Num002 006

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Federico Sopeña Ibáñez
Galdós y la desamortización
La herencia de la Ilustración
Vicens Vives, Sánchez Agesta, Jover
Zamora, Aranguren, todos los que directa o indirectamente han tratado el
tema de la desamortización, coinciden
en lo frustrado de los efectos y ponen
como causas la improvisación, la falta
de un subsuelo cultural e incluso las
dificultades de comunicación. Fracasa
el noble y liberal intento de crear una
burguesía nueva al estilo de la francesa: compró en España el que podía
comprar, con el agravante de que al
comprar barato o con trampa se hería
muy hondamente el postulado burgués
de la riqueza lograda a través del trabajo
sacrificado y constante. No se redime al
campesino —en muchos casos sale
perdiendo con el cambio—, y así, desde
ese inicial fracaso, pero útilísimo para
unos pocos, surgen las violencias
esporádicas en el campo y la integración de una urgente, atrevida y cara
reforma agraria en el programa de la
izquierda ya no liberal. Todos los problemas políticos, económicos y morales
que lleva consigo la desamortización
aparecen en Galdós de una manera singularísima: inseparables del «retrato»
de sus personajes. Una vez más, el novelista escribe la historia más viva.
El talante de Mendizábal, el de los
desamortizadores románticos, es bien
Cuenta y Razón, n.« 2
Primavera 1981
distinto al de sus predecesores de la
Ilustración, pero es indudable que heredan no el anticlericalismo violento,
pero sí las razones económicas. Muriel,
protagonista de El audaz, temprana
novela de Galdós, uno de los que intentan convertir el motín palaciego de
Aranjuez en revolución a la francesa,
plantea ya el problema y se lo plantea a
un fraile un tanto ilustrado, alumno de
joven en la Salamanca jovellanista y
elegantemente contestatario: «Ustedes
han de desaparecer, irán arrastra* dos
por una tempestad que trastornará otras
muchas cosas. Los privilegios tienen que
venir a tierra. Temblarán los nobles en
sus palacios y los frailes en sus
claustros. Los primeros tendrán que
repartir su fortuna por igual entre sus
hijos, creando así una clase poderosa,
intermedia entre la grandeza y el pueblo, que será la que más influya en la
nación, y ustedes se verán reducidos a
la cristiana pobreza con que fueron
instituidos, pasando sus inmensas riquezas a ser patrimonio de la nación»
(O. c.} t, IV, pág. 240).
Jovellanista es el padre Castillo, trinitario ilustrado: en el ambiente frailuno, deliciosamente descrito en el episodio «Napoleón en Chamartín», liga
la desamortización con todo el gran
problema del desmesurado crecimiento
de los regulares. No debe olvidarse que
el primer empujón hacia la desamortización, muy ligada con los planes
urbanísticos, lo da la Administración
bonapartista. Y tenemos ya lo del «retrato»: la mucha propiedad territorial
es inseparable del pancista padre Salmón; lo contrario ocurre con el padre
Castillo, que bien pudo haber defendido parte de sus ideas en las Cortes
de Cádiz. «Mala situación es ésta, dijo
Salmón, ¿de modo señor prior de mi
alma que en mucho tiempo no recibiremos nada de nuestras granjas de
Lega-nés, Valmojado, Casarrubiales,
Batona de Tajuña y Santa Cruz del
Romeral? jBonito porvenir! Y entonces,
'Quid
manducaverunt
vel
manducavere'.» «Pues en lo relativo a
ese decreto que acaba de leerse, dijo
Castillo, mi conciencia no me dicta sino
alabanzas y alabanzas le daré, aunque lo
haya escrito el Gran Tamerlán. ¿Por
ventura no son esas las mismas ideas
que han hecho célebre en toda la
redondez de la tierra a nuestro gran
Jovellanos? El mismo conde de
Floridablanca, ¿no intentó algo en este
asunto? Y los sabios consejeros de
Carlos III, ¿no se dieron de cabezadas
por quitar esas trabas a la industria?
