como tal, sino
que se toma en serio, lo cual, dependiendo de cuál sea el objeto de dicho
mensaje y la relación del receptor con el mismo, da lugar a toda una variedad
de reacciones emocionales. Si el objeto del mensaje humorístico es, por
ejemplo, alguien muy querido por el receptor, este puede sentir ira. Si el objeto
del mensaje humorístico es el propio emisor, tal vez el receptor sienta lástima
al considerarlo aquejado de una pobre autoestima.
Estos dos últimos ejemplos apuntan otra cuestión que debe tenerse muy
presente; si nos preguntamos sobre las reacciones emocionales que se derivan
de la interpretación del mensaje humorístico, tiene sentido preguntarse
igualmente por el efecto que tienen las emociones en la interpretación del
mensaje humorístico. Recuérdese, sin ir más lejos, que es la clave de la
comicidad en Bergson. Si vemos tropezar a un anciano anónimo, tal vez la
distancia emocional nos mueva a la risa. Si vemos tropezar a nuestro padre
enfermo, es mucho más difícil que riamos. Considérense las posibles
respuestas emocionales posibles, en virtud de las emociones y las ideologías
políticas de los posibles receptores, cuando el anciano que cae es Fidel Castro
o el Rey de España.
Hay, por tanto, situaciones en las que se produce un estímulo, sin la menor
pretensión humorística, que es interpretado por sus receptores en términos
humorísticos. Salvo en representaciones cómicas, es muy poco frecuente que
la gente se caiga con el propósito de hacernos reír. De hecho, como han
estudiado los etnometodólogos, a menudo se afanan en recobrar el control de
forma manifiesta (superponiendo, en ocasiones, nuevos niveles de comicidad
involuntaria sobre el estímulo original, como cuando alguien se levanta del
suelo con las rodillas de los pantalones desgarradas y dice algo como “Huy,
casi me caigo”), lo cual puede incluir la emisión de mensajes autoirónicos
deliberados. Se trata de lo que podemos llamar “humor involuntario”, cuya
forma más básica unifica a emisores y receptores del mensaje humorístico en
torno a un objeto involuntario del mismo. Son quienes contemplan la proverbial
caída quienes deciden su comicidad al reaccionar a carcajadas, señalándola.
Son ellos, pues, quienes elaboran el mensaje humorístico al interpretar un
estímulo como tal. Emisor y receptores vuelven a distinguirse en
manifestaciones más sofisticadas del mismo fenómeno. Es el caso de los
programas de “zapping”, que extraen contenidos audiovisuales de su contexto
original y elaboran con ellos un nuevo mensaje humorístico ajeno a la voluntad
de los emisores originales del contenido extractado. Rizando el rizo, es cada
vez más frecuente que se produzcan intencionadamente episodios de ese
humor aparentemente inintencionado.
¿Cuáles son las implicaciones metodológicas de esta concepción del humor?
Fundamentalmente, que no nos basta con identificar, o incluso medir (si tal
cosa fuera posible, más allá de escalas de autoevaluación) el susodicho efecto
humorístico, sino que necesitamos definir, en primer lugar, la situación desde el
punto de vista de los distintos actores que toman parte en ella, y en segundo
lugar la posición relativa de cada uno de dichos actores dentro de las
definiciones de la situación identificadas, para poder conocer la lógica
contextual en que se despliegan las emociones relacionadas con el fenómeno
humorístico (tanto las que condicionan su aparición y formulación como las que
son producto de ellas) y el sentido subjetivo que los actores otorgan a los
distintos elementos que configuran la situación.
4. Las estrategias humorísticas
En las situaciones jocosas, escribe Martín Criado (1996), no prima la dimensión
referencial, sino el manejo de la propia imagen y de la definición de la situación.
Es decir, cómo perciben unos y otros a cada uno de los actores implicados y
cuáles son los parámetros de la situación en la que se encuentran inmersos.
Así las cosas, los discursos humorísticos que se producen no tienen una
“mera” función expresiva, sino que se deben entender como “jugadas” en el
juego de la interacción. Desde este punto de vista, la intención del emisor cobra
especial importancia.
