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José Ignacio García Lomas
Democracia y economía social
de mercado
Pocas veces está más justificada una
conjunción copulativa que en este caso,
porque el vínculo entre democracia y
economía social de mercado es tan riguroso que casi podría hablarse de redundancia, como espero mostrar en estas líneas. Para comprender esta afirmación es preciso evocar brevemente
el origen de la situación actual.
Emergencia del sistema
El sistema económico hoy dominante
en la Europa Occidental y América del
Norte nació y se desarrolló en un proceso cuya divisa definitoria fue la libertad, en contraste con una situación estrechamente regulada por un sinfín de
normas, convenciones, tradiciones y rutinas. En este estado de cosas, la economía, tal como hoy la entendemos,
no podía desarrollarse.
De ahí que los primeros adelantados
de la práctica económica moderna, así
como sus intérpretes teóricos, fueran
ante todo reivindicadores de la libertad:
para ejercer los negocios sin las
sujeciones asfixiantes del antiguo régimen y para librarse de la tutela, tan sofocante como arbitraria, de los poderes
públicos. Nacía el liberalismo económico como consecuencia de las ideas
políticas ligadas a la emergencia de la
Cuenta y Razón, n.° 2
Primavera 1981
Edad Moderna y centradas en la división de poderes, pues, como señalara
Montesquieu, «la libertad sólo puede
prosperar allí donde los poderes estén
repartidos».
El liberalismo económico encontró
en el mercado el instrumento idóneo,
por su eficacia, neutralidad e impersonalidad, para regular la actividad económica. El mercado (o como lo definió
mucho más tarde Edgeworth, «campo
de competencia»), con su multiplicidad
de sujetos económicos, mostraba ante
los ojos atónitos de sus primeros protagonistas el espectáculo maravilloso
de organizar la vida económica sin
di-rigismos ni arbitrariedades, haciendo
compatibles el orden y el progreso con
la iniciativa y la libertad individuales.
«La mano invisible» de Adam Smith,
aunque enérgica y dolorosa a veces, tenía
a juicio de los liberales la enorme virtud
de no estar sometida a la arbitrariedad
de una persona o institución influyente.
La confianza, a veces ciega, en la eficacia del mercado y su «mano invisible» estuvo alentada durante muchas
décadas por los extraordinarios logros
que el moderno sistema, allí donde se
desarrollaba plenamente, venía consiguiendo. No obstante, pronto se apreciarían los inconvenientes y desajustes
derivados de la nueva manera de regir
lo económico. Efectivamente, la propia
lógica de su devenir producía desequilibrios que de manera recurrente desembocaban en crisis, cuyos efectos destructores eran comparados con los supuestos beneficios de la tradicional sangría en el cuerpo humano, pero que se
traducían en dolorosos costes sociales.
Estaban naciendo, en la realidad y en
la teoría, los ciclos económicos propios
de la sociedad industrial.
Por otra parte, al ser el mercado un
mecanismo que trataba por igual a los
fuertes y a los débiles, con esa neutralidad e impersonalidad que los partidarios del laissez jaire tanto encomiaban, acababa resultando que los fuertes
se hacían cada vez más poderosos y,
por desgracia, se debilitaban progresivamente los menos favorecidos. El
dicho popular de que «el dinero llama al
dinero» es una expresión penetrante de
la dinámica inherente a la plena libertad
de los mercados. Tal lógica producía
crecientes desequilibrios espaciales y
sociales y llevaba aparejado el nacimiento de tendencias monopolistas
que, para los liberales, eran quizás a la
larga lo más peligroso: ellos habían
luchado contra los monopolios del antiguo régimen y ahora veían reaparecer
el fenómeno, amenazando a la libre
concurrencia.
La revisión keynesiana
En otras palabras: el sistema de mercado, nacido del afán por la libertad,
acababa engendrando un riesgo mortal
para esa libertad, corno consecuencia de
su propia mecánica. Así es como se empezó a pensar si ese proceso de
auto-destrucción era inevitable o bien si,
por el contrario, podía ser corregido
mediante alguna regulación compatible
con la eficacia del mercado. La
necesidad de ese perfeccionamiento
del sistema se hizo más patente cuando
la Gran De-
presión de 1929 acabó con la ilusión
de que tras la primera guerra mundial
se volvía pura y simplemente a la normalidad decimonónica.