Todos sabemos que aquel eminente rey
tuvo ganas de promulgar este decreto»
(O. c.f t. I, páginas 437, 440). Todo esto
es
inseparable
del
intento
desamortizador y todo esto será
argumento para los primeros liberales de
las Cortes de Cádiz. Durante el reinado
de Fernando VII, la breve etapa liberal
afronta el problema, sin resolverlo. En la
etapa más reaccionaria, ministros como
Garay intentan algo, pero fracasan
precisamente por esa unión de
desamortización y anticlericalismo. La
Iglesia española, los obispos y los
regulares ofrecen, eso sí, donativos
cuando k situación de la Hacienda es
de bancarrota, pero esa oferta, que se
acepta, aparece precisamente como lo
más opuesto a la desamortización.
Los sueños de Mendizábal:
retrato con marco
En el episodio que lleva su nombre,
Galdós presenta a Mendizábal de manera muy original y yo diría que modernísima: nos lo presenta en su despacho del Ministerio, al rilo de la madrugada, desvelado y soñador, abierto
a la entusiasta ingenuidad, torpe para
la astucia, confiado y tembloroso a la
vez, lleno el aire del despacho de fantasmas, en su mayoría de políticos,
pero no sin ojeadas del protagonista a
rinconcitos líricos del corazón. En el
centro de ese soñar aparece la desamortización con la valentía de su empeño,
pero no menos con la profecía de su
tercedura. «Quizá podría yo ahora desarrollar tranquilamente mi pensamiento,
madurarlo bien. Con estas prisas allá
va todo como Dios quiere... ¡Qué
lástima, Señor, qué lástima!..., porque
tiene razón Caballero: ¡Cuánto mejor
en política y en economía repartir al
pueblo esta masa de bienes en vez de
sacarlos al mercado! La parte de deuda
que se amortiza, ¿vale más o vale menos
que los intereses territoriales que
podrían crearse con ese reparto hecho
juiciosamente?; ¿es preferible el crédito
circunstancial para encontrar quien
preste a las ventajas futuras de la buena
distribución del terreno?... ¿Y qué decir
de los abusos que en las subastas pueden
cometerse?... Resultará que los caciques
de los pueblos, la clase bursátil, los que
poseen ya una mediana fortuna,
adquirirán
bienes
considerables
pagándolos a largos plazos con el mismo
producto de las tierras... Y en tanto, el
pueblo agricultor y laborioso no podrá
adquirir propiedad... ¡Si lo he pensado,
Señor, si lo he pensado!... ¡pero no le
dan a uno tiempo para nada!... ¡Esta
política, esta vida!... No es posible, no
es posible. Que venga aquí el 'Sursum
corda' y se volverá para arriba, para el
cielo, sin haber
hecho nada. ¡Vivir al día, defenderse
hoy de las acechanzas de mañana, temblando siempre... sin hora segura y
tener que sufrir una cerrada carga de
discursos! ¡Las dichosas polémicas!
¡Los dichosos abogados!... Y menos
mal si uno contara con tener las espaldas
cubiertas... Pero ¡si Palacio le pone a
usted en la calle el mejor día como a
un criado! Con esta inseguridad, con esta
zozobra, ¿qué planes, ni qué reformas, ni
qué soluciones grandes son posibles?
Esto es un vértigo, dar quiebras al
enemigo, agarrar el poder con las dos
manos, sujetarlo, además, con los
dientes para que los de allá no nos lo
quiten... No puede ser, no puede ser...»
Pero Mendizábal no se va sin realizar
algo, ya que no toda la gran obra, y le
dice al país: «Te he quitado treinta y seis
mil frailes y diecisiete mil monjas; te doy
cuatro mil millones, seis mil para que
empieces a formar un conglomerado
social fuerte y poderoso... De
mogollón lo hago... No me dan tiempo
para más. Luego, Dios dirá» (O.c., t. II,
pág. 538).