En términos de estrategia, la intención humorística puede responder a diversos
objetivos (agresivo, defensivo, preventivo, etc.), cada uno de los cuales, a su
vez, contempla múltiples condicionantes emocionales. Se debe identificar
también el objeto de humor, (el propio emisor del mensaje humorístico, un
interlocutor directo, un tercero o terceros presentes, un tercero o terceros
ausentes, la propia situación en sus diversos círculos concéntricos, etc.), cuya
reacción, si se da y es observada, es fundamental a la hora de definir la
situación en sus registros emocionales. Y en cuanto a la interpretación, cuenta
con un componente cognitivo y un componente emocional que, una vez más,
pueden estar relacionados (así, por ejemplo, una interpretación inadecuada del
componente cognitivo puede propiciar determinadas reacciones emocionales, y
ciertos estados de ánimo pueden producir una interpretación inadecuada del
componente cognitivo).
4. 1. Los objetivos y sus condicionantes emocionales
De entre los numerosos, complejos y hasta contradictorios objetivos que
pueden motivar la emisión del mensaje humorístico, se pueden destacar, por
su significatividad, los siguientes:
a) El objetivo que podríamos llamar hedonista, que no tiene otro fin que el
placer derivado de la risa. Está relacionado, por tanto, con sensaciones de
bienestar, ya sea porque estas lo propician, o bien porque se aspira a ellas y se
recurre al humor para alcanzarlas.
b) Un objetivo integrador, o de cohesión, cuando se pretende instrumentalizar
el bienestar producido por el humor para beneficio del grupo. El humor no es ya
un fin, sino un medio para obtener fines teóricamente colectivos. Por supuesto,
el humor que facilita unos fines supuestamente positivos no tiene por qué ser
positivo en sí mismo (Carbelo & Jáuregui, 2006); dependerá, entre otros
factores, de cuál sea el objeto de dicho humor y su relación con el grupo. A
menudo, el “linchamiento” de la desviación interna o de otros grupos funciona
con extremada eficacia en ese sentido.
c) Un objetivo agresivo, cuando se pretende atacar al objeto del mensaje
humorístico. A menudo está motivado por el miedo y el odio (a menos que se
conciba desde la distancia emocional propia del cálculo pragmático en la
manipulación de masas) y, si funciona, propaga esas mismas emociones con
respecto al objeto atacado. Tenemos un ejemplo palmario en el humor
antisemita (Berger, 1997).
d) Un objetivo defensivo, cuando se pretende responder a un ataque anterior,
real o meramente percibido como tal, humorístico o no. En este caso, va
asociado a emociones como la rabia, a una sensación de injusticia porque el
agresor original no ha reconocido a su víctima el estatus que le es debido.
Dependiendo del contexto situacional, el emisor del mensaje humorístico
defensivo tendrá que calcular cuidadosamente los términos de su
contraataque, bajo riesgo de incurrir en humor involuntario confirmando las
imputaciones del mensaje original.
e) Un objetivo preventivo, cuando se trata de anticiparse a posibles ataques a
la propia imagen y de “desactivarlos”, ya sea comprometiendo públicamente la
posición del atacante potencial, ya sea formulando autoirónicamente algunos
elementos del posible ataque.
f) Por último, tenemos todos los objetivos relacionados con el fortalecimiento
de la propia imagen, ya sea mostrando el dominio de una competencia social
(el ingenio más o menos espontáneo, la rapidez mental, saber contar chistes,
saber reírse de uno mismo), la propia inteligencia, un adecuado conocimiento
de los referentes culturales generalistas o especializados (piénsese en el
fracaso habitual al que están condenadas las personas mayores de una cierta
edad cuando intentan exhibir un dominio del “lenguaje juvenil”), una distancia
más o menos altiva con respecto a la convencionalidad de las normas sociales,
o sencillamente, asociando la propia persona a la relajación y el bienestar que,
en el mejor de los casos, tienden a acompañar al humor exitoso.
4. 2. El objeto de humor
Aquí sería preciso considerar distintos ejes que definen la posición del objeto
humorístico dentro de la relación social:
a) La presencia o ausencia de dicho objeto en la interacción. Evidentemente, la
situación y sus términos cambian poderosamente cuando el objeto humorístico
forma parte de los receptores del mensaje. Incluso aunque haya una poderosa
relación afectiva del mismo con algunos de los receptores, si está ausente
estos se sentirán más libres de reaccionar positivamente al mensaje dado que
el potencial ofendido o humillado no va a sufrir ningún efecto.
b) Su relación con el emisor del mensaje. En un extremo tenemos,
evidentemente, la identificación absoluta: el emisor se mofa de sí mismo, o de
algo que le es tan próximo que se puede identificar con su persona. En el
extremo opuesto, el objeto le es absolutamente ajeno. La cercanía del emisor
con el objeto humorístico no garantiza que el mensaje sea bien recibido: los
receptores pueden sentirse incómodos cuando el humor autodespectivo parece
traicionar emociones autodestructivas reales, o cuando el emisor se mofa de
personas que le son muy próximas en términos que los receptores consideran
inadecuados.
