Num010 009

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José M. Cuenca Toribio
Visión de Andalucía. Mito y realidad
Al consagrar unos renglones al tema
colocado bajo tal epígrafe no pagamos
tributo a una convencional y extendida
moda historiográfica; bien al contrario,
nos dejamos guiar por una pauta científica que hace de la imagen o concepción de una determinada región y de
sus habitantes un extremo esencial a la
hora de analizan: con rigor lo que esa
región y sus moradores son en el plano
entitativo. Como otros pueblos de personalidad bien definida, el andaluz ha
dado lugar, dentro y fuera de las fronteras hispanas, a varias teorías e interpretaciones, reflejo exacto o deformado
de su auténtica ¡realidad, pero que a la
postre han acabado por condicionar en
acusada medida su propia existencia,
que ha procurado en ocasiones acomodar a los estereotipos acuñados.
Aparte de los testimonios de la época
romana e islámica, el cauce de nuestra
corriente principia a brotar desde que,
al convertirse en el primer Estado
europeo de la Edad Moderna, España
comenzó a atraer con fuerza el conocimiento y curiosidad de los extranjeros.
La línea entonces iniciada no se interrumpe ya, como es sabido, hasta nuestros días, con descripciones e imágenes
debidas a plumas señeras o medianas
tanto de connacionales como de foráneos. Pese a los nombres ilustres de
Münzer, Navaggiero, Cervantes, Lope
de Vega, Cosme de Mediéis, Olavide o
Forner, no será hasta los tiempos románticos cuando esta literatura y estas
imágenes cobren, ora en paleta indígena, ora en extranjera, sus perfiles más
acabados y duraderos. La materia es,
sin embargo, tan plural y flexible que
resultará siempre arbitrario el acotarla.
Aunque no abundan los buenos libros
sobre ella, los hay en medida suficiente
para que aquí no pretendamos someterla a cerco. Sin propósito de originalidad, nos interesa trazar algunas avenidas que clarifiquen el tránsito por un
terreno lleno de tópicos y lugares comunes.
Podemos iniciar la aventura con la
constatación primaria de que dichas
imágenes y visiones pretenden dar con
la almendra de lo andaluz a través,
casi siempre, de una vía étnica, inalterable a lo largo de los siglos. Es éste
un camino escurridizo, flanqueado por
el determinismo racial, muy poco sólido,
además, por adehala, para sostener tesis
convincentes en el caso de que
hablamos. La etnia andaluza es tal vez
la menos genuina y pura de todas las
peninsulares. Lo era ya en tiempos
tar-tésicos. El periplo-fuente de Avieno
lo constata sin lugar a dudas. La
senda
antropológica tampoco semeja conducir
a grandes horizontes. Las notas de vibratilidad anímica, genio alegre y humor sentencioso, hiperestesia ante lo
estético, capacidad asimiladora y sentido relativista son, desde luego, bien
expresivas —aun con la aparente contradicción de algunas de ellas— para
caracterizar a un pueblo. Y es indudable que a muchas de ellas responden
páginas importantes y decisivas de la
historia andaluza. Pero aparte de ser
intercambiables y superponibles con las
de algunos otros pueblos —el napolitano, el ático o el siciliano, por ejemplo—, la dificultad para aceptarlas
como singulares y definitorias estriba
en su posible y exacta generalización
en cada momento del pasado a todo
territorio meridional y a su presencia
colectiva e individual en espacios temporales que pueden obtener categoría
histórica. Recurriendo otra vez al tema
tartésico por el lugar de privilegio que
ocupa hoy en una historiografía que
antes y ahora llega a unir sus aguas
con las de la mitología, se impone indicar que, en el supuesto de su existencia, desconocemos el cuadro territorial e institucional del reino de
Argan-tonio, de probada entidad, desde
luego. No basta para desechar las
aporías que suscita la formulación de
una idiosincrasia andaluza, estable en
el tiempo y de peculiaridad ontológica,
aludir a las conocidas diferencias del
ritmo del elemento cronológico y a la
multiplicidad de formas civilizadoras
que ha revestido la plasmación del
segundo factor, el de la identidad. Las
manidas puellae gaditanas, ¿fueron la
regla o la excepción en la Bética?