En contraste con la «poética» de los
sueños de Mendizábal, la reacción carlista es, a la vez, beata y grosera, que
grosero es llamar a Dios de tú y llamarle
para la venganza. Es necesario recordar
que en ese mundo campesino, aldeano,
del dominio carlista, la desamortización
aparece desligada de su realidad
económica: un cultivo de minifundio, un
predominio de la montaña —la Rioja, en
cambio, es liberal—, un muy diverso
tipo de señorío aristocrático y, por fin,
una elementalidad que, si tiene rasgos
deliciosos que Galdós recoge con
ternura en los Episodios —desde los
niños hasta el bárbaro Zoilo—, se abre
fácilmente a la grosería. Fernando
Calpena, admirador de Mendizábal, oye
en Oñate la siguiente ristra de
denuestos. La escena es en una fonda
donde se arraciman personajes y
personajillos de la corte carlista. Habla
Gelos, más albeitar que médico, culpable con otros del erróneo tratamiento
de Zumalacárregui: «El tal don Juan
Mendizábal, que se vino de Londres
con mucho viento en la cabeza y luego
¿qué? Miseria, el inicuo despojo del
clero regular, que es un robo, señores,
que es como sacarle a uno el reloj del
bolsillo. Yo me alegro, sí señor, yo me
alegro —dijo el señor Gelos congestionado de tanto comer y aflojándose el
dogal que la servilleta le hacía en el
cuello—. Ese escandaloso robo será la
mecha que ponga fuego a la mina. Los
cristianos, en su satánica demencia, desafían a Dios..., le meten la mano en el
bolsillo a Dios, señores, para quitarle lo
que pertenece a la santa iglesia! Me
alegro, sí, me alegro, para que vean,
para que aprendan los que aún no están
convencidos... Hablando de esto decíame esta tarde el señor Echevarría:
'Es lo único que faltaba para que Dios y
la Virgen Santísima estuviesen de
nuestra parte.' Pues, qué, todos esos
caudales, ¿de quién son sino de nuestra
Generalísima? La piedad se los dio, el
infierno se los quita. Bien, bien: esto
nos favorece. ¡Imagínense ustedes la
cólera de Dios cuando haya visto...!
¡Están locos, locos!... y nosotros más
locos todavía si no nos aprovechamos
de estos desaciertos del masonismo,
abandonando los enjuagues y los paños
calientes para marchar decididos al exterminio de la impiedad, de la revolución» (O. c. } t. II, pág. 805).
Los moderados que
se aprovechan
Mendizábal apuntaba justo: son los
ricos los que van a beneficiarse de la
desamortización. Será su gran afán que
la Iglesia levante el veto contra los
compradores: todos los tiros van por
ahí. En el episodio «Los Ayacuchos»
aparece la referencia al marqués de
Sa-riñán, el enemigo del liberal
Calpena,
caracterizadamente moderado en el estamento de procuradores, pero a la espera
de la ocasión. En el delicioso epistolario
de don Serafín del Socobio, muy cercano
a los carlistas «convencidos», aparece lo
siguiente: «Ha llegado la semana pasada
el señor marqués de Sariñán, que trae el
propósito de aprovechar la famosa ley
del 2 de septiembre último, por la cual se
declaran bienes nacionales todas las
propiedades del clero en cualesquiera
clase de predios, derechos y acciones que
consistiesen, de cualquier nombre y
origen que fuesen y con cualquiera
aplicación y destino con que hubiesen
sido donadas, compradas o adquiridas.
Alcanza esta ley a los bienes, derechos
y acciones de las cofradías y fábricas de
las iglesias. Al olor de estas compras
acuden terratenientes de los pueblos y
logreros de las ciudades. Sigo creyendo
que la ley es un despojo inicuo. El de
Sari-ñán no se duerme, y como tiene
ahorros, efecto natural del miserable y
roñoso trato que se da, será de los que
arrebaten con viva mano los mejores
bienes de aquellas manos muertas. Allá
se las haya con su conciencia» (O. c., t.
II, pág. 1124).
Narváez, cuando tiene que defenderse
contra la camarilla del rey Francisco,
contra los «convenidos» de Vergara,
contra el mismo primado de Toledo,
echa pestes contra los enriquecidos
reaccionarios. En la serie de la que es
protagonista
el
simpático
Pepe
Bera-mendi, Galdós hace un delicioso
retrato del suegro, don Feliciano de
Emparán, isabelino por conveniencia,
casi carlista de convicción: lleno de
dinero, procedente de los enjuagues que
temía Men-dizábal, sostiene que la vida
es un valle de lágrimas, lee muy a gusto
los discursos apocalípticos de Donoso
Cortés. Contra él truena Narváez y a
través de nuestro tema: «Pues ahora
—hace decir Galdós a Narváez— los
convenidos de Vergara y los clérigos
de capa corta
que allí tuvieron su desengaño quieren
suplantarnos, abolir el régimen y traernos el carlismo sin don Carlos o el
absolutismo con Isabel, y esto no hemos de tolerarlo, ¡carape! Corno no
hemos de consentir que los que tronaron
contra la desamortización sean ahora los
que quieran echar abajo lo existente. No
será tan malo el árbol cuando a su
sombra hicieron sus pacotillas estos
ricachones que ahora se gastan el dinero
en escapularios y que me acusan de que
no miro por la religión... Hable usted
de eso con su señor papá político y con
otros que en pocos años se han llenado
de millones. Si es tan malo el régimen,
que se lo cuenten a los que, por ese
mismo sistema político, ¡ahí duele!,
fueron 'comisionados del crédito
público' y se encargaron de recoger el
papel-moneda de los conventos...