c) Su relación con los receptores del mensaje, que oscila entre dos extremos
similares a los expuestos arriba. El único receptor del mensaje humorístico
puede ser su objeto, y dicho mensaje puede cumplir perfectamente su objetivo
en tales circunstancias si lo que el emisor desea es atacar y humillar al
receptor. En términos kemperianos, caben situaciones (que, por desgracia, se
dan con frecuencia muy superior a la deseable) en las que un superior
jerárquico, que cuenta con poder sobre su subordinado pero no con un
reconocimiento de estatus, se vale del humor agresivo para enfatizar la
asimetría de sus respectivas posiciones: el subordinado tal vez no reconozca la
legitimidad de su superior, pero su silencio resignado ante el ataque demuestra
que “sabe quién manda”. No es un “humor positivo”, pero es humor.
d) Su reacción ante el mensaje humorístico, interpretada por emisor y
receptores si está presente, o imaginada si está ausente. El efecto humorístico
puede truncarse por completo si el objeto de burla reacciona de un modo que
provoca la empatía, o incluso la lástima por parte de los receptores, o verse
amplificado cuando el objeto del mensaje reacciona de forma
desproporcionadamente virulenta (desproporcionadamente, se entiende, desde
el punto de vista de los receptores), o cuando los receptores imaginan hasta
dónde llegaría la virulencia de su reacción si estuviera presente. Una vez más,
encajar las burlas con deportividad no garantiza un fortalecimiento de la propia
imagen, sobre todo en la medida en que se perciba que el objeto de burla no
tiene otra opción que aguantarse; en esto, vuelven a tener importancia las
dimensiones de poder y estatus. Pero incluso aunque el objeto del mensaje
humorístico se encuentre en una posición jerárquicamente superior al emisor,
una reacción “benévola” no es positiva por definición para su imagen; véase el
delicado equilibrio que deben mantener los profesores de ESO con respecto a
las burlas y bromas de sus estudiantes.
5. El humor como relación social
El humor, en definitiva, debe interpretarse a partir de la relación social, y es en
sí mismo una forma de relación social, y no solo un género de mensaje o un
registro comunicativo. Se produce entre emisor o emisores y receptor o
receptores, con respecto a un objeto presente o ausente, cuya posición social
con respecto a una y otra instancia es determinante, y se despliega dentro de
los márgenes de un paisaje emocional preexistente que lo condiciona en gran
medida y al que transforma fundamentalmente, ya sea intensificando las
emociones preexistentes, alterando sus matices o sus pesos relativos, o
sustituyéndolas por otras.
La posición social de unos y otros, y la naturaleza más o menos intensa o
profunda del vínculo que los une, y que los relaciona con el contenido del
estímulo humorístico modula la tonalidad emocional de las interacciones. A
veces, la asimetría extrema de las posiciones hará que una de las pocas
formas de relación voluntaria que queden al alcance de quienes se encuentran
subordinados sea precisamente el humor (concretamente el gallows humour, el
humor patibulario de quien se sabe condenado y no cuenta con muchas otras
opciones para expresar que, en esa situación de determinación extrema de su
existencia, aún le queda una mínima capacidad de autonomía).
Aunque, por motivos muy comprensibles, se ha estudiado mucho el llamado
“humor positivo”, tanto desde el punto de vista de las emociones placenteras
que activa como el de su funcionalidad con respecto a los diversos fines
organizativos, el humor, como tantos otros fenómenos sociales, se pinta con
una ilimitada paleta de emociones. Hay humor que surge de la desesperación y
del miedo y, como muestra la proliferación de humor negro en la España de los
cincuenta, los parámetros de la relación social en la que se produce el humor y
las posiciones relativas de sus participantes y del referente humorístico están
estrechamente relacionadas con factores macrosociológicos. Hay humor que
solo pretende producir alegría y hay humor que, como los chistes de Morán,
pretende hundir a su objeto. El humor no es, de suyo, nada más que humor.
Del mismo modo que el amor puede darnos la vida o convertirse en nuestra
prisión, el humor puede alegrarnos el día o empujarnos al suicidio. Y a medida
que se multiplican los medios expresivos a nuestro alcance, y crece nuestra
sofisticación en el manejo reflexivo de los recursos humorísticos (Romero
Reche, 2011), las posibilidades, en su complejidad ya muy considerable, se
multiplican.
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