¿Existe realmente una cadena que una
de modo significativo y distinto a los
habitantes del Perchel malagueño o
del Arenal sevillano de la centuria del
quinientos con los de cinco siglos
atrás? El genio pacifista con que Tito
Livio connotó a los andaluces de los
siglos ni
y ii antes de Cristo, ¿era el mismo que
el que los desarmó frente a los soldados
de Víctor y Soult? ¿Cómo explicarse
entonces la quiebra de los eslabones de
esta pretendida tendencia en las luchas
intestinas del siglo xi, del xv o de 1936?
¿Habrá que concluir que, aparte de
ciertas
constantes
y
herencias
culturales, será el paisaje físico el
principal elemento unificador de una
realidad histórica, es decir, temporal y
formada con el aporte sucesivo de experiencias y «vividuras»?
Pero si esta deducción parece excesivamente simplista o desesperanzada, habrá que convenir que en el punto ahora
glosado los caminos historiográficos hasta
hoy recorridos, los métodos empleados,
dejan a la sombra la causa profunda de
los fenómenos en que anda depositada la
razón determinante de la especificidad
de la cultura andaluza, visible y
detectable en hechos captables po¡r la
historia y otras ciencias sociales, corno.ya
hemos repetido. Pero ninguna de éstas
ha aportado aún una respuesta
esclarecedora a la pregunta de cuáles son
las raíces antropológicas de eso que
tantas veces se denomina, mostrenca e
inercialmente, lo andaluz.
Más resguardadas acaso de la intemperie científica se desenvuelven otras
teorías sobre la singularidad andaluza.
Ampliamente extendida hodierno encontramos
la
interpretación
economi-cista. Con un reduccionismo
estructu-ralista del que no cabe
despreciar todos sus elementos, se
aspira a comprender la historia
meridional toda desde la perspectiva que
ofrece el sistema latifundista imperante,
salvo breves hiatos, en su recorrido
trimilenario. El régimen de gran
propiedad oligárquica ha configurado
actitudes y posturas reforzadas por el
paso
del
tiempo.
Desde
el
Estado-ciudad tartésico hasta los duques
absentistas del xix y los empresarios
capitalistas del novecientos, los
instrumentos de detracción del exce-
dente han adoptado las mismas modalidades básicas de la propiedad oligárquica o privilegiada —civil o eclesiástica— y el tributo. Un estrecho círculo
de opresores y una ancha masa de oprimidos, éstos siempre autóctonos - y
aquéllos a menudo colonizadores o extraños: godos, musulmanes, cristianos...
Dialéctica que en el solar meridional
de la Península Ibérica ha revestido
sus formas más extremas y agudas, ¡si
no puntualmente, sí como línea general
o tendencial. Sobre cualquier otra consideración ideológica, fue este fondo
ancestral el que dio en el Sur su impronta
más
trágica
a
los
enfrentamien-tos
de
la
última
contienda civil.
Extremada o trasladada a épocas remotas como las protohistóricas, tal visión
contiene
evidentes
rasgos
caricatu-rizadores y desfiguradores de la
verdadera imagen de Andalucía al
convertir su trayectoria en un
monótono combate entre buenos y
malos, de permanentes y desnudos
perfiles. Pero ílexio-riada por el tiempo,
matizada por la introducción en la
dialéctica social de otras fuerzas ajenas a
la lucha de clases y, sobre todo, a los
motores de la economía —tan poderosos
siempre—, resulta ser la visión más
adaptada quizá al desenvolvimiento de
la colectividad andaluza en su andadura
histórica.
Hábitos
sociales,
comportamientos mentales, expresiones
artísticas, han sido troqueladas por unas
relaciones
de
producción
manifiestamente descompensadas a favor
de los estratos dominantes. Aceptado
dicho enfoque, resta aún averiguar
convincentemente
los
mecanismos
anímicos a través de los cuales circula
este sentimiento de injusticia albergado
por gran parte del pueblo hasta llegar a
su manifestación en su conducta y
folklore. Camino, en verdad, difícil de
precisar por el momento por la falta de
métodos y de medios adecuados. Ni la
intuición poética ni el voluntarismo
historiografía) pueden
servir ni siquiera corno sucedáneos. El
trabajo interdisciplinar tal vez llegue
un día a interpretaciones satisfactorias.
* * *
Llegados aquí, hemos hablado de las
causas últimas que podían explicar la
razón de ser de lo andaluz como elemento dotado de personalidad propia
y específica en medio del contorno geográfico y humano en el que desde los
orígenes del tiempo ha estado inserto.
Terreno, como también ha quedado sobradamente subrayado, de arenas movedizas, en el que las brújulas científicas aún son escasas y rudimentarias.