¿Dónde está ese papel? Yo no digo
nada: hable usted con los que dicen
que se ha convertido en ladrillos y éstos
en casas» (O. c., t. II, pág. 1551).
La vuelta a las andadas
El bienio progresista, encabezado
por Espartero, que vuelve triunfador,
lucha contra el concordato de los moderados y se vuelve a plantear la extensión de lo desamortizable. A pesar
de la lucha sorda entre Espartero y
O'Donell, ya preparando éste su Unión
Liberal, se adhiere a lo que la Reina,
llena de diversiones y de escrúpulos a
la vez, quiere negarse. El anticlericalismo de Galdós aparece aquí extremado y extremista, populachero y no
sin ribetes de juguete cómico, si bien
es verdad que no hay una parte significativa de la Iglesia española capaz de
descifrar los signos del tiempo. Es lástima: los ejemplares de curas «progresistas» aparecen como no devotos, tabernarios y tantas veces sin licencias.
Es lástima: por estos años aparecen las
primeras manifestaciones del que sería
más tarde el famoso rector Castro, totalmente en la órbita de Sanz del Río.
Con ese marco podemos reproducir, no
sin pena, el siguiente párrafo del episodio «Ó'Donell»: «Tratóse allí —en
la tertulia progresista— por todo lo alto y
por todo lo bajo el gravísimo asunto de
la desamortización civil y eclesiástica
votada por las Cortes en abril. ¿Por
qué se obstinaba la reina en no dar su
sanción a esta ley? Desdichado papel
hacían Ó'Donell y Espartero cabalgando un día y otro día en el tren
de Aranjuez con la ley en la cartera y
volviéndose a Madrid cacareando y sin
firma... Por aquellos días, empeñado el
gobierno en que Su Majestad sancionara
la ley, y obstinada Isabel en negar su
firma, vieron los españoles una prodigiosa intervención del cielo en nuestra
política. Fue que un venerado Cristo que
recibía culto en una de las importantes
iglesias del reino, se afligió grandemente
de que los picaros gobernantes quisieran
vender los bienes de la Mano Muerta.
Del gran sofoco y amargura que a
Nuestro Señor causaban aquellas
impiedades rompió su divino cuerpo
en sudor copioso de sangre. Aquí del
asombro y pánico de toda la beatería
de ambos sexos, que vio en el milagro
sudorífico una tremenda conminación.
¡Lucidos estaban Espartero y Ó'Donell y
a los que a entrambos ayudaban!
¡Vaya que traernos una Revolución y
prometer con ella mayor cultura, libertades, bienestar y progreso, para salir
luego con que sudaban los Cristos! La
vergüenza sí que debió encender los
rostros de O'Donell y Espartero hasta
brotar la sangre por los poros. Por
débiles y majagranzas que fueran nuestros caudillos políticos, incapaces de
poner a un mismo temple la voluntad y
las ideas, la ignominia era en aquel
caso tan grande, que hubieron de acordarse de su condición de hombres y de
la confianza que había puesto en ellos
un país tratado casi siempre como ma-
nada de carneros. El de Luchana y el
de Lucena se apretaron un poco los
pantalones. Y la Reina firmó y sor Patrocinio y unos cuantos capellanes y
palaciegos salieron desterrados con
viento fresco; al buen Cristo se le curaron, por mano de santo, la fuerte calentura y angustiosos sudores que sufría
y no volvió a padecer tan molesto
achaque» (O. c., t. III, pág. 127).
Otro retrato con marco: O'Donell
Ya O'Donell en el poder, antes del
largo período que se centra en la guerra
de África, Narváez le derrota diciendo
sencillamente a la Reina: «Yo no desamortizo.» Galdós presenta la lucha y
la derrota en un duermevela del general
parecido al de Mendizábal, pero el
marco ya no es el despacho ministerial,
sino la alcoba del matrimonio O'Donell,
cuando éste, después del famoso desaire en Palacio, al sacar la Reina a
bailar a Narváez, contra el más elemental protocolo: «Desamorticemos... País
nuevo... Salaverría, que saca estas cuentas mejor que nadie, ha calculado la
Mano Muerta en siete mil millones.