No es posible considerar aquí las actitudes más críticas hacia la economía
de mercado, especialmente el pensamiento marxista, que acabó dando lugar
a la revolución soviética y a la implantación del sistema comunista. El
hecho es que en el mundo occidental en
crisis de los años treinta, la respuesta a
los problemas planteados por la economía de mercado viene dada por la
teoría keynesiana a favor de la intervención pública en la economía. Keynes
fue, nada más y nada menos, el crisol
teórico de un mundo que había perdido
parte de su fe en el liberalismo económico, pero que quería defender los
mejores logros del liberalismo político, y
aunque su preocupación principal fue
restaurar el pleno empleo para obtener
del sistema la máxima eficacia, la verdad
es que con ello se abrió la puerta para el
«Estado de bienestar» que se
desarrollaría por completo en la segunda
posguerra.
El éxito obtenido en los años cincuenta y sesenta por las políticas económicas occidentales, más o menos inspiradas por principios keynesianos, parecía aventurar una larguísima vida a
esta nueva concepción, así como un
permanente reforzamiento del Estado
en su nueva función reguladora. Pero
la reaparición de tendencias monopolistas y, sobre todo, de la concentración de poder en el sector público volvió
a alarmar a los defensores de la libertad.
La amenaza estatal y la
orientación social
Así, Wilhelm Ropke, neoliberal de
la escuela de Friburgo, junto con
Eu-cken, Hayek y otros, afirmó que
«Key-
nes, en trágica oposición a sus propias
intenciones, ha de ser incluido entre los
enterradores de ese orden de la democracia liberal al que él, en su fuero más
interno, pertenecía» *. Coincidiendo con
ellos, un hombre con conocimientos tan
profundos como Schumpeter señaló en
los años cuarenta que «la evolución
capitalista tiende a agotarse (...) porque
el Estado moderno va a aplastar o
paralizar sus fuerzas motoras» 2. Efectivamente, el moderno Estado intervencionista, que viene absorbiendo por la
vía impositiva más de un tercio del total
producido en los países occidentales y
que influye decisivamente en el conjunto
de la actividad mediante muy poderosas
palancas institucionales, ha acabado
afectando tan profundamente al
funcionamiento del mercado que no es
exagerado pensar en un debilitamiento
de los estímulos a favor del impulso,
eficacia y racionalidad económicos, favorecidos por su funcionamiento en libertad.
Se repite así, en cierto modo, la situación de incertidumbre que condujo a
reflexionar sobre las propiedades del
sistema, y la dura crisis actual eclipsa
las iniciativas en ese sentido. Pero si,
decenios atrás, la preocupación básica
era la de que las tendencias monopolistas
socavaban la eficacia del sistema, ahora
se suma a esa inquietud otra nueva
preocupación que no es de tipo técnico
sino de carácter social. En efecto, desde
finales de siglo, y con el apoyo de un
humanismo cristiano despertado como
nueva manifestación de ideas permanentes frente al reto del atractivo
marxista, se ha ido poniendo cada vez
más esfuerzo en la necesidad de acom-
pañar la eficacia productiva del sistema
con una adecuada justicia social, sin la
cual aquélla se vería necesariamente
erosionada en la motivación de los sujetos económicos. Frente a los que sólo
veían la cuestión como conflicto entre
productividad y monopolios aparecen
quienes se elevan por encima del mero
economicismo y contemplan los problemas humanos que claman por una justicia distributiva. Estas ideas encontrarán después de la segunda guerra mundial una encarnación política en partidos
gobernantes de destacados países
europeos. En Alemania, concretamente,
ya se inició desde 1948 la experiencia
formulada y aplicada por economistas
como Müller-Armack o Ludwig Erhard,
padres teóricos y prácticos de la «economía social de mercado», cuyo objetivo
es justamente -—según indica el adjetivo
«social»— compaginar la eficacia con la
justicia, la libertad con el orden
económico.
1
Wilhelm Ropke, Introducción a la eco
nomía política, Unión Editorial, S. Á., Ma
drid, 1974, pág. 272.
2 Joseph A. Schumpeter, Historia del aná
lisis económico, Ed. Ariel, Barcelona, 1971,
pág. 1942.
3
Alfred Müüer-Armack, Economía dirigida
y economía de mercado, Sociedad de Estu
dios y Publicaciones, Madrid, 1963, pág. 155.
4 Alfred Müller-Armack, Economía social
de mercado, en Economía diriga y economía
de mercado, cit., pág. 225.