Algo más firme es en el que ahora
nos vamos a introducir por exigencias
del discurso. Sea cual sea la esencia de
Andalucía como fenómeno histórico, es
lo cierto que pueblo y élite, pensadores
y artistas han ofrecido de ella una casi
inacabable multiplicidad de imágenes
que no pocos estudiosos interpretan en
función de factores de índole geográfica.
,Un territorio tan extenso y a la vez tan
mal comunicado entre sí como el sur de
la Península Ibérica forzoso es que
genere arritmias con tendencias al
particularismo, sólo contrarrestadas por
unas fuerzas unifica-^ doras de talante
espiritual a las que nos referimos en un
principio y que conforman el subsuelo
civilizador que permite hablar de lo
andaluz como de una forma cultural con
indudables rasgos de originalidad. Las
objeciones a tal tesis —no más
numerosas, por otro lado, que las que
quepan formularse a todas las
construidas sobre la globa-lidad y la
inmatización, como las que cabe oponer
a las más extendidas de tipo
climatológico o a las de cualquier otra
índole física— no deben hacemos pasar
por alto la circunstancia de que sean
razones de naturaleza geográfica las que
explican la causa de un hecho situado en
el corazón de nuestro tema,
comenzado ya quizá a desdibujarse en
el telón de fondo sobre el que lo proyectamos. En efecto, sabido es cómo
casi todos los autores, y de modo especial los de la etapa contemporánea,
priman en sus escritos el valle del Guadalquivir sobre la Penibética, debiéndose ello en ancha medida al mejor
acceso del primer ámbito respecto del
segundo. Fenómeno que a su vez ha
provocado otro de índole espiritual, al
reducir la complejidad de la idiosincrasia
andaluza, acotándola en las fronteras de
la depresión bética. Las antinomias, los
contrastes que aparente o realmente
ofrece la consideración del escenario
físico y cultural andaluz, permiten
comprender y no escandalizarse ante la
circunstancia de que la Andalucía de
Eugenio Noel y la de los Alva-rez
Quintero sean antitéticas; como las de
Pemán y Brenan; las de Corpus Barga
y Emilio García Gómez y Víctor de la
Serna, para primar a los autores
contemporáneos. Naturalmente,
se
pueden encontrar parejas y binomios
mejor avenidos, como los de Ford y
Gautier, Alarcón y la Fernán Caballero,
Azorín y Alfonso Reyes, D'Ors y Diez
del Corral, Julián Marías y Ortega o
Caro Batoja y Laín. A menudo, no
obstante, estas uniones son forzadas,
provenientes más de filiación ideológica
que
de
una
identificación
de
planteamientos y, sobre todo, de temática. Todas estas imágenes, empero,
pueden agruparse en un abaco, cuyo
cernimiento depara el elenco de notas
que anteriormente ya se han apuntado, y
que desbastadas o pulidas encierran
porción muy considerable de lo que
pudiera ser la esencia última del carácter
andaluz.
Pero no podemos servirnos de ellas,
sin embargo, como de un catálogo de
autoridades. Carecen de muchas cosas;
se recortan, amputan y alzapriman no
pocos rasgos de magnitudes físicas, sociales y espirituales por exigencias del
guión o patrón literario. Nadie, por
ejemplo, pondrá en duda el saber que de
su tierra y gentes poseyó don Juan
Valera; sólo con su apriorismo rechazable podrá negarse el hondo conocimiento que de una determinada Andalucía tuvo la autora de Lágrimas. Y, sin
embargo, a la vista de la ¡retratada en
Juanita la Larga o en La familia de
Alvareda asaltan legítimas dudas sobre
el verismo de unos novelistas tenidos
acertadamente como adalides del costumbrismo y la descripción realista. Ni el
lector más avizorante puede atalayar en
la extensa producción de Fernán
Caballero, referida y fechable casi toda
ella entre 1814-1865, el estallido de la
revuelta agraria acaudillada por Pérez
del Álamo o el de las asonadas y motines
de 1846-1848; e incluso del levantamiento sevillano de 1857 sólo se
encuentra algún comentario sesgado y al
paso. El campesinado bajoandaluz vivía
en el mejor de los mundos, sólo
inficionado y en peligro por las novedades de los modernos redentores de la
humanidad, contra los que doña Cecilia
dirigió incesantemente toda su munición
guerrera. A su vez, en la Villaalegre de
los amores de don Paco y Juanita sólo
son muy débilmente audibles los ecos de
la Mano Negra y demás agitaciones
populares finiseculares en el secuestro
de don Ramón, el rico tendero. En los
años de la Gran Guerra, Ortega fue a
Córdoba en busca de reposo y se
encontró con que el ruido de los cascos
de los caballos de la Guardia Civil
frustraban o impedían su descanso.