Yo digo que debe ser más... ¡Siete mil
millones! Ello es nada: caminos, carreteras, ferrocarriles, puertos, faros, canales de riego y de navegación... Y vale
más que todo el gran aumento de la
propiedad rústica... Serán propietarios
de tierras muchos que hoy no lo son ni
pueden serlo... Aumentará fabulosamente el número de familias acomodadas; los que hoy tienen bastante tendrán más; los dueños de algo lo serán
de mucho y los poseedores de la nada
poseerán algo... ¿Qué es esta España
más que un hospicio suelto? Esas nubes de abogadillos que viven de la nómina, las clases burocráticas y aun las
militares, ¿qué son más que turbas de
hospicianos?
El Estado, ¿qué es más que un inmenso asilo? Dice Salamanca que en
toda España hay dos docenas de millonarios, unos quinientos ricos, unos dos
mil pudientes o personas medianamente
acomodadas y ocho millones de pelagatos de todas las clases sociales, que
ejercen la mendicidad en diversas formas. En esa cuenta no entran las mujeres. Pues bien, digo yo: Amigo
Sala-verría..., vendamos la Mano
Muerta, hagamos miles de hacendados
nuevos, facilitemos el pago de fincas
que se vayan desprendiendo de esa masa
territorial muerta... A los pocos años
tendremos agricultura, tendremos industria, y la mitad por lo menos de los
hospicianos que forman la nación dejarán de serlo... ¡Siete mil millones,
que hoy existen en el fondo de un
ar-cón cerrado con llaves que la Iglesia
tiene en su mano y no quiere soltar ni
a tiros!... A tiros sí que los soltarían...
Pero señora Reina, ¿hemos de armar otra
guerra civil por esas dichochas llaves?
¿No derramamos bastante sangre en la
primera para defender tus derechos y
asegurarte en el trono? ¡Y los vencidos
en aquella lucha, Reina mía, son ahora
los que detrás de una cortina te
aconsejan y te dirigen... ¡Y no
pudiendo dar el poder a los vencidos en
aquella guerra, lo das a Nar-váez, que
entra en Palacio diciendo: 'Yo no
desamortizo'. Cuidado, Reina; no se
juega con la vida de un pueblo..., de una
nación viril, por más que sea la gran
'Casa de caridad'. El hospiciano sigue
diciendo: 'Quiero ser bárbaro, quiero ser
pobre', pero lo dice por rutina» (O. c., t.
III, pág. 163).
En la Restauración:
la deuda pagada
Azaña insistió mucho en que la desamortización de Mendizábal, con sus
consecuencias en la enseñanza religiosa, hizo posible una generación «laica»,
protagonista de la Revolución de 1868,
y que en la Restauración, el renacimiento
de la enseñanza religiosa, el poder
creciente de los jesuítas afecta también, y
mucho, a la dirección de las conciencias
e, inseparablemente, al problema de la
desamortización: se crea el remordimiento y la necesidad de restituir,
argumento que da sus últimos coletazos
en el debate sobre la Constitución de
1931. Todos apuntan a la influencia de
la mujer de la clase alta, aristócrata o
casada con gran financiero: la dirección
de la conciencia señala que en el «negocio» de la salvación juega papel muy
importante la necesidad de restituir.
Galdós, a través de personajes femeninos muy protagonistas, da testimonio
de eso. Una mujer bien simpática, Cruz
del Águila, cuñada y tirana del avaro
Torquemada, se expresa así cuando,
agonizante él, duda entre la «conversión» y la «conversión de la Deuda»,
mientras que el padre Gamborenea,
nobilísima figura de clérigo, se niega a
entrar en esos tratos: «Creo, en conciencia —dijo Cruz con ceremoniosa
voz, acercándose más y recibiendo de
lleno la mirada mortecina de los ojos
del tacaño—, que después de reservar a
sus hijos los dos tercios que manda el
código, dando partes iguales a cada
uno, debe usted entregar el resto, o sea,
el tercio disponible..., íntegramente a
la Iglesia. A la Iglesia —repitió don
Francisco sin hacer el menor movimiento— para que cuide de repartirlo...