La economía social de mercado
Pero ¿qué es una economía social
de mercado? El propio Müiler-Armack
la definió como «una economía de mercado orientada conscientemente y en
el preciso sentido de la dirección social» 3, con el objetivo, siguiendo al
mismo autor, de «combinar el principio de la libertad de mercado con el de
nivelación social»4.
Estas formulaciones indican con sobriedad el punto intermedio que nuestras economías occidentales buscan con
afán; un empeño que no es especulati-
vo en ningún sentido, sino que responde
a la urgente tarea de enfrentarse a la
crisis económica con energía y eficacia.
Junto con el uso y abuso del intervencionismo estatal, que los partidarios
de la economía social de mercado quieren ordenar y compatibilizar en un contexto básicamente libre en la toma de
decisiones, está puesto sobre el tapete
el objetivo de lograr una disciplina exigente en el terreno monetario, pues hoy
uno de los factores de mayor gravedad
de la crisis, a la vez que su síntoma y
símbolo distintivos, es el completo desconcierto en este campo, que siembra
incertidumbres de modo permanente y
perturba el buen funcionamiento del
mecanismo de los precios.
Por otra parte, nuestro tiempo plantea
el problema en una perspectiva distinta
porque no se trata ya solamente de la
eficacia y la justicia dentro de cada país,
sino que el escenario se ha convertido
en mundial por virtud de la técnica de
las
comunicaciones
y
de
la
transformación política resultante de la
descolonización. La sensibilidad social
aparece reflejada en las reivindicaciones
que engloba el programa para un «Nuevo Orden Económico Internacional»,
porque no es compatible, a la larga, la
existencia de sociedades de bienestar y
de equilibrio inmersas en un océano
de pueblos tiranizados por la pobreza.
En ese escenario mundial también la
idea decimonónica de la igualdad para
todos tiende a ser sustituida por la visión social de que es injusto tratar de
igual manera a quienes son desiguales,
imponiéndose así la compensación de
la inferioridad económica. El hecho de
que en un organismo como el GATT
se haya introducido el «Sistema de Preferencias Generalizadas», claramente
contrario al principio inicial de la igualitaria cláusula de la nación más favorecida, puede ser un buen ejemplo de
la penetración de ese nuevo enfoque.
El mercado social
en la Constitución española
Tal es el planteamiento actual, y
claro está que España no podía permanecer ajena a las comentes dominantes en el mundo a que pertenece.
Los factores generales antes mencionados han influido fuertemente en
nuestro país como consecuencia de su
creciente integración en el concierto
de las naciones occidentales. Así se
refleja en el marco constitucional vigente, cuando al definirse las coordenadas básicas que regularán lo económico se establece «la libertad de empresa en el marco de la economía de
mercado» y se garantiza su ejercicio
«de acuerdo con las exigencias de la
economía general y, en su caso, de
la planificación» 5. Al mismo tiempo, el
artículo 40 de la Constitución impone
a los poderes públicos la tarea de promover «las condiciones favorables para
el progreso social y económico y para
una distribución de la renta nacional
y personal más equitativa», entre otros
importantes aspectos de la política social y económica.
De ese modo, en España se ha venido dando, con las naturales variaciones, la misma evolución descrita anteriormente. Tras unos breves intentos
liberales, pronto yugulados por lo precario de nuestra transformación industrial decimonónica, que necesitaba ampararse en el proteccionismo, se enlazó
ya en el presente siglo con políticas intervencionistas crecientes que impidieron la existencia de un mercado vigoroso parecido al disfrutado en otros
países. Nuestra posguerra obligó a intensificar todavía más la intervención
estatal. Tal corriente no empezó a modificarse hasta fines de los años cincuenta, y con ello se llegó a una pla5 Constitución española, Art. 38, «BOE»,
29 de diciembre de 1978.
nificación que tardó algún tiempo en
registrar el sentido social aceptado ya
por la teoría de mercados: en efecto,
como se recordará, el primero de nuestros planes de desarrollo se preparó
durante casi dos años con el título
completo de «Plan de Desarrollo Económico», y sólo adquirió el epíteto de
«social» pocas semanas antes de su
puesta en vigor a partir de 1964.