Cuando en 1930, año de particular
violencia social en Málaga, llega a ella
procedente de Berlín-Ma-drid, Ramón
Gómez de la Serna encuentra allí «la
última claridad paradisíaca del vivir».
«Cuando he brindado en Málaga, el
champaña tenía otro sabor porque las
bellas mujeres de corazón en alto me
habían enseñado a despertarlo no con el
molinillo medicinal,
sino con el rabillo de un clavel»
(Auto-moribundia 1888-1948, Madrid,
1974, II, 537-38). Es decir: todo el
mencionado plantel de egregios
nombres acabados de reseñar nos han
constituido una imagen de Andalucía
vaciada antes en sus moldes mentales
que en los de la realidad, aunque a
veces —muchas, en ciertos casos— no
haya contraposición entre unos y otra.
Pero no por ello debe minusvalorarse la
trascendencia de tales visiones a la hora
de la búsqueda de la identidad de un
pueblo; sobre todo de uno que lo ha
suscitado en tan gran número y calidad.
Al margen de su presunta o efectiva
deformación, estas imágenes son elemento insustituible para la cristalización de un pueblo. A través de ellas es
conocido y al mismo tiempo se entiende
a sí mismo por afirmación o rechazo.
Así tenemos, por ejemplo, que, pese a la
espontaneidad con que se pretende
configurar a un costado esencial de la
existencia meridional, es cierto, sin embargo, que el andaluz acomoda una parte
de su actitud en la vida pública e incluso
en la privada a la imagen más
generalizada de éste. Así ocurre, por
ejemplo, con la religiosidad imperante
en la romería del Rocío, o en las cofradías penitenciales de la Semana Santa
malagueña, en el carnaval gaditano o
en el coso taurino hispalense.
Lo expuesto no es más, como fácilmente se comprenderá, que una primera
y tosca toma de posiciones o una muy
superficial aproximación a un territorio
historiográfico, del que ya se han
ponderado su extensión y dificultad.
Andaríamos por camino real si lleváramos a cabo una confrontación de
los escenarios físicos y espirituales recogidos en las visiones más enjundiosas
que de Andalucía nos han legado toda
suerte de artistas y pensadores con los
datos aportados por la historia, particularmente por la cultura. Tarea, ya se
entiende, imposible de todo punto aquí
po¡r requerir un tratamiento monográfico del que estas páginas no pueden
ser marco. Sin embargo, reduciéndola a
la parcela más conocida y clásica del tema
—la
decimonónica—,
podemos
considerarla como un microcosmos en
el que se concentran los elementos fundamentales de la materia en cuestión.
Las piezas geográficas del cuadro resultan
coincidentes en casi todas las paletas y
plumas. «Tartesia feliz», en expresión
menendezpelayianaj es tierra colmada
por todas las bendiciones climáticas y
agronómicas, hasta el extremo de que el
espacio físico sobre el que se desarrolla
y proyecta la vida andaluza no tiene nada
que envidiar a ningún otro del planeta.
Pero, contra toda previsión, el esfuerzo
del hombre sobre él para transformarlo
en su provecho es una cuestión poco
abordada por viajeros y narradores.
Más que a falta de perspicacia, tal
omisión débese principalmente a su
imantación por lo pintoresco y al escaso
eco que aún despertaban en la conciencia
colectiva tanto las cuestiones económicas
como los motivos de la injusta
distribución de los recursos de la
naturaleza. Esta miopía es, con todo,
parcial, por cuanto la obra de la
historia sobre este espacio físico
paradisíaco suscitara una mayor
profusión de 'juicios, todos en noir.
'Como ya observamos, el latifundismo
es una maldición y un obstáculo insuperable para el logro de una sociedad
progresiva y justa. Así fue antes de la
Desamortización y continuará siendo
después. El exotismo, el color de la sociedad
andaluza
romántica
y
posromán-tica, tiene una de sus fuentes
en este desequilibrio de las fortunas,
que llega a acentuar en el Mediodía el
número y las condiciones de las clases
marginadas e incluso del propio
pueblo. En boca de todos los escritores
ingleses sin
excepción y de no pocos de los franceses
y aun en la de muchos de los españoles
de
allende
Despeñaperros,
las
cualidades de aquél no admiten comparación con las de las clases dirigentes,
corruptas, irresponsables o anémicas.