¡Todo!... ¡A la Iglesia!..., y de ese
modo me aseguran que... Sin parar
mientes en lo que expresaba el último
concepto, Cruz siguió desarrollando su
idea de esta forma: piénselo bien y
verá que, en cierto modo, es una restitución. Esos cuantiosos bienes, de la
Iglesia han sido, y usted no hace más
que devolverlos a su dueño. ¿No entiende? Oiga una palabrita. La llamada
desamortización, que debiera llamarse
despojo, arrancó su propiedad a la
Iglesia, para entregarla a los particu-
lares, a la burguesía, por medio de
ventas que no eran sino verdaderos regalos. De esa riqueza, distribuida en el
estado llano, ha nacido todo este mundo
de los negocios, de las contratas, de las
obras públicas, mundo en el cual ha
traficado usted, absorbiendo dinerales
que unas veces estaban en estas manos,
otras en aquellas, y que, al fin, han
venido a parar, en gran parte, a las de
usted. La corriente varía muy a menudo
de dirección, pero la riqueza que lleva y
trae siempre es la misma, la que se quitó
a la Iglesia. ¡Feliz aquel que,
poseyéndola temporalmente por los caprichos de la fortuna, tiene virtud para
devolverla a su legítimo dueño!... Conque ya sabe lo que opino. Sobre la forma
de hacer la devolución, Donoso le
informará mejor que yo. Hay mil maneras de ordenarlo y distribuirlo entre los
distintos institutos religiosos» (O. c.,
t. V, pág. 1182).
Mucho más tarde, en «Casandra»,
sitúa Galdós a una figura femenina, que
es como espectro de la terrible doña
Perfecta. Todos los sobrinos están esperando la herencia y van a quedar
chasqueados cuando doña Juana, insoportable de orgullo, de beatería y de
escrúpulos, prepara una serie de donaciones «Ínter vivos» para conventos.
Ante el espanto de toda la familia ansiosa, el administrador les comunica
sarcástocamente: «De todo ese caudal,
que no baja de diecisiete millones...,
pero de duros, ¿eh?, será pronto heredero..., ya lo adivinan..., Dios, muy
necesitado de bienes materiales, según
doña Juana... Dios creador y dueño de
todo lo creado. Descalzo, pobre, sin
tener una piedra en que reclinar su
cabeza, anduvo Nuestro Señor Jesucristo por el mundo, enseñando su doctrina sublime. Pobre y descalzo lo llevamos en nuestros corazones. Doña
Juana, más cristiana que el propio Cristo,
según ella, se aflige de ver a Nuestro
Redentor tan menesteroso, y emplea
todo su dinero en proporcionarle zapatos de oro, corona de pedrería, manto
bordado. Figúrense ustedes el gusto
con que recobrará Dios todo ese capital,
que era suyo y le fue arrebatado por el
ladrón de Mendizábal» (O. c., t. VI,
pág. 1177).
Este es el resumen de Galdós, con
sus exageraciones a veces, pero con un
auténtico fondo de vida. Alguna conclusión podemos sacar en relación con
lo circunstante. En general, el clero
secular no aparece protestando con demasiada energía, y me refiero no a los
curas «salidos», ferozmente enemigos
de los frailes, sino a los que aparecen
como muy noblemente eclesiásticos:
Nazarín, claro, ni entra en la cuestión,
que bien desamortizado está; el padre
Gamborenea, el que quiere «salvar» a
Torquemada, pertenece a una congregación que no admite donaciones testamentarias, lo cual es un signo de que
lo señalado por Galdós está por encima
del anticlericalismo vulgar. El delicioso
padre Mancebo de «Ángel Guerra» se
queja de que los límites burocráticos
del concordato han dañado al esplendor
de las fiestas catedralicias. Lo importante
para mí, insisto, es la ausencia de un
clero liberal, noblemente contestatario,
pero no «suelto», no tocado de
heterodoxia, pero sí comprensivo de
las razones económicas de la desamortización. Hoy todo eso es historia:
los caminos del uso y del abuso de la
influencia llevan otro norte, y, sin embargo, problemas como el de la enseñanza siguen siendo vivos y con peligro
de Ínteres por una parte y de reacción
anticlerical por otra. Lo que sí ha
variado radicalmente, en contraste con
la época de la Restauración, es esto:
que la Compañía de Jesús se ha
«desamortizado» espontáneamente.
1917. Director de la Academia de Bellas Artes de España en Roma.
F. S. V
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