Contradicción político-económica
De todas maneras, la anécdota no
importa demasiado, porque en el terreno
de los hechos la situación no podía ser
propicia para un auténtico mercado
social. De una parte, porque la concepción política vigente, reacia al principio mismo de la libertad, difícilmente
renunciaba a las áreas de poder económico abundantemente conquistadas
desde 1939. Además, porque los agentes
económicos privados se habían acostumbrado a resolver sus problemas
muchas veces de acuerdo o en concierto
económico con la Administración, lo
que en ocasiones enmascaraba la auténtica capacidad de gerencia. Por eso fueron
constantes los requerimientos privados a
los poderes públicos para que
intervinieran como soporte ortopédico
o paraguas protector, y por eso todavía
en los años sesenta el panorama que
ofrecía el conjunto de la economía española era extraordinariamente rígido
y fuertemente mediatizado por elementos
ajenos a lo que propiamente podemos
llamar economía social de mercado.
Cierto que el Plan de Estabilización
de 1959 había intentado un proceso
de líberalización económica, tanto hacia
el interior como hacia el exterior de la
economía española, pero bien se recordará que si el plan fue eficazmente aplicado en los aspectos coyunturales y a
corto plazo —hasta el punto de que
la propaganda oficial llegó a hablar de
«milagro español»—, en cambio apenas
tuvo realidad en las transformaciones de
la estructura productiva y las de
aspecto institucional a largo plazo, que
realmente hubieran transformado la
situación. No se formula esta afirmación
como reproche a los dirigentes de
entonces, porque en modo alguno podían
lograrse tales transformaciones dentro de
los supuestos políticos imperantes. El
subsistema económico ha de ser
coherente con los demás subsistemas
sociales del momento, y no podía hacerse
liberalismo económico mientras existía
dictadura política. Como ha señalado
Müller-Armack, «la cuestión del orden
económico está en relación indisoluble
con el régimen político y con la vida
en general que ambicionemos» 6.
Un mercado social en
libertad política
Hoy la situación ha cambiado y podemos intentar una construcción auténtica de la economía social de mercado.
Por eso al comienzo de estas reflexiones
considerábamos casi redundante el título
de las mismas, porque el supuesto
político democrático es justamente el
requisito indispensable y el cumplimiento ineludible de la economía de
mercado con sentido social. En la expresión que encabeza estas líneas el
mercado supone la eficacia, lo social
supone la justicia y lo democrático encarna la libertad.
No creemos, sin embargo, que ese
resultado esté ya conseguido por el
mero hecho de haber sido solemnemente consagrados tales principios en
el texto constitucional. La libertad sólo
se vive en su ejercicio y no en el paAlfred Müller-Armack, op. rit., pág. 124.
sivo disfrute; la justicia exige una
atención constante y la eficacia un esfuerzo cotidiano. Esos tres ideales sólo
se cumplen, en la medida en que permiten la imperfección humana, cuando
además de figurar estampados en el
texto constitucional tienen auténticas
raíces en la mentalidad de los ciudadanos. Ya puede comprenderse con sólo
enunciar esas condiciones que arrastramos todavía demasiados hábitos del
pasado y que corregirlos exige un largo
proceso educativo y de aceptación general de esos valores: los del humanismo
cristiano constitutivo de la civilización
occidental.
En otras palabras más pragmáticas:
lo que exige una economía social de
mercado es que la división de poderes
requerida por la libertad encuentre en
quienes los ejercen las actitudes sociales adecuadas. Lo importante es que
los empresarios actúen verdaderamente
como tales, asumiendo los riesgos sin
los cuales no puede justificarse el beneficio; que los funcionarios se atengan a su papel ordenador, evitando
trabar las iniciativas tanto como sustituirlas, y que los consumidores abandonen la actitud pasiva y sepan tanto
reclamar sus derechos como imponerse
sus deberes en momentos en que la
crisis de la energía y la gravedad del
paro aconsejan más el ahorro creador
que el consumismo irresponsable.
La consecuencia es que la economía
social de mercado no será una realidad
mientras no se rectifiquen a fondo tales
actitudes y se sustituyan por una viva
conciencia de la solidaridad social,
manifestada no sólo en la reivindicación de derechos, por otra parte justos,
sino también en la aceptación y el
cumplimiento de los deberes ciudadanos. Solo entonces será de verdad redundante el título de estas reflexiones,
porque sólo entonces la combinación
de una democracia auténtica, instaurada
en los espíritus tanto como en las
normas, se acoplará con un mercado
realmente libre para engendrar y sostener la economía social de mercado.
* 1929. Vicepresidente del Banco Exterior de España.
J. I. G. L *
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