Este populismo, como cualquier otro
de los puntos en los que hemos recalado, ofrece, no obstante, una gran diversidad de vertientes y dimensiones.
En las estampas de la Fernán Caballero
no se presenta como dicotómico con la
acción de los estamentos dominantes
que ejercen una paternal y benéfica tutela
sobre él; mientras que en las impresiones de Clarín en su viaje de bodas,
el contraste es de aguafuerte. Y en las
descripciones del barón de Duva-lier
parece responder a una especie de
generación espontánea, en comunión
con las virtudes y excelencias del paisaje telúrico.
En plano distinto del geográfico, en
el histórico, las coincidencias volverán a
ser más frecuentes. Para un gran
número de los intérpretes y analistas
contemporáneos —no sólo ochocentistas— del pueblo andaluz, el período
islámico y el posterior de la Reconquista
son los más cruciales y decisivos. El
primero motiva la peculiaridad y singularidad de su idiosincrasia en el mosaico español y en el conjunto de todos
los pueblos europeos, al paso que el
segundo refuerza desde otro ángulo
dicha especificidad, al establecer en el
sur unas relaciones sociales y económicas, si no distintas, sí diferenciadas de
manera acusada en relación al resto de la
Península. Esta historia ha conformado
de forma especial al carácter y cultura
andaluces y haciéndoles extremosos,
impresionables, abiertos, receptivos,
imaginativos. Plumas tan opuestas como
las de Washington Irvíng, Amos de
Escalante o Palacio Valdés así lo
certificarán. Frente a ellas, la posición
de un Galdós, de un Pío Baroja —ambos
en sus relatos de ambiente deci-
monónico— j de un Unamuno —«el
sevillano fino y frío»— agrietan tal certificado e inducen a sospechar todo lo
que de cartón piedra, de guardarropía e
inercia literaria puede contener cualquier descripción inmatizada del «alma
dé los pueblos», y muy particularmente
si del andaluz se trata; sin que por ello
demos, naturalmente, por válida en términos absolutos ni relativos la
exége-sis de estos últimos escritores.
Alejados de las estampas literarias y
turísticas, varios historiadores y filólogos decimonónicos y del siglo actual,
preocupados por arrojar luz sobre las
raíces culturales de Andalucía, vienen
en parte a ratificar la tesis acabada de
describir, al subrayar con gruesos caracteres la permanencia e importancia
del legado romano. Este fue tan fuerte
y profundo, que los frutos de lo que
cabría denominar Andalucía «clásica»
—Renacimiento, Ilustración— no son
menores que los nacidos en el hervor
barroco y romántico, con cuyo espíritu
se tiende a identificar la genuina
anda-lucidad, una de cuyas vetas más
anchas se imposta en el medievo
islámico.
Debemos detener en este punto nuestra precipitada incursión si no queremos
dar mayor arborescencia a un tema que
mientras más desnuda y prieta ofrezca
su efigie, más posibilidad tiene de ser
aprehendido y comprendido. Las
consideraciones sobre el reflejo e impacto del espíritu fáustico y del
dioni-síaco en la cultura andaluza
conducirían esta pequeña singladura a
una navegación de altura, dejada
gustosamente a otras plumas. Bien está
el que a través de su contraposición
fecunda se pretenda analizar las notas
esenciales de la ontología andaluza,
siempre que no se parta de un
reduccionismo tan desfi-gurador o más
que el ecoñomicista. La
cultura existe sustentada en y por un
pueblo y no al revés.
Más a tono con el hilo de estas consideraciones, quisiéramos terminarlas
con el apunte de una cuestión en la que
creemos encerrada la clave del tema
que nos ha venido ocupando. En qué
medida los aconteceres de toda índole
ocurridos en los años 302, 937, 1255, o
en cualquier otra fecha anterior o
posterior, protagonizados —activa o pa-
Catedrático. Universidad de Córdoba.
sivamente— por los habitantes de Andalucía se atuvieron o estuvieron informados de los principios, rasgos y
factores de las varias imágenes y visiones
de su tierra —arcádicas, panglosis-tas,
risueñas,
dolientes,
desgarradas,,
quejumbrosas—, pergeñadas más atrás.
Él descrifrador que lo descifrare buen
descrifrador será.
J. M. C. T.*
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